—¿Y por qué yo?
—Tengo la intuición de que debes ser tú.
—Sabes que aunque reconozco el mérito de tu trabajo, no soy precisamente una entusiasta de él. No entiendo tu empeño.
—A lo mejor es por eso.
—Debe de haber decenas de interioristas que te admiran y se morirían por el puesto que me ofreces.
—Al contrario de lo que te pasa a ti, a mí me encanta tu trabajo —reconozco.
—¿Tú has visto mi trabajo?
—Sí. Te he seguido desde hace meses, he visto casas que has decorado en archivos y he leído un montón de artículos tuyos.
—Me sorprendes.
—Me gustan tus ideas, creo que puedes aportarme algo que yo no tengo.
—Si te soy sincera, no termino de entenderte.
—Ni yo misma me entiendo del todo.
—¿Has oído algo? —se sobresalta.
—No. ¿Dónde?
—Arriba. Me ha dado la sensación de que hay alguien arriba.
—No puede ser. Hoy es domingo. Nadie trabaja hasta mañana.
—Tengo que reconocer que esta casa, por ejemplo, es maravillosa.
—¿Verdad?
—Sí tiene algo de tu sello, pero me parece más confortable.
—¿Podrías decirme algo bueno de mi arquitectura?
—Que es bonita. A veces muy bonita a primera vista.
—Eso es bueno, ¿no?
—Sí, pero creo que le falta alma.
—¡Ya estamos con el alma! ¿Tú crees que las casas tienen alma?
—Por supuesto.
—¿Has oído eso? —Ahora soy yo la que me sobresalto—. He oído un ruido arriba.
—¿Habrá alguien?
—No puede ser.
—Será nuestra imaginación.
—Siempre pensé que el alma de las casas las ponían las personas que vivían en ellas.
—Eso también es así, pero hay casas que son para enseñar y otras que son vivibles.
—¿Vivible? ¿Existe esa palabra? —pregunto.
—No, pero debería existir. Lo mismo que invivible.
—Existe habitable.
—No es lo mismo. Vivible explica más cosas. Para mí, ése es el problema de tu arquitectura. Que tus casas son para enseñar, para hacer una fiesta en ellas, para fotografiarlas, son habitables, pero no son vivibles.
—El otro día soñé con una casa en la que hacía una fiesta.
—¿Y?
—Que al lado había otra casa.
—¿Y?
—No sé. Cosas mías.
—¡Coño! —gritamos al tiempo.
—Seguro que hay alguien arriba —dice ella.
—He oído pasos —afirmo yo.
Subimos a la planta de arriba. Volvemos a recorrer cada una de las habitaciones, baños, pasillos. No hay nadie. Creo que Blanca tiene algo de miedo, pero yo, sorprendentemente, no lo tengo.
—¡En fin! —me dice—. Que acepto encantada tu oferta.
—Si no sabes ni lo que vas a cobrar.
—Sé que me pagarás bien, eres generosa, pero acepto porque me apetece un montón trabajar contigo.
—Eso tampoco tiene sentido.
—Es verdad. Ni lo tiene que tú me ofrezcas trabajo ni que yo lo acepte.
Blanca se despide de mí en la puerta con dos besos y nos citamos al día siguiente en el estudio. Yo me voy a quedar un rato más en la casa.
—¿Sabes una cosa? —me dice Blanca al despedirse.
—¿Qué?
—Que esta casa tiene alma.
—¡Lo sé!
Me dan miedo las películas de miedo. Nunca las veo. Las de asesinos con algo de intriga en la que te llevas algún susto sí, pero las de miedo con espíritus no puedo con ellas. A los asesinos puede detenerlos la policía. En las películas, si son muy malos, o los detienen o los matan en la escena final. Pero claro, a un espíritu no se le puede detener y menos aún matar, si ya está muerto. A mí me da miedo lo incontrolable y a los espíritus no hay quien los controle. Yo sé que arriba hay alguien, aunque antes no haya querido aparecer cuando estaba Blanca. Es algo entre él y yo.
—¡Hola! ¿Hay alguien?
—¡Sí! —contesta una voz.
—¿Gene?
—¡Hola, María!
—¿Pero tú estás muerto?
—Sí. Muerto del todo.
—Entonces, ¿eres un espíritu?
—Llámame como quieras.
