Leviatán (22 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

—¡Mis bendiciones a los dos! —gritó.

Luego le tiró un beso, dio media vuelta y echó a correr hasta perderse en la noche.

Fanny nos telefoneó inmediatamente. Se figuró que tal vez vendría a nuestra casa, pero su presentimiento resultó equivocado. Iris y yo pasamos media noche esperándole, pero Sachs no apareció. A partir de entonces, no volvió a dar señales de vida. Fanny llamó a la casa de Vermont repetidamente, pero nadie contestó. Esa era nuestra última esperanza, y a medida que pasaban los días parecía cada vez menos probable que Sachs regresase allí. El pánico se apoderó de nosotros; hubo un contagio de pensamientos morbosos. No sabiendo qué hacer, Fanny alquiló un coche el primer fin de semana y se fue a la casa del campo. Según me informó por teléfono después de su llegada, las pruebas eran desconcertantes. La puerta principal no estaba cerrada con llave, el coche estaba en su lugar habitual en el patio y el trabajo de Ben estaba extendido sobre la mesa del estudio: las páginas terminadas del manuscrito en una pila, las plumas desparramadas a su lado, una página a medio escribir aún en la máquina; en otras palabras, parecía como si estuviera a punto de volver en cualquier momento. Si hubiese planeado marcharse por algún tiempo, dijo ella, habría cerrado la casa. Habría desaguado las cañerías, habría quitado la luz, habría vaciado la nevera.

—Y se habría llevado su manuscrito —añadí yo—. Aunque hubiese olvidado lo demás, es imposible que se hubiera marchado sin eso.

La situación no tenía sentido. Por mucho que la analizásemos, siempre nos encontrábamos con el mismo acertijo. Por una parte, la marcha de Sachs había sido inesperada. Por otra, se había marchado por voluntad propia. De no ser por aquel fugaz encuentro con Fanny en Nueva York, tal vez habríamos sospechado que habla sucedido algo sucio, pero Sachs había llegado a la ciudad ileso. Un poco cansado, quizá, pero básicamente ileso. Y sin embargo, si no le había ocurrido nada, ¿por qué no había vuelto a Vermont? ¿Por qué había abandonado su coche, su ropa, su trabajo? Iris y yo lo hablamos con Fanny una y otra vez. Repasamos una posibilidad tras otra, pero nunca llegamos a una conclusión satisfactoria. Había demasiados vacíos, demasiadas variables, demasiadas cosas que ignorábamos. Al cabo de un mes de darle vueltas, le dije a Fanny que fuese a la policía y denunciase la desaparición de Ben. Ella se resistió a la idea, sin embargo. Ya no tenía ningún derecho sobre él, dijo, lo cual significaba que no debía interferir. Después de lo que había sucedido en el piso, él era libre para hacer lo que quisiera, y ella no era quién para obligarle a volver. Charles (a quien ya habíamos conocido y que resultó estar en buena posición económica) estaba dispuesto a contratar a un detective privado de su bolsillo.

—Simplemente para saber que Ben está bien —dijo—. No se trata de obligarle a volver, se trata de saber si ha desaparecido porque quiere desaparecer.

Iris y yo pensamos que el plan de Charles era sensato, pero Fanny no le permitió llevarlo a cabo.

—Nos dio su bendición —dijo—. Eso equivale a decirnos adiós. He vivido con él durante veinte años y sé lo que piensa. No quiere que le busquemos. Ya le he traicionado una vez y no estoy dispuesta a volver a hacerlo. Tenemos qué dejarle en paz. Volverá cuando esté preparado para volver y hasta entonces tenemos que esperar. Creedme, es lo único que podemos hacer. Tenemos que quedarnos quietos y aprender a vivir con ello.

