Read Libros de Sangre Vol. 2 Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (10 page)

—No.

—El mismo hombre atacó a Catherine —dijo Lewis.

—¿Qué?

Phillipe había empezado a temblar.

—Con una navaja.

—¿La atacó? —preguntó Phillipe—. ¿Estás seguro?

—O estuvo a punto.

—¡No! Jamás la habría tocado. ¡Jamás!

—¿Quién es, Phillipe? ¿Lo sabes?

—Dile que no vuelva a ir allí; por favor, Lewis… —Sus ojos eran implorantes—. Por favor, por el amor de Dios, dile que no vuelva. ¿Lo harás? Tú tampoco debes volver. Tú tampoco.

—¿Quién es?

—Díselo.

—Lo haré. Pero tienes que decirme quién es ese hombre, Phillipe.

Sacudió la cabeza. Ahora rechinaba los dientes de una manera audible.

—No lo entenderías, Lewis. No puedo esperar que lo comprendas.

—Dímelo; quiero ayudarte.

—Déjame morir.

—¿Quién es él?

—Déjame morir… Quiero olvidar. ¿Por qué intentas hacerme recordar? Quiero…

Levantó la mirada: tenía los ojos inyectados de sangre, y sus ojeras revelaban noches enteras llorando. Parecía, sin embargo, que ya no le quedaban más lágrimas; sólo una sensación de aridez donde hubo miedo justificado a la muerte, amor al amor y ganas de vivir. Lo que encontraron los ojos de Lewis fue una indiferencia universal: a la continuidad, a la salvación propia, al sentimiento.

—¡Era una puta! —exclamó súbitamente.

Sus manos eran puños. Lewis no había visto a Phillipe tan exaltado en su vida. Ahora clavó las uñas en la suave carne de la palma hasta que la sangre empezó a manar.

—¡Puta! —repitió, con una voz demasiado alta para la pequeña celda.

—Contrólate —advirtió el vigilante.

—¡Una puta!

Esta vez Phillipe silbó la acusación entre dientes, unos dientes que mostraba como un babuino enfurecido.

Lewis no lograba entender el porqué de aquella transformación.

—Tú empezaste con todo esto… —dijo Phillipe, mirando directamente a Lewis, encontrándose por primera vez con sus ojos.

Era una acusación amarga, aunque Lewis no entendía su significado.

—¿Yo?

—Con tus historias. Con tu maldito Dupin.

—¿Dupin?

—Era todo una estúpida mentira. Mujeres, asesinato…

—¿Te refieres a la historia de la calle Morgue?

—Estabas muy orgulloso de ella, ¿no es cierto? Todas aquellas tontas mentiras. Nada era cierto.

—Sí que lo era.

—No. Nunca lo fue, Lewis; fue una historia, eso es todo. Dupin, la calle Morgue, los asesinatos…

Su voz se apagó como si las siguientes palabras fueran indecibles.

—… El mono.

Ahí estaban esas palabras: lo que al parecer no se podía decir fue pronunciado como si le hubieran arrancado cada sílaba del cuello.

—… El mono.

—¿Qué pasa con el mono?

—Hay bestias, Lewis. Algunas son lamentables; animales de circo. No tienen cerebro; son víctimas natas. Pero también hay otras.

—¿Qué otras?


¡Natalie era una puta!
—volvió a chillar, con los ojos como platos. Agarró a Lewis de la solapa y empezó a sacudirlo. Todo el mundo en la pequeña habitación se volvió para mirar la pelea de los dos ancianos sobre la mesa. Los condenados y sus novias sonrieron cuando separaron a Lewis de su amigo, que pronunciaba incoherencias y obscenidades mientras pataleaba, aferrado por el vigilante.

—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! —era todo lo que podía decir mientras lo arrastraban a su celda.

