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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (37 page)

Desde que estaba embarazada se me había ido desarrollando algo parecido a un sexto sentido, notaba los cambios de tiempo y sobre todo si iba a ocurrir algo fuera de lo normal, algo que me iba a alterar. Parecía que el niño se volvía más activo o se paralizaba completamente y eso me asustaba. Me daba la impresión de estar llena de sensores sin saberlo y que bastaba con que se avecinase algún disgusto o quebradero de cabeza para que los sensores se encendiesen, de lo que nada más se daba cuenta la criatura desde su mundo. Los sensores y la criatura estaban en otro plano o en otra frecuencia que anticipaba unas pocas horas lo que iba a pasar. Y de madrugada me desperté completamente desvelada y con angustia. No quería levantarme tan pronto porque no quería sentirme cansada durante el día y cumplir agotada con todas las ocurrencias de Karin hasta que llegara la hora de reunirme con Julián. Así que me puse a leer, pero no podía concentrarme. No tenía ningún motivo objetivo para sentirme nerviosa, por lo menos no más de los conocidos y con los que había aprendido a levantarme y acostarme, sin embargo el amanecer estaba siendo muy desagradable como cuando de niña me despertaban las peleas sin sentido de mis padres y entonces la vida se volvía agria, como si ellos tuviesen poder sobre el sol, el cielo y las plantas.

También era cierto que por la noche había tosido y que probablemente la misma tos me hubiese agitado. Podría ser que hubiese empeorado tardes atrás en la puerta de la peluquería cuando salí sin el anorak. Quizá era hora de ir buscando un nombre para el futuro niño. Un nombre básicamente servía para llamar a alguien por la calle y que volviera la cabeza. Los nombres en sí mismos no son nada, todo depende de quién los lleve puestos. Ernesto, Javier, Pedro, Jesús, Francisco y mil más. Pero aún no sabía qué cara tendría ni qué voz, cualquier nombre podría valer.

Me desperté a eso de las diez. Mira por dónde repasando nombres me había quedado frita. Mejor, cuanto menos tiempo tuviera que ver u oír a Frida, mejor. Me levanté despacio, me puse unos pantalones para bajar a desayunar y al abrir la puerta del cuarto todo olía a pino nevado. Faltaba una hora para que se largara este duende de los limpios bosques. Karin y Fred haría ya bastante que habrían desayunado y no estaban, se habrían marchado a dar una vuelta por la playa o a comprar. Tenía la casa para mí sola, si excluíamos a Frida, que de alguna manera estaría vigilándome aunque no la viese. Me abrigué para salir al jardín a tomarme el café con leche. Las plantas me hacían pensar muy positivamente, pero en cuanto desviaba la vista algo negativo me rondaba. Con Karin y Fred ausentes podría escudriñar por la casa, podría bajar al sótano y ver el sol negro ahora que sabía lo que era. Simbolizaba, según Julián, lo que se oculta tras el sol brillante, lo que no vemos, y sus rayos se doblaban formando la esvástica y las runas. Los nazis creían en estas cosas, en lo que se inventaban ellos y en lo que aprovechaban para sus fantasías. En el fondo se trataba de dominar y de hacer lo que les daba la gana y todos los que yo iba conociendo tenían ese punto.

No quería estar con Frida, así que me arreglé un poco y puse la moto en marcha. Puede que me encontrara circunstancialmente con Julián por el pueblo o puede que me diese un paseo por la playa. Pero cuando iba a arrancar apareció Frida. Se había hecho dos pequeñas trenzas a los lados y llevaba puestos los guantes de fregar.

—No puedes irte —me dijo.

Me quedé mirando su cara de pan. Me la quedé mirando a los ojos.

—Tienes que quedarte hasta que vuelvan, quieren hablar contigo sobre algo importante.

Noté una chispa maligna cruzando en esos ojos azules como el cielo, que serían capaces de aguantarme la mirada dos o tres horas.