—¿Y qué haces aquí?
—¡Hubo tantas cosas que no me dio tiempo a decirte!
—Debo de estar soñando.
—Qué más da si es un sueño. Los sueños también son parte de la vida.
—¿Y qué es lo que no tuviste tiempo de decirme?
—Que lo siento. Que me arrepiento de haber llegado tan tarde.
—Yo también lo siento, me hubiera encantado conocerte antes.
—Quería decirte también que lo estás haciendo todo muy bien.
—Estoy cambiando muchas cosas, ya sabes.
—Sí. Sigue haciendo caso a tu intuición.
—Lo haré.
—Pero te estás equivocando en una cosa.
—¿Que me estoy equivocando?
—¡Sí!
—¿En qué…? ¡Gene…! ¿Estás ahí?… ¡Gene no…, no desaparezcas ahora…! ¡Gene! ¿En qué me estoy equivocando?
De repente escucho el sonido del móvil. Es mi madre.
—¡Dime!
—María, llevaba un rato llamando. ¿Dónde andas?
—En la casa nueva.
—¿Y por qué no cogías el teléfono?
—No lo he oído. Me he quedado dormida.
—Pero si no hay camas en esa casa.
—¡Es verdad! Bueno, ¿qué querías?
—Que si comemos juntas.
—Sí, paso a recogerte con las niñas.
—Vale, invito yo.
Eugenio ha regresado ya de Nueva York. Me ha contado que todo ha ido de maravilla, que se lo ha pasado en grande y que es una ciudad en la que le gustaría vivir algún día. Está entusiasmado. Opina que Manhattan es el referente mundial para cualquier persona a la que le interese el arte, la moda, la arquitectura… Es allí donde pasa todo, Madrid es un pueblo, dice. Siempre que va, y ha ido varias veces, regresa con ganas de volver para quedarse, aunque cuando lleva aquí algunas semanas se le va pasando. Le ocurre a otra gente que conozco, pero a mí, no quiero ser reiterativa, ya he explicado lo que me pasa con esa ciudad.
Tan contento estaba Eugenio con el viaje que pensé que lo de Clara se habría asentado como relación cuando de repente me dice que rompieron un día antes de regresar a Madrid. Menos mal que no se ve a través del teléfono, porque debía de ser cómico verme apretar el puño en señal de victoria, como cuando un tenista hace un punto, al mismo tiempo que le decía: «Eugenio, cuánto lo siento». Él me dice que no, que no hay que sentir nada. Habla maravillas de Clara, pero dice que ella está en un momento demasiado complicado y que él… Bueno, que ya me contará lo que le pasa a él para no poder estar con Clara. Lo dicho, menos mal que no se ve a través del móvil, porque los saltos que daba mientras le decía un poco distante «claro, claro, ya me lo contarás luego» eran olímpicos. Ahora está durmiendo un poco para recuperarse del
jet lag
y esta noche hablaremos.
Últimamente mi conducta no tiene mucho que ver conmigo. Con quien yo he sido hasta ahora, quiero decir. Hay veces que sé explicarlo y otras no, pero me da igual. Tiene algo de sinsentido mi comportamiento, pero quiero ver a dónde me lleva esta forma de dejarme llevar. Por ejemplo, es un sinsentido que quiera volver con Eugenio. Inexplicable que después de casi veinte años acostándome con él sienta ahora un hormigueo en la tripa como si fuera una adolescente. Ni sexo quiero, sólo besarle y, si me atrevo, decirle que le quiero. Nunca le he dicho a Eugenio «te quiero». Nunca lo he sentido de verdad y por eso nunca se lo he dicho. Ahora creo que sí se lo diría.
Esta noche voy a escuchar eso que me quiere decir y que espero que sea lo mismo que yo quiero escuchar. Voy a vestirme de verde, con una camiseta que me deja la espalda completamente al aire. Y me voy a poner un pantalón pitillo y unos zapatos de mucho tacón. Ésta es otra de las cosas que no termino de explicarme. Últimamente estoy muy guapa. A pesar de lo que lloro, de que me cuesta dormir, de que como de manera poco saludable y de que no hago apenas ejercicio, estoy muy guapa.
