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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (29 page)

—Problemas es lo único que tengo. Unos pocos más no me harán daño.

—Márchate, Ben. No me importa dónde vayas o qué hagas, pero métete en el coche y aléjate de esa casa. Ahora mismo, antes de que Lillian vuelva.

—No puedo hacer eso. Ya he empezado esto y tengo que continuar hasta el final. No tengo otro remedio. Esta es mi oportunidad y no puedo desperdiciarla por miedo.

—Te hundirás hasta el fondo.

—Ya lo estoy. El propósito de esto es salir a la superficie.

—Hay maneras más sencillas.

—No para mí.

Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea, una inhalación, otra pausa. Cuando Maria habló de nuevo, le temblaba la voz.

—Estoy tratando de decidir si debo compadecerte o sólo abrir la boca y gritar.

—No tienes por qué hacer ni una cosa ni la otra.

—No, supongo que no. Puedo olvidarme de ti, ¿no es eso? Siempre cabe esa opción.

—Puedes hacer lo que quieras, Maria.

—Cierto. Y si quieres correr riesgos, allá tú. Pero recuerda que te lo dije, ¿de acuerdo? Recuerda que traté de hablarte como amiga.

Estaba muy alterado cuando colgaron. Las últimas palabras de Maria habían sido una especie de despedida, una declaración de que ya no estaba con él. No importaba qué les hubiera llevado al desacuerdo, que éste hubiera sido provocado por los celos, por una declaración sincera, o por una combinación de las dos cosas. El resultado era que ya no podría recurrir a ella. Aunque Maria no pretendiera que él se lo tomase así, aunque se alegrara de volver a tener noticias suyas, la conversación había dejado demasiadas nubes, demasiadas incertidumbres. ¿Cómo podría acudir a ella en busca de ayuda cuando el mero hecho de hablar con él le causaría dolor? Él no había querido ir tan lejos, pero una vez las palabras habían sido pronunciadas, comprendía que había perdido a su aliada, a la única persona con la que podía contar para que le ayudase. Llevaba en California poco menos de un día y sus naves ya estaban ardiendo.

Podría haber reparado el daño llamándola de nuevo, pero no lo hizo. En lugar de eso volvió al cuarto de baño, se vistió, se cepilló el pelo con el cepillo de Lillian y se pasó las siguientes ocho horas y media limpiando la casa. De vez en cuando hacía una pausa para comer algo, rebuscando en la nevera y en los armarios de la cocina hasta encontrar algo comestible (sopa de lata, salchichas de hígado, frutos secos), pero aparte de eso trabajó sin interrupción hasta más de las nueve. Su objetivo era dejar la casa impecable, convertida en un modelo de orden y tranquilidad domésticos. No podía hacer nada con los muebles deteriorados, naturalmente, ni con los techos agrietados de los dormitorios o el esmalte herrumbroso de los fregaderos, pero por lo menos podía dejar la casa limpia. Atacando las habitaciones una por una, restregó, quitó el polvo, pulió y ordenó avanzando metódicamente de la parte de atrás a la de delante, de la planta baja al primer piso, de la mayor suciedad a la menor. Fregó los retretes, reorganizó los cubiertos, dobló y guardó ropa, recogió piezas de rompecabezas, utensilios de un juego de té en miniatura, los miembros amputados de muñecas de plástico. Por último, reparó las patas de la mesa del comedor, sujetándolas con un surtido de clavos y tornillos que encontró en el fondo de un cajón de la cocina. La única habitación que no tocó fue el estudio de Dimaggio. No le apetecía volver a abrir la puerta, pero aunque hubiese deseado entrar allí, no habría sabido qué hacer con todos los trastos. Le quedaba poco tiempo ya y no habría podido terminar el trabajo.

