—Ya lo sé. Son cosas mías.
Cuando entro en la sala, todo el mundo para de hablar. La verdad es que el ambiente impone bastante. Supongo que tendrán miedo. Los conozco a todos, profesionalmente sobre todo, pero también sé algo de sus vidas. Los que tienen hijos, los que están solteros, los separados, los que están liados entre sí, que algunos hay… Les saludo con un «buenos días» y me responden. Me doy cuenta de que para dirigirme a todos debería subirme a algún sitio, pero me da una vergüenza horrible, así que les pido que se abran a modo de corro. Así lo hacen y me apoyo en una mesa. Hay tanto silencio que no hará falta hablar muy alto.
—Sabéis que uno de nuestros clientes, Gene Dawson, murió hace poco en accidente de tráfico. Sabéis también, porque aquí se sabe todo, que ese hombre era mi padre biológico. No os voy a aburrir con demasiados detalles, pero sí quiero que sepáis que él es el responsable de lo que os tengo que comunicar. Ninguno de vosotros va a perder el trabajo, eso es lo primero… Sí, sí, respirad tranquilos. Tú también, Martín, que todo está controlado…
»Tenemos que terminar los proyectos que están en marcha y hay que empezar otros nuevos… Tenía por aquí una chuleta de lo que os tenía que decir, que ahora me he quedado un poco en blanco… ¡Ah, sí! Quiero organizar un concurso de nuevos talentos de la arquitectura… Quiero que estén en Puente los mejores de España… Habrá una nueva línea de interiorismo que dirigirá Blanca Ríos, a la que ya conocéis todos. ¿Qué tal, Blanca? Más cosas que tengo apuntadas…
»En España hay algunos concursos de obra pública a los que quiero que Puente se presente: museos, centros culturales, universidades y hasta una catedral. Yo me voy a dedicar exclusivamente a dirigir esos proyectos, especialmente el de un museo en Aragón que me hace muchísima ilusión… Otra cosa, nos mudamos de aquí… La nueva sede de Puente será la casa donde yo vivía hasta ahora. En realidad, siempre ha sido más una oficina que un hogar, así que…
»Bueno, sigo… En Puente vamos a seguir construyendo casas, eso sí, más vivibles, que ya sé que no existe la palabra, pero que me encanta. Ese departamento lo dirigirá Eugenio… Porque ésa es otra cosa que os quería contar: por el momento, yo no volveré a diseñar ninguna casa más, la última va a ser la mía y ya está terminada… Que por cierto, cuando la inaugure, que será muy pronto, voy a hacer una fiesta a la que me gustaría que vinierais todos.
Ya están los muebles en Madrid. La empresa de mudanzas los está desembalando y colocando provisionalmente donde yo les voy diciendo. Eugenio me está ayudando. Los cuadros y algunas esculturas, de momento, no las voy a desembalar. Eugenio me indica qué hay en cada una de las cajas y bultos. Unos se quedan en el salón, otros los distribuyo por las habitaciones, la mayoría los bajo a la planta de abajo y al garaje.
Eugenio me señala una caja en la que hay álbumes personales de Gene. Me siento en un sofá y empiezo a repasarlos. Entre ellos hay uno que me llama la atención y lo abro con mucha curiosidad. Efectivamente. Es aquél del que me habló mi madre, el que llevó a Gene con fotos de mi infancia. Conozco casi todas las fotos, y me encanta que Gene lo haya conservado durante tantos años. Los operarios siguen preguntando dónde colocar las cosas y encargo a Eugenio que los dirija. Me apetece ver las fotos de Gene. Siento una mezcla de morbo e inquietud por saber de él. Hay fotos suyas de joven, muchas de fiesta, en inauguraciones parece. Me sorprende una en la que aparece con Dalí. No sé si le conocía mucho, a lo mejor es de esas que se hacen por casualidad cuando coincides con algún personaje relevante. Hay muchas fotos con mujeres, algunas de ellas muy guapas. Gene estaba muy bien cuando era joven. De mayor también conservaba mucho atractivo, pero viéndole en estas fotos entiendo que tuviera éxito con las mujeres. Hay fotos de exposiciones, las hay más antiguas, más modernas, algunas por su aspecto tienen que ser de hace poco tiempo.
Eugenio me reclama y me dice que siga indicando dónde va cada cosa. Dejo de abrir álbumes y le hago caso. No sé el qué, pero hay algo en las fotos que me resulta familiar, pero no sé muy bien qué es. Se me olvida mientras acabo de dirigir la colocación de los bultos.
Los operarios de la mudanza se marchan y Eugenio me propone ir a cenar. Ordenar y distribuir esto me va a llevar varios días, así que después de varias horas aquí es mejor dejarlo. Nos vamos en el coche de Eugenio, que repasa los maravillosos cuadros que tenía Gene y también recuerda lo que les he dicho a los empleados esta mañana en el estudio. Me pregunta qué quiero cenar, que si me apetece un japonés. Me dice que a él sí le gustaría.
—¡Hostia!
—¿Qué pasa? —pregunta Eugenio, que se acaba de llevar un susto con mi grito.
