Lo inevitable del amor (18 page)

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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

—Claro, es una casa —digo, aunque empiezo a no entenderle.

—¿Y vos para qué querés una casa?

—Pues para…

Y ahí me quedo. De repente, caigo en la cuenta de la evidencia de la respuesta y me da vergüenza terminar la frase. Él espera en silencio a que lo haga.

—… para vivir. ¡Las casas son para vivir!

—Entonces, ¿en cuál de las dos casas que aparecen en el sueño te gustaría vivir?

—En la que están mi madre y las niñas.

—Parece obvio.

—Sí, pero no sólo porque estén ellas.

—Entonces, ¿por qué elegirías esa casa?

—Porque no necesito enseñarla.

Mi padre ha vuelto a Santander. Se fue con la sensación de que se había despedido definitivamente de mi madre en aquella mariscada a la que yo no quise ir. Siempre me gustó verlos juntos, incluso después de que se separaran, pero en aquella cena, que tenía mucho de última cena, yo no pintaba nada. Mi padre me dijo antes de marcharse que ni por las noches apagaría el móvil, que le llamara a la más mínima novedad respecto a la salud de mi madre. No le he llamado para eso, aunque me dice que es lo primero que piensa cuando ve mi nombre en la pantalla de su móvil. Le tranquilizo, Ernesta está bien. Yo le estoy llamando por otra cosa.

—¿Sabes algo de Estefanía?

—Nada, como si se la hubiera tragado la tierra.

—¿Cómo la conociste?

—¿Y eso?

—Ya sé que la pregunta es un poco rara, pero, cuéntamelo, por favor.

—Por casualidad. Ella entró en un bar en el que yo estaba desayunando y sin querer me derramó su taza de café en mi camisa.

—El otro día me dijiste que siempre te preguntaba por mí. ¿Qué cosas te preguntaba?

—¿María, pasa algo?

—No te preocupes. Es curiosidad.

—Preguntaba por ti, en general…

—¿En general?

—Bueno, ahora que lo dices, me hacía muchas preguntas del estudio, de si había socios, de si yo sabía cuánto facturabas, de los proyectos que tenías…

—¿Y tú qué le contabas?

—Pues todo. ¿Pero qué pasa?

—No pasa nada, Antonio. ¿Tú sabes si tenía familia, amigas, algún hermano?

—Una amiga. Estaban mucho tiempo juntas.

—¿Tú la conocías?

—Sí, claro. Estuvo en casa varias veces.

—¿Y cómo era?

—Guapa.

—¿Podrías ser más explícito?

—Pues era morena, con el pelo rizado, los ojos grandes verdes, muy bonitos. Ya te digo que era muy guapa.

—¿Alguna cosa más para describirla?

—Sí, tenía un lunar en la mejilla.

—¡Es ella!

—¿Quién? —pregunta mi padre muy despistado.

—No te preocupes. ¡Ya te contaré!

Ya he reservado en el Shami para comer con Carla y Julia. Quiero contarles que dentro de unas semanas nos vamos a cambiar de casa. Todas sus amigas son del cole, así que no notarán demasiado el cambio porque van a seguir yendo al mismo colegio. Incluso mejor, porque está un poco más cerca y la ruta tardará menos.

Para ir a comer hoy las he obligado a que se pongan un conjunto precioso que les traje de Nueva York y que les sienta de maravilla. La verdad es que, no me canso de decirlo, las dos tienen un estilazo. Siempre me ha gustado vestirlas iguales. Hay mucha gente a la que le parece una horterada vestir a los hijos igual, pero a mí me encanta. A lo mejor es porque yo no tengo hermanos y quiero que se note que ellas lo son. Nunca han protestado porque las vistiera igual, pero últimamente no les hace demasiada gracia.

—Eso es de niñas pequeñas —me ha explicado Julia antes de salir.

Finalmente, han cedido contra su voluntad, pero es que van monísimas y al restaurante al que vamos hay que ir bien. Ése es precisamente el segundo motivo de discusión.

—¿Dónde vamos a comer? —me preguntan las dos, ya en el asiento trasero del coche.