Sabía que debía marcharse. Lillian había dejado claro que no quería que estuviera en la casa cuando ella volviese, pero en lugar de coger el coche e ir a buscar un motel, volvió al cuarto de estar, se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá. Sólo quería descansar unos minutos, estaba cansado por todo el trabajo que había hecho y le parecía que no había nada de malo en quedarse un rato más. A las diez, sin embargo, aún no se había dirigido a la puerta. Sabía que contrariar a Lillian podía ser peligroso, pero la idea de salir por la noche le llenaba de temor. En la casa se sentía seguro, más seguro que en ninguna parte, y aunque no tenía derecho a tomarse esta libertad, sospechaba que no sería mala cosa que al entrar le encontrase allí. Se quedaría sorprendida, tal vez, pero al mismo tiempo esto afirmaría una cuestión importante, la única cuestión que era preciso dejar bien sentada. Ella vería que no había forma de librarse de él, que él era ya un hecho ineludible en su vida. Dependiendo de cómo respondiera, él podría juzgar si lo había entendido así o no.

Su plan era fingir que dormía cuando ella llegase. Pero Lillian volvió tarde, mucho después de la hora que había mencionado aquella mañana, y para entonces los ojos de Sachs se habían cerrado contra su voluntad y estaba dormido de verdad. Fue un desliz imperdonable —estaba despatarrado en el sofá con todas las luces encendidas—, pero al final no pareció tener gran importancia. El ruido de una puerta al cerrarse le sobresaltó a la una y media y lo primero que vio fue a Lillian de pie en la puerta con Maria en los brazos. Sus ojos se encontraron, y durante un instante una sonrisa cruzó por sus labios. Luego, sin decirle una palabra, subió la escalera con su hija. Él supuso que volvería a bajar después de meter a Maria en la cama, pero al igual que había ocurrido con otras muchas suposiciones que había hecho en aquella casa, se equivocó. Oyó que Lillian entraba en el cuarto de baño del piso de arriba y se lavaba los dientes y luego, al cabo de un rato, siguió el sonido de sus pasos cuando entró en su dormitorio y encendió la televisión. El volumen estaba bajo y lo único que distinguía era un murmullo de voces, un ruido sordo de música que hacia vibrar las paredes. Se sentó en el sofá, plenamente consciente ahora, suponiendo que bajaría en cualquier momento para hablar con él. Esperó diez minutos, luego veinte, luego media hora, y al final la televisión se calló. Después de eso esperó otros veinte minutos y como ella no había bajado aún, comprendió que no tenía intención de hablar con él, que ya se había dormido. Era un triunfo en cierto modo, pensó, pero ahora que había pasado, no estaba completamente seguro de cómo interpretar la victoria. Apagó las lámparas del cuarto de estar, se acostó de nuevo en el sofá y se quedó allí tumbado en la oscuridad con los ojos abiertos, escuchando el silencio de la casa.

Después de eso no se habló más de que se trasladara a un motel. El sofá del cuarto de estar se convirtió en la cama de Sachs y empezó a dormir allí todas las noches. Todos lo dieron por sentado y ni siquiera se mencionó nunca el hecho de que ahora él pertenecía a la casa. Era algo natural, un fenómeno tan poco digno de ser comentado como un árbol o una piedra o una partícula de polvo en el aire. Eso era precisamente lo que Sachs esperó desde el principio, y sin embargo su papel entre ellas nunca estuvo claramente definido. Todo se había organizado de acuerdo con un entendimiento secreto e inexpresado, y él sabia instintivamente que seria un error preguntarle a Lillian qué quería de él. Tenía que averiguarlo él solo, encontrar su sitio basándose en los indicios y gestos más pequeños, en los comentarios y evasivas más inexcrutables. No era que temiese lo que pudiera suceder si cometía una equivocación (aunque nunca dudó de que la situación pudiera volverse en su contra, de que ella pudiera cumplir su amenaza y llamar a la policía), sino que más bien quería que su conducta fuera ejemplar. Esa era en primer lugar la razón por la que había ido a California: para reinventar su vida, para encarnar una idea de bondad que le permitiera tener una relación completamente diferente consigo mismo. Pero Lillian era el instrumento que había elegido y sólo a través de ella podría lograrse esta transformación. Lo había concebido como un viaje, como una larga travesía por las tinieblas de su alma, pero ahora que se encontraba en camino, no estaba seguro de viajar en la dirección correcta.