—Gracias —dije volviendo dentro.

Caí desplomada en el sofá y cogí la bolsa de terciopelo con las agujas y el pequeño jersey que parecía condenado a no tener mangas ni cuello. Me puse a hacer punto. Hacía punto y tosía, tosía y hacía punto. Me quité el anorak, ¿qué querrían decirme Fred y Karin? La cara de Frida había sido demoníacamente impenetrable. Con los guantes de fregar puestos daba más miedo aún, podría hacerme pedazos y luego quitárselos y tirarlos a la basura junto con mis restos.

Bebí agua porque la tos me irritaba la garganta y me puse otra vez el anorak, tenía calor y frío. No tenía ganas de hacer punto, no tenía ganas de nada, no había nada allí que lograra que me sintiera en un hogar donde apetece tumbarse en el sofá y leer una revista. Pero tampoco estaba allí para eso, tampoco estaba pasando estas angustias para tirarme en el sofá y leer una revista. Tenía una misión, un trabajo que hacer. Frida y yo estábamos luchando en el mismo terreno, aunque no con las mismas armas, yo no tenía armas.

Me subí a mi cuarto a hacer tiempo, la cama estaba revuelta, Frida en cuanto me levantaba un poco tarde ya no me limpiaba el cuarto, era su manera de castigarme por perezosa, no me soportaba. La había pillado observándome de reojo cuando me veía echada a la bartola en una tumbona o en el sofá o bostezando por la casa. No soportaba a las personas como yo, seguramente personas parásitas a su entender. Frida lo tenía todo tan claro quedaba envidia y miedo.

Vi por la ventana cómo entraba el Mercedes en el garaje. Qué curioso, no se habían llevado el todoterreno, se habían llevado el coche que usaban cuando querían impresionar o parecer más formales. Casi siempre que visitaban a Alice y a Otto llevaban el Mercedes. Se conocían de sobra y sabían qué propiedades tenía cada uno y aun así no querían ceder terreno en cuanto a presencia y poderío, así que se podrían haber acercado por casa de Alice o por otro lugar parecido. Quizá habrían ido a solucionar algún papeleo o simplemente al banco. Al entrar oí frases, luego distinguí que eran en alemán y finalmente capté la voz de brida entre las de ellos. La situación no me daba buena espina y me tumbé en la cama deshecha a pensar.

No entendía qué podría haber pasado, pero todo apuntaba a que tenía que ver conmigo. ¿Sería por lo del hotel? ¿Me habrían visto entrar en el hotel de Julián mientras Karin estaba en la peluquería? Siempre podría decir que había llegado hasta allí tratando de aparcar y que había tenido ganas de ir al baño. Ya estaban más o menos acostumbrados a mis idas y venidas al baño. Podrían haberme visto con Julián en el Faro, en el pueblo. Podría ser por tantas cosas... Pero... ¡ ay, Dios!, también podrían haber descubierto lo de las jeringuillas, era eso. Me defendería diciendo que no sabía de qué me hablaban, ¿qué era eso de dos jeringuillas usadas? Seguramente alguien las habría tirado a la basura, y la basura a un contenedor. Les diría que si pensaban esas cosas de mí, ¿cómo iba a entrar en la Hermandad? ¿Por qué querrían que entrase en la Hermandad alguien a quien creían capaz de robar de una papelera dos jeringuillas usadas? ¿Para qué querría yo dos jeringuillas usadas?, ¿o acaso pensaban que era una drogadicta y que las había usado para inyectarme heroína?

Oí unas leves pisadas que se acercaban a mi puerta. No eran las enormes y pesadas de Fred, lentas y macizas. Y no eran las que arrastraba Karin. Éstas parecía que apenas rozaban el suelo, eran como viento rasante, como grandes hojas de otoño cayendo una detrás de otra. Eran como las pisadas de un hada, o de una bruja.