Estoy pensando que a lo mejor no es buena idea lo de la camiseta con la espalda al aire y el pantalón pitillo. No vamos a una fiesta, vamos a cenar, a hablar y puede que ese atuendo sea un poco agresivo. A lo mejor me pongo el vestido largo negro, más cómodo y le meto color con alguna pulsera y con el pintalabios rojo. Aunque si le voy a besar puede que el rojo sea un poco incómodo. Dicen en la publicidad que no deja manchas y que aguanta hasta el agua, pero eso no es verdad. Si besas con labios rojos, los labios de él quedan como si se hubiera comido una piruleta. No sé, a lo mejor me pongo los pantalones anchos color mostaza y la blusa negra. Es sugerente, pero elegante.
Hemos quedado a las diez, pero a las nueve y veinte ya estoy dando vueltas por los alrededores del restaurante. Tenía ganas de venir y me he arreglado con demasiado tiempo. Hace buena noche para pasear, pero luego me van a doler los pies, así que decido esperar sentada en el bar de al lado tomando una cerveza. De tapa me ponen unos torreznos, que no me gustan mucho, pero como estoy un poco ansiosa ante la cita a los diez segundos no queda ni uno en el plato. Qué querrá decirme. Deseo tanto que me diga que quiere estar conmigo. No le ha ido bien con Clara y no sólo por el mal momento de ella, también él se dio cuenta de que tenía otro motivo para no estar con ella. Espero ser yo ese motivo. El camarero pone otro platito de torreznos que me como de dos en dos y de tres en tres. Apuro también la caña y me voy al restaurante. Cuando entro ya está Eugenio esperándome en la mesa. Son menos diez, así que él también tenía prisa por llegar. Qué guapo está, creo que no debería cortarse el pelo, se lo está dejando crecer y me parece un acierto. Se levanta al verme.
—¡Qué guapa! Qué bien te queda esa camiseta verde.
Me giro para que vea mi espalda al aire y sólo acierta a decir.
—¡Qué barbaridad!
Se acerca una camarera con la carta y nos pregunta si queremos beber algo. Pedimos cerveza.
—¿Qué querías decirme? —le pregunto en cuanto desaparece la camarera.
—¿Decirte? —contesta un poco despistado—. No era nada en especial, sólo hablar contigo.
—Esta mañana te había entendido que querías decirme algo concreto.
—¡Estoy muerto de hambre! —se entusiasma mientras hojea la carta—. ¿Y tú?
Intento rehacerme de la decepción, pero yo creo que se me nota. Nunca he sabido disimular. Mentir, sí. Si planeo una mentira, es muy difícil pillarme, en eso soy una especialista. Pero cosa distinta es fingir en el momento que algo te ocurre, disimular si algo te molesta. Recuerdo a mi madre decirme siempre: «¡Ya se ha puesto la niña mohína!», así con esa especie de tristeza que me entraba cuando no se me cumplían las expectativas. Yo siempre he sido muy sensible y, cuando pasa eso, me entran ganas de llorar.
—¿Qué tal tu madre? —me pregunta después de haber pedido la cena.
—Pues mal. ¿Cómo quieres que esté mi madre?
—¡Sí, llevas razón!
—Entonces, ¿para qué preguntas?
Para evitar llorar sólo puedo enfadarme con quien tengo enfrente, como acabo de hacer en este momento. No sé hacerlo de otra forma, o me pongo triste o me pongo borde. Eugenio se da cuenta, se nota que me conoce, así que no se enfada, a pesar del corte que le acabo de dar.
—¡Lo siento! —le digo—. Es que no me apetece mucho hablar de mi madre. Me pongo muy triste.
—Tranquila, es normal.
—¡Cuéntame tú! ¿Qué ha pasado con Clara?
—Pues que fue un error irnos juntos a Nueva York.
—Si te soy sincera, ella me encantó —le confieso.
—Es maravillosa, pero no podía salir bien. Fue todo muy precipitado.
—Reconozco que me puse un poco celosa cuando os fuisteis.
—Ya lo sé.
—¿Cómo?
—No sabes disimular.
—¡Qué cabrón! —le digo riéndome.
Clara nos sirve para hablar de la crisis, del sufrimiento de tanta gente y de que es posible que vayamos hacia un tiempo distinto. El cambio de Puente también tiene que ver con ese cambio social que estamos viviendo. Hacerles casas a ricos es algo que cada vez me interesa menos. Hablamos del futuro del estudio, del futuro del país, del futuro de la gente a la que esta crisis va a dejar en la cuneta. Y la cena se va acabando y la noche se nos va y yo estoy con mi espalda al aire, mis labios rojos y mi futuro incierto.