Catherine se encontró con Lewis a la puerta del piso de ella. Estaba sobresaltada y llorosa. Detrás de ella vio la habitación patas arriba,

Sollozó contra su pecho mientras él la tranquilizaba, pero era inconsolable. Hacía muchos años que no consolaba a una mujer, y había perdido la costumbre. Estaba azarado en lugar de tranquilizador, y ella se dio cuenta. Se apartó de su abrazo; mejor que no la tocara.

—Estuvo aquí —dijo.

No tuvo necesidad de preguntar quién. El extraño, el lloroso extraño de la navaja.

—¿Qué quería?

—No paró de decirme «Phillipe». Lo decía a medias; más que decirlo, lo gruñía. Y como yo no le contestaba, se limitó a destrozar los muebles y los jarrones. Ni siquiera buscaba nada; sólo quería echarlo todo a perder.

La inutilidad del ataque la enfurecía.

El piso estaba en ruinas. Lewis paseó: sacudiendo la cabeza, por entre los fragmentos de porcelana y los tejidos hechos jirones. En su mente se confundían los rostros llorosos: Catherine, Phillipe, el extraño. Al parecer, todos estaban dolidos y destrozados en su pequeño mundo. Todos sufrían; sin embargo, el origen, el corazón del sufrimiento, no se encontraba en ninguna parte.

Sólo Phillipe había levantado un dedo acusador contra el propio Lewis: «Tú empezaste con todo esto». ¿No fueron ésas sus palabras? «Tú empezaste con todo esto.»

Pero ¿cómo?

Lewis se quedó de pie junto a la ventana. Los destrozos habían rajado tres pequeños cristales, y un viento gélido se estaba introduciendo en el piso. Miró las aguas congeladas del Sena, y un movimiento le llamó la atención. Se le revolvió el estómago.

La cara del extraño estaba vuelta hacia la ventana y tenía una expresión salvaje. Las ropas que siempre había vestido tan impecablemente estaban desordenadas, y su mirada era de una desesperación profunda, tan lamentable que casi parecía trágica. O, más bien, era la representación de una tragedia: el dolor de un actor. En cuanto Lewis posó su vista sobre él, el extraño levantó los brazos en dirección a la ventana Con un gesto que parecía implorar perdón o compasión o las dos cosas.

Esa llamada de atención hizo retroceder a Lewis. Era demasiado, excesivo. Al rato, el extraño estaba cruzando el patio, alejándose del piso. Su cuidadosa forma de andar había degenerado en un oscilante paso largo. Lewis emitió una larguísima queja de reconocimiento cuando la masa mal vestida desapareció de su vista.

—¿Lewis?

Aquel contoneo, aquel balanceo no se parecían en nada al andar de un hombre. Era el paso de una bestia puesta de pie, de un animal al que hubieran enseñado a andar y ahora, sin maestro, estuviera olvidando lo aprendido.

Era un mono.

Dios mío, Dios mío; era un mono.

—Tengo que ver a Phillipe Laborteaux.

—Lo siento, monsieur, pero las visitas de la prisión…

—Es cuestión de vida o muerte, oficial.

—Eso se dice pronto, monsieur.

Lewis ensayó una mentira.

—Su hermana se está muriendo. Le suplico un poco de compasión.

—Oh… bueno…

Una pequeña duda. Lewis hizo un poco más de presión.

—Sólo unos minutos, para organizar los preparativos.

—¿No puede esperar a mañana?

—Habrá muerto antes de la mañana.

Lewis odiaba hablar así de Catherine, aun a pesar del objetivo de esa mentira, pero era necesario; tenía que ver a Phillipe. Si su teoría era correcta, la historia podía repetirse antes de que finalizara la noche.

A Phillipe lo habían sacado de un sueño de sedantes. Tenía los ojos muy ojerosos.

—¿Qué quieres?

Lewis no trató siquiera de prolongar su mentira; estaba claro que a Phillipe lo habían drogado y probablemente era presa de mareos. Sería mejor ponerle la verdad delante y ver qué ocurría.