Pasaron unos meses, luego fue un año, y luego dos. Y el enigma seguía sin resolverse. Cuando Sachs se presentó en Vermont en agosto pasado hacía mucho tiempo que yo había renunciado a encontrar una respuesta. Iris y Charles creían que había muerto. Pero mi desesperanza no nacía de nada tan concreto. Nunca había tenido un sentimiento fuerte respecto a si Sachs estaba vivo o muerto —ninguna intuición repentina, ningún conocimiento extrasensorial, ninguna experiencia mística—, pero estaba más o menos convencido de que nunca volvería a verle. Digo “más o menos” porque no estaba seguro de nada. Durante los primeros meses después de su desaparición, pasé por diversas reacciones violentas y contradictorias, pero estas contradicciones se apagaron gradualmente, y al final términos tales como
tristeza
o
ira
o
dolor
ya no parecían pertinentes. Había perdido contacto con él y sentía su ausencia cada vez menos como una cuestión personal. Siempre que trataba de pensar en él, me fallaba la imaginación. Era como si Sachs se hubiese convertido en un agujero en el universo. Ya no era simplemente un amigo desaparecido, era un síntoma de mi ignorancia respecto a todas las cosas, un emblema de lo incognoscible. Probablemente esto suena vago, pero no puedo expresarlo mejor. Iris me dijo que me estaba volviendo budista, y supongo que eso describe mi posición con tanta exactitud como cualquier otra cosa. Fanny era cristiana, dijo Iris, porque nunca había abandonado su fe en el regreso de Sachs; ella y Charles eran ateos; y yo era un acólito zen, un creyente en el poder de la nada. Desde que me conocía, dijo, era la primera vez que yo no expresaba una opinión.

La vida cambió, la vida continuó. Aprendimos, como Fanny nos había rogado que hiciésemos, a vivir con ello. Ella y Charles vivían juntos ahora y, a nuestro pesar, Iris y yo nos vimos obligados a reconocer que era una buena persona. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años, arquitecto, casado anteriormente, padre de dos hijos, inteligente, desesperadamente enamorado de Fanny, irreprochable. Poco a poco conseguimos establecer una amistad con él, y todos aceptamos una nueva realidad. La primavera pasada, cuando Fanny mencionó que no pensaba pasar el verano en Vermont (sencillamente no podía, dijo, y probablemente no podría nunca), se le ocurrió de pronto que tal vez a Iris y a mi nos gustaría utilizar la casa. Quería dejárnosla gratis, pero nosotros insistimos en pagarle una especie de alquiler. Así que llegamos a un acuerdo que por lo menos cubriría sus costes: una parte proporcional de los impuestos, el mantenimiento, etc. Esa es la razón de que yo estuviera en la casa cuando Sachs apareció el verano pasado. Llegó sin previo aviso, entrando una noche en el patio en un baqueteado Chevy azul, pasó aquí un par de días y luego desapareció de nuevo. Mientras tanto habló sin parar. Habló tanto que casi me asustó. Pero fue entonces cuando me enteré de su historia, y dado lo decidido que estaba a contarla, creo que no omitió nada.

Continuó trabajando, dijo. Después de que Iris y yo nos marcháramos con Sonia, continuó trabajando durante tres o cuatro semanas más. Nuestras conversaciones acerca de
Leviatán
le habían sido útiles, al parecer, y se volcó en el manuscrito aquella misma mañana, decidido a no irse de Vermont hasta que hubiese terminado un borrador del libro entero. Todo parecía ir bien. Avanzaba cada día y se sentía feliz con su vida monacal, más feliz de lo que se había sentido en años. Luego, una tarde de mediados de septiembre, decidió salir a dar un paseo, el tiempo había cambiado ya y el aire era vigorizante, impregnado de los olores del otoño. Se puso su cazadora de lana y subió la colina que había frente a la casa, en dirección norte. Calculó que quedaba una hora de luz diurna, lo cual significaba que podría caminar durante media hora antes de dar la vuelta para regresar. Normalmente, habría pasado esa hora haciendo unas canastas, pero el cambio de estación estaba en todo su apogeo y deseaba echar un vistazo a lo que sucedía en el bosque: ver las hojas rojas y amarillas, observar el sesgo del sol poniente entre los abedules y los arces, vagabundear en el resplandor de los colores del aire. Así que emprendió el paseo pensando únicamente en lo que iba a preparar para la cena cuando volviera a casa.