—Antes no te dije la verdad —dice Eugenio de repente.
—¿A qué te refieres?
—A que sí tenía que decirte algo.
—¿Y por qué no me lo dices?
—Porque tengo miedo.
—¿Miedo…? ¿De mí? —pregunto sorprendida.
—He estado pensando que voy a dejar Puente.
—¿Qué? —paso de sorprendida a atónita.
—No puedo seguir.
—¿Por qué? Ahora vamos a empezar una nueva época. Vamos a hacer proyectos maravillosos. Estoy segura.
—No es nada profesional, es personal.
—¿Qué quieres decir?
—Me estoy haciendo daño.
Eugenio se emociona. Yo también.
—No te entiendo —le digo.
—No puedo seguir viéndote.
—¿Qué dices? Yo necesito verte.
—Sí, pero yo de otra manera. Yo lo quiero todo.
Eugenio dice esa última frase y se calla. Yo también. En ese instante descubro que está pasando justo lo que yo esperaba y ahora que ha pasado ya no sé si es lo que quiero. Permanezco callada, estoy contenta, pero no tanto como me gustaría estar.
—¡Y yo! —le digo sonriendo.
—¿Tú qué?
—Que yo también quiero intentarlo contigo. De verdad.
—¿Desean algo más? —nos interrumpe la camarera.
—¡La cuenta! —solicita Eugenio.
—¿No desean un licorcito los señores?
—No. Tenemos muchísima prisa —le digo a la camarera sin dejar de mirar a Eugenio.
En la misma puerta del restaurante, sin decir nada, porque no hay nada que decir, le beso con fuerza. El beso me excita, me relaja, me hace sentir bien y lo disfruto. Voy a decirle eso que tenía pensado decirle.
—¡Eugenio, creo que te quiero!
—¿Crees? Esas cosas no se creen, se saben.
—Pues te quiero.
—Nunca me lo habías dicho en veinte años. —Él también se había dado cuenta.
—¡Llévame a tu casa! —le pido casi en tono de súplica.
—¡Vamos! —me dice mientras grita para parar a un taxi.
—Límpiate un poco la boca.
—¿Tengo algo?
—Sí, tienes la boca llena de carmín —digo riendo.
El taxista es prudente, mantiene una actitud muy profesional mientras Eugenio y yo nos devoramos en el asiento trasero. Creo que al llegar a su casa el taxímetro marca unos nueve euros y Eugenio le da un billete de veinte diciendo que se guarde el cambio. Ni para eso tenemos tiempo. El portal, el ascensor, la puerta de la casa, el
hall
y el pasillo es un recorrido que se nos antoja eterno hasta llegar a la habitación. He estado aquí muchas veces, pero como hoy nunca. Ni la primera vez que vine. Así no. Estoy tan excitada por la emoción que creo que me estoy mareando un poco. A los dos nos está pasando lo mismo, necesitamos tranquilizarnos, ir más despacio. Y lo hacemos. Nos besamos suavemente, sintiendo cómo se rozan nuestros labios, nuestras lenguas. Es emocionante besarse así, ya no me acordaba. Tengo tantas ganas de él, de consumirle, quiero estar desnuda, abierta a él, entregada. Sin orden ni concierto nos desnudamos con tanta torpeza como lentitud, pero no pasa nada. Esta noche todo está bien. Yo desnuda y desnudo él, me muero de excitación. Nos tumbamos en la cama, casi sin dejar de abrazarnos. Noto cómo entra en mí y noto cómo sentimos emoción en cada movimiento. Eugenio está tan excitado, tan fuera de sí que antes casi de que pueda esperarlo termina dentro de mí. Ya. Le abrazo fuerte, él también. Se ríe, nos reímos a la vez de su rapidez. Es tan emocionante esa risa, tan cómplice. Todavía dentro de mí y después de pedirme disculpas me dice que si quiero cenar algo. Yo, que me ha parecido el peor y el más bello polvo que he echado en mi vida, le digo que sí, que me muero por una pizza. Todavía desnudos, me promete que después de comernos la pizza volveremos a la cama. Esto no se va a quedar así, me asegura.