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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (45 page)

Sandra

La moto seguía allí, sujeta a la buganvilla por la cadena. Aunque yo ahora tenía coche y no la necesitaba, me subí en ella. La puse en marcha con gusto, saboreando el momento y tiré hacia el Tosalet. Me sentí libre, ahora sí que me sentía completamente libre sabiendo que mi hijo ya había venido al mundo y que si me ocurría algo malo no le ocurriría también a él. Misión cumplida.

Al llegar a la altura de Villa Sol se lanzaron contra la puerta metálica unos niños con las toallas al hombro, detrás iba el padre. Les advertía que no fueran bestias.

Me acerqué a él y le pregunté si vivía en esta casa. Era desconfiado y me preguntó por qué quería saberlo. Le dije que por razones sentimentales, durante una temporada también yo había vivido aquí. Se me quedó mirando con incredulidad.

—¿Cómo son las habitaciones de arriba? —preguntó mientras les decía a los niños que tuvieran cuidado con los coches.

Se las describí.

—Pasa, si quieres —dijo—. Húndete en la nostalgia.

Eran las mismas hamacas, sólo que ahora llenas de toallas y descolocadas. La piscina era la misma, pero con algo diferente, la diferencia del ahora, y las puertas de la casa estaban abiertas de par en par y en la ventana de la cocina no aparecía la cara de Karin.

—La he alquilado para todo el mes. Ven cuando quieras. Te invitaremos a cenar.

Se le habían animado los ojos. Probablemente estaba divorciado y le tocaba estar con los hijos. Le di las gracias y volví a la moto. Seguro que ni siquiera sabría quiénes eran los dueños.

Pasé por la casa de Otto y Alice. Estaba muda y daba sensación de pesadez, de que de un momento a otro se hundiría en el suelo y arrastraría con ella las villas de alrededor, la comarca y el mundo entero. Me subí sobre el sillín como aquella lluviosa noche de la fiesta y vi el jardín hecho un desastre, con hierbajos por todas partes. Las columnas dóricas no sé por qué daban una gran sensación de abandono, como esos templos que el tiempo va desconchando y arrinconando en el pasado.

De vuelta pasé por el hotel Costa Azul. Entré y me di un paseo por el vestíbulo. Estaba el conserje de la peca grande. Me miró intentando recordarme. Me había quitado los piercings y llevaba el pelo más largo y de color castaño todo él como la última vez que me lo teñí con Karin. Había optado por la comodidad. Desde que tenía curro me centraba más en la ropa y en dar buena impresión a los clientes, sólo me importaba que a mi hijo no le faltara de nada y no me importaba lo que pensaran de mí, sino lo que pensaba yo de la vida. Ya no tenía sensación de peligro en este sitio. Volví a salir seguida por la mirada del recepcionista.

¿Y esto era todo? No, quedaba el Faro. Lo dejé para lo último. Lo peor era que nadie podía compartir esto conmigo. Parecía que la cabeza y el corazón me iban a estallar. Ahora en la heladería había un restaurante pequeño con una gran terraza bajo un emparrado, aprovechando parte de la explanada. Me temí que hubiesen quitado el banco entre las palmeras, pero no, allí seguía. Había una pareja sentada. No me importaba. Ante sus narices, levanté la piedra C.

Se me quedaron mirando sin saber qué pensar. Bajo ella asomaba el pico de un plástico. Retiré la tierra apelmazada y lo saqué. Era una bolsa de plástico donde ponía «Transilvania souvenirs» y dentro había una caja lacada del tamaño de media mano. Dentro no había nada, y había mucho. Jamás pensé que mi vida pudiera estar tan llena de emociones. Me senté en el banco junto a la pareja. Para mí eran invisibles. Yo a ellos les incomodaba, les había interrumpido su momento mágico y se marcharon.

Gracias, dije mentalmente a la pareja y al universo entero. Me toqué en el bolsillo el saquito de arena que un día me dio Julián, siempre lo llevaba conmigo. Lo saqué y lo metí bajo la piedra, quería que lo tuviese él y que volviera a darle suerte, yo ya había tenido mucha.

De vuelta, le puse gasolina a la moto entre gente despreocupada que vagaba con pereza de un lado a otro y regresé a la casita. Subí a mi cuarto. Janín dormía espatarrado en la cuna. Por la persiana medio bajada entraba la brisa. Puse la caja sobre la cómoda.

Julián

La verdad es que la mayoría de las veces las piezas encajan demasiado tarde, cuando ya no se puede hacer nada, y entonces ¿para qué saber ciertas cosas? Sandra había vuelto a su vida normal y los demás habíamos corrido hacia nuestros respectivos destinos. De momento el mío era Tres Olivos y Pilar. El jueves, como todos los jueves, Pilar me recogió temprano. Nos dimos un buen paseo con el coche mientras escuchábamos rancheras, nos detuvimos a comer en un restaurante con muy buena pinta, que como siempre pagó ella, y después regresamos al pueblo para hacer algunas compras. Nuestra primera parada la hicimos en su
boutique
favorita. Me resultaba incomprensible que desperdiciara su tiempo y su dinero con alguien como yo, pero allí estábamos, ella probándose vestidos de Nochevieja mientras yo buscaba algún sitio donde sentarme.