—¡Al Shami! —contesto muy contenta.

—¿Y eso qué es?

—Es el mejor restaurante japonés de Madrid —les digo.

—¡Jo! —protestan las dos al tiempo.

—¡Ni jo, ni ja!

Los niños son muy desagradecidos. Mis niñas, al menos. Ya sé que yo no he estado siempre a la altura, pero el nivel de exigencia que tienen es demasiado. Eso de que nos sintamos culpables por no estar demasiado tiempo con ellas al final lo detectan y hacen con nosotros lo que quieren. Hasta Rosario me ha dado la razón en eso. Desde que hemos llegado al restaurante están poniendo pegas. Que si hace mucho frío, que si no entienden la carta, que ellas quieren pan. Me armo de paciencia y pido yo la comida para las tres.

—Ya veréis qué rico está todo —intento animarlas.

—Sí, seguro —replica Carla con ironía.

—Os quería contar que estoy terminando de construir una casa muy bonita y que nos vamos a ir allí a vivir.

—¿Los cuatro? —se entusiasma Carla.

—¿También viene papi? —le acompaña Julia.

—¡No! Papi no.

No dicen nada, pero creo que antes de contarles lo de la casa lo mejor es que empiece por lo de Óscar.

—Ya sabéis que las personas mayores, aunque nos queramos mucho, a veces nos enfadamos.

—¿Entonces os habéis separado del todo? —me pregunta Julia.

—Sí, como los padres de Patri —contesta Carla antes que yo.

—Y como los de Lauri y Ana —recuerda Julia.

—¿Los padres de todas esas niñas están separados? —me sorprendo.

—Sí, pero los de Patri y Lauri se llevan bien —comenta Julia.

—Pero los de Ana son como vosotros —aclara su hermana.

—¿Como nosotros? ¿Qué queréis decir?

—Pues que no se hablan —sentencian las dos casi al tiempo.

No me atrevo a decir nada porque no sé qué decir. Apenas han tocado la comida y casi no me atrevo ni a reprochárselo.

—¿Qué pasa? ¿Que no os gusta?

—¡Está asqueroso!

—¿Ni la ensalada de algas?

—¡Buag! —dice riendo una, que contagia a la otra.

—¿Qué queréis comer?

—Yo una hamburguesa.

—Y yo espaguetis con carne.

—Pues vamos.

Pido la cuenta, que es, como siempre en este restaurante, una desproporción. Me ha costado caro venir a comer con las niñas a un sitio donde sólo quería venir a comer yo. Ellas ni querían vestirse así ni querían venir aquí. Me doy cuenta de las muchas veces que no me he dado cuenta de hacer cosas así.

Durante el trayecto en el coche casi no hablo. Les he puesto su música, grupos de éstos para preadolescentes que hay en los canales infantiles con sus ídolos, en la edad del pavo, a los que yo no conozco y que ellas imitan en gestos y peinados. Las dos se saben las letras de todas las canciones y cantan al unísono con mucha precisión. Ni una palabra se les va. Mirándolas por el retrovisor, entiendo que ellas tienen ya su mundo, que rara vez coincide con el mío y que esto será cada vez más así. Se saben las letras de unas canciones que yo jamás he escuchado y que, además, siendo sincera, me espantan.

Entramos en el Vips y sólo con ver la carta entiendo que era aquí el primer sitio donde deberíamos haber venido. El Shami no es para niños. Ahora que lo pienso, jamás he visto a ningún niño allí. Carla pide una hamburguesa, Julia sus espaguetis y yo una ensalada César.

—¿Y entonces lo de la casa qué? —retomo la conversación.

—¿Es bonita?

—Mucho.

—¿Y nuestras habitaciones?

—Es lo único que falta, porque he pensado que deberíamos elegir los muebles juntas.

—¡Bien! —se entusiasman—. ¿Pueden ser literas?

