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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (30 page)

De todos modos, los primeros días fueron duros para él. Sospechaba que el dinero que había encontrado en el coche de Dimaggio era robado; lo cual podía significar que los números de serie de los billetes habían sido transmitidos por ordenador a los bancos de todo el país. Pero, obligado a elegir entre correr ese riesgo o guardar el dinero en la casa, había decidido lo primero. Era demasiado pronto para saber si se podía fiar de Lillian, y dejar el dinero debajo de sus narices no sería la forma más inteligente de averiguarlo. En cada banco al que iba esperaba que el director mirase el dinero, se excusase un momento y regresase al despacho con un policía detrás, pero nada de eso sucedió. Los hombres y las mujeres que abrieron sus cuentas fueron sumamente corteses. Contaron su dinero con una veloz destreza de robot, sonrieron, le dieron la mano y le dijeron que estaban encantados de tenerle como cliente. Como bonificación por empezar con depósitos iniciales superiores a los diez mil dólares, recibió cinco tostadores, cuatro radio—relojes, un televisor portátil y una bandera americana.

Al principio de la segunda semana sus días seguían ya una pauta regular. Después de llevar a Maria al colegio volvía andando a casa, fregaba los platos del desayuno y a continuación se dirigía en coche a dos bancos de su lista. Una vez realizadas las retiradas (con alguna ocasional visita a un tercer banco con el fin de sacar dinero para él), se iba a uno de los cafés de Telegraph Avenue, se instalaba en un rincón tranquilo y pasaba una hora bebiendo cappuccinos mientras lela el
San Francisco Chronicle
y el
New York Times
. Ambos periódicos informaban sorprendentemente poco respecto al caso. El
Times
había dejado de hablar de la muerte de Dimaggio incluso antes de que Sachs se fuera de Nueva York y, exceptuando una breve entrevista con un capitán de la policía de Vermont, no volvieron a publicar nada más. En cuanto al
Chronicle
, también parecía estar cansándose del asunto. Después de una racha de artículos acerca del movimiento ecológico y los Hijos del Planeta (todos ellos escritos por Tom Mueller), dejaron de mencionar el nombre de Dimaggio. Sachs se sintió aliviado por ello, pero aunque la presión hubiese disminuido, nunca se atrevió a suponer que no pudiera volver a aumentar. Durante toda su estancia en California continuó examinando los periódicos todas las mañanas. Se convirtió en su religión privada, su forma de oración diaria. Repasa los periódicos y contén el aliento. Asegúrate de que no te están siguiendo. Asegúrate de que puedes seguir viviendo otras veinticuatro horas.

El resto de la mañana y las primeras horas de la tarde las dedicaba a tareas prácticas. Como cualquier otra ama de casa americana, hacia la compra, limpiaba, llevaba la ropa sucia a la lavandería, se preocupaba de comprar la marca adecuada de mantequilla de cacahuete para el almuerzo que la niña se llevaba al colegio. Los días que le sobraba tiempo se detenía en la juguetería del barrio antes de recoger a Maria. Se presentaba en el colegio con muñecas y cintas para el pelo, con cuentos y lápices de colores, con yoyós, chicle y pendientes adhesivos. No lo hacía para sobornarla. Era una simple muestra de afecto, y cuanto más la conocía más en serio se tomaba el trabajo de hacerla feliz. Sachs nunca había pasado mucho tiempo con niños, y le asombró descubrir cuánto esfuerzo implicaba cuidarlos. Fue preciso un enorme ajuste interior, pero una vez que se adaptó al ritmo de las demandas de Maria, empezó a recibirlas con alegría, a disfrutar del esfuerzo en sí mismo. Incluso cuando ella no estaba le mantenía ocupado. Era un remedio contra la soledad, una forma de aliviar la pesada carga de tener que pensar siempre en sí mismo. Cada día ponía mil dólares en el congelador. Los billetes estaban guardados en una bolsa de plástico para protegerlos de la humedad, y cada vez que Sachs añadía un nuevo plazo, comprobaba si ella había retirado parte del dinero. No habla tocado ni un solo billete. Pasaron dos semanas y la suma continuaba incrementándose mil dólares al día. Sachs no tenía ni idea de cómo interpretar ese desapego, ese extraño desinterés por lo que le había dado. ¿Significaba que no quería participar de ello, que se negaba a aceptar sus condiciones? ¿O le estaba diciendo que el dinero no era importante, que no tenía nada que ver con su decisión de permitirle vivir en la casa? Ambas interpretaciones tenían sentido, y por lo tanto se anulaban la una a la otra y él no tenía forma de entender lo que estaba sucediendo en la mente de Lillian, de descifrar los hechos con los que se enfrentaba.