Tal vez no habría sido tan duro para él si Lillian hubiese sido otra persona, pero el esfuerzo de dormir bajo el mismo techo que ella todas las noches le tenía en permanente desequilibrio. Después de sólo dos días, se asustó al descubrir lo desesperadamente que deseaba tocarla. Se dio cuenta de que el problema no era su belleza, sino el hecho de que su belleza era la única parte de sí misma que ella le permitía conocer. Si hubiese sido algo menos intransigente, menos reacia a tratarle de una forma directamente personal, él habría tenido algo más en que pensar y el hechizo del deseo tal vez se habría roto. Pero ella se negaba a revelarse ante él, lo cual significaba que nunca se convirtió en algo más que un objeto, algo más que la totalidad de su yo físico, y ese yo físico tenía un tremendo poder: deslumbraba y asaltaba, aceleraba el pulso, echaba abajo cualquier resolución elevada. No era ésta la clase de lucha para la que Sachs se había preparado. No encajaba en absoluto en el esquema que tan cuidadosamente había trazado en su cabeza. Ahora su cuerpo se había sumado a la ecuación, y lo que antes le había parecido sencillo se había transformado en una maraña de estrategias febriles y motivaciones clandestinas.

A ella le ocultó todo esto. Dadas las circunstancias, su único recurso era responder a su indiferencia con una calma inalterable, fingir que estaba satisfecho con que las cosas estuvieran de aquel modo. Adoptaba una actitud alegre cuando estaba con ella; se mostraba imperturbable, amistoso, acomodaticio; sonreía de vez en cuando; nunca se quejaba. Puesto que sabía que ella ya estaba en guardia, que ya había sospechado que sus sentimientos eran aquellos de los que ahora se sentía culpable, era especialmente importante que nunca le pillara mirándola de la forma en que deseaba mirarla. Una sola mirada le habría destruido, especialmente con una mujer tan experta como Lillian. Durante toda su vida los hombres la habían mirado fijamente y sería sumamente sensible a sus miradas, al menor indicio de intención en sus ojos. Esto le producía una tensión casi insoportable siempre que ella estaba cerca, pero aguantaba valientemente y nunca abandonaba la esperanza. No le pedía nada, no esperaba nada de ella y rezaba para llegar a vencerla por agotamiento. Esa era la única arma que tenía a su disposición y la sacaba siempre que tenía la oportunidad. Se humillaba ante ella con ese propósito, con tan apasionada abnegación que su misma debilidad se convertía en una especie de fuerza.

Durante los primeros doce o quince días ella apenas le dirigió la palabra. Él no tenía ni idea de qué hacía durante sus largas y frecuentes ausencias de la casa y, aunque hubiese dado casi cualquier cosa por averiguarlo, nunca se atrevió a preguntárselo. La discreción era más importante que el conocimiento, pensaba, y antes que correr el riesgo de ofenderla, prefería guardarse su curiosidad y esperar a ver lo que pasaba. Casi todas las mañanas ella salía de casa a las nueve o las diez, a veces regresaba por la tarde y otras veces no volvía hasta muy tarde, bien pasada la medianoche. A veces salía por la mañana, regresaba a casa por la tarde para cambiarse de ropa y luego desaparecía durante el resto de la noche. En dos o tres ocasiones no volvió hasta la semana siguiente. Entonces entraba en la casa, se cambiaba de ropa y volvía a marcharse rápidamente. Sachs suponía que pasaba las noches en compañía de algún hombre —tal vez siempre el mismo, tal vez diferentes hombres—, pero era imposible saber adónde iba durante el día. Parecía probable que tuviese alguna clase de trabajo, pero eso era sólo una suposición. Que él supiera, también podía pasar las horas dando vueltas en el coche, yendo al cine, o a la orilla del mar mirando las olas.

