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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (26 page)

—Nada de periodistas. No hablo con ningún periodista.

—Yo no soy periodista. Soy un amigo. No necesita decirme una palabra si no quiere. Sólo le pido que me escuche.

—No le creo. Usted no es más que otro de esos asquerosos pelmazos.

—No, está usted equivocada. Soy un amigo. Soy amigo de Maria Turner. Es ella quien me ha dado su dirección.

—¿Maria? —dijo la mujer. Su voz se había suavizado de modo repentino e inconfundible—. ¿Conoce usted a Maria?

—La conozco muy bien. Si no me cree, puede entrar en casa y llamarla. Yo esperaré aquí hasta que termine.

Él había llegado hasta el último escalón, y la mujer volvía a andar hacia él, como si se sintiese libre de moverse ahora que se había mencionado el nombre de Maria. Estaban de pie en el camino de baldosas a medio metro el uno del otro y, por primera vez desde su llegada, Sachs pudo distinguir sus facciones. Vio la misma cara extraordinaria que había visto en las fotografías en casa de Maria, los mismos ojos oscuros, el mismo cuello, el mismo pelo corto, los mismos labios llenos. Él era casi treinta centímetros más alto que ella, y mientras la miraba, la cabeza de la niña descansando sobre su hombro, se dio cuenta de que a pesar de las fotografías no esperaba que fuese tan hermosa.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó ella.

—Me llamo Benjamin Sachs.

—¿Y qué quiere de mi Benjamin Sachs? ¿Qué está usted haciendo aquí delante de mi casa a medianoche?

—Maria trató de hablar con usted. Ha estado llamándola varios días, y como no pudo comunicar con usted, decidí venir yo.

—¿Desde Nueva York?

—No tenía otra elección.

—¿Y por qué quería verme?

—Porque tengo algo importante que decirle.

—No me gusta cómo suena eso. Lo último que necesito es otra mala noticia.

—Esto no es una mala noticia. Una noticia extraña, quizá, incluso increíble, pero decididamente no es mala. En lo que a usted concierne, es muy buena. Asombrosa, de hecho. Toda su vida está a punto de cambiar para mejor.

—Está usted muy seguro de sí mismo, ¿no?

—Sólo porque sé lo que me digo.

—¿Y no puede esperar hasta mañana?

—No. Tengo que hablar con usted ahora. Concédame media hora y luego la dejaré en paz. Se lo prometo.

Sin decir una palabra más, Lillian Stern sacó un llavero del bolsillo de su abrigo, subió los escalones y abrió la puerta de la casa. Sachs cruzó el umbral tras ella y entró en el recibidor a oscuras. Nada estaba sucediendo como él lo habla imaginado, e incluso después de que ella encendiera la luz, incluso después de verla subir la escalera para llevar a su hija a la cama, se preguntó cómo iba a encontrar el valor de hablar con ella, de decirle lo que había ido a decirle.

Oyó que cerraba la puerta del dormitorio de su hija, pero en lugar de volver abajo entró en otra habitación y utilizó el teléfono. Él oyó claramente que marcaba un número, pero luego, justo cuando pronunciaba el nombre de Maria, cerró la puerta de un portazo y él no pudo oír la conversación que siguió. La voz de Lillian se filtraba por el techo como un rumor sin palabras, un errático murmullo de suspiros y pausas y estallidos ahogados. A pesar de que deseaba desesperadamente saber lo que decía, no lograba entenderlo por más que aguzara el oído, y abandonó el esfuerzo después de un minuto o dos. Cuanto más duraba la conversación, más nervioso se ponía. Sin saber qué hacer, dejó su puesto al pie de la escalera y empezó a vagar por las habitaciones de la planta baja. Había sólo tres y todas estaban en un lamentable desorden. Había platos sucios amontonados en el fregadero de la cocina; el cuarto de estar era un caos de cojines tirados por el suelo, sillas volcadas y ceniceros rebosantes; la mesa del comedor se había venido abajo. Una por una, Sachs encendió las luces y luego las apagó. Era un lugar miserable, descubrió, una casa de infelicidad y zozobra, y le aturdía sólo mirarla.

La conversación telefónica duró quince o veinte minutos mas. Cuando oyó que Lillian colgaba, Sachs estaba de nuevo en el recibidor, esperándola al pie de la escalera. Ella bajaba con expresión ceñuda y malhumorada, y por el ligero temblor que detectó en su labio inferior, Sachs dedujo que había estado llorando. El abrigo que llevaba antes había desaparecido y había sido sustituido el vestido por unos vaqueros y una camiseta blanca. Se fijó en que iba descalza y llevaba las uñas pintadas de un rojo vivo. Aunque él la miraba directamente todo el tiempo, ella se negó a devolverle la mirada mientras descendía la escalera. Cuando llegó abajo, él se apartó para dejarla pasar, y sólo entonces, cuando iba camino de la cocina, se detuvo y se volvió hacia él, hablándole por encima del hombro izquierdo.

—Maria dice que le dé saludos de su parte —dijo—. También dice que no entiende qué hace usted aquí.

