Libros de Luca (26 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Paw se encogió de hombros y murmuró algo ininteligible.

Katherina extrajo el llavero y quitó la llave de la tienda.

—Puedes cerrar a las cinco si no hay clientes. Aquí tienes la llave de la puerta de la calle.

—Tengo una llave —contestó Paw, metiendo las manos en los bolsillos—. Tendré cuidado, no te preocupes.

En aquel momento, el Mercedes de Jon aparcó frente a la tienda. Katherina cogió su chaqueta y su bolso y se dirigió a la puerta.

—Diviértete —le dijo a Paw con una sonrisa irónica.

—Muy graciosa —dijo él, levantando la mano—. Vamos, lárgate.

Katherina se acercó al coche. Jon había descendido y estaba allí, contemplando el despejado cielo azul por encima de los edificios. Sus fosas nasales se dilataban y contraían cada vez que tomaba aliento, como si quisiera saborear el aire de la ciudad antes de viajar al campo. Era la primera vez que Katherina lo veía sin traje y corbata. Llevaba unos vaqueros y un grueso jersey de lana. Le quedaba bien.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar? —le preguntó Katherina tras un abrazo un tanto torpe.

—Una hora, tal vez hora y media —contestó Jon, poniendo en marcha el coche—. No creo que donde está su granja haya nada, de modo que probablemente tengamos que detenernos en la carretera.

Katherina agitó la mano en dirección a Paw, quien les miraba desde detrás de los nuevos cristales de Libri di Luca. Sin responder al saludo, se giró y se alejó hacia el interior de la tienda hasta que ella ya no pudo verlo. El Mercedes partió y se mezclaron con el tráfico.

Ninguno dijo nada hasta que salieron de la ciudad. Sin las sombras de los edificios, el fuerte sol otoñal les obligaba a entrecerrar los ojos.

—¿Crees que ha sido él? —inquirió Katherina.

—Es posible —respondió Jon—. Pero no alcanzo a comprender los motivos que puede tener hoy, veinte años después de la expulsión. —Hizo una pausa—. A no ser que… el señor Norreskov haya enloquecido de soledad. Tal vez un día simplemente sucumbió y canalizó toda su cólera hacia el hecho con el que comenzó a derrumbarse toda su existencia: el destierro.

Katherina pensó en la advertencia de Paw. Probablemente sólo lo había dicho como broma o como pretexto para librarse del trabajo de librero por un día, pero tenía que admitir que si realmente Tom hubiese terminado medio loco en aquella granja aislada del mundo, no le parecía tan inverosímil que pudiese reaccionar violentamente en caso de ser molestado. Si él era culpable, eso significaba que ya había asesinado.

—Pero esta vez, evidentemente, ya no fue suficiente con herir a Luca —continuó Jon con cierta amargura en la voz—. Esta vez Luca tenía que morir.

—¿Y no pudo haberse tratado de un accidente? Tal vez su intención era solamente darle un susto, pero no logró detenerse a tiempo.

—Creo que tú puedes contestar mejor que yo a esa pregunta —dijo—. ¿Los receptores pueden matar por casualidad?

Katherina fijó la mirada en el camino que se abría tras el parabrisas. Bajo la luz del sol, la carretera brillaba con una luz cruda, metálica. Volvió a surgir aquel sentimiento de culpa, y ella sintió que se le ponía un nudo en la garganta. El cinturón de seguridad parecía más ajustado e incluso el interior del coche de pronto se hizo muy reducido. Esta vez no podía desaparecer o evadirse del asunto, como había hecho tantas veces.

—¿Los receptores son capaces de eso? —repitió Jon.

—Sí —contestó ella de mala gana—. Yo misma he matado a alguien.

Notó que Jon la miraba de soslayo, pero ella mantuvo los ojos sobre el camino y resistió la tentación de acariciarse la cicatriz en la barbilla.

—Era mi profesora de danés —comenzó a decir—. Mi profesora favorita. Su nombre era Grethe. No recuerdo cuántos años tenía. De niña no le prestaba mucha atención a ciertas cosas, mientras que los mayores siempre tienen dos edades: son adultos o son viejos. Yo tenía doce años. Mis problemas con la lectura comenzaron a resultar más evidentes, y a menudo frecuentaba las clases de apoyo, siendo separada de mis compañeros. Pero no fue así durante la hora de danés de aquel día en particular. —Hizo una pausa, y se movió en su asiento buscando una posición más cómoda—. Como siempre, cada uno le pedía a Grethe que nos leyera una historia. Yo era una de las más impacientes, porque me gustaba mucho oírle leer en voz alta lo que fuese. Me hacía olvidar mis propios problemas de lectura. Cuando Grethe nos leía, todos nosotros éramos iguales. Aquel día, ella trajo un nuevo libro a la escuela:
Los hermanos Corazón de León
, de Astrid Lindgren. Una compañera había traído una tarta, ya sabes, una de esas color verde brillante, recubierta de una gruesa capa de caramelo que se te queda pegado al paladar. Tardamos algún tiempo en cortar la tarta en partes iguales y repartirlas a cada uno de la clase. Cuando todos tuvimos un trozo, Grethe cogió sus gafas de un olso de cuero liso y se las colocó empujándolas sobre el puente 'e la nariz. Cada vez que ella se colocaba aquellas gafas, toda la clase se quedaba muy tranquila y atenta. Entonces comenzó a leer. Nosotros ya habíamos escuchado su lectura de
Emil
o
Los niños de Bullerby
y otras historias de Lindgren, pero no estábamos del todo preparados para el triste comienzo de
Los hermanos Corazón de León
. Ya desde la primera página me quedé tan cautivada por la historia que incluso olvidé comer mi ración de tarta.

