Lo inevitable del amor (5 page)

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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

—Oye, Óscar, ¿tú has tocado los móviles de los americanos?

—No. ¿Qué móviles?

—Los de Gene y Patty.

—Yo no los he tocado. ¿Y tú?

—Yo sí.

—¡Ya te vale! Eso no se hace.

—Llevas razón, pero tenía curiosidad.

—¿Y qué querías saber?

—Nada en especial.

—¿Y has descubierto algo?

—No. Tenían todos los datos borrados.

—¡Qué raro!

—Eso me parece a mí. Alguien se ha molestado en borrar las llamadas, los contactos, los emails. Todo.

—En fin, una pena. A mí ella me caía muy bien.

—A mí me fascinaba él.

—Ya lo sé, pero a mí ella me caía mejor.

—Por cierto, me han llamado sus abogados.

—¿Los de Nueva York?

—Sí, pero tienen una delegación en Barcelona. Quieren verme.

—¿Y por qué no me lo habías dicho?

—Te lo estoy diciendo ahora.

—¿Para qué quieren verte?

—No tengo ni idea.

—Si es para cerrar las cuentas de la casa, debería ir yo.

—Eso le dije a la abogada que llamó, pero no sé por qué tienen que verme a mí.

—¿Cómo se llamaba?

—¿Quién?

—La abogada.

—No me acuerdo de su nombre. Lo tengo por ahí apuntado.

—Pues míralo y me lo dices. Si quieres hablo yo con ella a ver qué quieren.

—No te preocupes. Yo quedo con ella y luego te cuento.

He repetido mil veces el dibujo inacabado que empecé en el restaurante de la playa de la Malvarrosa. Esa parte indescifrable es en sí misma un dibujo. Así, como está, es bonito, pero yo sé que todavía no es lo que tiene que ser.

Mi madre dice que a ella le suena, que es algo que ha visto en alguna parte, pero que no se acuerda de lo que es.

—¡Pues vaya vidente estás hecha! —bromeo.

—¡Tú ríete! —se defiende—. ¿Sabes ya algo de tu viaje?

Mi madre está empeñada en que dentro de pocos días me voy a ir de viaje. Asegura que ha tenido un presentimiento.

—Mamá —la corrijo—, la semana que viene seguramente iré a Barcelona y tú no has tenido ningún presentimiento, te lo conté yo el otro día.

—El viaje no va a ser a Barcelona, será mucho más lejos.

—¡Sí, claro, al más allá!

—No bromees con esas cosas, que no tiene ninguna gracia.

Ahora está muy crecida con lo de sus poderes adivinatorios, después de haberme llamado para comunicarme un mal presentimiento minutos antes de que me enterara de que Gene y Patty se habían estrellado contra aquel camión.

Yo creo que la casualidad es algo infravalorado. A la gente le parece que la casualidad es una explicación con poca entidad e intenta buscar siempre otras causas lógicas a un suceso. Sin embargo, a mí me parece que la casualidad explica gran parte de todo cuanto nos sucede. Mi madre no tiene poderes, aunque sea cierto que me llamó minutos antes del accidente para decirme que había tenido un mal presagio. Ese accidente y su presentimiento fueron simplemente una casualidad.

Mi vida tiene cierta coherencia estética. Tiene que ver con mi profesión y con mi manera de ser, que cuadran perfectamente. Mis aficiones son las normales en una mujer como yo. Me entretienen las buenas novelas sin ser una lectora empedernida, voy al gimnasio y salgo a correr un par de veces a la semana para mantenerme, la música me gusta bastante y escucho casi de todo, pop y rock principalmente. No puedo con el rap, ni con el reggaeton. Puede gustarme desde cualquier grupo de moda español hasta clásicos como los Beatles o grupos más actuales como The Killers, Coldplay… Más o menos como a todo el mundo.

Me gusta el arte. Y, además, de arte sé bastante, aunque nunca se llega a saber lo suficiente. También me interesa la moda, estoy al corriente de las tendencias y compro mucha más ropa de la que necesito. Visto siempre adecuada para cada ocasión, pero nunca falta un punto de atrevimiento en mi estilo. También soy coherente con los hombres que me gustan. Todos han de tener clase, buena conversación y, claro, deben ser preferiblemente guapos. En definitiva, mis gustos son bastante previsibles. Lo han sido desde que era pequeña. Y ahora, a punto de cumplir los cuarenta, toda esa coherencia estética se ha evaporado de pronto y ando revuelta mirando las fotos de un chico veinteañero medio desnudo con un pendiente de brillantes en cada oreja y mechas rubias en el pelo.

Cuando Jonathan quiso ligar conmigo por teléfono la primera vez no me ofendí porque yo no me ofendo por esas cosas y porque su descaro me provocó, sinceramente, un poco de vergüenza ajena. Fui educada con él y le invité a que desistiera. Yo no soy una mujer de esas que se liga en una discoteca gracias a su deportivo rojo y a ser futbolista. Por no darle muchas explicaciones que pudieran dolerle se lo resumí con un simple «no eres mi tipo».

—¡Bueno, ya veremos! —contestó con un acento granadino muy cerrado.

