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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (8 page)

Recordando ahora los primeros días de nuestra amistad, lo que más me llama la atención es cuánto les admiraba a los dos, separadamente y como pareja. El libro de Sachs me había producido una profunda impresión y además de agradarme por su personalidad, me sentía halagado por el interés que mostraba en mi trabajo. Sólo tenía dos años más que yo y, sin embargo, comparado con lo que él había conseguido hasta entonces, yo me sentía un principiante. Me había perdido las reseñas de
El nuevo coloso
, pero la opinión general era que el libro había generado mucha controversia. Algunos críticos le dieron un palo —fundamentalmente por razones políticas, condenando a Sachs por lo que consideraban su patente “antiamericanismo”—, pero hubo otros que se entusiasmaron y lo aclamaron como uno de los jóvenes novelistas más prometedores aparecidos en varios años. En el aspecto comercial no sucedió gran cosa (las ventas fueron modestas y pasaron dos años hasta que se publicó una edición de bolsillo), pero el nombre de Sachs había quedado colocado en el mapa literario. Lo lógico es que uno pensara que él se sentiría gratificado por todo esto, pero enseguida aprendí que Sachs podía ser irritantemente insensible respecto a estas cosas. Raras veces hablaba de sí mismo como hacen otros escritores, y mi impresión era que tenía poco o ningún interés por seguir lo que la gente llama “una carrera literaria”. No le gustaba la competitividad, no le preocupaba su reputación, no estaba orgulloso de su talento. Ésa era una de las cosas que más me atraían de él: la pureza de sus ambiciones, la absoluta simplicidad con que se planteaba su trabajo. Esto hacía que a veces resultase terco e irritable, pero también le daba valor para hacer exactamente lo que quería. Después del éxito de su primera novela, por ejemplo, empezó inmediatamente a escribir otra, pero cuando tenía aproximadamente cien páginas rompió el manuscrito y lo quemó. Inventar historias era un engaño, dijo, y sin más decidió dejar la literatura. Esto fue a finales de 1973 o principios de 1974, más o menos un año antes de conocernos. Después de eso empezó a escribir ensayos, toda clase de ensayos y artículos sobre una gran variedad de temas: política, literatura, deportes, historia, cultura popular, gastronomía, cualquier cosa en la que le apeteciese pensar esa semana o ese día. Su trabajo estaba muy solicitado, así que nunca tenía dificultades para encontrar revistas donde publicarlo, pero había algo indiscriminado en la forma en que se dedicaba a ello. Escribía con igual fervor para revistas nacionales que para oscuras revistas literarias, casi sin advertir que algunas publicaciones pagaban grandes sumas de dinero por un artículo y otras no pagaban nada. Se negaba a trabajar con un agente porque pensaba que eso corrompería el proceso, y por lo tanto ganaba considerablemente menos de lo que debía ganar. Discutí con él esta cuestión durante años, pero no cedió hasta principios de los años ochenta, cuando contrató a alguien para que negociase en su nombre.

Siempre me asombraba la rapidez con que trabajaba, su habilidad para pergeñar artículos bajo la presión de las fechas fijas, de producir tanto sin agotarse. Para Sachs no era nada escribir diez o doce páginas de una sentada, empezar y terminar todo un artículo sin levantarse ni una sola vez de la máquina. El trabajo era para él como una competición atlética, una carrera de resistencia entre su cuerpo y su mente, pero puesto que podía abatirse sobre sus pensamientos con tal concentración, pensar con tal unanimidad de propósito, las palabras siempre parecían estar a su disposición, como si hubiese encontrado un pasadizo secreto que fuera directamente de su cabeza a la yema de sus dedos. “Escribir a máquina por dinero”, lo llamaba a veces, pero eso era solamente porque no podía resistir la tentación de burlarse de sí mismo. Su trabajo nunca era menos que bueno, en mi opinión, y con mucha frecuencia era brillante. Cuanto más le conocía, más me impresionaba su productividad. Yo siempre he sido lento, una persona que se angustia y lucha con cada frase, e incluso en mis mejores días no hago más que avanzar centímetro a centímetro, arrastrándome sobre el vientre como un hombre perdido en el desierto. La palabra más corta está rodeada de kilómetros de silencio para mí, y hasta cuando consigo poner esa palabra en la página, me parece que está allí como un espejismo, una partícula de duda que brilla en la arena. El idioma nunca ha sido accesible para mí de la misma forma que lo era para Sachs. Estoy separado de mis propios pensamientos por un muro, atrapado en una tierra de nadie entre el sentimiento y su articulación, y por mucho que trate de expresarme, raras veces logro algo más que un confuso tartamudeo. Sachs nunca tuvo ninguna de estas dificultades. Las palabras y las cosas se emparejaban para él, mientras que para mí se separaban continuamente, volaban en cien direcciones diferentes. Yo paso la mayor parte de mi tiempo recogiendo los pedazos y pegándolos, pero Sachs nunca tenía que ir dando traspiés, buscando en los vertederos y los cubos de basura, preguntándose si no había colocado juntos los pedazos equivocados. Sus incertidumbres eran de un orden diferente, pero por muy dura que la vida se volviese para él en otro sentido, las palabras nunca fueron su problema. El acto de escribir estaba notablemente libre de dolor para él, y cuando trabajaba bien, podía escribir las palabras en la página a la misma velocidad que podía decirlas. Era un curioso talento, y como el propio Sachs apenas era consciente de él, parecía vivir en un estado de perfecta inocencia. Casi como un niño, pensaba yo a veces, como un niño prodigio jugando con sus juguetes.