En el fondo todavía son niñas. Les digo que iremos esta tarde a ver la casa y luego a elegir los muebles. Si todo va bien, hasta merendaremos tortitas con nata, que es algo que las vuelve locas. Y así transcurrirá la tarde. Ellas no volverán a sacar el tema de su padre y a mí me pondrá triste que tengan que asumir que nosotros somos como los padres de Ana, de esos que no se hablan. De todas formas, lo intentaremos pasar bien.

Ya he dicho que no tengo amigas. Las que tuve se fueron o las dejé ir. Lo preocupante no creo que haya sido no tenerlas, sino no echarlas de menos. En realidad, la amistad es otra forma de amor y a lo mejor yo no he tenido el suficiente como para repartirlo. O puede que no sea algo tan trascendente, simplemente una amiga es otra mujer con la que compartir algún rato, algún interés, alguna afición, algún secreto. Y recalco mujer, porque aunque la amistad con los hombres pueda también existir, yo personalmente no la he experimentado. Yo, con los hombres de los que he sido amiga, me he acabado acostando. Tampoco sé muy bien en qué momento alguien pasa de ser tu conocido a ser tu amigo. Me pregunto cuáles son los requisitos, es sólo una cuestión de tiempo o ha de pasar algo que te convierta por derecho en amiga de alguien. Ni siquiera sé si la amistad debería ser recíproca en todos los extremos ni si el sentimiento que experimentan dos personas amigas es exacto en las dos.

Yo creo que sí hay un momento en el que dos personas se convierten en amigas, ése lo he vivido yo esta misma mañana con Blanca Ríos. He tenido la necesidad de contarle lo que me pasa con Eugenio y con Óscar. Ella es a la única persona a la que podía contárselo, aunque no sabía muy bien si lo iba a entender. Y vaya si lo ha hecho. Además, me ha abierto los ojos. Es verdad que los sentimientos no corresponden a ninguna lógica. Eso sí, hay que ser honestos con ellos, con una misma. Me pasa lo que me pasa y no lo puedo evitar. Me he sentido muy bien hablando con Blanca de ellos, debe de ser eso lo que se siente cuando se tiene una amiga. Yo casi no me acordaba y estoy feliz por haber recuperado ese sentimiento.

Hoy es un día normal, de esos que vienen sin ningún presagio. Un poco gris, eso sí, amenazando lluvia, pero sin llegar a cumplir la promesa de descargar, salvo algún ratito de lluvia fina que ni siquiera ha llegado a empapar el asfalto. Me ha costado levantarme esta mañana para llevar a las niñas a la ruta. Después he desayunado despacio y me he arreglado sin poder ir deprisa. Esta mañana no soy capaz de moverme con soltura, como si tuviera resaca y hubiera dormido poco. Y no es así.

Anoche estuvimos cenando en casa mi madre, las niñas y yo, y apenas bebí una copa de vino blanco para acompañar unos carabineros a la plancha que me hizo mi madre. No hay cosa en el mundo que me guste más que unos carabineros bien gordos hechos a la plancha. No es fácil cogerles el punto justo porque puedes dejarlos crudos o pasarlos demasiado y que queden resecos. Las dos cosas son fatales. Mi madre, yo no sé cómo lo hace, los tiene el tiempo exacto, ni un instante más ni menos, y cuando salen de la plancha están exactamente así, perfectos. Todavía calientes, aunque sin quemar, rompes la cabeza para chuparla y ese sabor es el que más me gusta de todos los que he probado. Ayer mi madre quiso invitarme a media docena y fue a comprarlos ella misma. Los debió de escoger a conciencia porque estaban buenísimos. Ella se tomó cuatro también, le gustan pero no tanto como a mí. A las niñas también les trajo del mercado su comida preferida, unos sanjacobos que hace el de la carnicería con el pan rallado muy fino que si los fríes al punto es verdad que están deliciosos. Además de los sanjacobos mi madre les hizo patatas fritas.

En casa normalmente cenamos en la cocina, pero anoche mi madre se empeñó en hacerlo en el salón. Estaba generosa y parecía contenta. Estaba la tele de fondo y habló mucho con las niñas, a las que ella misma se encargó de acostar. Después se marchó a su casa porque esta mañana tenía que ir muy temprano al médico a que le recetase un medicamento que se le había terminado y no tenía ganas de madrugar mucho. Quería llegar la primera para no tener que esperar, así que anoche no se quedó a dormir con nosotras. Se despidió de mí con un beso, me dijo «te quiero» y se fue en el taxi que había pedido minutos antes.

