Lo inevitable del amor (14 page)

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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

Eugenio no está de acuerdo en marcharse, pero me he empeñado e irá. Le he pedido que vaya a Nueva York para traerse todos los enseres de Gene. Los muebles y las obras de arte. La casa está a punto de acabarse y para decorarla quiero utilizar muchas de las cosas que había en el apartamento de Manhattan. Ahora, sin Óscar, tengo que estar casi todo el tiempo con las niñas cuando salgo del estudio y, además, con mi madre así yo no puedo desaparecer. He hecho unos poderes para que Eugenio pueda traerse todo a España. Naturalmente, ya están al corriente en Skadden. William Smith estuvo tan amable como siempre. Asegura que no habrá problemas. La mudanza será cara y más con los seguros obligatorios para el transporte, pero merecerá la pena. Ya he hablado con Blanca Ríos para que me ayude a decorar la casa cuando los muebles estén aquí. Sé que van a encajar muy bien en la nueva casa. Sobre todo, van a encajar muy bien conmigo.

Y yo que, a todo esto, estoy celosa. He llegado a pensar que quiero que Eugenio se vaya a Nueva York para que se separe de la tal Clara. Pero no. Su viaje a Nueva York es muy necesario para mí, necesito traer todo lo que tenía Gene. Naturalmente, nadie, y menos que nadie, él, sabe de mis celos. Me esfuerzo tanto en disimular que esta misma noche me va a presentar a Clara. Primero hemos quedado él y yo a tomar algo para ultimar el viaje y después vamos a cenar con ella en un restaurante japonés al que Eugenio quiere invitarnos: a veces los hombres son, inevitablemente, hombres. He dicho que sí a esa cita, faltaría más, después de decirme que era muy importante para él. Y allá vamos en el taxi camino del japonés donde voy a conocer a Clara. Espero ser capaz de ser amable, como lo sería de no importarme.

Eugenio y yo pedimos unas cervezas japonesas porque Clara no ha llegado todavía. A mí la cerveza me gusta de barril y bien tirada y por eso me dan rabia los restaurantes en los que no hay grifo de cerveza. Hace frío en el restaurante, yo no sé qué les pasa con el aire acondicionado. No entienden que se inventó para no pasar calor, no para morirte de frío. Y las mesas. Qué manía de poner las mesas tan juntas, que el de al lado se entera de todo lo que dices y…

—¿Qué te pasa? —pregunta Eugenio, sacándome de mis pensamientos—. ¿Estás a disgusto por algo?

—No, no, qué va. Estoy fenomenal.

—¡Mira, ahí está! —dice Eugenio señalando la puerta.

Es Clara, que llega hasta nuestra mesa. Eugenio se levanta y le da un beso en los labios. Yo también me levanto. Mi amigo nos presenta y Clara y yo nos damos los dos besos de rigor.

—¿Lleváis mucho tiempo esperando? —pregunta Clara.

—La verdad es que sí —digo de manera impertinente.

—¡Qué va! Si acabamos de llegar —me corrige Eugenio, que me mira raro.

Voy a tener que contenerme. Tranquila, todo está bien. Vamos a cenar y me voy a comportar como una persona adulta, que es lo que soy. Ella pide una cerveza y nosotros repetimos ronda mientras leemos la carta. Clara tiene más o menos mi edad, unos cuarenta. Es guapa, pero no muy alta. No es una mujer delgada, pero está bien de tipo. Eso sí, tiene eso que tienen las personas a las que crees conocer, lo que pasa con las canciones que oyes por primera vez y ya parece que las has oído antes. Ésas son las buenas. Las canciones y las personas. Y no sé por qué, pero esta chica tan normal me da la sensación de que ya la conocía de antes.