2

La fase inicial de nuestra amistad duró aproximadamente año y medio. Luego, en un lapso de varios meses, nos marchamos los dos del Upper West Side y comenzó otro capítulo. Fanny y Ben se fueron primero, mudándose a un piso de Brooklyn, en la zona de Park Slope. Era un piso más amplio y cómodo que el antiguo apartamento de estudiante de Fanny cerca de la Columbia, y le permitía ir andando a su trabajo en el museo. Eso fue en el otoño de 1976. En el tiempo que transcurrió entre que encontraron el piso y se mudaron a él, mi mujer, Delia, descubrió que estaba embarazada. Casi enseguida empezamos a hacer planes para mudarnos nosotros también. Nuestro apartamento de Riverside Drive era demasiado pequeño para acoger a un niño y, dado que las cosas ya se estaban volviendo inestables entre nosotros, pensamos que podrían mejorar si dejábamos la ciudad por completo. Entonces yo me dedicaba exclusivamente a traducir libros y, por lo que al trabajo se refiere, daba igual dónde viviésemos.

No puedo decir que tenga el menor deseo de hablar ahora de mi primer matrimonio. Sin embargo, en la medida en que afecta a la historia de Sachs, no creo que pueda evitar el tema por completo. Una cosa lleva a la otra y, me guste o no, yo soy parte de lo sucedido tanto como cualquier otro. De no haber sido por la ruptura de mi matrimonio con Delia Bond, nunca habría conocido a Maria Turner, y si no hubiese conocido a Maria Turner, nunca me habría enterado de la existencia de Lillian Stern, y si no me hubiese enterado de la existencia de Lillian Stern, no estaría aquí sentado escribiendo este libro. Cada uno de nosotros está relacionado de alguna manera con la muerte de Sachs y no me será posible contar su historia sin contar al mismo tiempo cada una de nuestras historias. Todo está relacionado con todo, cada historia se solapa con las demás. Por muy horrible que me resulte decirlo, comprendo ahora que yo soy quien nos unió a todos. Tanto como el propio Sachs, yo soy el punto donde comienza todo.

La secuencia pormenorizada es la siguiente: perseguí a Delia a temporadas durante siete años (1967—1974), la convencí de que se casase conmigo (1975), nos fuimos a vivir al campo (marzo de 1977), nació nuestro hijo David (junio de 1977), nos separamos (noviembre de 1978). Durante los dieciocho meses que estuve fuera de Nueva York, me mantuve en estrecho contacto con Sachs, pero nos vimos menos que antes. Las postales y las cartas sustituyeron a las conversaciones nocturnas en los bares, y nuestros contactos fueron necesariamente más limitados y formales. Fanny y Ben vinieron a pasar un fin de semana con nosotros en el campo y Delia y yo les visitamos en su casa de Vermont un verano durante unos días, pero estas reuniones carecían de la cualidad anárquica e improvisada que tenían nuestros encuentros en el pasado. Sin embargo, no hubo menoscabo en la amistad. De cuando en cuando yo tenía que ir a Nueva York por motivos de trabajo: entregar manuscritos, firmar contratos, recoger trabajo, comentar proyectos con los editores. Esto sucedía dos o tres veces al mes, y siempre que estaba allí pasaba la noche en casa de Fanny y Ben en Brooklyn. La estabilidad de su matrimonio tenía un efecto tranquilizador para mí, y si pude mantener una apariencia de cordura durante ese período, creo que, en parte por lo menos, se debió a ellos. Volver a ver a Delia a la mañana siguiente podía resultar difícil, sin embargo. El espectáculo de la felicidad doméstica que acababa de presenciar me hacía comprender que había estropeado las cosas gravemente para mí mismo. Comencé a temer sumergirme en mi propia confusión, en la profunda espesura del desorden que había crecido a mi alrededor.

No me voy a poner a especular respecto a qué fue lo que nos hundió. El dinero escaseaba durante los últimos dos años que pasamos juntos, pero no quiero citar eso como causa directa Un buen matrimonio puede soportar cualquier presión externa, un mal matrimonio se resquebraja. En nuestro caso, la pesadilla comenzó a las pocas horas de marcharnos de la ciudad, y ese algo frágil que nos había mantenido unidos se deshizo de forma permanente.