—¡Tenemos que volver!
—¿Volver a dónde?
—A la casa.
—¿Qué se te ha olvidado?
—Nada, nada. Es que quiero comprobar una cosa.
Al llegar voy deprisa a por los álbumes y busco el último de los que había abierto. Lo ojeo deprisa. Ya sé qué era lo que me resultaba familiar. Pero es imposible que sea.
—¿Qué pasa? —me pregunta Eugenio.
—¡Es ella!
—¿Ella? ¿Quién?
Abro los últimos álbumes, los más actuales, y aparece en algunas fotos junto a Gene. Es ella, seguro. Esa mujer que aparece en las fotos es Estefanía, la novia mexicana de mi padre.
A Óscar parece que se le había tragado la tierra. Durante los días siguientes a nuestra ruptura insistió mucho en verme, lo intentó de todas las maneras, llamó a mi madre, me mandó mensajes a través de Rosario, y hasta alguna frase de las niñas me sonó a que debería ceder y verle para que me diera una explicación. Ahora ha estado varios días desaparecido, se ha quedado un día con las niñas, pero en los últimos diez ni ha llamado ni he sabido nada de él. Hasta hoy.
Mi madre ha tenido que ir al hospital. Anoche sintió que no podía respirar y llamó a una ambulancia. Fue una simple infección, que en su caso le inflamó las vías respiratorias y casi se ahoga. Ahora está mejor, los antibióticos han surtido efecto y su estado después de unas horas críticas es de nuevo normal. Ni siquiera la van a ingresar.
—La verdad es que ha habido suerte —me dice el médico—. Su madre podría haber muerto esta misma noche, que no haya sucedido ha sido un milagro.
—Usted es médico, no debería hablar de milagros.
—Es una expresión coloquial, no se enfade. En cualquier caso, nunca se sabe qué es mejor.
—¿Qué quiere decir?
—Señora, su madre va a morir, puede que una infección como la de hoy le produzca la muerte o puede ir deteriorándose poco a poco. Puede ser hoy o dentro de un mes, puede ser rápido o una agonía lenta. Es algo imposible de predecir.
Ahora le cuesta hablar, pero se encuentra más o menos bien. Hemos ido en mi coche hasta su casa para recogerlo todo. Se viene a vivir definitivamente conmigo. No quiero que esté sola si vuelve a ocurrir algo como lo de anoche. No me lo perdonaría, por mucho miedo que me dé enfrentarme a eso y más si se produce con las niñas delante. Prefiero no pensarlo.
—Ayer me llamó Óscar —me desvela mientras termina de cerrar su maleta.
—¿Y?
—Que quiere verte.
—Tú le habrás dicho que yo no.
—Yo no le he dicho nada. Le prometí que te lo diría y te lo estoy diciendo.
Mientras vamos a mi casa en el coche escuchamos la radio. A mí me gustan las emisoras en las que ponen música y, supongo que como todo el mundo, las tengo ordenadas en la memoria del uno al seis. Con el mando del volante zapeo de una a otra en busca de alguna canción que me guste. Hay veces que suenan a la vez dos que me gustaría escuchar y siento que me estoy perdiendo algo; otras, en cambio, paso una y otra vez del uno al seis y del seis a uno sin encontrar nada. Eso me pone nerviosísima. Podría poner el iPod, pero ahí tengo que elegir yo a un artista concreto y me cuesta decidirme, salvo que ponga el aleatorio, pero eso es aún peor que la radio, porque nunca aparece la canción que me apetece oír y las voy pasando una a una sin apenas escuchar unos segundos de cada una.
—¡Estate quietecita con la radio ya! —me reprocha mi madre.
—¡Lo siento! —me disculpo y la apago.
Sí, la apago. Estoy segura de que la he apagado porque le he dado al botón de apagarla. Y le he dado como siempre le doy, de ninguna otra manera. Estoy tan segura como que es de día. El problema es que a los pocos segundos de haberla apagado la radio se enciende sola.
—¡Huy! —me sorprendo.
—¿Qué? —pregunta mi madre.
—Que la radio se ha encendido sola.
—Mujer, le habrás dado tú sin querer.
Yo no le he dado sin querer porque yo tenía las manos en el volante, pero prefiero creer que mi madre lleva razón. Vuelvo a apagarla, me aseguro de hacerlo bien y me aseguro de que está apagada. Puede que mi madre tenga razón y que le haya dado yo sin querer.
Al doblar una esquina en la calle Claudio Coello un obrero nos detiene y nos impide el paso. Tenemos que esperar a que una hormigonera descargue el hormigón sobre la cubeta de una grúa. Intento dar marcha atrás, pero ya es tarde, porque ya hay varios coches detrás. Mi madre y yo esperamos mientras la hormigonera vuelca su contenido en la cubeta. De repente, ahora sí que estoy segura de que no he tocado nada, la radio vuelve a encenderse a todo volumen.
—¿Qué haces? —pregunta mi madre, sobresaltada ante el estruendo de la música.
—Yo no he hecho nada, te lo juro.