Una vez que entró en el bosque, sin embargo, se distrajo. En lugar de mirar las hojas y las aves migratorias, empezó a pensar en su libro. Los pasajes que había escrito ese mismo día afluían rápidamente a su cabeza, y antes de que pudiera darse cuenta, estaba redactando nuevas frases mentalmente, planificando el trabajo que debía hacer al día siguiente. Siguió andando, abriéndose paso por entre las hojas muertas y la espinosa maleza, hablando en voz alta, canturreando las palabras de su libro, sin prestar ninguna atención al lugar donde se encontraba. Podía haber seguido así durante horas, dijo, pero en un momento dado notó que veía mal. El sol ya se había puesto y, debido a la espesura del bosque, la noche caía rápidamente. Miró a su alrededor con intención de orientarse, pero nada le resultaba familiar y se dio cuenta de que nunca había estado en aquella parte. Pensando que era un idiota, se dio media vuelta y echó a correr en la dirección de la cual venía. Sólo tenía unos minutos antes de que desapareciera todo y comprendió que nunca lo conseguiría. No tenía linterna, ni cerillas, ni ningún alimento en los bolsillos. Dormir a la intemperie prometía ser una experiencia desagradable, pero no se le ocurría ninguna alternativa. Se sentó en un tocón y se echó a reír. Se encontró ridículo, dijo, una figura cómica de primer orden. Luego la noche cayó por completo y ya no pudo ver nada. Esperó que saliera la luna, pero en lugar de eso el cielo se nubló. Se rió de nuevo. Decidió no volver a pensar en el asunto. Estaba a salvo donde estaba, y que se le helara el culo una noche no le iba a matar. Así que hizo lo que pudo por ponerse cómodo. Se tumbó en el suelo, se cubrió de mala manera con algunas hojas y ramitas y trató de pensar en su libro. Al poco rato, incluso consiguió quedarse dormido.

Se despertó al amanecer, helado hasta los huesos y tiritando, las ropas mojadas por el rocío. La situación ya no le parecía tan graciosa. Estaba de pésimo humor y le dolían los músculos. Estaba hambriento y desaliñado, y lo único que deseaba era salir de allí y encontrar el camino de vuelta a casa. Tomó lo que le pareció el mismo sendero que había seguido la tarde anterior, pero después de andar durante cerca de una hora, empezó a sospechar que se había equivocado. Consideró la idea de dar la vuelta y regresar al punto de partida, pero no estaba seguro de poder encontrarlo, y aunque lo encontrara, era dudoso que lo reconociese. El cielo estaba oscuro aquella mañana, con densas bandadas de nubes que ocultaban el sol. Sachs nunca había sido un hombre de campo, y sin una brújula para orientarse no sabia si caminaba hacia el este o el oeste, el norte o el sur. Por otra parte tampoco era que estuviese atrapado en una selva primitiva. El bosque tenía que acabar antes o después, y no importaba mucho qué dirección siguiera, siempre y cuando andase en línea recta. Una vez que llegase a una carretera, llamaría a la puerta de la primera casa que viera. Con un poco de suerte, la gente que viviera en ella podría decirle dónde se encontraba.

