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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (33 page)

Incluso antes de que empezara, yo sabía que le había ocurrido algo extraordinario. De lo contrario, no habría permanecido escondido tanto tiempo; no se habría tomado tantas molestias para hacernos creer que había muerto. Eso estaba claro y, ahora que Sachs había vuelto, yo estaba dispuesto a aceptar las revelaciones más rebuscadas y disparatadas, dispuesto a escuchar una historia que nunca habría podido imaginar. No es que esperase que me contara
esta historia concreta
, pero sabía que sería algo así, y cuando Sachs finalmente empezó (recostándose en su butaca dijo: “Habrás oído hablar del Fantasma de la Libertad, ¿no?”) yo apenas parpadeé.

—Así que es eso lo que has estado haciendo —dije, interrumpiéndole antes de que pudiese terminar—. Eres el tipo raro que ha volado todas esas estatuas. Una bonita profesión si puedes meterte en ella, pero ¿quién diablos te ha elegido como conciencia del mundo? La última vez que te vi estabas escribiendo una novela.

Tardó el resto de la noche en contestar esa pregunta. Aun así había lagunas, huecos en el relato que no he podido llenar. Resumiendo, parece que la idea se le ocurrió por etapas, empezando con la bofetada que presenció aquel domingo por la tarde en Berkeley y acabando con la desintegración de su relación con Lillian. En medio hubo una gradual rendición a Dimaggio, una creciente obsesión por la vida del hombre que había matado.

—Finalmente encontré el valor necesario para entrar en su habitación —dijo Sachs—. Ése fue el punto de partida, creo, ése fue el primer paso hacia una especie de acción legítima. Hasta entonces ni siquiera había abierto la puerta. Estaba demasiado asustado, supongo, demasiado temeroso de lo que podría encontrar si empezaba a mirar. Pero Lillian había salido otra vez, Maria estaba en el colegio y yo estaba solo en casa, empezando lentamente a perder la razón. Como era previsible, la mayor parte de las pertenencias de Dimaggio habían sido retiradas de la habitación. No quedaba nada personal: ni cartas, ni documentos, ni diarios, ni números de teléfono. Ninguna pista acerca de su vida con Lillian. Pero tropecé con algunos libros. Tres o cuatro volúmenes de Marx, una biografía de Bakunin, un panfleto escrito por Trotski sobre las relaciones raciales en los Estados Unidos, esa clase de cosas. Y luego, en el último cajón de su mesa, encuadernada en negro, encontré una copia de su tesis. Ésa fue la clave. Si no hubiese encontrado eso, creo que ninguna de las otras cosas habría llegado a suceder.

»Era un estudio sobre Alexander Berkman, una reconsideración de su vida y su obra en algo más de cuatrocientas cincuenta páginas. Estoy seguro de que te has tropezado alguna vez con ese nombre. Berkman era el anarquista que le pegó un tiro a Henry Clay Frick, el hombre cuya casa es un museo en la Quinta Avenida. Eso ocurrió durante la huelga del acero de 1892, cuando Frick llamó a un ejército de guardas de seguridad y les mandó abrir fuego sobre los trabajadores. Berkman tenía entonces veinte años y era un joven judío radical que había emigrado desde Rusia unos años antes. Viajó a Pennsylvania y fue a buscar a Frick con una pistola, con la esperanza de eliminar a aquel símbolo de la opresión capitalista. Frick sobrevivió al ataque y Berkman pasó catorce años en la penitenciaría del estado. Cuando salió escribió
Memorias carcelarias de un anarquista
y continuó dedicado al trabajo político, principalmente con Emma Goldman. Fue director de
Madre Tierra
, contribuyó a fundar una escuela libertaria, dio discursos, luchó por causas como la huelga textil de Lawrence, etcétera. Cuando los Estados Unidos entraron en la Primera Guerra Mundial volvieron a meterle en la cárcel, esta vez por hablar contra el reclutamiento. Dos años más tarde, poco tiempo después de quedar en libertad, él y Emma Goldman fueron deportados a Rusia. Durante su cena de despedida llegó la noticia de que Frick había muerto esa misma tarde. El único comentario de Berkman fue: “Deportado por Dios.” Un comentario exquisito, ¿no? En Rusia no tardó mucho en desilusionarse, pensaba que los bolcheviques habían traicionado la revolución; una clase de despotismo había sustituido a otro, y después que la rebelión de Kronstadt fuese aplastada en 1921, decidió emigrar de Rusia por segunda vez. Finalmente se instaló en el sur de Francia, donde vivió los últimos diez años de su vida. Escribió el
Abecedario del anarquismo comunista
, se mantuvo vivo haciendo traducciones, corrigiendo textos y escribiendo cosas que firmaban otros, pero aun así necesitó de la ayuda de sus amigos para subsistir. En 1936 estaba demasiado enfermo para salir adelante y, antes de continuar pidiendo limosnas, cogió una pistola y se pegó un tiro en la cabeza.