Ni siquiera su creciente intimidad con Maria parecía afectar a Lillian. No provocaba ataques de celos ni sonrisas de aliento. Ninguna respuesta que él pudiera medir. Entraba en casa mientras él y la niña estaban acurrucados en el sofá leyendo un libro, o tirados en el suelo dibujando, o preparando una fiesta para las muñecas, y lo único que hacía era decir hola, darle un beso mecánico a su hija en la mejilla y luego subir a su cuarto, donde se cambiaba de ropa para volver a salir. No era más que un espectro, una hermosa aparición que entraba y salía de casa a intervalos irregulares sin dejar rastro. Sachs pensaba que ella tenía que saber lo que estaba haciendo, que tenía que haber una razón para aquel enigmático comportamiento, pero ninguna de las razones que se le ocurrían le satisfacía. Como máximo, llegó a la conclusión de que ella le estaba poniendo a prueba, provocándole con aquel juego del escondite para ver cuánto tiempo podría soportarlo, quería saber si él se derrumbaría, quería saber si su voluntad era tan fuerte como la de ella.

Luego, sin ninguna causa aparente, todo cambió de repente. Una tarde a mediados de la tercera semana, Lillian entró en casa con una bolsa de comestibles y anunció que se iba a hacer cargo de la cena aquella noche. Estaba de excelente humor, gastaba bromas y parloteaba de una forma ágil y divertida, y la diferencia en su actitud era tan grande, tan desconcertante, que la única explicación que Sachs pudo encontrar era que había tomado alguna droga. Hasta entonces nunca se habían sentado los tres juntos a comer, pero Lillian no parecía darse cuenta del extraordinario adelanto que aquella cena representaba. Sacó a Sachs de la cocina a empujones y trabajó sin cesar durante las siguientes dos horas preparando lo que resultó ser un delicioso guiso de verduras y cordero. Sachs estaba impresionado, pero dado todo lo que había precedido a aquella actuación, no estaba dispuesto a aceptarla sin más. Podía ser una trampa, un truco para hacerle bajar la guardia, y aunque lo que más deseaba era seguirle la corriente, dejarse llevar por el flujo de la alegría de Lillian, no conseguía hacerlo. Estaba rígido y torpe, le faltaban las palabras, y el aire despreocupado que tanto se había esforzado en adoptar con ella le abandonó de repente. Lillian y Maria mantuvieron la conversación, y al cabo de un rato él era poco más que un observador, una presencia agria que acechaba en los márgenes de la fiesta. Se odió por actuar de aquella manera y cuando rechazó un segundo vaso de vino que Lillian estaba a punto de servirle, empezó a pensar en si mismo con asco, como en un estúpido total.

—No te preocupes —dijo ella mientras le servía el vino de todas formas—. No voy a morderte.

—Eso ya lo sé —contestó Sachs—. Es sólo que pensaba...

Antes de que pudiera terminar la frase Lillian le interrumpió:

—No pienses tanto —dijo—. Bébete el vino y disfrútalo. Te sentará bien.

Al día siguiente, sin embargo, fue como si nada de esto hubiese sucedido. Lillian se marchó de casa temprano, no regresó hasta la mañana siguiente y durante el resto de la semana continuó brillando por su ausencia casi siempre. Sachs se sentía aturdido por la confusión. Incluso sus dudas eran ahora motivo de duda, y poco a poco sintió que se hundía bajo el peso de la terrible aventura. Quizá debería haber escuchado a Maria Turner. Quizá no tenía derecho a estar allí y debería hacer sus maletas y marcharse. Una noche, durante varias horas, incluso jugó con la idea de entregarse a la policía. Así, por lo menos terminaría la agonía. En lugar de tirar el dinero en una persona que no lo quería, quizá debería emplearlo en contratar a un abogado, quizá debería empezar a pensar en cómo evitar ir a la cárcel.

Luego, menos de una hora después de pensar esto, todo se alteró de nuevo. Era entre las doce y la una de la noche y Sachs se estaba quedando dormido en el sofá del cuarto de estar. Oyó pasos en el piso de arriba. Se figuró que Maria iba al cuarto de baño, pero justo cuando estaba a punto de dormirse otra vez, oyó que alguien bajaba por la escalera. Antes de que se pudiera apartar la manta y ponerse de pie, encendieron la lámpara del cuarto de estar y su cama improvisada quedó inundada por la luz. Automáticamente se tapó los ojos y cuando se obligó a abrirlos un segundo después vio a Lillian sentada en la butaca en frente del sofá, tapada con su albornoz.

—Tenemos que hablar —dijo.

Él estudió su cara en silencio mientras ella sacaba un cigarrillo del bolsillo del albornoz y lo encendía con una cerilla. La seguridad en sí misma y la ostentosa pose de las últimas semanas habían desaparecido, e incluso su voz sonaba vacilante, más vulnerable de lo que lo había sido nunca. Dejó las cerillas en la mesita baja que había entre ellos. Sachs siguió el movimiento de su mano, luego echó una ojeada a las palabras escritas en el sobre de cerillas, momentáneamente distraído por las letras verde chillón impresas sobre un fondo rosa. Resultó ser el anuncio de un teléfono erótico y justo entonces, en uno de esos espontáneos relámpagos de intuición, se le ocurrió que nada carecía de significado, que todo en el mundo estaba relacionado con todo.