Y fue entre un vestido de terciopelo negro y otro creo que de seda rojo cuando oí una voz de mujer a mi lado.

—Disculpe, ¿puedo hablar con usted?

Me volví completamente hacia ella. El pequeño perro que llevaba en brazos me ladró.

Era una chica de entre treinta y cuarenta, de pelo rubio atado en una cola de caballo. Era delgada y fuerte, a la legua se le notaba que hacía mucho deporte. Llevaba vaqueros y un chubasquero amarillo forrado de azul marino, como los de los marineros de las películas. Di unos pasos hacia atrás para verla mejor. Me sonaba mucho, la había visto antes.

—Soy amiga de Alberto, el amigo de Sandra. Usted es... Julián. Llevo semanas tratando de localizarle y cuando había perdido la esperanza, mira por dónde, le he visto entrar en la tienda.

—La que estaba con la Anguila en la playa.

—¿Con la Anguila? ¿Quién es la Anguila?

—La vi con Alberto un día en la playa hace unos meses en plan de novios, ¿puede ser?

Cabeceó afirmativamente. Pilar salió del probador y giró sobre los pies. La falda debía de ser de lentejuelas porque brilló al moverse.

—Muy bonito —le dije—. Te espero fuera.

Salimos e instintivamente cruzamos a unos bancos que había enfrente. El frío era húmedo y se metía en los huesos.

—Me llamo Elisabeth.

A Elisabeth la nariz se le estaba poniendo roja en la punta. Tenía mucha presencia aunque no se podía decir que fuese guapa. Acarició el perro y lo dejó en el suelo. Ató la correa a un banco. Estiró los brazos como si se le hubieran quedado entumecidos.

—Alberto me dijo que si le ocurría algo lo buscara y hablara con usted. Yo también lo vi aquel día en la playa, estaba vigilándonos.

Nos sentamos en el banco y ambos nos metimos las manos en los bolsillos. Presentí que me iba a contar algo desagradable, una de esas cosas que vuelven la vida sombría.

—Alberto ha muerto. Mejor dicho, lo han matado.

Aquí estaba la cosa que vuelve la vida asquerosa.

—Era un infiltrado en la Hermandad y yo su contacto.

—¿Policías?

—Algo parecido. Detectives. Lo descubrieron y se lo cargaron. Un accidente de tráfico, ¿sabe?, pero yo sé que no fue un accidente.

La noticia me dejó paralizado y me costó reaccionar, el pasado seguía engordando a base de desgracias. La Anguila se había quedado definitivamente en el pasado, mientras que Sandra navegaría por el futuro. Sólo Heim, Elfe y yo estábamos estancados en el círculo del presente hasta que Heim enloqueciera completamente, Elfe no saliera del último delírium trémens y a mí me diera el infarto definitivo.

—Lo siento —dije—. Ayudó a Sandra y creo que a pesar de todo intentó ayudarme a mí.

—Ahora estamos buscando a Christensen, Alice y Otto. Están asustados y no sólo por nosotros. Parece ser que hay más gente tras su pista. Sabemos que se han escondido. Pueden haber rehecho su vida en cualquier urbanización de cualquier playa, la costa es muy larga. Creemos que Heim ha huido a Egipto. De Elfe no tenemos ni rastro.

La miré a los ojos sin decir nada. Los tenía azules, pero no se podían comparar con los pardo-verdosos de Sandra, que te hacían reír por dentro. La Anguila y Elisabeth no hacían buena pareja. Era evidente que no pudo haber nada entre ellos. Aquel día ya lejano en la playa habían fingido que se abrazaban y se besaban. Cómo me gustaría decirle a Sandra, ¿sabes?, la Anguila y aquella chica sólo eran compañeros de trabajo, de un trabajo demasiado peligroso. Y querría pedirte perdón por consentir que a veces se me fuera la cabeza y que mis pensamientos hacia ti no fuesen todo lo honestos que te mereces. En algún momento me hice la ilusión de que yo también era joven y, como ya sabemos, abusé de tu confianza en el asunto del perrito. Sandra, soy repugnante.

—A Alberto le gustaba esa chica, Sandra. Decía que cuando estaba a su lado sentía ganas de reírse y de comerse el mundo y que eso le había pasado muy pocas veces en la vida, pero que desgraciadamente la había conocido en las peores circunstancias posibles.

—Ya no importa —dije con impotencia.

—Sí —dijo Elisabeth con la vista clavada en el suelo—, es muy extraño cómo ocurren las cosas.