Sin esperar una respuesta, continuó y entró en la cocina. Sachs no sabía si quería que le siguiera o que se quedara donde estaba, pero decidió entrar. Ella encendió la luz del techo, soltó un leve gemido al ver el estado de la habitación y luego le dio la espalda y abrió un armario. Sacó una botella de Johnnie Walker, encontró un vaso vacío en otro armario y se sirvió un whisky. Habría sido imposible no ver la hostilidad que se escondía en aquel gesto. Ni le ofreció una copa, ni le pidió que se sentara, y de pronto Sachs comprendió que estaba a punto de perder el control de la situación. Había sido iniciativa suya, después de todo, y ahora estaba allí con ella, inexplicablemente vacilante y mudo, sin tener idea de cómo empezar. Ella bebió un sorbo de su vaso y le miró desde el otro lado de la habitación.

—Maria dice que no entiende qué está usted haciendo aquí —repitió.

Su voz era ronca e inexpresiva, y sin embargo esa misma inexpresividad transmitía desdén, un desdén que rayaba en el desprecio.

—No —dijo Sachs—, supongo que no.

—Si tiene usted algo que decirme, más vale que me lo diga ya. Y luego quiero que se vaya. ¿Comprende? Quiero que salga de aquí.

—No voy a causarle ningún problema.

—No hay nada que me impida llamar a la policía, ¿sabe? Lo único que tengo que hacer es coger el teléfono y su vida se irá a la mierda. Quiero decir, ¿en qué maldito planeta ha nacido usted? ¿Le pega un tiro a mi marido y luego viene aquí y espera que sea amable con usted?

—Yo no le pegué un tiro. En mi vida he tenido una pistola en la mano.

—Me da igual lo que hiciera. No tiene nada que ver conmigo.

—Por supuesto que sí. Tiene mucho que ver con usted. Tiene mucho que ver con nosotros dos.

—Quiere que le perdone, ¿no es cierto? Por eso ha venido. Para caer de rodillas y suplicar mi perdón. Pues no me interesa. No es cosa mía perdonar a la gente. Ése no es mi trabajo.

—¿El padre de su niña ha muerto y está usted diciendo que no le importa?

—Le estoy diciendo que no es asunto suyo.

—¿No ha mencionado Maria el dinero?

—¿El dinero?

—Se lo ha dicho ,¿no?

—No sé de qué me está hablando.

—Tengo dinero para usted. Por eso estoy aquí. Para darle el dinero.

—No quiero su dinero. No quiero nada de usted. Sólo quiero que se vaya.

—Me está rechazando antes de haber oído lo que tengo que decir.

—Porque no me fío de usted. Usted busca algo y no sé lo que es. Nadie regala dinero por nada.

—Usted no me conoce, Lillian. No tiene la menor idea de cómo soy.

—He aprendido lo suficiente. He aprendido lo suficiente como para saber que no me gusta.

—Yo no he venido aquí para gustarle, he venido para ayudarla, eso es todo, y lo que piense de mí no tiene importancia.

—Está usted loco, ¿lo sabe? Habla como un loco.

—La única locura seria que usted negara lo sucedido. Le he quitado algo, y ahora estoy aquí para devolvérselo. Es así de sencillo. Yo no la elegí. Las circunstancias me la dieron, y ahora tengo que cumplir mi parte del trato.

—Está usted empezando a hablar como Reed. Un hijo de puta charlatán, hinchado con sus estúpidos argumentos y teorías. Pero no cuela, profesor. No hay trato. Son todo imaginaciones suyas y yo no le debo nada.

—Exactamente. Usted no me debe nada. Soy yo quien le debe algo.

—Tonterías.

—Si mis razones no le interesan, no piense en ellas. Pero acepte el dinero. Si no lo acepta por usted, hágalo al menos por su hija. No le estoy pidiendo nada, sólo quiero que lo coja.

—Y luego, ¿qué?

—Luego nada.

—Estaré en deuda con usted, ¿no? Eso es lo que usted quiere que piense. Una vez que acepte el dinero, usted creerá que le pertenezco.

—¿Que me pertenece? —dijo Sachs, cediendo repentinamente a su exasperación—. ¿Que me pertenece? Ni siquiera me
gusta
. Por la forma en que ha actuado conmigo esta noche, cuanto menos tenga que ver con usted mejor.

En ese momento, sin el menor indicio de lo que iba a venir, Lillian empezó a sonreír. Fue una interrupción espontánea, una reacción absolutamente involuntaria a la guerra de nervios que se había producido entre ellos. Aunque no duró más de un segundo o dos, Sachs se animó. Se había establecido una leve comunicación, pensó, una pequeña conexión, y aunque no sabía lo que la había provocado, intuyó que el estado de ánimo había cambiado.

Después de eso no perdió el tiempo. Aprovechando la oportunidad que acababa de presentarse, le dijo que se quedara donde estaba, la dejó allí y salió de la casa para recoger el dinero del coche. No tenía sentido tratar de explicarle nada. Había llegado el momento de ofrecer alguna prueba, de eliminar las abstracciones y dejar que el dinero hablara por sí mismo. Era la única manera de que ella le creyese: dejar que lo tocara, dejar que lo viera con sus propios ojos.

