Mi otra gran amiga fue precisamente Blanca Ríos, a la que conocí en primero de Arquitectura —estaba con ella y Elisa, otra amiga común, el día que conocí a Eugenio—. Blanca y yo estuvimos muy unidas durante toda la carrera. Mis notas siempre fueron mejores, pero ella tampoco repitió ningún curso, así que empezamos y acabamos al mismo tiempo. Con Blanca conecté muy bien desde el principio porque teníamos gustos muy parecidos en casi todo e ideológicamente también estábamos próximas en eso del feminismo de salón que practicábamos. Estuvo trabajando en Puente el primer año y después decidió dedicarse al interiorismo y crear su propia empresa. Ahora, además, publica en
Planos
, en la que ha escrito el artículo en el que me ha puesto a parir. Bueno, a mí no, al tipo de arquitectura que hago, que ella sabe que en el fondo es lo mismo. Lo titula «Fórmulas repetitivas» y, entre otras cosas, viene a decir que mis casas son todas iguales, que impresionan sólo a los nuevos ricos sin referencias culturales y que son mucho mejores para enseñar que para vivir. Tengo tanta rabia dentro que no me salen ni las lágrimas.
Dedico demasiadas horas a mi trabajo. No me importa, porque me gusta mucho lo que hago, aunque pasar casi todo el día entre el estudio y las obras tiene algunos inconvenientes. Todo lo que no es trabajo, eso que compone el resto de mi vida, incluida yo misma, siempre está desatendido. Vivo con esa sensación permanentemente. Voy desplazando todas las tareas al fin de semana porque los días de diario no tengo tiempo de hacer nada, pero luego, cuando llega el sábado, no me apetece hacerlo. Desde ir a la peluquería, hacer la compra o algo tan simple como depilarme. Que por cierto, esta mañana me he tenido que poner pantalones, porque ni con medias tupidas disimulo el vello de las pantorrillas. Decir vello es como decir pelo, pero no suena tan mal. Sea vello o sea pelo lo que tengo ahora en las piernas, el caso es que hoy me he tenido que poner pantalones. Me hice la depilación láser, pero aún me faltan un par de sesiones para que sea definitiva y no saco tiempo para ir.
Hacer la compra es otra tarea imposible. Ir el sábado al súper me produce mucho agobio. Vamos Óscar, las niñas y yo, y como cualquier familia, nos pasamos media hora para aparcar, tres horas paseando por los pasillos para llenar dos carros y finalmente discutimos por cualquier tontería. Las niñas, insoportables, y él y yo con un humor de perros que no se nos quita hasta por la tarde. Podría hacer la compra por internet, pero es muy habitual que te cambien muchas cosas del pedido y eso me desespera. También podría decirle a la chica que trabaja en casa que se encargara de eso, pero ella también se equivoca lo suficiente como para ponerme de mal humor, así que a pesar de mi falta de tiempo, prefiero ir yo al súper.
Podría delegar más, desde luego, pero es que no sé. Y menos que en ninguna parte, en el trabajo. Tengo que revisar todo lo que se dibuja en el estudio, hasta el más mínimo detalle. Hay veces que la simple colocación de los enchufes, de una toma de agua en la cocina o de las conexiones de telefonía puede retrasar un proyecto o hacer que acabe mal. Es frecuente que los arquitectos más creativos o los menos expertos —que muchas veces son los mismos— se olviden de estos detalles en los que no quieren perder tiempo que creen restar a su imaginación. Hay arquitectos creativamente muy buenos a los que se les nota que no han pisado jamás una obra y que dibujan cosas que físicamente son imposibles de realizar. Cuando se va ganando oficio, eres capaz de detectar este tipo de problemas en cuanto ves un plano. En todo caso, es difícil formar a gente completa, que dibuje con imaginación, que sea solvente para resolver problemas y, al mismo tiempo, sepa desenvolverse en una obra. Así que dentro de mi equipo sé quién es cada uno de los arquitectos, conozco sus virtudes y sus carencias, y he entendido que es mejor no intentar cambiarlos. Eso sí, me obliga a estar a mí pendiente de todo.