Mi nueva casa está casi lista. Creo que dentro de dos fines de semana nos trasladaremos. Hay que aprovechar esos mismos días para hacer la mudanza del estudio a mi antigua casa. Así la defino, mi antigua casa, y todavía vivo en ella. A mi nueva casa la llamo ya así, pero ha ido teniendo varios nombres: primero fue la casa del americano, después la casa de Gene y ahora ya me voy acostumbrando a decir mi casa cuando hablo de ella.

En mi casa hay esta mañana cuatro limpiadoras que he contratado para que la dejen impecable antes de desembalar los muebles y cuadros que faltan. Cómo me gusta esta casa. A pesar de la lluvia y lo gris sigue siendo luminosa. Me encanta tocar los muebles, las puertas, abrir los armarios de la cocina, que ya está instalada, y el sonido de mis tacones cuando camino por la tarima. Es verdad. No había caído en que es maravilloso el sonido de esta casa. Todo suena bien aquí, las puertas, el suelo al pisarlo, los armarios, las ventanas, la voz de la gente.

No había pensado en el ruido, ese ruido que tienen las cosas que funcionan bien. Es fácil utilizar el sentido de la vista; en los olores también reparamos con más frecuencia, pero muchas veces no prestamos suficiente atención a cómo suenan las cosas. En los coches nuevos, por ejemplo, es sencillo reparar en el olor, ese que a todo el mundo le gusta y que con el tiempo desaparece como desaparecen las cosas que no vuelven. Sin embargo, los coches nuevos también suenan distintos: los intermitentes, la palanca de cambios, los elevalunas… tienen una armonía especial que también desaparece con el tiempo. No nos fijamos lo suficiente en el ruido de las cosas. Yo ya me he dado cuenta de que esta casa suena de maravilla.

He quedado aquí con Eugenio, que se viene a acompañarme mientras están aquí las señoras de la limpieza, que deambulan de un lado para otro limpiando con mucho esmero. Aquí yo no hago más que estar de vigilante, porque aunque no dudo de la honorabilidad de estas señoras, hay demasiadas cosas de valor como para dejarlas solas. Entonces, sí dudo. Yo misma lo estoy diciendo. No es que dude, es que por si acaso no vas a dejar a cuatro desconocidas solas en tu casa. Pues eso es que dudas, porque si no dudaras las dejarías y te irías sin problema. Hay que ver las cosas que pienso con todas las cosas importantes que tengo que pensar. Menos mal que Eugenio acaba de llegar. No hay nada para tomar y tampoco hay demasiado que hacer. Bueno, sí, quedan por abrir algunas cajas y por desembalar algunos muebles, pero hasta que no terminen de limpiar es mejor no mover nada porque aquí con tanta gente haciendo cosas va a ser un lío.

Eugenio y yo nos sentamos en el sofá y hablamos de cosas intrascendentes. Hay un momento en el que nos entra la risa al mismo tiempo porque hemos reparado los dos en la misma cosa. Las señoras de la limpieza son de una empresa y las cuatro llevan una bata azul clarita de botones para no ensuciarse su ropa. Las cuatro batas son iguales y no sólo de color, sino de talla. Una de ellas es especialmente bajita y la bata que a sus compañeras les llega un poquito por encima de la rodilla a ella le llega un poquito por encima del tobillo. Además es muy fea, las cosas como son. Cuando pasa por delante de nosotros con una escalerita para subirse a una estantería a limpiar el polvo, a Eugenio y a mí nos entra un ataque de risa incontrolable. Creo que ella no se ha dado cuenta, o sí, porque nos cuesta disimular. Nos vamos a una habitación y allí ya se nos va pasando esta tontería que nos ha entrado. Él se seca las lágrimas y yo intento recomponerme del dolor de estómago que nos ha provocado la risa.

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