Pedimos sobre todo sushi y algunos platos más sofisticados, uno de ellos una especie de carne a la plancha que es una de las cosas más ricas que he comido en mi vida. La cena está entretenida. Hablamos del estudio, Eugenio cuenta algunas anécdotas de clientes caprichosos y de otros que del capricho pasaban a las tonterías de mal gusto, como aquel iraní que nos pidió que le hiciéramos una piscina con la grifería de oro. Eugenio cuenta, poniéndome a mí como a una heroína, cuando, sin cortarme un pelo, llamé paleto al iraní y le dije que la piscina se la terminase otro. Clara se ríe y se interesa por nuestro trabajo. Le gusta la conversación, aunque no sé por qué y, sin conocerla, apostaría a que le pasa algo.

—¿Y qué tal tu día? —le pregunta Eugenio.

—Los he tenido mejores, la verdad —contesta Clara.

—Me ha dicho Eugenio que trabajas en la tele —le digo yo.

—Sí. Bueno, trabajaba.

—¿Cómo? —se sorprende Eugenio.

—Déjalo, Eugenio, que no quiero hablar de eso, que os voy a estropear la cena.

Clara es casi incapaz de acabar la frase mientras se le llenan los ojos de lágrimas. Bebe un poco de agua y se rehace.

—Venga, sigamos hablando, que si no, no voy a poder parar de llorar y fíjate qué panorama.

—No te preocupes —le digo de verdad.

—¿Pero qué ha pasado? —se interesa Eugenio.

—Me han despedido. Hace menos de dos horas. La verdad es que no sé qué hacer.

—¿Y eso por qué?

—La crisis. Está todo fatal con la puta crisis.

—¿También en la tele?

—Como en todos los sitios. Yo llevaba un montón de años en la productora. Y ahora a la calle.

—¿Y cómo estás? —la pregunta de Eugenio es absurda.

—Con miedo —la respuesta de Clara me conmueve—, porque no sé qué va a pasar. Tengo tres hijos, mi ex no trabaja, y yo tengo una hipoteca, los colegios…

—Siempre puedes encontrar otra productora —intento animarla.

—Es posible, pero tengo casi cuarenta años y tal y como están las cosas es más barato contratar a una de veinte que cobra la mitad y que no tiene que faltar porque tiene que llevar a los niños al pediatra.

—Bueno, ahora tienes el paro.

—De momento sí, algo es algo. Mañana iré a por los papeles.

Escucho a Clara y a su realidad tan alejada de la mía y no sé por qué la siento cercana. Me gusta esta chica, no puedo evitarlo a pesar de que esté con Eugenio. Es imposible que Clara no te guste. Llevaba razón Eugenio, es alguien muy especial.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? —le dice Eugenio.

—¿El qué? —responde Clara.

—¿Tienes con quién dejar a los niños una semana?

—¿Una semana? —se sorprende—. Pues podría hablar con mi madre para que se quede con María. María es la pequeña, se llama como mi hermana —me informa—. Y llamar a Luisma, Luisma es mi ex —me sigue poniendo al día—, para que se quede con Mateo y con Pablo, que son los mayores, pero…

—Pero nada, está decidido —se entusiasma Eugenio—. Te vienes conmigo a Nueva York. Yo te invito.

—¡No! —dice Clara.

—¡No! —digo yo, que se me escapa.

—Ojalá —continúa Clara—, pero no puedo desaparecer de aquí. Y menos ahora…

Si soy sincera, me alegro mucho de que Clara no pueda ir. Es posible que sea verdad que le he pedido a Eugenio que se vaya a Nueva York, entre otras cosas, para separarse unos días de Clara. Me siento un poco mal por eso, pero no puedo evitarlo.

—¡Qué lástima! —dice Eugenio.

—¡Qué lástima! —repito yo.

—Aunque, en realidad —Clara pone tono de ver alguna posibilidad—, yo nunca he estado en Nueva York y…

La duda de Clara me está poniendo nerviosa.

—No hay mucho que ver allí —digo sin pensar.

—¿Pero qué dices? —me corrige Eugenio un poco enfadado.

—¿Sabes qué te digo? —se rehace Clara—. Que sí. Que me voy contigo. Dentro de una semana ya veré qué hago. Una oportunidad así no creo que pueda tenerla en mucho tiempo.