»La tesis era buena. Un poco torpe y didáctica a veces, pero bien documentada y apasionada, un trabajo inteligente y concienzudo. Resultaba difícil no respetar a Dimaggio por haberla escrito, no ver que había sido un hombre con verdadera inteligencia. Teniendo en cuenta lo que yo sabía de sus actividades posteriores, la tesis era evidentemente algo más que un ejercicio académico. Era un paso en su desarrollo interior, una forma de abordar sus propias ideas acerca del cambio político. No lo decía abiertamente, pero se notaba que apoyaba a Berkman, que creía que existía una justificación moral para ciertas formas de violencia política. El terrorismo tenía un lugar en la lucha, por así decirlo. Si se usaba correctamente, podía ser un instrumento eficaz para llamar la atención sobre los temas en cuestión, para revelarle al público la naturaleza del poder institucional.

»A partir de entonces no pude contenerme. Empecé a pensar en Dimaggio en todo momento, a compararme con él, a preguntarme cómo habíamos llegado a estar juntos en aquel camino de Vermont. Intuí una especie de atracción cósmica, el tirón de una fuerza inexorable. Lillian no quiso hablarme mucho de él, pero yo sabía que había sido soldado en Vietnam y que la guerra le había transformado, que había salido del ejército con una nueva comprensión de América, de la política, de su propia vida. Me fascinaba pensar que yo había estado en la cárcel a causa de esa guerra y que participar en ella le había llevado a él más o menos a mi misma posición. Ambos nos habíamos hecho escritores, ambos sabíamos que eran necesarios cambios fundamentales, pero mientras que yo empecé a perder el norte, a titubear con artículos estúpidos y pretensiones literarias, Dimaggio continuó desarrollándose, continuó avanzando, y al final tuvo suficiente valor como para poner a prueba sus ideas. No es que yo crea que poner bombas en campamentos madereros sea una buena idea, pero le envidié por haber tenido los cojones de actuar. Yo nunca había movido un dedo por nada. Me había quedado sentado gruñendo y protestando durante los últimos quince años, pero a pesar de mi moralina y mi postura combativa nunca me había puesto en peligro. Yo era un hipócrita y Dimaggio no, y cuando pensaba en mi mismo en comparación con él me sentía avergonzado.

