Read Lo que esconde tu nombre Online

Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (7 page)

Ambos iban en pantalón corto, Fredrik enseñando sus largas y flacas piernas que terminaban en unas abultadas Nike y el otro unas piernas más cortas y fuertes o que debieron de ser fuertes en otros tiempos y que ahora eran gordas. Y Fredrik era tan pulcro y limpio que el otro a su lado resultaba tosco y guarro. Ambos se apoyaban sobre el asidero del carro. El tipo ancho, cuya cara no lograba ver bien por la gorra que llevaba puesta y por mis lentillas, que se me empañaban en los locales cerrados, señaló con la mano hacia la derecha y fueron hacia allá. Podría haberles hecho una foto con mi minicámara, pero aunque parecía que nadie me prestaba atención no era aconsejable hacerlo en un recinto cerrado como éste, donde por fuerza tendría que haber cámaras de seguridad, así que también empujé el carro hacia allá. Yo, al contrario que estos individuos, no tenía que hacer la compra porque vivía en un hotel, porque estaba solo y porque tenía cosas más importantes entre manos: ellos. Había ido mucho, solo y en compañía de Raquel, a sitios como éste desde que me jubilaron hasta este momento, en que de nuevo volvía a no sentirme como los demás, y eso que cuando fingía ser como los demás era muy agradable, y quizá habían sido los únicos momentos felices de mi vida. Hay gente que ha sufrido mucho más que nosotros, decía Raquel, cada uno sufre a su manera. En el fondo me dolía que Raquel se hubiese desgastado tanto para que yo fuese quien era imposible que fuera. Y lo hacía por amor, y sólo por eso me había esforzado en fingir olvidar.

Fredrik y el otro estaban mirando unas camisas de oferta. Tres camisas vaqueras por el precio de dos. Me revolvió las tripas que estuvieran hablando de camisas y que estuvieran mirando las tallas, me indignó que fueran más felices que yo, y que Fredrik después de todo lo que había hecho aún tuviera a Karin. Caminaban entre sus víctimas, se cruzaban con gente a la que de buena gana habrían gaseado.

Fredrik dijo en alemán que quería comprar una lubina porque tenían una invitada a comer y se despidieron. Es curioso que yo comiese mucho más antes de entrar en el campo que después de salir. Jamás volví a comer demasiado, como si me diesen respeto un simple trozo de carne y unas zanahorias. Por la comida se puede hacer cualquier cosa, robar, prostituirse, matar. Raquel se salvó por los pelos de entrar con las polacas en el prostíbulo del campo. Aunque a muchos oficiales y
kapos
les gustaban más los niños, sobre todo los rusos. ¿Qué habrá sido de aquellos niños? Había un
kapo
en el campo que a veces se metía en el barracón con diez a la vez y no se podía hacer nada para impedirlo.

Fredrik fue al puesto del pescado con bastante gente arremolinada alrededor y cogió número. Calculé que por lo menos tardarían media hora en despacharle. Él también debió de pensarlo y sacó un papel del bolsillo, seguramente la lista de la compra, la leyó, volvió a guardarla, fue hasta la sección del aceite y cogió dos botellas, a continuación sacó las camisas y se quedó mirándolas como si quisiera hipnotizarlas e hizo girar el carro con decisión para desandar el camino. Habría jurado que iba a cambiarlas o a deshacerse de ellas porque de pronto no querría llevar las mismas camisas que el otro. Habría caído en un sentimiento de confraternización que había llevado demasiado lejos o las habría cogido para deshacerse de su amigo lo antes posible.

Llegué antes que él y me situé detrás de unas toallas de playa colgadas todo lo largas que eran para que se apreciaran bien los dibujos. Las camisas eran la oferta estrella y estaban revueltas en un expositor. Fredrik sacó las suyas del carro y las dejó allí y se quedó mirando el resto de las que había y entonces me vi impulsado a decirle desde detrás de las toallas: «Sé quién eres. Eres Fredrik Christensen y te voy a coger, pero primero voy a coger a la enfermera Karin».