Tocó o más bien rozó la puerta con los nudillos y abrió antes de que yo respondiera. Frida estaba haciéndome una declaración de guerra, algo que me irritó, me asustó y me haría la vida mucho más difícil. Me sorprendió tirada en la cama sin apenas tiempo para reaccionar.

—Baja —dijo—. Quieren verte.

—¿Por qué no has llamado a la puerta
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—pregunté para rehacerme.

—Sí, he llamado pero no lo has oído, estarías durmiendo.

Noté en el tono de su voz el desprecio que me tenía y que me haría todo el daño de que fuese capaz. Y quizá sus sentimientos hacia Alberto tuvieran algo que ver en esto, y si era así me alegraba mucho.

—¿Por qué dices que estaba durmiendo? ¿Es que me ves por un agujero? —dije incorporándome y hablando lo más alto que podía. Algo me decía que debía rebelarme contra Frida y dejar constancia ante Fred y Karin de que no nos llevábamos bien.

—No te va a valer de nada que te pongas así —dijo sin levantar la voz para que nada más la oyese yo.

En ese momento me entró un ataque de tos. Desde lo de la peluquería no paraba de toser, pero ahora con el nerviosismo la garganta empezó a picarme y el pecho me dolía y me lloraban los ojos y apenas podía hilar una frase.

—Desde que llegué... a esta casa... me la...

Iba a decir, me la tienes jurada, pero en ese momento salió y cerré la puerta con un portazo. La tos me ahogaba. Oí el chorro de agua del baño, que estaba en el pasillo frente a mi habitación. Frida debía de haber ido a traerme un vaso de agua. Me tumbé boca abajo en la cama para toser mejor. Más pasos subiendo por la escalera. Necesitaba el vaso de agua, pero no lo tomaría de manos de ella.

—¿Podemos entrar? —dijo Karin.

—Está abierto —dije, lo que era absolutamente cierto porque ésta era la única habitación de la casa que no tenía pestillo.

Karin le arrebató el vaso de agua a Frida y me lo puso en los labios. Me bebí medio de un trago y me alivió. Me sequé las lágrimas. Estaba cansada y sudaba.

—Tranquilízate —dijo Fred—. Seguro que todo tiene una explicación.

—Tiene que tenerla —dijo Frida.

—Cállate, por favor —dijo Karin sentándose en mi cama.

Me levanté, no quería que mi cama se convirtiera en una cama redonda de monstruos. Aunque durmiese bajo el mismo techo, necesitaba tener un espacio lo más alejado posible de sus cuerpos y sus espíritus.

—Ya estoy mejor —dije dirigiéndome a la puerta.

Ellos me siguieron. Los pasos pesados y los arrastrados y los de goma fueron tras de mí escaleras abajo, en comparación con todos ellos los míos eran normales. Escuché mis pasos, algo que nunca había hecho antes, y eran más parecidos a los de la gente corriente que los de ellos.

Pasé a la cocina, a un terreno un poco más neutral que mi propia habitación y me puse un gran vaso de agua fresca. Vinieron detrás, no hablaban. Sólo Frida dijo algo en alemán y nadie le contestó. Juraría que estaba diciendo que yo exageraba para dar pena y que era puro teatro y en cierto modo tendría razón, quería distraerles de lo que fuera en que me hubiesen pillado. No quería sentirme como una condenada esperando la sentencia.

Me senté para beber, y ellos también se sentaron, menos Frida.

—Seguro que tiene una explicación —repitió Fred.

Frida miró el reloj. Karin miró a Fred. Yo volví a beber.

—Falta una ampolla de la caja que trajisteis de casa de Alice —dijo Fred.

¿Faltaba una ampolla en la caja?, eso no era obra mía. Estaba tan sorprendida que casi suelto una carcajada.

Los tres me miraban muy serios. Tardé un minuto en reaccionar, me quedé con el vaso en la mano, luego lo coloqué en la mesa muy despacio y al levantar la vista me encontré con los ojos de hija de puta de Frida. No quería pillarme los dedos y calculé lo que iba a decir, que sería nada.