»Mi primera idea fue escribir algo acerca de él. Algo similar a lo que él había escrito sobre Berkman, sólo que mejor, más profundo, un auténtico examen de su alma. Lo planeé como una elegía, un monumento en forma de libro. Si podía hacer esto por él, tal vez podría empezar a redimirme, tal vez saldría algo bueno de su muerte. Tendría que hablar con muchísimas personas, por supuesto, viajar por todo el país recogiendo información, concertar entrevistas con el mayor número de personas que pudiera encontrar: sus padres y parientes, sus compañeros del ejército, la gente con la que había ido al colegio, sus colegas de profesión, sus antiguas novias, los miembros de los Hijos del Planeta, cientos de personas diferentes. Sería un proyecto enorme, un libro que tardaría años en terminar. Pero eso era lo que me proponía. Mientras me dedicase a Dimaggio le estaría manteniendo vivo, le entregaría mi vida, por así decir, y él me la devolvería. No estoy pidiendo que lo entiendas. Apenas lo entiendo yo. Pero iba a tientas, ¿comprendes?, buscando a ciegas algo a lo que agarrarme, y durante un corto espacio de tiempo esto me pareció sólido, mejor solución que ninguna otra.

»Nunca conseguí hacer nada. Me senté unas cuantas veces para tomar notas, pero no podía concentrarme, no podía organizar mis pensamientos. No sé cuál era el problema. Puede que todavía tuviese demasiada confianza en que mi relación con Lillian siguiese adelante. Puede que no creyera que me sería posible volver a escribir. Dios sabe qué era lo que me lo impedía, pero cada vez que cogía una pluma y trataba de empezar, me entraba un sudor frió, la cabeza me daba vueltas y me sentía como si estuviera a punto de caerme. Igual que aquella vez que me caí de la escalera de incendios. Era el mismo pánico, la misma sensación de vulnerabilidad, el mismo impulso hacia el olvido.

»Luego sucedió algo extraño. Iba andando por Telegraph Avenue una mañana para buscar mi coche cuando vi a alguien que conocía de Nueva York. Cal Stewart, el director de una revista para la cual había escrito un par de artículos a principios de los años ochenta. Era la primera vez desde que había llegado a California que veía a alguien que conocía, y la idea de que él pudiese reconocerme me hizo detenerme en seco. Si una sola persona sabia dónde me encontraba, estaría acabado, estaría absolutamente destruido. Me metí en la primera puerta que encontré, sólo para no estar en la calle. Resultó ser una librería de viejo, un local grande de techos altos con seis o siete habitaciones. Fui hasta el fondo y me escondí detrás de unas estanterías altas, mientras mi corazón latía con fuerza y yo intentaba dominarme. Había una montaña de libros delante de mí, millones de palabras apiladas unas sobre otras, todo un universo de literatura desechada, los libros que ya nadie quería, que habían sido vendidos, que habían sobrevivido a su utilidad. No me di cuenta al principio, pero casualmente estaba en la sección de narrativa norteamericana, y justo allí, a la altura de mis ojos, lo primero que vi cuando empecé a mirar los títulos fue un ejemplar de
El nuevo coloso
, mi pequeña contribución a aquel cementerio. Era una coincidencia asombrosa, algo que me impresionó tanto que pensé que tenía que ser un presagio.

»No me preguntes por qué lo compré. No tenía ninguna intención de leerlo, pero una vez que lo vi en el estante, supe que tenía que llevármelo. El objeto físico, la cosa misma. Era la edición original de tapa dura, con sobrecubierta y guardas púrpura, y sólo costaba cinco dólares. Y allí estaba mi foto en la solapa trasera: el retrato del artista cuando era un joven retrasado mental. Recuerdo que fue Fanny quien hizo esa foto. Tenía veintiséis o veintisiete años, llevaba barba y el pelo largo y estoy mirando al objetivo con una expresión increíblemente grave y sentimental. Ya has visto la foto, ya sabes cuál digo. Cuando abrí el libro y la vi en la tienda aquel día, casi me eché a reír.