—¡Pues brindemos! —se exalta Eugenio.

—¡Por Nueva York!

En las dos sesiones que he tenido con Rosario hasta ahora hemos acabado discutiendo. Bueno, él no. Ése es el problema, que no se inmuta. Que se empeña en hablar de mí cuando yo era pequeña, que si mi madre, que si Antonio, que si la ausencia del padre… y yo le digo que eso no tiene nada que ver con lo que me pasa y él a lo suyo. Yo creo que este psicólogo a mí no termina de entenderme. Cree que yo soy una neurótica al uso y me suelta el mismo discurso que a cualquiera. Ya lo había visto en algunas pelis de Woody Allen y ahora comprendo lo que quería decir.

El caso es que Rosario me desespera un poco. Él coge un camino y no lo suelta. Me pregunta por una cosa, yo se la cuento y él me hace preguntas rarísimas que no tienen nada que ver con lo que yo le he contado. Definitivamente, no me entiende. Otro empeño que tiene es que yo le hable de Óscar y yo de Óscar no quiero hablar. Eso sí, reconozco que cuando habla de Carla y Julia todo tiene más sentido. Por eso voy a seguir. Ellas están mejor y eso es lo importante. Necesitan venir y más ahora con su padre fuera de casa.

—¿Han establecido ya un régimen de visitas?

—El que diga el juez en su momento. Yo con ese señor no voy a hablar nunca más.

—María, suele ser beneficioso en un proceso de separación llegar a un acuerdo amistoso.

—Eso es imposible.

—Puede hacer lo que le dé la gana, simplemente reflejo que sería por el bien de las niñas.

—Por el bien de las niñas es posible que lo mejor sea que no lo vuelvan a ver.

—Él es su padre.

—Él es una mala persona.

—¿Usted cree? —me pregunta.

—¿Qué pregunta es ésa? —me desespero—. Ya le he contado lo que me ha hecho.

Los abogados del estudio me aconsejan que tenga cuidado al despedir a Óscar. Para ellos no existen motivos para que sea un despido procedente, así que, con su antigüedad y su sueldo, si nos demanda puede salirnos muy caro. Aquí ya sabe todo el mundo que Óscar y yo estamos separados, algo que no me importaría lo más mínimo si no fuera porque la gente cree que se trata sólo de un asunto de cuernos. Eso sí, ya le he dicho al abogado que no se preocupe porque Óscar no nos va a demandar. Si lo hace, el denunciado será él, así que se va a estar quietecito.

He tranquilizado a los abogados y he ordenado que le paguen hasta el último día que trabajó, pero nada de indemnización. Ni un euro. Ahora no para de llamarme y de enviarme mensajes, pero yo no pienso hablar con él. Son muchas cosas las que he de rehacer en mi vida, pero hay una que tengo muy clara. Después de lo que ha pasado, Óscar no puede estar en ella.

La mudanza de los muebles de Gene la vamos a hacer por barco. También podría hacerse por avión, pero es demasiado caro y no merece la pena. Por barco tarda en llegar seis semanas, tiempo que aprovecharemos para rematar la casa. Eugenio lo ha organizado todo desde allí y mañana mismo volverá junto a Clara a Madrid. He pensado estos días en ellos juntos en Nueva York y me he puesto celosa. A veces sigo pareciendo una adolescente, porque tener yo celos ahora con la que tengo encima no deja de ser un poco absurdo. No es ni normal ni maduro.

El otro día tuve un sueño. Yo había diseñado una urbanización en la que había construido dos casas. Una la habían sacado en varias revistas de arquitectura por su espectacularidad. Era una maravilla, con espacios muy abiertos, techos altísimos, salones a doble altura y un gran jardín con una piscina hecha de espejos. En esa casa estábamos organizando una fiesta muy divertida con un montón de invitados, todos sorprendidos por la belleza de la construcción, de la que hablaban maravillas. Yo estaba feliz mostrándola, enseñando cada detalle y todos admiraban mi obra.

