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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (33 page)

Me senté en nuestra mesa habitual y se acercó la camarera.

—Ha venido y se ha marchado.

—¿Perdón? —dije.

—La chica, ha venido y no ha esperado ni diez minutos. Es meterme en lo que no me importa pero no pierda el tiempo. Esa chica no le quiere.

Estuve por soltar la carcajada.

—¿Y cómo lo sabe? —dije.

—Es de cajón, puede ser su nieta. Mírese, ¿si usted fuera ella le gustaría alguien como usted?

—Gracias por el consejo, me tomaré una manzanilla.

—Va a sacarle el dinero —dijo esta mujer de unos cincuenta años mal llevados a la que no quería ofender por lo que pudiera pasar.

—Pues tendría que haber elegido a otro porque no tengo mucho. Vivo a base de manzanillas y menús de nueve euros y el día que como no ceno.

—Ya es algo, a ésa le da igual.

—¿No cree probable, ni por lo más remoto, que pudiera enamorarse de mí?

—Ni de coña. Está loco si se hace esas ilusiones. Es patético que se le pueda pasar por la cabeza.

—Por la cabeza se pasan muchas cosas. No me diga que no piensa usted alguna vez en algún actor famoso al que jamás va a conocer.

—Un actor ¿como quién?

—Un actor, pues... no sé, como Tyrone Power por ejemplo.

—¿Como quién? Ése murió hace mucho, no sé ni la cara que tenía.

—Fue un galán clásico.

—A esa chica no le gustan los galanes, no le gusta usted. Vuelva a su casa. No me iría con la conciencia tranquila esta noche si no se lo dijera.

Le iba a decir que siempre me había parecido que estaba de parte de Sandra y que había sido una verdadera sorpresa que se preocupara por mí.

Agradecí que la manzanilla estuviera ardiendo para hacer tiempo porque sabía que en cuanto Sandra pudiese saldría pitando hacia aquí. Tenía que haber sucedido algo de fuerza mayor para que no viniese a la cita más importante que habíamos tenido y que probablemente íbamos a tener nunca, el descubrimiento del Gran Tesoro. Sin Sandra, sin sus agallas, habría sido imposible descubrirlo. Algún día tendrían que reconocerle su valor. Todo lo que yo había hecho en comparación con lo que había hecho ella no era nada porque yo estaba lleno de odio hacia aquella gente y en cualquier acción mía había una venganza personal, sin embargo ella lo hacía por todos. La camarera no tenía ni la más remota idea de quién era la persona de la que hablaba y que había juzgado con tanta bajeza. La miré con desprecio cuando me trajo la cuenta.

Escribí en una servilleta la palabra
éxito.
«Espero recado y que estés bien.»

Me eché la servilleta al bolsillo, recogí la carpeta y salí. Me senté unos minutos en nuestro banco y puse la servilleta bajo la piedra C.

Sandra

Tenía tiempo de mirar tiendas antes de reunirme con Julián. Había llegado al punto de encontrar un pequeño placer en el simple hecho de poder andar a mi ritmo y no al de los pequeños pasos de Karin o del mismo Julián. Porque aunque siempre hablásemos sentados, tardaba un siglo en poner la taza en el plato y en pagar y en ponerse el chaquetón. Así que el encontrarme a mi aire sin sentir el peso de Karin colgando de mi brazo era un deleite. Me encaminé a la calle de los artesanos y los artistas, donde se encontraban cosas únicas, zapatos hechos a mano, vestidos muy originales, cerámica, objetos de madera y cuero.

Iba mirando los escaparates y entrando y saliendo de las tiendas caprichosamente. Esto que antes de conocer a los noruegos, antes de Villa Sol, antes de Julián, antes de sentir un hormigueo en el estómago que no se me iba de ninguna manera, esto que antes hacía sin pensar ni darle importancia, ahora me producía sensación de libertad y de ser dueña de mí. Una de las tiendas que más me gustaba era de ropa artesanal de niños y vendían jerséis como el que yo intentaba hacer en Villa Sol. Y estaba estudiando una sisa cuando ante el escaparate, decorado con canastillas, con delicadas sábanas bordadas, toallas con puntillas y mil detalles para que un niño se sintiera entre algodones, vi pasar a Frida.

