—El señor Dawson nos contrató para investigar a su marido. Nos contó que en el estudio, a pesar de ser de usted, era él quien manejaba todas las finanzas. El señor Dawson iba a invertir mucho dinero en su empresa y quería estar seguro de que su esposo era de fiar. Primero supimos que tenía una amante, pero la gran sorpresa llegó cuando supimos quién era realmente. ¡Vaya prenda!
—Ya vi algo en su informe.
—Ha estado varias veces en la cárcel por distintas estafas, suplantación de personalidad, falsificación…
El detective y yo repasamos la fecha en la que Gene estuvo en la agencia por última vez. Le dijo que iba a revelarme toda la verdad. Sólo un rato después debió de tener el accidente.
—¿Y a qué vino aquí ese día?
—A pagarnos los honorarios de la investigación. Nos dijo que había quedado con usted y que llegaba tarde. Liquidó la factura de la investigación y se marchó.
—A mí me llamó para decirme que se retrasaba un poco, que estaba reunido.
—Pues estaba reunido conmigo. Se despidió de mí y me dijo que iba a contarle por fin a usted que era su padre y todo lo que nosotros habíamos descubierto de Óscar.
Beso a Eugenio, que llega a la cafetería en la que hemos quedado con un traje un poco más llamativo de lo que en él suele ser habitual. Es de cuadros azul oscuro, precioso. Y azul más claro con lunares es el pañuelo que lleva en el bolsillo de la chaqueta. La camisa blanca tiene el cuello duro y los picos algo largos, que luce abiertos sin corbata. Está muy guapo. Bueno, mejor y más preciso sería decir que está muy bueno. Por un momento siento rabia de que esta cita en esta cafetería no sea para después subir a la habitación de un hotel y tomarnos una botella de champán antes de acostarnos. Pero ahora no estoy para eso.
—¡Qué guapo!
—¡Gracias! —me contesta—. ¿Y tú cómo estás?
—Tirando.
—Cuéntame.
Y eso voy a hacer. Para qué andarme por las ramas si todo lo que me pasa está tan elaborado en mi interior que es absurdo darle muchas vueltas. Bebo un trago de cerveza un poco más grande de lo normal y se lo cuento todo de seguido.
—Mi madre tiene cáncer de garganta y se va a morir muy pronto, mis hijas tienen problemas y mi marido y su amante me han querido estafar.
Cuando termino, le doy a la cerveza otro trago largo y me la acabo. Eugenio tarda en reaccionar. También él bebe hasta que rompe el silencio.
—¡Joder, María!
Y vuelve a callarse. Yo no digo nada, hasta que él vuelve a hablar.
—No sé qué decir.
Vuelve a beber. Acaba su cerveza y pedimos dos más.
—No te preocupes —le digo—, no tienes que decir nada. Sólo quiero que estés a mi lado.
—Eso ya sabes que siempre será así.
Repasamos con más detalle cada una de las cosas que me pasan y que le he contado tan de corrido, como la sinopsis de las contraportadas de los libros. Le doy detalles de la enfermedad de mi madre y de cuánto me sorprende su entereza. Le cuento lo mucho que me preocupa que Carla y Julia tengan problemas. Por último, le desvelo el plan que tenían Óscar y su amante para estafarme.
—Ellos sabían que Gene era mi padre y que me iba a dejar cuatro millones de euros. Y entre los dos urdieron un plan para quitármelos a través de una deuda ficticia.
Eugenio pone cara de haberse perdido, algo que no tarda en reconocer.
—No lo entiendo.
—Es muy sencillo: yo heredo los cuatro millones y los ingreso en la cuenta de Puente. Estando allí, Óscar, que tiene poderes para disponer de todo en la empresa, me hace creer que ese dinero irá destinado a pagar una deuda por la misma cantidad.
Eugenio bebe un trago de cerveza y asiente, ya parece entenderlo.
—Yo —continúo— creo que he empleado el dinero en pagar la deuda, pero como ésta no existe, él se lo queda.
—¡Qué cabrón! ¿Pero estás segura?
—Completamente. Tengo todas las pruebas.
—¿Y qué vas a hacer?
—Dejar a Óscar y cambiarlo todo.
Llamamos al camarero y pedimos algo de comer. Son las siete, así que si pico algo ahora ya me vale de cena. Pido un pincho de tortilla y compartimos una ración de jamón. Él pide también otro pincho y media de queso.
—Estás muy guapo.
—Ya me lo has dicho. Gracias otra vez.
—Me encanta el traje.
—Sí, es nuevo. Un poco atrevido, ¿no crees?
—Y ese pañuelo de lunares te queda muy bien.
—Me lo han regalado.
—¿Quién?
—Una amiga.
—¿Y eso?
—Pues una amiga. Se llama Clara.
—¡Ah! ¿Y es arquitecta?
—No, qué va. —Se ríe—. Trabaja en la tele.
—¿En la tele?
—Sí. En una productora de televisión. Tiene tres hijos, dos niños y una niña.
—¡Pues qué bien!
—Sí, la verdad es que estoy muy contento. Es una mujer maravillosa.
—Seguro que sí.