Katherina guardó silencio. Jon giró la cabeza para observarla un momento, como un modo de impulsarla a continuar.

—Grethe era increíblemente buena leyendo en voz alta. Desde entonces me he preguntado a menudo si ella tenía poderes, o si sólo se trataba de un don natural. Siempre que leía, al instante nos sentíamos hipnotizados por su voz y la cadencia de la narración. Mientras estaba sentada allí, en el aula, tenía la sensación de que ese libro era algo especial y deseaba que la lectura no se detuviese nunca. Quería escuchar la historia hasta el final, sin pausas innecesarias o interrupciones. El libro tenía una voz tan hermosa, apacible y paciente como una abuela cariñosa. Sin saber lo que hacía, me uní a la ejecución de la historia de Grethe, casi arrastrándola a ello. Las pasiones que al principio estaban hermanadas me golpearon con tanta fuerza que, inconscientemente, se las transmití a Grethe.

Katherina cruzó las manos sobre el regazo.

—Sonó la campana, pero no quería de ningún modo que la historia se interrumpiese allí y me negué a que Grethe se fuera, forzándola a seguir leyendo. Mis compañeros de clase me miraban perplejos: nunca habían vivido algo así, pero estaban encantados de que el cuento prosiguiese, porque habíamos llegado al punto en que Jonathan está cerca de reunirse con su hermano. Pero, de pronto, Grethe comenzó a temblar. Su voz no se podía oír, sus manos se sacudían, y sus ojos, detrás de las gafas, denunciaban claramente un brillo de temor. Yo no percibí demasiado, porque me sentía feliz de que el cuento no terminase. Quería oír la historia entera, sentir todo, saber todo lo que pasaba, y entonces, insaciable, forcé a Grethe a continuar. —Katherina emitió un suspiro profundo—. Cuando una de mis compañeras comenzó a gritar, comprendí que había pasado algo grave. La sangre brotaba por la nariz y los oídos de Grethe, fluyendo hacia abajo, para caer sobre sus labios, barbilla y cuello. El encanto se detuvo bruscamente. Aterrorizada, me llevé ambas manos a la boca para no gritar. Grethe enmudeció. Su cuerpo se dobló y cayó al suelo, mientras las gafas volaban sobre el linóleo. Todos corrieron para ayudarla. Algunos niños fueron a pedir ayuda, mientras uno de los muchachos, cuyo padre era bombero, colocó a Grethe en la posición de primeros auxilios. Yo, en cambio, me quedé paralizada en mi asiento. No podía quitar mis ojos de aquel cuerpo desplomado en el suelo. Los ojos de Grethe miraban fija e inexpresivamente al linóleo y no dudé ni por un momento que ella estaba muerta. Sabía que la había asesinado.

Katherina observó por un instante a Jon, y luego volvió a mirar por la ventanilla.

—No eras consciente de lo que hacías —dijo él—. ¿Cómo podías saberlo?

Por ese motivo, el sentimiento de culpa volvió con toda su fuerza. ¿Realmente ella no lo sabía? El incidente del aula ocurrió después de haber encontrado a Luca, que le había advertido sobre el riesgo de concentrarse demasiado en sus poderes. Y a pesar de que estaba totalmente sumergida en la historia, había recibido pequeñas señales de peligro, como los temblores de Grethe y el nerviosismo de los otros niños. No obstante, continuó hasta que ya fue demasiado tarde.

—Dijeron que había sido una hemorragia cerebral —continuó Katherina—. En la clase de Biología nos explicaron cómo puede ocurrir algo así. Nos mostraron imágenes del cerebro y comentaron cómo están conectados la presión arterial, las venas y el flujo sanguíneo.

—¿Nunca le hablaste a nadie sobre ello?

Katherina sacudió la cabeza.

—Sólo mucho tiempo después, a Luca, a Iversen y a un par de personas más de la Sociedad. Ellos fueron los únicos capaces de entender.

—¿Y a tus padres?

—Ya habían sufrido bastante por mi culpa, debido a la dislexia y las voces que decía oír.

Jon dejó la autopista y empezaron un largo recorrido por caminos rurales atravesando villorrios, colinas y bosques. Al cabo de un rato, mientras pasaban por una extensión de verdes campos, Jon redujo la velocidad. Cogió un folleto que se encontraba entre los asientos y le echó una ojeada.