No era nada raro que me pudiera tropezar con ella en cualquier parte del pueblo, pero el verla fuera de los dominios de Villa Sol me sobresaltó y el hormigueo en el estómago se descontroló. Frida no encajaba en el mundo normal aunque nadie aparte de mí en esta calle se diese cuenta. Mi primer impulso fue retirarme a un lado para que no me viese, pero luego me di cuenta de que iba andando obcecada, sin mirar a los lados. Probablemente también ella pensaba que yo no existía fuera de Villa Sol ni del control de los dos viejos y que ella podía descansar de observar y de estar pendiente de todo. Dejé el jerseicito en el mostrador y salí. Estaba casi segura de que Frida no volvería la cabeza. Hacía frío y llevaba sobre un jersey rojo un chaleco acolchado azul marino, mini-falda y botas de piel vuelta, y se había recogido el pelo en una trenza.

Entró en Transilvania, una pequeña tienda de regalos y salió con una bolsa grande. Por una vez en la vida no tenía cara de asesina. Parecía una chica casi normal, con algo de ilusión en la mirada. Continuaba sin importarle lo que ocurriera alrededor, y yo seguía con cierta comodidad sus fuertes pantorrillas asomando por las botas calle arriba. Sólo esperaba que no cogiera la bicicleta, porque yo había aparcado la moto bastante más abajo. Torció hacia el barrio de pescadores con paso cada vez más rápido. O llegaba tarde o estaba deseando llegar a dondequiera que fuese. Y aunque a mí a veces me costaba respirar, no estaba dispuesta a perderla de vista. El instinto me había puesto detrás de ella, y el instinto me obligaba a saber dónde iba. Podría haberme quedado mirando ropa para el niño y siendo libre, pero el querer saber qué estaba haciendo Frida era más fuerte que la libertad.

Se detuvo ante una taberna para mirarse en el cristal de la puerta. Se pasó la mano por la trenza y entró. En el cristal había un pulpo dibujado y no se veía bien, así que doblé la esquina y, como era de esperar, allí había un ventanal y por el ventanal se podía ver a Frida de espalda y a la Anguila de frente. ¡La Anguila! Me alejé un poco para observarlos mejor, ellos no podían verme a mí. ¡La Anguila! Hablaba ella, él la miraba. Ella sacó lo que llevaba en la bolsa. Era una chupa de cuero muy bonita. Él la cogió y sin apenas reparar en ella se la devolvió. Ella le cogió la mano, y él suavemente, sin brusquedad, la retiró. Hablaron, él recostado en la silla, pasándose de vez en cuando la mano por el pelo, y ella con los hombros y la cabeza echados hacia delante, hacia él. Yo estaba medio tapada por un coche y no pensaba moverme de allí hasta que esta historia acabara. ¿Cómo podía confiar en alguien que se veía a solas con Frida?

Pasada media hora Alberto pagó y se levantaron. Frida le tendió la bolsa con la chupa y él al principio no la cogió, se había metido las manos en los bolsillos del chaquetón para no cogerla, pero ella insistió, le suplicaba con todo el cuerpo que no la desairase, y él no tuvo más remedio que aceptar. Incluso a mí la situación me puso tan tensa que me alegré de que cogiera la bolsa y se acabara de una vez con aquello. No me pareció prudente seguirlos, seguramente cada uno se iría por su lado, así que me fui a buscar la moto.

Subí al Faro todo lo rápido que pude y esperé a Julián diez minutos. Pensé que tal vez ya se había marchado, aunque como no había ninguna nota debajo de la piedra quizá no habría podido venir. Estuve a punto de preguntárselo a la camarera y afortunadamente enseguida me arrepentí, porque sólo habría servido para llamar más la atención sobre nosotros y encima lo único que como mucho podría sacar en claro era que Julián se había marchado.