Una vez dicho esto me quedé con las ganas de haber dicho algo más, de soltar un poco del veneno que me había subido a la garganta, pero era mejor ser escueto y frío y dejar que su mente trabajara.

Exactamente como me habría ocurrido a mí, se quedó paralizado unos segundos, sin reaccionar, sin saber dónde mirar a pesar de que la voz le había llegado por detrás. Debía de llevar demasiado tiempo sin recibir ningún susto y con la guardia baja. El problema es que me costó trabajo girar el carro por esa tendencia que tienen los carros de los supermercados de irse hacia un lado, quizá debería haberlo abandonado allí, pero no reaccioné a tiempo y cuando me di cuenta lo tenía a unos metros. Venía detrás, no quería volverme para que no me viera la cara, pero sentía que era él, y lo supe con certeza cuando al apretar el paso también lo apretó él, su carro sonaba como un tren descarrilando. También el mío, corría lo que podía para escapar de su enorme zancada, aunque yo tenía la ventaja de que mi cabeza no sobresalía, de que podía desaparecer entre los tambores de detergente. Así que abandoné el carro donde pude y me escondí tras una montaña de libros. Oí alejarse el traquetear de su carro y me escabullí hacia la salida. Me metí en el coche y esperé mientras me limpiaba el sudor y me serenaba. Aún no había llegado el momento de tomarme la pastilla de nitroglicerina que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa.

Tardó casi una media hora más en salir, metió la compra en el maletero (por lo que se veía ni por un suceso de este calibre pensaba romper su programa) con la cara desencajada y una mirada despiadada. Me sentía más dueño de mí que nunca. Haría las cosas a mi manera. Me dejaría llevar por la intuición y la experiencia. Yo estaba en el fin del mundo y cuando llega el fin del mundo ya nada vale lo que valía antes. Seguramente no era prudente el paso que acababa de dar, pero por otro lado quería sacarle de sus casillas y que se pusiera en movimiento, y en cualquier caso, lo hecho hecho estaba.

Ahora debía ser prudente y seguirle a más distancia porque aunque no me conocía podría detectarme como una presencia non grata.

Subimos al Tosalet, pero no fuimos a Villa Sol, sino a otra villa, a unos trescientos metros, que no tenía nombre, sólo el número 50. Aparqué bastante más abajo y cuando vi que a la hora no salía, me marché. Teniendo localizado este lugar sería cuestión de poco tiempo enterarme de quién vivía aquí. Con toda seguridad, uno de ellos.

Sandra

A las seis, Fred no había vuelto del centro comercial y Karin empezó a preocuparse. No había forma de localizarle. No tenían móvil. Ninguno de los tres hacíamos mucho caso del teléfono. Por mi parte cuando una tarjeta se me acababa tardaba siglos en comprar otra, me parecía una manera absurda de tirar el dinero que no tenía. Y ellos no se habían acostumbrado a las nuevas tecnologías, tampoco usaban ordenador. Así que me parecía mal marcharme dejando a Karin en esta situación de incertidumbre y continué con el jersey. Cada vez iban saliendo mejor, más iguales todos los puntos. Y a pesar de lo preocupada que estaba Karin por Fred, de cuando en cuando se agachaba a mirar cómo lo llevaba.

A eso de las seis y media nos metimos en la casa. Y algo más tarde le abrí la puerta al chico ancho de cuerpo de la otra noche, llamado Martín, que llevaba la misma camiseta negra sin mangas, vaqueros y zapatillas desgastadas, y al delgaducho, la Anguila, que le daba mucha menos importancia a la ropa y al
look
que Martín. La Anguila me preguntó por Fred con aire de no saber qué pintaba yo en aquella casa y se me acercó al oído de una forma que me intimidó: ¿Te has quedado a vivir aquí?, dijo.