—Se supone que debería haber una salida a la izquierda, en algún sitio por aquí cerca —dijo, apoyándose hacia delante para mirar detenidamente por el parabrisas.

Un centenar de metros más allá, detuvo el coche. A la izquierda, un camino surcado por el fango conducía a través del campo para desaparecer en una arboleda. Al lado del camino había un cartel pintado con el número 59.

Se miraron.

—¿Lista? —preguntó Jon.

—Lista.

Jon se puso en marcha y condujo despacio a lo largo del camino embarrado. La irregularidad del terreno y los baches lo obligaban a aquel paso lento, pero aun así no pudieron impedir el zarandeo.

Al cabo de veinte metros, apareció un nuevo cartel:

—«Prohibido el paso a los extraños». —leyó Jon.

Diez metros más allá había otros dos carteles.

—«Propiedad privada» y «Los intrusos serán denunciados a la policía» —volvió a leer Jon—. No es demasiado hospitalario, ¿verdad?

—Sabe que nos acercamos —dijo Katherina con calma.

Jon miró alrededor.

—¿En qué sentido? ¿Lo has visto?

—No, pero él nos ha sentido.

—¿Estás segura? Aún no se puede ver la granja.

—Los carteles —señaló Katherina—. No los ha colocado sólo para mantener a la gente alejada.

Jon la miró sorprendido.

—Funcionan como un sistema de advertencia, una alarma —explicó ella—. Él te «ha sentido» mientras los leías.

Jon siguió mirándola atónito durante un par de segundos, sin dar crédito, hasta comprender lo que ella quería decir.

—Ahora entiendo —exclamó con una expresión avergonzada—. Discúlpame.

—Está bien —dijo Katherina—. Textos tan breves no pueden decirle mucho, sólo le informan de que estamos en camino.

Jon retomó la marcha, y cogieron el camino por la pequeña arboleda. A medida que avanzaban, encontraron nuevos carteles. Muchos de ellos estaban sujetos a los troncos de los árboles, y aunque Katherina percibió los esfuerzos de Jon por no leerlos, ella todavía captaba los textos: «Prohibida la entrada», «Atención: perros sueltos», «Propiedad privada».

Al cabo de unos cien metros llegaron a un gran claro, en el que sobresalía una granja blanca de tres alas con tejado de paja. En diversos puntos se notaba la pintura desconchada sobre los muros y enormes parches de musgo cubrían la paja sobre el tejado. Una ventana había sido tapiada con madera, y las otras parecían no haber conocido la limpieza desde su instalación. El perímetro del claro estaba lleno de utensilios agrícolas oxidados, inutilizados por el abandono y el tiempo.

Jon condujo su Mercedes hasta el patio delantero, donde la hierba crecida se había apoderado de la mayor parte de la superficie de grava blanca que cubría la tierra. Una camioneta Volvo de color gris estaba aparcada junto a un ala del edificio.

—Aquí deben de estar las habitaciones —dijo Jon, señalando el edificio detrás del Volvo.

Aparcó delante de la camioneta y bajaron.

Apenas cesó el eco de las puertas cerrándose, un silencio absoluto rodeó el lugar. Katherina saboreó el silencio mientras miraba alrededor. La casa que ellos habían decidido que era el edificio principal tenía aproximadamente unos cien metros cuadrados, y las supuestas habitaciones contaban con ventanas a un metro y medio del suelo. Ya fuese debido a la gruesa capa de suciedad que cubría los cristales o bien porque algo los tapaba desde el interior, lo cierto es que no se podía ver nada dentro. Las otras dos alas estaban aún en peores condiciones. Una tenía la mitad del tejado hundido; la otra carecía tanto de puertas como de ventanas.

Jon se acercó a la entrada principal. Un gran cartel, con mucho texto, estaba sujeto a la pesada puerta de roble.

—No lo leas —le advirtió Katherina—. Es demasiado largo, y le darías una ventaja muy grande.

Jon asintió y miró para otro lado mientras buscaba la aldaba. Los golpes repetidos resonaron en toda la zona. Jon se inclinó sobre la puerta tratando de percibir algún sonido del interior. No oyó nada. Miró a Katherina y sacudió la cabeza. Llamó otra vez, en esta ocasión un poco más fuerte.

Katherina se acercó a una de las ventanas y trató de mirar en su interior. Un paño oscuro le impedía examinar el cuarto. Intentó con las otras ventanas que daban al patio, pero todas habían sido cubiertas con cortinas, muebles o estaban tapiadas.

—¡Hola! —gritó Jon desde la puerta—. ¿Hay alguien en casa?

A Katherina le dio la sensación de percibir una sombra en una de las ventanas vacías del edificio con el tejado derrumbado. Despacio, comenzó a caminar hacia lo que posiblemente había sido el establo. Volvió a percibir la sombra, esta vez detrás de un cristal tan asquerosamente sucio que resultaba imposible distinguir de qué o quién se trataba.

—Jon —le llamó en voz baja mientras seguía andando hacia el establo.

Jon dejó el portón y se acercó a ella.

—¿Sí?

Por toda respuesta, Katherina señaló el establo.

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