—Amaestraste un mono, ¿verdad?

Una mirada de terror cruzó el rostro de Phillipe, contenida por las drogas que llevaba en la sangre, pero lo suficientemente explícita.

—¿Verdad?

—Lewis…

Phillipe parecía muy viejo.

—Contéstame, Phillipe, te lo ruego: antes de que sea demasiado tarde. ¿Amaestraste un mono?

—Fue un experimento, eso es todo. Un experimento.

—¿Por qué?

—Tus historias. Tus malditas historias; quería saber si era cierto que esos animales eran salvajes. Quería convertirlo en un hombre.

—Convertirlo en un hombre.

—Y esa puta…

—Natalie.

—Lo sedujo.

Lewis se sintió mareado. Ésa era una posibilidad que no había previsto.

—¿Lo sedujo?

—¡Puta! —exclamó Phillipe, con una lástima infinita.

—¿Dónde está tu mono?

—Tú lo matarás.

—Irrumpió en el piso con Catherine dentro. Lo destrozó todo, Phillipe. Es peligroso ahora que no tiene amo. ¿No lo comprendes?

—¿Catherine?

—No; ella está bien.

—Está domesticado: no le hará daño. La ha observado desde un escondite. Viene y se va tan silenciosamente como un ratón.

—¿Y la chica?

—Estaba celoso.

—¿Así que la mató?

—A lo mejor. No sé. No quiero pensar en ello.

—¿Por qué no se lo has dicho a la policía, por si hubiera sido él?

—No sé si es verdad. Probablemente todo sea una ficción, una de tus malditas ficciones; una historia más.

Una sonrisa amarga y taimada le cruzó la cara exhausta.

—Tienes que saber a qué me refiero, Lewis. Podría ser una historia, ¿verdad? Como tus relatos de Dupin. Sólo que tal vez la hice realidad durante una temporada. ¿Se te había ocurrido? A lo mejor la hice realidad.

Lewis se levantó. Era un tema agotado: realidad e ilusión. Una cosa era o no era. La vida no es un sueño.

—¿Dónde está tu mono?

Phillipe se señaló la sien.

—Aquí, donde nunca lo podrás encontrar —dijo, y escupió a Lewis en la cara.

El escupitajo le dio en el labio, como un beso.

—No sabes lo que hiciste. Nunca lo sabrás.

Lewis se secó el labio mientras los vigilantes escoltaban al prisionero fuera de la habitación y lo devolvían a su feliz inconsciencia drogada. Todo lo que se le ocurría ahora, solo en la fría sala de visitas, era que Phillipe tenía suerte. Se había refugiado en una pretendida culpabilidad y encerrado en un lugar en que la memoria, la venganza y la verdad, la amarga verdad, no podrían volver a afectarlo. En ese momento odió a Phillipe con todo su corazón. Odió en él al diletante y al cobarde que siempre supo que fue. No era un mundo cómodo el que Phillipe había creado a su alrededor; era un escondite, igual de falso que aquel verano de 1937. No se podía vivir como él lo hizo sin que tarde o temprano llegara el momento de ajustar cuentas; y por fin ese momento había llegado.

Esa noche, Phillipe se despertó en la seguridad de su celda. El ambiente era cálido, pero él tenía frío. Se mordió las muñecas en la más completa oscuridad hasta que un reguero de sangre se vertió en su boca. Se volvió a tumbar sobre la cama y se desangró silenciosamente hasta morir fuera de la vista y de la mente.

Un breve artículo de
Le Monde
en segunda página informó del suicidio. La gran noticia del día siguiente fue el sensacional asesinato de una prostituta pelirroja en un pisito próximo a la calle Rochechouar. La compañera con la que convivía halló a Monique Zevaco a las tres de la madrugada con el cuerpo en un estado tan horrible que «desafiaba cualquier descripción».