Pero ya nada era sencillo. Ahora que había abierto el maletero del coche y volvía a mirar la bolsa, dudó de seguir su impulso. Desde el principio se había visto dándole el dinero de golpe: entrando en la casa, dejándole la bolsa y marchándose.

Tenía que haber sido un gesto rápido, como en un sueño, una acción que no durase nada. Descendería como un ángel de misericordia y la colmaría de riqueza, y antes de que ella se diese cuenta de que estaba allí, él se habría desvanecido. Ahora que había hablado con ella, sin embargo, ahora que había estado frente a frente con ella en la cocina, veía lo absurdo que había sido ese cuento de hadas. Su animosidad le había asustado y desmoralizado. Y no tenía forma de prever qué sucedería a continuación. Si le daba todo el dinero inmediatamente, perdería la pequeña ventaja que aún tenía sobre ella. Entonces sería posible cualquier cosa, podría seguirse de ese error cualquier grotesca inversión. Ella podría humillarle negándose a aceptarlo o, peor aún, podría coger el dinero y luego dar media vuelta y llamar a la policía. Ya había amenazado con hacerlo y, dada la profundidad de su cólera y sus suspicacias, él no la consideraba incapaz de traicionarle.

En lugar de llevar la bolsa a la casa, contó cincuenta billetes de cien dólares, se metió el dinero en los dos bolsillos de la chaqueta y luego cerró la cremallera de la bolsa y el maletero. Ya no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Era un acto de pura improvisación, un salto a ciegas hacia lo desconocido. Cuando se volvió hacia la casa de nuevo, vio a Lillian de pie en la puerta, una pequeña figura iluminada con las manos en las caderas, observándole atentamente mientras él se ocupaba de sus asuntos en la tranquila calle. Cruzó el jardincillo sabiendo que los ojos de ella estaban fijos en él, repentinamente alborozado por su propia incertidumbre, por la locura de ese algo terrible que estaba a punto de suceder.

Cuando llegó a lo alto de los escalones, ella se hizo a un lado para dejarle pasar y cerró la puerta tras él. Esta vez él no esperó una invitación. Entrando en la cocina antes que ella, se acercó a la mesa, apartó una de las desvencijadas sillas de madera y se sentó. Un momento después, Lillian se sentó frente a él. No hubo más sonrisas, no hubo más destellos de curiosidad en sus ojos. Había convertido su cara en una máscara, y mientras él la miraba buscando una señal, buscando alguna pista que le ayudara a empezar, se sintió como si estuviera examinando una pared. No había forma de comunicarse con ella, no había forma de adivinar lo que estaba pensando. Ninguno de los dos habló. Cada uno esperaba a que el otro diera el primer paso, y cuanto más se prolongaba el silencio, más obstinadamente parecía ella resistir. En un momento dado, comprendiendo que estaba a punto de ahogarse, que en sus pulmones estaba empezando a formarse un grito, Sachs levantó el brazo derecho y barrió tranquilamente todo lo que había delante de él y lo tiró al suelo. Vasos sucios, tazas de café, ceniceros y cubiertos cayeron con un estrépito atroz, rompiéndose y resbalando sobre el linóleo verde. La miró directamente a los ojos, pero ella se negó a reaccionar, continuó sentada allí como si nada hubiese ocurrido. Un momento sublime, pensó él, un momento memorable y, mientras seguían mirándose, casi empezó a temblar de felicidad, una felicidad salvaje que brotaba de su miedo. Luego, sin que su corazón dejara de latir fuertemente, sacó los dos fajos de billetes de sus bolsillos, los dejó sobre la mesa con un golpe y los empujó hacia ella.

—Esto es para usted —dijo—. Es suyo si lo quiere.

Ella echó una mirada al dinero durante una fracción de segundo, pero no hizo ningún movimiento para tocarlo.

—Billetes de cien —dijo—. ¿O sólo lo son los de arriba?

—Son de cien de arriba abajo. Cinco mil dólares en total.

—Cinco mil dólares no es poca cosa. Ni siquiera los ricos le harían ascos a cinco mil dólares. Pero no es precisamente una cantidad de dinero que le cambie la vida a nadie.

—Esto es solamente el principio. Lo que podríamos llamar una entrada.

—Ya. ¿Y de qué resto está usted hablando?

—Mil dólares al día. Mil dólares al día mientras dure.

—¿Y cuánto durará?

—Mucho tiempo. Suficiente como para que pague sus deudas y deje su trabajo. Suficiente como para que se vaya de aquí. Suficiente como para que se compre un coche nuevo y un nuevo vestuario. Y una vez que haya hecho todo eso, todavía tendrá tanto que no sabrá qué hacer con ello.

—¿Y qué se supone que es usted? ¿Mi hada madrina?

—Sólo un hombre que está pagando una deuda, nada más.

—¿Y qué pasaría si le dijera que no me gusta el arreglo? ¿Qué pasaría si le dijera que prefiero recibir todo el dinero de una vez?

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