—Hace unos años perdió a su hermana, María se llamaba, a la que estaba muy unida. Lo debió de pasar mal, pero es que es alguien muy especial.
Eugenio se pasa todo el tiempo que dura nuestro pincho de tortilla hablándome de la tal Clara. Sí que debe de ser alguien especial, pero yo me estoy poniendo celosa. Es increíble cómo los hombres nunca se dan cuenta de estas cosas. Él sigue a lo suyo, con Clara por aquí y Clara por allá.
—Pues a ver cuándo me la presentas. ¡Camarero, la cuenta por favor! —concluyo.
—Vente ahora, he quedado con ella. Así la conoces.
—No. Hoy no tengo ganas.
Mi madre ha decidido no someterse al tratamiento de quimioterapia. Cuando me lo ha dicho por teléfono, le he echado una bronca y después hemos llorado. He intentado convencerla, porque, aunque sea un milagro, quiero que lo intente hasta el final. Le he reprochado que no lo haga, pero la entiendo, porque posiblemente en su lugar yo haría lo mismo: «No pienso pasar por ahí para durar tres meses más. Yo calva debo de estar horrible».
Según los médicos, hay más o menos un mes por delante en el que, con calmantes para evitar dolores, tendrá facultades para poder llevar una vida casi normal. Después de transcurridas esas cuatro o cinco semanas muy posiblemente ya no podrá ni caminar, los dolores se harán cada vez más intensos y no mucho después morirá. Es una espantosa carrera contrarreloj que mi madre ha decidido vivir con normalidad. Dice que intentará cerrar algunas cosas pendientes de su vida, pero, sobre todo, quiere disfrutar de las normales, dice. Sus porritos de marihuana, su
gin-tonic
, su música y darle muchos besos a sus nietas. Todos los que sea capaz de darles sin llorar.
Lo único que le quita el sueño es que yo solucione lo que tengo que solucionar, que coja «el toro por las riendas». No he dicho todavía que mi madre los refranes y los dichos populares no los dice nunca bien. Unas veces los cambia y otras los mezcla, el caso es que no da ni una. «Hay que coger el toro por las riendas», «No hay bien que de un mal no venga», «Que cada vela se aguante con su palo», y así todos. Pues eso, su mayor preocupación es que yo coja el toro por las riendas y deje mi vida ordenada. Ella y yo sabemos que se necesita más de un mes para eso, pero «nunca es tarde que cien años dure».
Hoy he acompañado a las niñas a su sesión con el psicólogo. He conocido a Rosario, que es un hombre muy grande. No es que sea muy alto, que también, es que es muy grande. No está gordo, pero es muy ancho de todo. De espaldas, de pecho, hasta de caderas y de piernas. Creo que de perfil ocuparía lo que una persona normal de frente. Desde luego, no tiene pinta de ser psicólogo y mucho menos de llamarse Rosario.
Me dice que las niñas están respondiendo bien y me cuenta, por encima, lo que ya le dijo a Óscar. Carla y Julia no tienen todavía un problema serio, pero hay que tratarlas porque si no, inevitablemente, lo acabarán desarrollando. Le pregunto por qué les pasa eso y me responde que no hay una sola causa, que las pautas del comportamiento humano no pueden resumirse en una sola causa-efecto. Lo dice, como los argentinos dicen las cosas, con ese acento que te convence de lo que no entiendes.
Me recomienda que pase a verle con más tiempo para hablar de las niñas y de mi relación con ellas. Saca una agenda y fijamos una hora. Tenemos un hueco pasado mañana, así que fijamos nuestra cita para las doce. Me da paz Rosario, me dan ganas de seguir hablando con él, pero ahora les toca a las niñas. Yo las esperaré tomando un café. Llevo días con ganas de hacer una llamada, así que voy a aprovechar.
Quiero hablar con Blanca Ríos. Quiero preguntarle algo.
—¡Diga!
—¡Hola Blanca, soy María Puente!
—Hola, María —me saluda con sorpresa.
—Tengo ganas de preguntarte algo desde la última vez que hablamos.
—Ya te dije que en aquel artículo no había nada personal, que simplemente era una valoración de tu trabajo.
—No, si ya me acuerdo. No quiero hablar del artículo, tengo otra duda.
—¿Qué duda?
—Tú me reprochaste haber cogido un camino fácil. ¿Qué me quisiste decir con eso?
—Mira, María, no quiero discutir —insiste—. Si te molestó aquello, te pido disculpas otra vez, pero…
—No —la interrumpo—, quiero que me lo expliques de verdad. No es para discutir.
—Pues que creo que llevas mucho tiempo haciendo lo mismo en tus construcciones. Y yo no digo que esté mal, pero tú deberías jugártela para ser realmente grande. Creo que, aunque tienes éxito, tu arquitectura debería ser mucho mejor.
—¿Dónde trabajas ahora?
—Ya sabes. Opté por la decoración y escribo para
Planos
.
—¿Y te va bien?
—No me puedo quejar.
—Quiero contratarte.
—¿Cómo?
—Lo que has oído.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Estoy hablando muy en serio. Quiero que volvamos a trabajar juntas.