A pesar de la supuesta imposibilidad de la tarea, los medios de información se lanzaron a describir lo indescriptible con un entusiasmo morboso. Se hizo una detallada crónica del más mínimo rasguño, desgarro y herida del cuerpo parcialmente desnudo de Monique, tatuado, como babeaba
Le Monde,
como un mapa de Francia. Lo mismo hicieron con el aspecto de su asesino, bien vestido y perfumado en exceso, que al parecer la estuvo espiando mientras se aseaba, detrás de una ventanita trasera, y luego irrumpió en el cuarto de baño y atacó a la señorita Zevaco. El asesino se precipitó luego escaleras abajo, chocando con la compañera de piso, quien descubriría minutos después el cadáver mutilado de Zevaco. Sólo un comentarista relacionó el asesinato de la calle de los Mártires y el de la señorita Zevaco, pero no se fijó en la curiosa coincidencia de que el acusado Phillipe Laborteaux se hubiera quitado la vida aquella misma noche.

El funeral se celebró en plena tormenta; el cortejo avanzó lastimosamente por las calles abandonadas y cubiertas de nieve, que caía con furia, hacia Montparnasse. Lewis se sentó con Catherine y Jacques Solal cuando dejaron a Phillipe en la tumba. Todos los de su círculo lo habían abandonado; no querían asistir al funeral de un suicida y convicto de asesinato. Su inteligencia, su elocuencia y su infinita capacidad de cautivar no le sirvieron de nada al final.

En cambio, resultó que no todos los extraños se olvidaron de llorar su muerte. Mientras se encontraban al lado de la sepultura y el frío los azotaba, Solal se ladeó hacia Lewis y le dio un codazo.

—¿Qué?

—Ahí. Debajo del árbol.

Solal hizo señas por detrás del sacerdote, que rezaba.

El extraño estaba a cierta distancia, casi escondido tras los mausoleos de mármol. Llevaba la cara envuelta por una gruesa bufanda negra y un sombrero de ala ancha calado sobre la frente, pero su silueta era inconfundible. Catherine también lo había visto. Abrazada a Lewis, de pie, temblaba, no sólo de frío, sino de miedo. Era como si la criatura fuera un ángel enfermizo que hubiera acudido a hacer una ronda y a disfrutar con el dolor ajeno. Resultaba grotesco y horripilante que aquella cosa fuera a ver cómo confinaban a Phillipe en la tierra helada. ¿Qué sentía? ¿Angustia? ¿Culpabilidad?

Sí. ¿Se sentía culpable?

Sabía que lo habían visto. Se dio la vuelta y huyó arrastrando los pies. Sin decir una palabra a Lewis, Jacques Solal se apartó de la tumba y se lanzó en su persecución. Al poco rato, el extraño y su persecutor se disiparon en la nieve.

De nuevo en el Quai de Bourbon, Catherine y Lewis no comentaron el incidente. Entre ellos se había formado una especie de barrera que sólo les permitía entrar en contacto para comunicarse las cuestiones más triviales. No tenía sentido analizar ni lamentar nada. Phillipe estaba muerto. El pasado, su pasado compartido, había muerto. Este último capítulo de su vida en común enturbió profundamente todo lo que le precedía, de forma que no podían disfrutar de ningún recuerdo compartido sin que el placer se aguara. Phillipe había muerto de una forma horrible, devorando su propia carne y su propia sangre, tal vez enloquecido por la conciencia de su culpabilidad y depravación. Ni la inocencia ni el recuerdo de la dicha podían quedar al margen de ese hecho. Lamentaron silenciosamente no sólo la muerte de Phillipe, sino de su propio pasado. Lewis comprendió ahora la reticencia de Phillipe hacia la vida cuando había perdido tanto en el mundo.

Solal llamó por teléfono. Sin aliento después de la persecución, pero regocijado, le habló en susurros a Lewis, disfrutando manifiestamente con su excitación.

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