Sobre mi mesa ha estado permanentemente el dibujo que comencé en la playa de la Malvarrosa. Anoche por fin me decidí a terminarlo, pero no fui capaz. Me di cuenta de que a lo mejor me estoy equivocando y no se trata de una parte de algo, sino que simplemente el dibujo es así. Intuía que me iba a descubrir algún misterio o algo similar, pero cada vez que lo miro me gusta más cómo es. Me transmite mucha energía y estoy segura de que, de hacerlo al óleo en un lienzo, sería una obra muy singular. A lo mejor lo hago. Cada vez me gusta más ese dibujo y cada vez creo que estoy más cerca de entender su significado.
Isabel, la recepcionista del estudio, me dice que está esperando al teléfono Blanca Ríos, que insiste en hablar conmigo. Me pone muy nerviosa su llamada y por un momento pienso en decir que no estoy. Me pone muy nerviosa enfrentarme a la gente, aunque yo lleve razón. Dudo un instante, pero finalmente le digo a Isabel que me la pase.
—¡Hola, María! ¡Cuánto tiempo sin hablar! —dice Blanca.
—Dime qué quieres —le contesto sin ninguna cordialidad.
—Supongo que habrás leído mi artículo de
Planos
y sólo quería decirte que no te lo tomes como algo personal.
—Pues es justo como me lo he tomado.
—Lo suponía, pero yo no me he metido contigo. Me pidieron en la revista una opinión sobre tu trabajo y me he limitado a darla.
—Yo lo único que he visto en tu artículo es resentimiento.
—¿Resentimiento?
—Sí, estás resentida porque tú nunca has tenido talento y ahora te dedicas a escribir para fastidiar a los que sí lo tenemos.
—En eso sí llevas razón. Creo que tienes mucho talento, lástima que esté tan desperdiciado.
—¿Desperdiciado? Tú eres una simple decoradora y yo tengo uno de los estudios de arquitectura más importantes de España.
—Eso es verdad. Has ganado dinero haciendo eso que haces y me parece muy bien, pero…
—¿Pero qué?
—Que yo que conozco tu capacidad esperaba mucho más de ti.
—¿Y qué esperabas de mí?
—Que no hubieras cogido siempre el camino más fácil.
Después de la llamada que recibí del bufete neoyorquino, encargué a Óscar que investigara quién es la tal Rocío Hurtado con la que me vi en Barcelona en aquella supuesta delegación de Skadden. No ha encontrado nada. Lo que no entendemos ni mi marido ni yo es por qué sabía que Gene era mi padre, por qué conocía la deuda del estudio y por qué sabía que yo iba a heredar. Le di a Óscar también la dirección del piso al que fui suponiendo que era la delegación en Barcelona, pero tampoco ha encontrado ninguna pista. Al parecer, pertenece a una señora mayor que está en una residencia. De todas formas, me ha dicho que seguirá buscando.
—Deberíamos olvidarnos de todo esta noche y dedicárnosla a nosotros.
—No sé, estoy un poco cansada.
Óscar saca de la neverita de vinos una botella de Rioja que me encanta. La abre y me sirve una copa.
—María, tienes que tranquilizarte.
—No sé, tengo la sensación de que algo se me está escapando de las manos.
—Olvídate de todo —me propone mientras me besa en la cocina.
Óscar logra relajarme. Me acaricia suavemente los hombros mientras me besa el cuello.
—¿Subimos a la habitación? —me sugiere—. Me apetece darte un masaje.
Me atrae el plan. En la mano derecha mantengo la copa de vino y él me coge de la izquierda guiándome hasta la habitación. Lleva la botella de vino en su otra mano. Entramos y cierra la puerta. Doy otro trago mientras Óscar enciende una vela antes de apagar la luz. Deja mi copa vacía en la mesilla y empieza a desnudarme. Lo tiene fácil. Llevo un pantalón de lino y una camiseta ancha. No llevo sujetador, así que sólo tiene que bajarme las bragas para dejarme como él quiere. Yo le ayudo porque también quiero estar desnuda, que me dé un masaje y olvidarme de todo eso que me preocupa y que no entiendo.