—¿Seguro que no es una broma?
—Seguro. Quiero darle un nuevo aire a Puente y creo que puedo necesitarte.
Me ha costado mucho dormir con él sabiendo lo que sabía. Así he estado muchos días, aparentando normalidad, para no darle pistas de mis sospechas hasta que por fin he descubierto su engaño. Estoy muy nerviosa porque ha llegado el momento de decirle que lo sé. Creo que la rabia me va a ayudar, porque como me instale en el dolor que me produce su engaño no seré capaz de articular palabra.
Estoy nerviosa, tanto que tengo que gritar porque me cuesta hasta respirar. Lo hago en el coche, mientras conduzco hasta casa. Me está esperando. Le he dicho que me apetecía estar a solas con él, que me esperara con una buena botella de vino. Como llevamos un tiempo sin ni siquiera rozarnos, él cree que nos vamos a ver para otra cosa.
Tengo muy claro lo que tengo que decirle y se lo voy a decir de manera pausada, mi discurso ha de ser maduro. Así se sorprenderá aún más.
Antes de girar la llave para abrir la puerta respiro profundamente para intentar deshacer los nervios que me presionan en un mismo punto del estómago y hasta me impiden tragar saliva. Cuento hasta tres y por fin lo hago, giro la llave y abro la puerta de casa. Desde el salón escucho a Óscar.
—¡Cariño! Pasa, estoy aquí.
Dejo las llaves en el platito que hay en la entrada y me dirijo al salón. Voy a ser capaz de estar lo suficientemente fría para decírselo claramente. Creo que sí, estoy muy entera. Entro en el salón y Óscar está sirviendo dos copas de vino. Viene hacia mí para besarme.
—¡Hola, María! ¡Qué guapa!
—¡Guapa, los cojones!
Es la única frase que se me ocurre decir y además la digo gritando antes de ponerme a llorar con rabia. Quiero contenerme, pero no soy capaz. Toda mi entereza se ha difuminado a la primera. Encima, Óscar quiere consolarme.
—¿Pero qué te pasa, cariño?
—¡Cariño, los cojones!
Y vuelta al llanto. Me está dando un poco de vergüenza mi actitud, pero es que no puedo parar de llorar. Y lo hago sollozando con suspiros sonoros. Creo que si no estuviéramos en medio de este drama mi llanto daría muchísima risa. Tengo que lograr reponerme porque se lo tengo que decir. Bebo un trago de vino, respiro y…
—¡Lo sé todo!
—¿De qué hablas?
—No te hagas el tonto, que no te va a servir de nada.
Óscar se sirve más vino y yo sigo bebiendo del mío. Me tranquilizo de una manera sorprendente, será porque ya no hay vuelta atrás. Él permanece en silencio, creo que está sorprendido de que yo tenga toda la información. Así que voy a seguir.
—Sé que ella es tu amante —le digo mientras tiro encima de la mesa las fotos en las que aparece con Rocío.
—¿Cómo? —dice atónito—. ¿Me has estado siguiendo?
—¿Eso es lo único que te preocupa? —le contesto indignada—. He descubierto vuestra estafa y quiero que sepas que no vais a ver ni un euro.
—No sé de qué me hablas…
—¿Cómo puedes tener tan poca vergüenza para negarlo? —me impongo—. Ella ha estado en la cárcel por estafa y eso queríais hacerme a mí. Estafarme.
—¡María, yo te juro que…!
—¡Calla! Y ten un poco de dignidad.
Y eso hace, callarse de repente. Óscar se ha quedado aturdido de una forma en la que yo no le había visto jamás. Él, siempre tan seguro de sí mismo. No le reconozco así, tan pequeño, tan cobarde.
—¡Pero qué imbécil he sido! —dice, desplomándose en el sofá.
—¡Y qué cabrón! —incido.
—María, ha sido un error, pero yo…
—¡Pero nada! —grito con tanta rabia que le hago callar—. ¡Escúchame! Eres el padre de mis hijas, así que no voy a denunciarte con una condición. Haz la maleta, márchate de esta casa y no vuelvas ni por aquí ni por el estudio. Ya te llamaré para acordar las visitas de las niñas. Tienes media hora. Cuando vuelva no quiero que estés aquí.
Sin dejarle hablar me marcho de casa dando un portazo y me monto en mi coche, que está en la puerta. Como si estuviéramos en una película, Óscar sale detrás de mí llamándome y ofreciéndose a explicarme su mentira. No le hago caso y arranco dejándole con ese «María, déjame que te explique…» en la boca que a mí me suena tan patético.
Me marcho de allí, más deprisa de lo que debiera. Estoy muy excitada por la bronca, tanto que tardo en darme cuenta de lo que acabo de hacer. La rabia suele ser un sentimiento que atenúa el dolor de la tristeza. Yo reconozco muy bien ese dolor porque me he pasado la vida huyendo de él. Me da miedo enfrentarme a la pena. Pena por el engaño, por mis niñas, porque fue mentira y porque le quiero. Dónde estará esa maldita tecla que no podemos pulsar para dejar de querer a nuestro antojo.