—¡Nene, no hay nada que ver! —le dije muy segura.

Me llamó más veces, claro. Su táctica de conquista no era muy convencional, desde luego. Fue directamente al grano de una manera muy novedosa para mí, más acostumbrada a que los hombres me seduzcan a través de una conversación más elevada intelectualmente. Me hizo gracia y por eso, aunque le decía que dejara de insistir, fui siendo cada vez menos contundente en mi negativa. Reconozco que esas barbaridades que me soltaba por el móvil me estaban empezando a gustar, a pesar de que me ruborizaba bastante que eso me estuviera pasando.

De las palabras pasó a las fotos. Las primeras me despertaron curiosidad, pero cuando fueron llegando las siguientes ya me provocaban otras sensaciones más incontrolables. Empecé a pensar en él a solas y mirando sus fotos le he imaginado ya muchas noches. A veces, tengo que parar de dibujar e ir a calmar mi ansiedad. Me parece increíble que haya llegado a esto, me da vergüenza verme así en el baño de la empresa que dirijo, pero no me puedo controlar. Jonathan tiene un cuerpo perfecto de deportista. Es muy joven. Y muy guarro. Podría rebajar el calificativo a primitivo, que lo es, y a básico, que también, pero el que más se ajusta para definir sus propuestas sexuales es el de guarro. Y qué le voy a hacer si de repente me encanta.

La última foto suya que tengo en el móvil me ha provocado una revolución debajo del ombligo. Una especie de corriente eléctrica que se distribuye por toda mi anatomía de manera desordenada. Jonathan aparece completamente desnudo, con una mano apoyada en la cintura y la otra tapando parte de su pene. Y no sé cuánta parte, pero sólo con la parte que se ve ya me parece más que suficiente. Definitivamente he perdido esta batalla, me ha ganado este hortera granadino y lo asumo. Tengo que verle, quedar con él y rendirme.

Ahora me está esperando en una habitación del hotel Eurobuilding. Me he tomado un
gin-tonic
antes de subir a la habitación para relajarme y creo que ha sido peor porque la ginebra me ha excitado aún más.

Jonathan me abre la puerta cubierto sólo con una toalla no demasiado grande.

—¡Hola, señora arquitecta!

Sin cerrar la puerta del todo me coge por la cintura, junta mi cuerpo con el suyo y me besa antes de que yo pueda ni tan siquiera devolverle el saludo. Mientras me besa se me van de súbito todos los nervios que tenía antes de llamar a la puerta. No separa sus labios de los míos y yo no puedo contener una especie de jadeo cuando noto de repente a la altura de mi vientre cómo ha crecido bajo la toalla la excitación del futbolista granadino. Yo, tan culta, tan sofisticada a ratos y tan sutil a veces, al sentir su dureza contra mi cuerpo sólo acierto a decir un simple «¡jooooderrrr!».

Suspiro fuerte intentando que la excitación no me haga perder los papeles tan pronto y así mantener un poco la compostura. Para de besarme sin yo querer y de la mano me lleva hacia dentro. Me coloca enfrente de la cama y él se sitúa detrás de mí. Desde mi espalda me desabrocha la blusa, después la falda, que resbala por mis piernas hasta el suelo. Después las medias y el sujetador. Después me deja completamente desnuda.

Estoy temblando de excitación y quiero echarme en la cama, pero Jonathan me lo impide. Sigue detrás de mí. Me toca todo el cuerpo con cierta violencia y sin mucho orden. No es especialmente hábil, pero no me importa. Incluso me gusta. Le busco con mis manos para tocarle. Cuando lo hago y mi tacto la descubre, otra vez me quedo sin palabras y de mi boca vuelve a salir el instintivo «¡jooooderrrr!». Pone una mano sobre mi espalda y me empuja hacia delante. Me sube en la cama, al borde, a cuatro patas. Él se mantiene de pie, detrás de mí. Me coge por la cintura, colocándome a la altura y la distancia precisas y de repente la siento. Suspiro fuerte y grito cuando la noto entrar en mí. Del todo. Cierro los ojos, aprieto las sábanas con mis manos y de nuevo «¡jooooderrrr!», ahora tres veces seguidas. Le pido que siga y que no pare. Me dice que lo que yo quiera con una sorprendente seguridad. Y es verdad que no para y es verdad que yo no puedo parar. Con lo que a mí me ha costado tantas veces acabar plenamente con hombres que no fueran Óscar y ahora que yo creo que no han pasado ni dos minutos ya no me puedo aguantar. Ya lo creo que no me aguanto y vuelvo a mi palabra favorita de esta mañana que repito sin parar no sé cuántas veces mientras me desplomo sobre la cama. Él sigue detrás de mí y siento cómo termina muy poco después. Yo todavía tumbada boca abajo y él, encima de mí, tratamos de recuperar el ritmo normal de nuestra respiración.

—¿Te ha gustado?

Me entra la risa al escuchar la pregunta.

—¿De qué te ríes?

—De nada. Es que eso no se pregunta.

—¿Ah, no?

—No, hombre, no.

—¿Y por qué no?