Pasó mucho tiempo antes de que todo esto sucediera. Como no llevaba reloj, nunca supo exactamente cuánto, pero calculó que tres o cuatro horas. Para entonces estaba completamente malhumorado, y maldijo su estupidez durante los últimos kilómetros con una creciente sensación de ira. Una vez que llegó al final del bosque, sin embargo, su disgusto desapareció y dejó de compadecerse. Estaba en una carretera estrecha de tierra, y aunque no sabía dónde se encontraba y no había ninguna casa a la vista, podía consolarse con la idea de que lo peor ya había pasado. Anduvo diez o quince minutos más, haciendo apuestas consigo mismo respecto a la distancia que lo separaba de casa. Si eran menos de cinco kilómetros se gastaría cincuenta dólares en un regalo para Sonia. Si eran más de cinco pero menos de diez, se gastaría cien dólares. Más de diez serian doscientos. Más de quince serian trescientos. Más de veinte serian cuatrocientos, y así sucesivamente. Mientras estaba colmando de regalos imaginarios a su ahijada (osos pandas de peluche, casas de muñecas, caballitos), oyó el motor de un coche a lo lejos, detrás de él. Se detuvo y esperó a que se acercara. Resultó ser una camioneta roja que iba a bastante velocidad. Pensando que no tenía nada que perder, Sachs sacó la mano para llamar la atención del conductor. La camioneta pasó lanzada por delante de él, pero antes de que Sachs tuviese tiempo de darse la vuelta, frenó en secó. Oyó un clamor de guijarros que salían volando, se levantó una polvareda y luego una voz le llamó preguntándole si quería que le llevase. El conductor era un joven de veintipocos años. Sachs supuso que era un muchacho de la zona, un peón caminero o un ayudante de fontanero, tal vez, y aunque al principio no tenía muchas ganas de hablar, el muchacho resultó ser tan amable y simpático que pronto se encontró metido en conversación con él. Había un bate de metal de
softball
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tirado en el suelo delante del asiento de Sachs y cuando el muchacho puso el pie en el acelerador para poner la camioneta en marcha de nuevo, el bate dio un salto y golpeó a Sachs en el tobillo. Ésa fue la apertura, por así decirlo, y después de disculparse por la molestia, el chico se presentó como Dwight (Dwight McMartin, según supo Sachs más tarde) y comenzaron una discusión sobre
softball
. Dwight le dijo que jugaba en un equipo patrocinado por la brigada de bomberos voluntarios de Newfane. La temporada oficial había terminado la semana anterior, y el primer partido de desempate estaba programado para aquella tarde. “Si el tiempo aguanta”, añadió varias veces, “si el tiempo aguanta y no llueve.” Dwight era el jugador de primera base y el número dos de la liga en carreras completas, un mozo fornido al estilo de Moose Skowron. Sachs le dijo que intentaría ir al campo a verle y Dwight le contestó con toda seriedad que valdría la pena, que ciertamente sería un partido fantástico. Sachs no podía evitar sonreír, estaba desgreñado y sin afeitar, había zarzas y partículas de hojas pegadas a su ropa y la nariz le chorreaba como un grifo. Probablemente parecía un vagabundo, pero Dwight no le hizo ninguna pregunta personal. No le preguntó por qué iba andando por una carretera desierta, no le preguntó dónde vivía, ni siquiera le preguntó su nombre. Puede que fuera un bobalicón, pensó Sachs, o puede que fuera simplemente un buen chico, pero, fuese lo que fuese, resultaba difícil no agradecer aquella discreción. De pronto Sachs lamentó haber estado tan retirado durante los últimos meses. Debería haber salido y haberse tratado un poco más con sus vecinos; debería haber hecho un esfuerzo para saber algo acerca de la gente que le rodeaba. Casi como una cuestión ética, se dijo que no debía olvidar el partido de
softball
de aquella noche. Le haría bien, pensó, le daría algo en que pensar que no fuese su libro. Si tenía personas con quien hablar, tal vez no sería tan probable que se perdiese la próxima vez que saliera a pasear por el bosque. Cuando Dwight le dijo dónde estaban, Sachs se asustó de hasta qué punto se había alejado de su camino. Evidentemente había subido la colina y luego había bajado por el otro lado, y había acabado dos pueblos más al este de donde vivía. Había cubierto sólo quince kilómetros a pie, pero la distancia de regreso en coche era bastante más de cuarenta y cinco. Sin ninguna razón especial, decidió contarle todo el asunto a Dwight. Por gratitud, quizá, o simplemente porque ahora lo encontraba gracioso. Puede que el chico se lo contase a sus compañeros de equipo y todos se rieran a su costa. A Sachs no le importaba. Era un cuento ejemplar, el clásico chiste de tontos, y no le importaba ser blanco de las burlas por su propia tontería. El señorito de ciudad hace de Daniel Boone en los bosques de Vermont y ya veis lo que le pasa, chicos. Pero una vez que empezó a contar sus desventuras, Dwight respondió con inesperada compasión, lo mismo le había ocurrido a él una vez, le contó a Sachs, y no le hizo ni pizca de gracia. Sólo tenía once o doce años, y se asustó muchísimo, se pasó toda la noche acurrucado detrás de un árbol esperando que un oso le atacara. Sachs no estaba seguro, pero sospechaba que Dwight estaba inventándose esa historia para hacerle sentir un poco menos desdichado. En cualquier caso, el chico no se rió de él. Por el contrario, una vez que oyó la historia de Sachs, incluso se ofreció a llevarle a casa. Ya llegaba tarde, dijo, pero unos minutos más no importarían, y si él estuviera en el lugar de Sachs le gustaría que alguien hiciera lo mismo por él.

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