—¿Y qué queréis de mí? No entiendo nada.

—Tal vez la hayas cogido sin querer o la hayas cogido y la hayas puesto en otro sitio.

—¿Y para qué querría yo coger una ampolla de Karin? No tiene sentido.

—Tendremos que buscársela entre todos —dijo Fred.

—¿Y las otras? —pregunté—. ¿Las gastaste todas?

—No, me queda una —dijo Karin—. No pensaba empezar la otra caja hasta terminar ésta.

—Yo jamás he tocado esas cosas, ni siquiera entro en vuestro cuarto.

—Sí que entras —dijo Frida—. El otro día entraste y se te cayó esto.

Me enseñó uno de los pequeños pasadores de colores con que solía sujetarme el flequillo antes de cortarme el pelo.

—Tú entras en mi habitación, lo has podido coger de allí—dije.

—Lo encontré yo —dijo Karin con voz un poco abatida como sintiendo haberme pillado en falta.

Debía pensar rápido porque para empezar estaba segura de que no se me había caído ningún prendedor en ese baño, lo tenía que haber puesto allí Frida.

—El pasador ha podido ser arrastrado con la escoba, Frida también barre mi habitación.

Karin se quedó pensativa.

—También podría ser que limpiando se te haya caído la caja al suelo y se haya roto una ampolla y quieras echarme a mí la culpa.

Acababa de afianzarme a la peor enemiga del mundo.

Karin y Fred negaron con las cabezas.

—Tendría que haber sacado la caja del cajón de la cómoda para que se le cayera al suelo, y en ese caso la caja se habría tenido que mojar con el contenido de la ampolla —dijo Fred.

—No sé qué deciros, no sé nada de eso. Puede que Karin se la haya puesto y no se acuerde.

Karin frunció el ceño, no le gustó que yo dijera eso. Probablemente Frida se había dado cuenta de la ausencia de los inyectables en la papelera, pensaría que yo tenía una coartada y había preferido prepararme esta jugarreta, no se me ocurría otra cosa, quería desenmascararme de una vez por todas. Entonces intervino Fred.

—¿Qué crees que hay en esas inyecciones?

—Vitaminas, supongo que debe de ser un complejo vitamínico muy fuerte y completo que yo al estar embarazada no me atrevería a ponerme.

—Tal vez querías la ampolla para otra cosa —dijo Frida.

Frida estaba decidida a acabar con esto de todas todas y pensaría acusarme de espía y de que había cogido la ampolla como prueba. Pero Karin miró a Fred, y Fred dijo que se había acabado, que verían la forma de aclarar esta situación y que Frida podía marcharse. Karin aún no quería acabar conmigo, aún quería chuparme un poco más la sangre y no estaba dispuesta a que Frida le estropease la diversión precipitadamente.

Frida dijo algo en alemán. No necesitaba que me lo tradujeran para saber que les decía que iba a dar cuenta de aquello. Los otros asintieron.

—Si has sido tú es mejor que nos lo digas —dijo Karin en cuanto Frida cerró la puerta tras de sí.

—Yo no he tocado esas ampollas, lo juro.

Dije la verdad y les miré de frente y les sostuve la mirada.

—No sé qué habrá ocurrido, pero yo no he sido.

—Quizá Alice —dijo Karin— le haya ordenado a Frida cogerla pensando que la culpa recaería inmediatamente en Sandra. Así tiene una ampolla más y yo me quedo sin Sandra, ya sabes que quiere todo lo que no es suyo.

—Tengo que confesar algo —dije—, quiero ser sincera. Hace unos días entré en vuestro baño. Quería ponerme unas gotas del perfume de Karin, es un perfume que me encanta, pero estuve lo justo para ponérmelo y no se me cayó ninguna horquilla, lo juro.

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