La otra casa era distinta, no la recuerdo bien porque apenas salía en el sueño. Creo que no era tan bonita, pero me parece que dentro estaban las niñas y mi madre. Hay un momento en el que abandoné la fiesta para ir hacia la otra casa y cuando estaba a punto de entrar, me desperté. Estoy dándole vueltas al sueño y cuando venga al caso se lo voy a contar a Rosario para que me lo interprete, que para eso es mi psicólogo.

Me da miedo la enfermedad de mi madre. A veces tengo la tentación de querer olvidarla, como si no existiera. Morirse siempre te pilla mal, da igual si te mueres de repente en un accidente de tráfico, por ejemplo, o si sabes con antelación que vas a morirte. Yo prefiero que… Yo no sé lo que prefiero. Si morirme de repente o saber que me queda poco tiempo. Nunca lo había pensado y pensarlo ahora me da miedo.

Eso me ha dicho mi madre, que a veces durante el día se le olvida lo que va a pasar, pero por las noches tiene un miedo insoportable. No duerme apenas y se pasa horas paseando por la casa sola hasta que definitivamente le vence el sueño. Le he dicho que se venga conmigo, que aquí estará mejor. Ella no quiere y yo tampoco me atrevo a insistirle. Me da miedo verla morir. Aparte de la pena, de pensar que aún le quedaba mucho por vivir y de lo que me entristece quedarme sin ella.

Ahora no sé muy bien cómo actuar. La llamo por teléfono todo el rato, un montón de veces al día. Y no le digo nada la mayoría de las veces, otras le digo que la quiero y según pronuncio esa frase ya estamos llorando las dos. Todo el día me paso con ganas de abrazarla, aunque cuando la veo no lo hago tanto. Y las niñas, que no saben nada de lo que pasa, pero algo notan, porque cuando la abrazan lo hacen de otra forma, como aprovechando el abrazo, como si supieran que quedan pocos que darle a la abuela Nesta. Me muero de pena y por eso tengo la tentación de olvidar lo que pasa. Querer es tan doloroso, tan inevitable.

Como arquitecta, siempre me he reído de que las casas tengan alma. Es una frase que siempre me ha parecido muy cursi. Las casas tienen paredes, techos y suelos, y el alma la aportará quien viva dentro. Es verdad y mentira mi pensamiento. Cuando veo la casa de Gene, creo que las casas respiran. Tengo esa fantasía, como si de los poros de estas paredes, de la madera de los suelos, de las puertas saliera vida. Esta casa se parece más a las que quiero hacer que a las que he hecho hasta ahora. Eso lo sabía desde que Gene me la planteó en su día, pero ahora que está casi acabada creo que esta casa es un nuevo camino.

He quedado con Blanca Ríos. Prefiero hablar con ella aquí que hacerlo en el despacho. Quiero abrir una nueva línea de interiorismo y quiero que sea ella quien la dirija.

Nada más abrir la puerta noto su cara de sorpresa, que continúa mientras recorremos toda la casa. Me dice que desde fuera no se adivina cómo es por dentro. Es verdad, el exterior tiene mucho de la arquitectura que he hecho hasta ahora, pero cuando entras los espacios son muy distintos a los que suelo diseñar. El interior es acogedor, un concepto al que nunca he prestado mucha atención. Gene estaba obsesionado con que el salón no pareciera el
hall
de un hotel de lujo, sino un salón en el que vivir. Ese empeño tenía sabiendo que la que viviría aquí sería yo y no él.

Blanca y yo nos sentamos en una pila de láminas de la tarima que hay en el salón y que se van a colocar en una de las habitaciones de arriba. Es lo último que falta antes de que entren los pintores para terminar. En la casa vacía, con eco de nuestra conversación, le cuento mi intención de abrir una línea de interiorismo en Puente. Le gusta la idea y no me pregunta ni por el sueldo. A ella le interesa otra cosa.

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