A pesar de estas idas y venidas, Lillian nunca dejaba de decirle cuándo volvería. Lo hacía más por Maria que por él y, aunque sólo daba una hora aproximada (“Volveré tarde”, “Hasta mañana por la mañana”), esto le ayudaba a organizar su tiempo y a evitar que la casa cayera en un estado de confusión. Estando Lillian fuera tan a menudo, la tarea de cuidar a Maria recaía casi toda en Sachs. Ese era el giro más extraño de todos, porque por muy seca y distante que ella fuera cuando estaban juntos, el hecho de que Lillian no vacilara en dejarle al cuidado de su hija demostraba que ya confiaba en él, tal vez más de lo que ella misma sabía. Sachs trataba de encontrar consuelo en esta paradoja. Nunca dudó de que en algún sentido ella se estaba aprovechando de él —cargando sus responsabilidades en un primo voluntario—, pero en otro sentido el mensaje parecía bastante claro: se sentía segura con él, sabia que no estaba allí para hacerle daño.

Maria se convirtió en su compañera, su premio de consolación, su infalible recompensa. Le preparaba el desayuno todas las mañanas, la acompañaba al colegio, la recogía por la tarde, le cepillaba el pelo, la bañaba, la metía en la cama por la noche. Eran éstos placeres que él no podía haber imaginado, y a medida que el lugar que él ocupaba en la rutina de la niña se hacía más sólido, el afecto entre ellos se hacía más profundo. Antes Lillian le encargaba a una mujer que vivía en la misma manzana el cuidado de Maria, pero aunque Mrs. Santiago era amable, tenía una familia numerosa y raras veces le hacía mucho caso a Maria excepto cuando alguno de sus hijos se metía con ella. Dos días después de que Sachs se instalara en la casa, Maria anunció solemnemente que no volvería jamás a casa de Mrs. Santiago. Prefería la forma en que él se ocupaba de ella, dijo, y si no le molestaba demasiado, pasaría su tiempo con él. Sachs le dijo que estaría encantado. Iban andando por la calle, de vuelta del colegio, y un momento después de darle esa respuesta sintió que su manita le agarraba el pulgar. Continuaron andando en silencio durante medio minuto y luego Maria se detuvo y dijo:

—Además, Mrs. Santiago tiene sus propios hijos, y tú no tienes niños, ¿verdad?

Sachs ya le había dicho que no tenía hijos, pero negó con la cabeza para indicarle que su razonamiento era correcto.

—No es justo que alguien tenga demasiados y otra persona esté completamente sola, ¿verdad? —continuó Maria. De nuevo Sachs negó con la cabeza y no la interrumpió—. Creo que esto está bien —dijo ella—. Ahora tú me tendrás a mí y Mrs. Santiago tendrá sus propios hijos, así todo el mundo estará contento.

El primer lunes alquiló un apartado de correos en la estafeta de Berkeley para tener una dirección, devolvió el Plymouth a la sucursal más próxima de la agencia de coches y se compró un Buick Skylark de nueve años por menos de mil dólares. El martes y el miércoles abrió once cuentas de ahorros en distintos bancos de la ciudad. Temía depositar todo el dinero en el mismo sitio, y abrir múltiples cuentas parecía más prudente que entrar en alguna parte con ciento cincuenta mil dólares en billetes. Además, llamaría menos la atención cuando sacara el dinero para sus pagos diarios a Lillian. Mantendría su negocio en permanente rotación y eso evitaría que alguno de los cajeros o directores de banco llegase a conocerle bastante bien. Al principio pensó en visitar un banco distinto cada once días, pero cuando descubrió que para retirar mil dólares se necesitaba una firma especial del director, empezó a ir a dos bancos diferentes cada mañana y a utilizar los cajeros automáticos, que desembolsaban un máximo de quinientos dólares por operación. Eso ascendía a retiradas semanales de quinientos dólares en cada banco, una suma insignificante de acuerdo con cualquier criterio. Era una solución eficaz y además prefería introducir su tarjeta de plástico en la ranura y apretar unos botones que tener que hablar con una persona.

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