Dada nuestra falta de dinero, el plan original era bastante cauto: alquilar una casa en alguna parte y ver si la vida en el campo nos iba bien o no. Si nos gustaba, nos quedaríamos; si no nos gustaba, volveríamos a Nueva York cuando se terminase el contrato de alquiler. Pero luego intervino el padre de Delia y nos ofreció adelantarnos diez mil dólares para pagar la entrada de una casa en propiedad. Teniendo en cuenta que entonces las casas de campo se vendían a precios tan bajos como treinta o cuarenta mil dólares, esta suma representaba mucho más que ahora. Fue una oferta generosa por parte de Mr. Bond, pero al final tuvo un efecto adverso sobre nosotros, porque nos colocó en una situación que ninguno de los dos supo manejar. Después de buscar durante un par de meses, encontramos un sitio barato en Dutchess County, una casa vieja y destartalada con mucho espacio en el interior y unas espléndidas lilas plantadas en el patio. Al día siguiente de mudarnos, una tormenta feroz azotó la ciudad. Un rayo cayó en la rama de un árbol próximo a la casa, la rama se incendió, el fuego se propagó a un cable eléctrico que pasaba por el árbol y nos quedamos sin electricidad. No bien sucedió esto, la bomba de sentina se cerró y en menos de una hora el sótano estaba inundado. Pasé la mayor parte de la noche metido hasta las rodillas en agua fría achicándola con cubos a la luz de una linterna. Cuando llegó el electricista a la tarde siguiente para valorar los daños, nos enteramos de que había que cambiar toda la instalación eléctrica. Eso nos costó varios cientos de dólares, y cuando la fosa séptica se salió al mes siguiente, nos costó más de mil dólares quitar el olor a mierda de nuestro jardín trasero. No podíamos permitirnos ninguna de estas reparaciones, y el asalto a nuestro presupuesto nos trastornó completamente. Aceleré el ritmo de mis traducciones, aceptando cualquier encargo que me hiciesen, y a mediados de la primavera prácticamente había abandonado la novela que llevaba tres años escribiendo. Para entonces Delia estaba inmensa a causa de su embarazo, pero continuaba trabajando duramente en lo suyo (corrección de estilo
free—lance
) y la última semana antes de ponerse de parto estuvo sentada ante su mesa de trabajo de la mañana a la noche corrigiendo un manuscrito de más de novecientas páginas.

Después del nacimiento de David la situación empeoró. El dinero se convirtió en mi única y avasalladora obsesión, y durante todo el año siguiente viví en un estado de pánico continuo. Puesto que Delia no podía contribuir mucho, nuestros ingresos descendieron en el preciso momento en que los gastos empezaban a aumentar. Me tomé las responsabilidades de la paternidad muy en serio, y la idea de no poder mantener a mi mujer y a mi hijo me llenaba de vergüenza. Una vez, cuando un editor tardó en pagarme un trabajo que le había entregado, fui a Nueva York y entré en su despacho amenazándole con emplear la violencia si no me extendía un cheque allí mismo. En un momento dado, llegué a agarrarle por las solapas y a empujarle contra la pared. Aquél era un comportamiento absolutamente impropio, una traición a todo aquello en lo que creía. No me había pegado con nadie desde que era niño, y el hecho de haber dejado que mis sentimientos me arrastrasen en el despacho de aquel hombre prueba lo trastornado que estaba. Escribía todos los artículos que podía, aceptaba todas las traducciones que me ofrecían, pero no era suficiente. Dando por supuesto que mi novela había muerto, que mis sueños de llegar a ser escritor habían acabado, me puse a buscar un trabajo fijo. Pero aquél era un mal momento y las oportunidades en el campo escasas. Incluso el
college
local, que había puesto un anuncio pidiendo a alguien que diera un montón de cursos de redacción para estudiantes de primer año por el miserable sueldo de ocho mil dólares al año, recibió más de trescientas solicitudes. Dado que yo no tenía ninguna experiencia docente, me rechazaron sin siquiera hacerme una entrevista. Después intenté entrar en la redacción de varias de las revistas para las cuales escribía, pensando que podría ir diariamente en tren a la ciudad si era preciso, pero los directores se rieron de mí y consideraron mis cartas una broma. Este no es trabajo para un escritor, me contestaron, perdería usted el tiempo. Pero yo ya no era un escritor, era un hombre que se ahogaba. Era un hombre al límite de su resistencia.

Delia y yo estábamos agotados, y con el paso del tiempo nuestras peleas se hicieron automáticas, un reflejo que ninguno de los dos era capaz de controlar. Ella sermoneaba y yo me enfurruñaba; ella arengaba y yo rumiaba amargamente; pasaban días sin que tuviésemos el valor de hablarnos. David era la única cosa que parecía proporcionarnos algún placer y hablábamos de él cuando no existía ningún otro tema, temerosos de pasar los límites de esa zona neutral. Tan pronto como lo hacíamos, los francotiradores saltaban de nuevo a las trincheras, intercambiaban disparos y la guerra de desgaste empezaba de nuevo. Parecía prolongarse interminablemente, un sutil conflicto sin un objetivo definible, hecho de silencios, malentendidos y miradas de dolor y extrañeza. A pesar de eso, creo que ninguno de los dos estaba dispuesto a rendirse. Ambos nos habíamos atrincherado para la batalla y la idea de renunciar ni siquiera se nos había ocurrido.

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