Menos mal que enseguida llegó Karin. Vino del salón a la puerta de la calle con una rapidez pasmosa.

—Ya me ocupo yo —dijo.

Y se los llevó hacia la salita-despacho que había en la misma planta baja y donde de pasada había visto una mesa con papeles, una máquina de escribir de las de antes y libros. Alcancé a oír que les decía que Fred estaba tardando más de la cuenta y que estaba preocupada.

—Ayudan a Fred con las cuentas y los recados —dijo refiriéndose a la visita cuando volvió a la cocina, donde yo no sabía qué hacer, porque de pronto me encontraba metida en unas vidas que ni me iban ni me venían—. Dicen que esperemos un rato más antes de salir a buscarle. A veces Fred se encuentra con alguien, se pone a hablar y se le pasa el tiempo volando.

Luego se cogió la cabeza con las manos, no en plan dramático, sino para pensar mejor. Unos débiles bucles, recuerdo de los que debieron ser hermosos bucles dorados, le cubrieron los dedos.

—Si a Fred le ocurriera algo sería el fin, ¿comprendes?

Sí, podía hacerme una idea, pero en estas ocasiones es mejor no ahondar y no dije nada. En cuanto a mí, aguantaría un poco más porque de marcharme ahora no podría dormir tranquila. No era tan fácil entrar y salir de las situaciones como si nada. Desde fuera todo se veía de otra manera, del mismo modo que mi hijo dentro de mí las vería de una forma completamente fantástica.

Y cuando por fin Fred abrió la puerta con la llave y entró con las bolsas de la compra sentí un enorme alivio como si me importase mucho, cuando en realidad no me importaba casi nada. Karin tiró las agujas a un lado, se levantó y literalmente corrió hasta Fred. Yo llevé las bolsas a la cocina mientras ellos hablaban en su lengua. Como no entendía ni patata me centré en la entonación. Primero Karin expresó el lógico alivio combinado con alegría. Fred dejó salir su voz neutra tirando a monótona y grave, lo que estaba contando era importante, no era una tontería como que se te pinche una rueda. Karin escuchaba en completo silencio y luego contestó con sorpresa y también con alarma. Su voz había recuperado la fuerza. Estaba claro que tenían un problema.

Sobre las nueve convencí a Karin de que necesitaba estirar las piernas y de que me iría dando una vuelta hasta la moto que había abandonado en la plazoleta hacía mil años. Fred seguía con sus ayudantes o quienes quiera que fuesen los visitantes en el despacho o lo que quiera que fuese aquella habitación.

Bajé todo lo despacio que pude las curvas que conducían al nivel del mar, nunca me perdonaría darme un golpe. No sé por qué había salido de la casa de los Chris-tensen con más miedo del que había entrado, un miedo vago, inconcreto, miedo a todo. ¿Qué haría Karin si se quedaba sola y le daba un ataque de artrosis? Yo aún me podía permitir el lujo de valerme por mí misma, de ser autónoma. Cuando el niño viniera ya veríamos. Creo que el destino o Dios o lo que sea me puso a Karin en el camino para que le viera las orejas al lobo y para que supiera apreciar lo que ahora tenía, juventud y salud y un hijo en marcha.

Ya no volví a verlos en varios días.