—He decidido que no quiero que sigas considerándome un monstruo —dijo Lillian.

Ésas fueron las palabras con las que inició la conversación, y durante las siguientes dos horas le contó más acerca de si misma que durante todas las semanas anteriores, hablándole de un modo que erosionó gradualmente los sentimientos que había albergado contra ella. No era que ella se disculpase por nada, no era que él se apresurase a creer lo que decía, pero poco a poco, a pesar de su cautela y suspicacia, Sachs comprendió que ella no estaba en mejor situación que él, que la había hecho tan desgraciada como ella a él.

Tardó un rato, sin embargo. Al principio supuso que sólo era un número, otra estratagema para mantenerle con los nervios de punta. En el torbellino de insensateces que le asaltó, incluso consiguió convencerse de que ella sabía que él estaba planeando huir; como si pudiese leer sus pensamientos, como si hubiese entrado en su cerebro y le hubiese oído pensar. No había bajado para hacer las paces con él. Había bajado para ablandarle, para asegurarse de que no levantara el campo antes de haberle dado todo el dinero. Para entonces Sachs estaba al borde del delirio, y si Lillian no hubiese mencionado el dinero, él nunca hubiese sabido hasta qué punto la había juzgado mal. Ése fue el momento en que la conversación dio un giro. Ella empezó a hablar del dinero, y lo que dijo se parecía tan poco a lo que él esperaba, que de repente se sintió avergonzado, lo bastante avergonzado como para empezar a escucharla de verdad.

—Me has dado ya cerca de treinta mil dólares —dijo ella—. Continúa entrando, más y más cada día, y cuanto más dinero hay, más me asusta. No sé cuánto tiempo piensas continuar con esto, pero treinta mil dólares es suficiente. Es más que suficiente, y creo que deberíamos parar antes de que las cosas se nos vayan de las manos.

—No podemos parar —se encontró Sachs diciéndole—. No hemos hecho más que empezar.

—No estoy segura de que pueda soportarlo más.

—Puedes soportarlo. Eres la persona más dura que he visto en mi vida, Lillian. Con tal que no te preocupes, puedes soportarlo perfectamente.

—No soy dura. No soy dura ni soy buena, y cuando llegues a conocerme, desearás no haber puesto nunca los pies en esta casa.

—El dinero no tiene nada que ver con la bondad. Tiene que ver con la justicia, y si la justicia significa algo, tiene que ser igual para todos, tanto si son buenos como si no.

Entonces ella empezó a llorar, mirándole fijamente y dejando que las lágrimas corriesen por sus mejillas, sin tocarlas, como si no quisiese reconocer que estaban allí. Era una forma orgullosa de llorar, pensó Sachs, a la vez una revelación de congoja y una negativa a someterse a ella, y la respetó por dominarse tan bien. Mientras las ignorase, mientras no se las secara, esas lágrimas no la humillarían.

A partir de ese momento, Lillian habló casi todo el tiempo, fumando sin parar mientras sostenía un largo monólogo de arrepentimientos y autorrecriminaciones. A Sachs le resultó difícil seguir buena parte del mismo, pero no se atrevía a interrumpirla, temiendo que una palabra equivocada o una pregunta inoportuna la hicieran detenerse. Ella divagó durante un rato sobre un hombre que se llamaba Frank, luego habló de otro que se llamaba Terry y luego, un momento más tarde, estaba repasando los últimos años de su matrimonio con Dimaggio. Eso la llevó a una historia acerca de la policía (la cual al parecer la había interrogado después de que el cadáver de Dimaggio fuese descubierto), pero antes de haber terminado eso, le estaba contando su plan de mudarse, de marcharse de California y empezar de nuevo en algún otro sitio. Estaba bastante decidida a hacerlo cuando él apareció en su puerta y todo se vino abajo. Ya no era capaz de pensar, no sabía si iba o venía. Él esperó que continuara un poco más con eso, pero entonces pasó al tema del trabajo, alardeando de cómo se había defendido sin Dimaggio. Tenía permiso para ejercer como masajista, le contó, y también trabajaba como modelo para los catálogos de los grandes almacenes, y en conjunto había conseguido mantener la cabeza fuera del agua. Pero entonces, muy bruscamente, desechó el tema con un ademán como si careciese de importancia y empezó a llorar otra vez.

—Todo saldrá bien —dijo Sachs—, ya lo verás. Todo lo malo ha quedado atrás. Lo que pasa es que todavía no te has dado cuenta.

Fue el comentario indicado y puso fin a la conversación con una nota positiva. No se había resuelto nada, pero Lillian pareció aliviada por su comentario, conmovida por su intento de animarla. Cuando le dio un rápido abrazo de agradecimiento antes de irse a la cama, él resistió la tentación de estrecharla con más fuerza de la que debiera. No obstante, fue un momento exquisito para él, un momento de verdadero e innegable contacto. Sintió su cuerpo desnudo bajo el albornoz, la besó suavemente en la mejilla y comprendió que estaban de nuevo en el punto de partida, que todo lo que había ocurrido hasta aquel momento había quedado borrado.

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