—Pues no sé por qué no, pero eso no se pregunta.

—Me la suda. ¿Te ha gustado o no?

—Ha sido diferente.

—¿El qué?

—No sé. A lo mejor soy yo, que contigo soy diferente.

Ahora es a él al que le entra la risa.

—¡Qué rara eres, coño! —dice sin parar de reír—. Yo es que no entiendo lo que dices.

—Da igual. Son cosas mías.

—Claro, claro. Oye, María, ¿te importaría marcharte ya? Es que tengo prisa.

Ninguno de los hombres que conozco podría decir algo así, aunque lo estuviera deseando, y yo tampoco se lo consentiría. Con Jonathan es diferente porque con Jonathan, aunque él no lo entienda, la diferente soy yo.

En Barcelona está diluviando y hay huelga de taxis. Cuando veo todavía desde dentro de la estación la cola que hay para coger alguno de los que se han establecido como servicios mínimos, decido coger el metro para llegar a la cita que tengo con Rocío Hurtado.

No me gusta el metro y no lo cojo salvo que sea completamente necesario. No me gusta porque me atracaron cuando era una adolescente y creo que aún no he superado el miedo que pasé aquel día. Iba con una amiga al cine y, haciendo un trasbordo por un pasillo muy largo de no recuerdo qué estación, al doblar una esquina dos chicos nos pararon y nos enseñaron una navaja. Pasaba mucha gente, pero creo que nadie se dio cuenta y, si alguien lo hizo, supongo que prefirió no meterse en líos.

Los atracadores lo hicieron bien. Nos pegaron a la pared y se colocaron muy cerca de nosotras, de espaldas a la gente que pasaba ajena a todo. Los nervios hicieron que me paralizara completamente. Fue mi amiga la que después de dar todo lo que ella llevaba tuvo que coger mi bolso y sacar el monedero para satisfacer a los atracadores. Yo no sé siquiera si fui capaz de pestañear.

—Qué buena está la calladita, ¿no? —dijo uno de ellos refiriéndose a mí mientras me retiraba el pelo de la cara. Recuerdo su mano muy áspera, casi cortante.

—¡Déjala, tío! —le advirtió el otro atracador—. Ya tenemos lo que queremos.

—¿Qué pasa? ¿Que eres maricón? —le contestó mientras comenzaba a tocarme las tetas—. ¿No ves el polvazo que tiene esta zorrita?

—¡Déjala, por favor! —suplicó mi amiga.

No podía moverme ni gritar. Estaba completamente paralizada por el miedo. El atracador metió su mano entre mis piernas y apretó fuerte hacia arriba.

—¡Tronco, te estás pasando! —le volvió a advertir el amigo separándole de mí de un empujón.

Al final, los dos se marcharon discutiendo y nos dejaron en paz. Tardé en darme cuenta de que mi pantalón vaquero estaba completamente empapado del pis que me había hecho encima.

Aquel suceso, pensándolo años más tarde, creo que supuso para mí un poco la pérdida de la inocencia. Hasta ese momento a mí nunca me había pasado nada malo. Nadie me había hecho daño, ni siquiera lo había intentado. Ese día en el metro descubrí que existía otro mundo en el que me podían hacer daño. Me entró miedo por lo que me pasó, pero creo que, pensándolo después pasados los años, lo que realmente me da miedo ahora fue lo quieta que me quedé.

La secretaria de Rocío Hurtado me hace esperar en una sala de juntas. Es un bufete pequeño, lo cierto es que yo esperaba otra cosa. Se trata de un piso más bien antiguo, con el suelo de parquet típico de los años setenta, ese de las tablitas pequeñas colocadas en vertical y horizontal que forman cuadrados de diez por diez. Los muebles son antiguos, pero sin ninguna solera, las puertas de madera brillante color cerezo con cristales traslúcidos en tono amarillo y las paredes con gotelé color crema clarito. Los cuadros son también un espanto. Además, hay poca actividad. Sólo he visto a la secretaria que me ha abierto la puerta y me ha traído a esta sala.

—¿María Puente? ¡Encantada! —me saluda efusiva desde la puerta una mujer muy guapa mientras me levanto para saludarla—. ¡Soy Rocío Hurtado! ¿Qué tal el viaje?

—Bien, bien. Con el Ave, ya se sabe, una maravilla.

—Lástima esta lluvia.

—Sí, la verdad, es un incordio.

—Lo que pasa es que viene muy bien para el campo, dicen.

—Sí, eso dicen.

—Y para las alergias.

—También.

—¿Ha tenido problemas con la huelga de taxis para llegar hasta aquí?

—He venido en metro.

—Ah, pues muy bien. El metro a veces es lo más rápido.

—Sí, mucho.

—¿Te importa que nos tuteemos?

—No, yo lo prefiero.

Este tipo de presentaciones previas a las reuniones parecen siempre absurdas, pero son imprescindibles. Es una especie de pacto en el que se asume que durante un par de minutos se dicen tonterías para relajarse. No soporto a la gente que alarga este momento insustancial más de lo debido, pero Rocío Hurtado no es de esas personas, afortunadamente.

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