Julián

En cuanto entraban en Villa Sol y cerraban el portón metálico ya no se oía nada desde fuera, y yo me marchaba al hotel. Cenaba algo por los alrededores, respiraba el aire fresco de la noche, a veces incluso me sentaba un rato en una terraza a tomarme un descafeinado y a contemplar los cuerpos semidesnudos de la gente, los ombligos, las espaldas, las piernas. Me gustaba porque no iban desnudos del todo, y me subía a mi cuarto sin una idea muy clara de cómo salir de este
impasse,
de cómo provocarles para que se revelaran como quienes en realidad eran. No podía ir a la policía sin más y decirles aquí vive un peligroso criminal de guerra. ¿Peligroso?, dirían, ya no es peligroso para nadie, tiene un pie en la tumba. ¿Llegarían con vida suficiente a un juicio? Pero sí que podría lograr, con las pruebas necesarias, que sus crímenes saltaran a los periódicos y que sufrieran el rechazo de sus vecinos, que ya no pudiesen pasearse por el supermercado, el hospital y la playa como cualquiera. Podría amargarles la vida. Podría lograr que tuvieran que huir, vender la casa, hacer las maletas y tener que empezar de nuevo, lo que a su edad supondría un auténtico martirio. Seguramente soñaban con pasar aquí sus últimos días. Pero sería yo quien los pasase aquí, no ellos. Ellos no tenían derecho a morir en paz. ¿Qué habría pensado hacer Salva con ellos? Me había dejado en herencia el objeto pero no el objetivo. Durante los últimos años de su vida, Raquel me decía, cuando me sentía tentado de hacer lo que estaba haciendo ahora, que me había quedado desfasado, que las cosas funcionaban de otra manera, que había otros medios de investigación y que me quedara en casa. Pues bien, yo era consciente de que nadie contaba conmigo y de que nadie se acordaba de mí ni de mis servicios, mis antiguos compañeros estaban como yo o aún peor y los novatos creían que había muerto, el mundo estaba en otras manos y yo tendría que hacer las cosas a mi manera.

Fue uno de aquellos días cuando al regresar al hotel por la noche me salió al paso el conserje de la gran peca en la mejilla. Me miraba asustado y me pidió que me sentara en unos sillones que había en el vestíbulo. Algo malo ocurría.

—¿Se trata de mi hija? ¿Le ha ocurrido algo?

Hizo un gesto negativo con las manos y me tranquilicé. Si mi hija estaba bien, no podía ser tan grave.

—Ha sucedido algo alarmante en su habitación..., está destrozada.

Le escuchaba con los ojos bien abiertos.

—¿Mi habitación?

—Sí, su habitación. Han entrado y lo han revuelto todo. También han rajado el colchón y la funda del silloncito. Tenemos cajas de seguridad. Si traía algo de valor con usted habría sido mejor que alquilara una.

Seguramente era el aplomo con que me lo estaba tomando lo que le hizo pasar del apuro a la regañina.

—El hotel no puede asumir este tipo de descuidos.

—No tengo nada de valor, si se refiere a dinero, joyas o algo así.

Había dejado de mirarme como a un anciano indefenso, trataba de ver más allá de las arrugas y la decrepitud.

—Ya, y... ¿drogas?

No me reí del comentario porque acababa de darme cuenta de que Fredrik me había descubierto y había ordenado que me asustaran. No sabía cómo, pero después de lo del supermercado había dado conmigo. Y más alarmante todavía era que Fredrik no estaba solo, o al menos no rodeado solamente de viejos, él no podría haberlo hecho, se necesitaban fuerza y rapidez para algo así.

—Creo que quienes hayan hecho esto se han equivocado de habitación, no encuentro otra explicación —dije.

El conserje me pidió disculpas y me propuso cambiar de cuarto. Podía tomarme una copa en el bar mientras trasladaban mis cosas a otro piso. Acepté pensando que lo que debía hacer era cambiarme de hotel, aunque bien mirado volverían a dar conmigo. Seguramente habrían encontrado el expediente que había sacado de mis archivos personales. Afortunadamente me había metido en el bolsillo de la chaqueta el recorte del periódico y las dos únicas fotos que tenía de ellos de jóvenes. Ella vestida de enfermera y él en camiseta haciendo gimnasia.

Other books

The Almanac of the Dead: A Novel by Leslie Marmon Silko
Elisabeth Kidd by A Hero for Antonia
The End of the Rainbow by Morrison, Dontá
The Three Edwards by Thomas B. Costain
A Stiff Critique by Jaqueline Girdner
Blood and Bone by Ian C. Esslemont
The Life She Left Behind by Maisey Yates
Hawk's Way by Joan Johnston