»Una vez que pasó el peligro, salí de la tienda y volví a casa de Lillian en el coche. Sabía que no podía permanecer más tiempo en Berkeley. Ver a Cal Stewart me había acojonado, y de pronto comprendí lo precaria que era mi posición, lo vulnerable que me había vuelto. Cuando llegué a casa con el libro, lo puse sobre la mesita baja del cuarto de estar y me senté en el sofá. Ya no tenía ninguna idea. Tenía que marcharme, pero al mismo tiempo no podía hacerlo, no podía dejar plantada a Lillian. Casi la había perdido, pero no estaba dispuesto a renunciar, no podía soportar la idea de no volver a verla. Así que me senté en el sofá, mirando fijamente la tapa de mi novela, sintiéndome como si acabara de estrellarme contra un muro de ladrillos. No había hecho nada respecto al libro sobre Dimaggio; había tirado más de un tercio del dinero; había estropeado todas mis esperanzas. Por pura infelicidad, continué con los ojos fijos en la tapa del libro. Durante mucho rato creo que ni siquiera lo vi, pero luego, poco a poco, algo empezó a suceder. El proceso debió de durar cerca de una hora, pero una vez que la idea se apoderó de mí, no pude dejar de pensar en ello. La Estatua de la Libertad, ¿recuerdas? Ese extraño distorsionado dibujo de la Estatua de la Libertad. Así fue como empezó, y cuando comprendí lo que iba a hacer, el resto vino por añadidura, todo el disparatado plan encajó.

»Cerré algunas de mis cuentas corrientes esa tarde y me ocupé de las otras a la mañana siguiente. Necesitaba dinero para hacer lo que tenía que hacer, lo cual significaba volverme atrás respecto a todos los compromisos que había adquirido, quedarme con el resto del dinero en lugar de dárselo a Lillian. Me molestaba faltar a mi palabra pero no tanto como me había imaginado. Ya le había dado sesenta y cinco mil dólares, y aunque no era todo lo que quedaba, era mucho dinero, mucho más de lo que ella había esperado que le diera. Los noventa y un mil dólares que todavía tenía me durarían mucho, pero no iba a derrocharlos en mi persona. El destino concebido para aquel dinero era tan importante como mi plan original. Más importante, en realidad. No sólo iba a usarlo para llevar a cabo el trabajo de Dimaggio, sino que lo usaría para expresar mis propias convicciones, para pronunciarme a favor de aquello en lo que creía, para producir la clase de efecto que nunca había podido producir. De repente, mi vida parecía tener sentido. No sólo los últimos meses, sino toda mi vida, desde el principio. Era una milagrosa confluencia, una asombrosa conjunción de motivos y ambiciones. Había encontrado el principio unificador y esta sola idea haría que todos los pedazos rotos de mi mismo se unieran. Por primera vez en mi vida estaría entero.

»No puedo transmitirte la fuerza de mi felicidad. Me sentí libre de nuevo, absolutamente liberado por mi decisión. No era que deseara dejar a Lillian y Maria, pero ahora había cosas más importantes de las que ocuparse y, una vez que entendí eso, toda la amargura y el sufrimiento del último mes se derritió en mi corazón. Ya no estaba embrujado. Me sentí inspirado, vigorizado, limpio. Casi como un hombre que ha encontrado la religión. Como un hombre que ha oído la llamada. El tema inacabado de mi vida había dejado de importar repentinamente. Estaba listo para adentrarme en el desierto y predicar la palabra, listo para empezar de nuevo.

»Pensándolo ahora, veo lo inútil que fue cifrar mis esperanzas en Lillian. Ir allí fue una locura, un acto de desesperación. Podría haber dado resultado si yo no me hubiera enamorado de ella, pero una vez que eso sucedió, la aventura estaba condenada al fracaso. La había puesto en un apuro imposible y ella no sabia cómo salir de él. Quería el dinero y no lo quería. El dinero la volvía codiciosa y su codicia la humillaba. Deseaba que la amase y se odiaba a sí misma por amarme. Ya no la culpo por el infierno que me hizo pasar. Lillian es una persona salvaje. No sólo es hermosa, ¿comprendes?, también es incandescente. Temeraria, descontrolada, dispuesta a todo, y conmigo nunca tuvo la oportunidad de ser como era.

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