Cuando vi a Pilar salir de la tienda y venir hacia nosotros, me levanté del banco. Elisabeth también se levantó y desató al perro.

—Se llama
Bolita
—dijo.

—Ya lo sé —dije yo— y no sabes qué hacer con él. Le has tomado cariño, pero al mismo tiempo es una carga, ¿a que sí?

Asintió y contra todo pronóstico se sonrojó un poco.

Cogí en brazos a
Bolita.
Pesaba mucho, los perros crecen rápido. Me lamió el cuello y volví a dejarlo en tierra.

—Me lo quedaré yo. Tengo mucho tiempo libre y una casa con jardín, pero no podrás visitarle, ¿de acuerdo?, el dueño nada más tiene que ser uno.

Elisabeth le pasó la mano por la cabeza y el lomo por última vez y no volvió a mirarlo. Sabía cómo dejar atrás a los seres queridos.

—Haría bien en decirme cualquier cosa que yo no sepa —se quedó en silencio un momento, usando la táctica de mirarme a los ojos sin parpadear—. No quiero que todo acabe aquí.

—Ya —dije mientras le daba la espalda para avanzar hacia Pilar tirando de la correa del perro.

—Sé que ya no vive en el Costa Azul, ¿dónde puedo dar con usted?

Me limité a hacerle un gesto de adiós con la mano y cogí una de las bolsas que llevaba Pilar.

—¿Quién es ésa? —preguntó Pilar llena de curiosidad.

—Una admiradora. Creo que no te he contado que fui una estrella de cine.

Pilar se colgó de mi brazo mirándome de reojo, dudando si sería verdad que yo hubiese sido una estrella de cine mudo.

—¿Y este perro?

—Un regalo de la admiradora. Necesitamos un perro.

Los tres comenzamos a andar. Elisabeth estaría observándonos, y si no tiraba la toalla ahora mismo y se olvidaba de este asunto, acabaría dando con Tres Olivos y por tanto con Heim y Elfe.

Por mi parte, durante bastantes noches, con las gafas de culo de vaso puestas bajo la luz del flexo, me dediqué a escribirle a Sandra una larga carta recordando los acontecimientos que habíamos vivido juntos y se la entregué a Pilar para que se la enviara después de mi muerte, como había hecho Salva conmigo. Dudé si contarle o no que la Anguila había muerto en un sospechoso accidente de coche (en el que no podía evitar ver la mano de Martín), y que con aquella chica de la playa nunca pensé en serio que tuviese un asunto amoroso, sino que era un contacto de otro tipo. Pero al final no se lo dije, porque esperaba que apareciera en su vida un amor tan fuerte que pudiera con la ilusión de la Anguila sin tener que quitársela yo de en medio. Ni tampoco le dije que logré encontrar a
Bolita
y que desde entonces estaba en la residencia y lo llevábamos a correr por la playa Pilar y yo.

Mientras tanto, mientras llegaba el día en que esa carta sería echada al buzón, me dediqué a enloquecer a Heim. Sabía cómo hacerlo, ellos me habían enseñado.

Nota final

La mayoría de los viejos nazis que aparecen en esta novela están inspirados en personajes reales que tras la segunda guerra mundial encontraron refugio bajo el cielo cálido y apacible de nuestras costas, donde han vivido sin ser molestados, hasta edades muy avanzadas. Sólo el personaje ficticio de Aribert Heim, también llamado
Doctor Muerte
o
Carnicero de Mauthausen,
conserva el nombre verdadero.

Biografía

Clara Sánchez, es la primer mujer que gana el premio prestigioso Alfaguara de novela, con su novela
Ultimas noticias del paraíso
. Clara Sánchez nació en Guadalajara, pasó su infancia en Valencia y acabó estableciéndose en Madrid, donde reside en la actualidad y donde estudió Filología Hispánica en la Universidad Complutense. Tras desempeñar otros trabajos, enseñó durante bastantes años en la universidad y participó regularmente en el programa de TVE
Qué grande es el cine
, así como en distintos medios. Colabora en
El País
y tiene un blog en www.elboomeran.com. En 1989 publicó la novela
Piedras preciosas
, a la que siguieron
No es distinta la noche
(1990),
El palacio varado
(1993),
Desde el mirador
(1996), (1999),
Últimas noticias del paraíso
, por la que recibió el Premio Alfaguara de Novela 2000,
Un millón de luces
(2004) y
Presentimientos
(2008). Ha sido galardonada con el premio Germán Sánchez Ruipérez al mejor artículo sobre Lectura publicado en 2006. Su obra se ha publicado en diversos países.
Le Nouvel Observateur
ha destacado de Clara Sánchez que «es dueña de un estilo y de una libertad de tono que encantan. Su mirada es irónica. La crueldad es suavizada por la melancolía e incluso la indulgencia».

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