De los altavoces sale una mujer cantando ópera en el momento más agudo de su actuación y yo no soy capaz de apagar la radio por mucho que aprieto el botón, ni tan siquiera soy capaz de bajar el volumen, que sigue al máximo y parece que la cantante va a hacer estallar los altavoces. Nerviosa, toco de forma compulsiva todos los botones del equipo, pero soy incapaz de parar ese grito agudo. Tardo en reparar en que la hormigonera ha terminado de descargar y que el obrero me está golpeando en la ventanilla para que arranque de una vez. Los coches de atrás no paran de pitar.
El ruido es ensordecedor. A pesar de no poder hacer callar a la cantante de ópera, decido meter la marcha para arrancar cuando de repente el coche se apaga, como si se hubiera fundido. La radio se para, el motor deja de funcionar y las lucecitas del salpicadero se apagan. Lo que suena ahora es la bocina de los coches de atrás y los nudillos del obrero golpeando en la ventanilla mientras me grita.
—¿Quieres arrancar de una puta vez?
Casi en el mismo instante en el que el obrero termina de pronunciar esa frase parece paralizarse el tiempo. Hay un enorme estruendo, parecido al ruido que debe de hacer el estallido de una bomba, cuando apenas diez metros delante de nuestro coche se estrella contra el suelo la cubeta de hormigón que la grúa se había llevado hace unos minutos.
Media tonelada de hierro y hormigón cayendo a plomo desde una gran altura que nos hubiera aplastado a mi madre y a mí de haber podido arrancar. Después de unos cuantos gritos de la gente asustada por el estruendo, los de mi madre, los del obrero y los míos, la gente sale de los portales, los conductores de sus coches y los vecinos se asoman por las ventanas. Pronto viene la policía municipal y poco a poco va recuperándose la normalidad. Todo el mundo vuelve a su coche y los policías abren camino para que todos salgamos marcha atrás y aquí no ha pasado nada.
Cuando mi madre y yo nos montamos en el coche, éste arranca a la primera con total normalidad, las emisoras de música están cada una en su sitio poniendo las canciones normales. Mi madre y yo no hablamos durante mucho rato. Es ella la que finalmente rompe el silencio: «Necesito un
gin-tonic
».
No me cuesta asumir errores. Nunca he sido una persona orgullosa en ese sentido y además siempre me ha parecido poco importante llevar razón. Puedo pensar una cosa y al rato la contraria si alguien me da argumentos convincentes. Tampoco me importa demasiado cometer fallos, no pierdo tiempo torturándome por cómo podría haber hecho las cosas cuando no las he hecho bien. Tendré muchos defectos, pero creo que relativizar las cosas es algo que estaría más bien en la lista de mis virtudes.
Últimamente me doy cuenta de que todo aquello en lo que me he equivocado no ha sido una pérdida de tiempo, todo me ha aportado, haciéndome mejor, y tener esta sensación me libera. Sin embargo, hay errores que sí me cuesta asumir sin reprocharme haber causado daño a quienes más quiero. Ya he dicho que el amor no es una magnitud que pueda medirse y compararse, pero yo sé que lo que más quiero en el mundo es a mis hijas. No me perdono no haberlo hecho bien con ellas, ahí sí me torturo pensando que puedo haberles causado sufrimiento al no enterarme de lo que les estaba pasando.
Rosario me explica que Carla y Julia están mejorando. Yo también lo noto. Me cuesta ser disciplinada y cumplir lo que el psicólogo me dice que hay que hacer con ellas. En realidad, se trata de ponerles límites. Eso nunca lo he hecho. Ni Óscar tampoco. Siempre me ha parecido agotador aguantar rabietas después de decirles que no y no tardaba demasiado en decirles que sí. Me asusta la posibilidad de no haber llegado a tiempo y que se hubiera desarrollado su trastorno antisocial. Pánico sentí al ver en internet los síntomas. Descubrí dos cosas al leerlo: la primera, que podría haber sido fatal de no haberse tratado a tiempo, y la segunda, que jamás hay que buscar síntomas de enfermedades en internet.
Visitar a Rosario también me está viniendo bien. Tengo que reconocerlo. No sólo me marca las pautas a seguir con las niñas, también dedicamos algún tiempo a hablar de lo que me pasa a mí y muchas veces acabamos relacionando las dos cosas. Mi sensación es que muchas veces la consulta es como un círculo en el que partes de un punto al inicio de la sesión y acabas en el mismo punto después de recorrer un camino en el que a menudo descubres cosas sorprendentes.
Rosario me ha dicho que si quiero puedo buscar un psicólogo para mí, porque con él debemos centrarnos más en cómo hacerlo con las niñas que en mis problemas. De todas formas, hoy he aprovechado para contarle el sueño en el que aparecían las dos casas diseñadas por mí, la espectacular y la otra en la que están mi madre y las niñas.
—¿Cuál de las dos casas elegirías? —me pregunta Rosario.
—Depende de para qué —contesto.
—¿Cómo que para qué? —se sorprende.
—Sí, depende de para qué la quieras —insisto.
—¡Es una casa! —exclama con acento esta vez muy argentino.