Óscar tiene unas manos maravillosas para dar masajes. Sólo se puede tocar bien si te gusta tocar. Es algo que se transmite. Pasa un largo rato desde el cuello hasta los pies, me deja completamente relajada, casi agotada de la intensidad del masaje. Después se centra en mis muslos, de manera más suave, de otra forma y con otra intención. Tantos años sintiendo las mismas manos y siempre hay algo que me sorprende cuando me tocan.
Yo sigo boca abajo y Óscar separa mis piernas, dejándome abierta. Me acaricia despacio desde la rodilla por dentro de mis muslos hacia arriba, hasta el final. Cuando me roza, no puedo evitar contraerme. Lo hace unas cuantas veces hasta que ya no quiero que me roce, sino que me toque; no quiero sólo excitarme, ya necesito placer. Intuyo que Óscar está manipulando un bote con crema. Noto cómo la palma entera de su mano embadurnada me toca sin demasiada sutileza entre las piernas. La mano resbala desde mi pubis hasta mis glúteos. Su recorrido de arriba abajo me está encantando, pero pronto quiero más. Óscar lo sabe y justo hace lo que quiero, sin tener que dar explicaciones. Cómo me gusta que me conozca tan bien. Desde atrás mete la palma de su mano hasta tocar mi ombligo y empuja hacia arriba poniéndome a cuatro patas.
Óscar ya está desnudo y siento cómo entra en mí. Se mueve despacio, al mismo ritmo que su mano llena de crema me sigue acariciando por delante y al tiempo que me besa en el cuello y en la oreja. Grito un segundo antes de acabar, grito cuando acabo y grito justo después de acabar. Necesitaba esto y lo necesitaba con él. Esto sólo puede dármelo él. Es una especie de poder que tiene sobre mí. Y a mí me encanta que lo tenga. Nos vestimos a medias, sólo con la ropa interior, y llena de nuevo la copa de vino, que ahora compartimos.
—Óscar, ¿qué había en los móviles de Gene y Patty?
—¿Qué móviles?
—Ya te lo pregunté una vez y te hiciste el tonto.
—Te prometo, María, que no sé de qué me hablas.
—Sé que estuviste manipulándolos. Me lo dijo Julia, porque te vio.
—Son cosas de niños.
—Pues me lo dijo muy segura.
—Bueno, sí. Estuve mirando los móviles. Me picaba la curiosidad. Como a ti.
—¿Y por qué borraste la información? No había ni llamadas, ni emails, ni contactos…
—Yo no lo hice. Cuando los encendí, ya estaba borrada toda la información. A lo mejor lo hizo la Guardia Civil después del accidente.
—¿Tú crees?
—Seguramente. Y además, ¿qué más da?
Óscar me pone un poco más de vino y me besa en la mejilla.
—María, tienes que tranquilizarte con este tema.
—Es que no sé muy bien lo que está pasando —le digo—. ¿Quién será la tal Rocío Hurtado?
—Tú no te preocupes, cariño, verás como todo se aclara.
Carla llegó ayer del colegio con un ojo hinchado. Dice que se golpeó contra una columna en el patio mientras jugaba al rescate. Se ha hecho un buen hematoma, aunque lo que creo que le duele más es ver cómo su hermana Julia no para de reírse de su torpeza. Me ha dado un poco de pena dejarla así en el colegio, pero tengo un día muy complicado y no puedo quedarme con ella.
Esta mañana tengo que cerrar varios trabajos pendientes y después volver a casa para terminar de hacer la maleta. Creo que el vuelo sale a las ocho. Algunas veces las niñas se han venido conmigo al despacho, pero a la media hora ya estaban alborotando y así es imposible trabajar. Son niñas y no se les puede pedir que se pasen cuatro horas sentadas en una silla sin hacer nada. Es mejor que hoy, precisamente, a pesar de lo del ojo de Carla, vayan al cole.
Yo de pequeña nunca faltaba al colegio, me encantaba ir. A veces, cuando estaba mala y mi madre me decía que tenía que quedarme en cama, me echaba a llorar. Siempre me ha gustado estudiar e ir a clase. En el colegio, en el instituto y en la universidad. Si yo llego a tener un ojo hinchado, mi madre me habría obligado a quedarme en casa seguro. Claro que ella no tenía que ir a trabajar.
Mi madre siempre ha vivido de las rentas, en el más amplio sentido de la palabra. El negocio de telas de mi abuelo Braulio le permitió comprar cuatro buenos pisos en Madrid de cuya renta ha vivido y sigue viviendo mi madre. Las cosas cambian y ahora ya sólo le quedan dos. Uno en el que vive y otro que tiene alquilado. Los otros dos los ha ido vendiendo cada vez que necesitaba algo más de lo que tenía. Yo creo que de eso ya no le queda nada.
Mi padre, Antonio, tampoco ha tenido nunca la necesidad de ganarse la vida. También de familia acomodada, era el mediano de siete hermanos. Nieto e hijo de militar y sobrino de dos obispos por parte de madre, en su familia siempre hubo una férrea disciplina y normas muy estrictas respecto a la moralidad. Fiel colaborador del mismísimo Franco, el padre de Antonio, que se llamaba Gonzalo, hizo una fortuna durante la dictadura con un montón de negocios en los que bastaba no tener demasiados escrúpulos a la hora de explotar a la gente. Su madre, Remedios, era una señora muy neurótica de misa diaria que vivía obsesionada con el demonio. De aquella gente, mi padre sólo sacó de bueno el hábito por el estudio, que le ha convertido, como dije, en un erudito en un montón de materias.
Cuando decidió casarse con mi madre, una mujer con una hija de otro hombre, don Gonzalo le pidió que no volviera a acercarse a su familia, algo que mi padre aceptó con agrado después de que su padre le cediera una finca en Salamanca. Mi padre no tardó en venderla y con aquel dinero fue comprando algunos pisos en Madrid que después vendió para comprar otros e ir sacando el dinero suficiente para no pasar jamás apuros económicos.
Gracias a eso pude montar el estudio después de terminar la carrera. Es verdad que gané algunos premios internacionales nada más acabar, es cierto que tuve mucho reconocimiento y proyección, que todo el mundo apostaba por mí, pero si no hubiera tenido dinero para empezar, posiblemente habría acabado como tantos otros arquitectos: trabajando para una constructora haciendo bloques de pisos en ciudades dormitorio. El dinero te ayuda a ser quien quieres ser. Hay que reconocerlo. Y el dinero lo tenía mi padre gracias a aquella familia con la que no volvió a tener trato. Salvo con mi tía Mercedes, una hermana menor a la que yo quería mucho, pero que murió atropellada por un tren. Dicen que calculó mal al cruzar la vía, pero aunque nadie lo haya reconocido es evidente que mi tía Mercedes se suicidó.
—¡María, tienes una llamada! —me dice Isabel, la recepcionista.
—Ahora no puedo.
—Es que es del colegio de tus hijas. Dicen que es urgente.
Óscar ya va para el colegio. Estaba haciendo gestiones en el banco y, aunque he tardado en localizarle, al final va a llegar él antes que yo. Me gustaría que no fuera así y poder darle un beso a la niña yo primero. La otra vez que me llamaron del colegio por algo así no estaba en Madrid y fue a recogerlas su padre. Menos mal que hoy Julia estaba en su clase y no ha hecho nada, pero Carla debe de estar todavía con el miedo metido en el cuerpo. Pobre. La otra vez creo que los psicólogos exageraron. En el fondo fue una cosa entre niñas. Julia pegó a una niña porque quería quitarle unas pinturas de cera que yo le acababa de comprar. No sé qué habrá pasado ahora con Carla, pero supongo que habrá sido algo parecido. Eso espero.