8. Jabón, flor, cuchillo

Julián

Sentí un enorme alivio el día que Sandra me confirmó que Fredrik era Fredrik al encontrar la cruz de oro. Imaginaba lo mal que estaría pasándolo por no poder lucirla en el pecho ni enseñársela a nadie fuera de sus «hermanos». Sus hermanos estarían hartos de la dichosa cruz porque Fred era un advenedizo, ario, eso sí, pero en el fondo alguien que había llegado hasta el corazón del Reich para arrebatarles la gloria a otros, para ocupar un lugar. A él lo habían despreciado un poco y a Karin la habían temido, porque cuando Karin se embarcó en esto tenía muy claros sus objetivos: aproximarse al Führer y seducirle, contaminarse con su poder y mandar sobre el mundo. Corría la leyenda de que había intentado desbancar a la mismísima Eva Braun en el corazón de Hitler. ¿Sería el Führer capaz de enamorarse mientras cualquier ligero movimiento suyo provocaba oleadas de muerte? ¿Suspiraría por Eva o por Karin mientras en Auschwitz o Mauthausen mataba a miles de personas sólo con desearlo? ¿Qué vio Karin en sus ojos? ¿Vería en ellos todo el mal del mundo humano y del universo, de las estrellas y del cielo y el infierno, del futuro y del origen de la vida?

Ni siquiera Satanás, que se suponía que encarnaba el mal, se habría atrevido a ser todo el mal a la vez.

Pero no quería que estos pensamientos me distrajesen de lo fundamental, y lo fundamental consistía en conocer los pasos de Aribert Heim o, mejor dicho, el Carnicero de Mauthausen. Pertenecía al grupo pero hacía una vida un poco aparte. Pasaba prácticamente todo el tiempo en el
Estrella,
anclado en el puerto, haciendo crujir su bonita y agradable madera. Se pasaba las horas muertas limpiándolo y cuidándolo y cuando no estaba en el barco estaba en la lonja comprando el mejor pescado al mejor precio. Cuando había buena langosta, gamba roja y rodaballo volvía más deprisa al barco, loco por probarlos.

Era evidente que había hecho del barco y de la comida el centro de su vida. Aun en invierno iba en pantalón corto. La constante vida al aire libre le había mantenido fuerte, sobre todo las piernas, con músculos y nudos. Las mías por el contrario estaban flacas y blancas, casi azuladas. Andaba encorvado, lo que le hacía parecer un animal obcecado con un objetivo fijo. No miraba a los lados, y si miraba no se notaba. Sus destinos eran el barco, la lonja y el supermercado, no necesitaba más. Con frecuencia salía del barco un intenso olor a pescado asado y se le veía cenar a solas esos extraordinarios manjares con una botella de vino, que se suponía bastante buena. Tras el festín permanecía repantigado mirando el firmamento, y cuando el espectáculo del firmamento se acababa, se iba abajo a ver la televisión, puesta a todo volumen porque debía de estar sordo de algún oído.

Estaba seguro de que Salva lo había localizado aquí y que le había estado observando como yo lo observaba ahora mismo y que habría pensado en mí en esos momentos. Y como yo se habría preguntado cómo se comportaría semejante psicópata en la intimidad con sus mujeres, con la legítima y con la amante, con los hijos. ¿Se olvidaría en esos momentos de sus impulsos asesinos?

Era el más aburrido de la Hermandad, metódico hasta dar asco. Tenía comprobado que tardaba una hora en ir y venir tanto del paseo del supermercado como de la lonja, a veces en la lonja tardaba más, pero nunca menos. Y tardaba una hora en cenar y mirar las estrellas. Tenía un coche aparcado en un garaje de una casa de vecinos del puerto y hasta este momento sólo lo vi sacarlo una vez, quizá para ir a reunirse con sus amigos. Era un coche grande, brillante, impoluto, quizá también lo sacase para hacer una compra grande, lo que ocurriría de tarde en tarde. Mientras le estuve observando, todo lo que necesitaba cabía en dos bolsas y las transportaba una en cada mano.

Hacía dos o tres días, aprovechando que se había marchado en dirección a la lonja, que era donde más tiempo pasaba, me colé en el barco. Podía verme alguien, pero corrí el riesgo, lo hice rápido y de forma natural. Lo que había en cubierta ya lo tenía más que visto, así que bajé las escaleras tan relucientes como todo lo que veía. Un santuario para un cerdo. Olía a café recién hecho, las cortinillas eran de pequeños cuadros rojos. En los cajones de la cocina, los cubiertos estaban perfectamente organizados y, en los armaritos, la vajilla y la cristalería. Cogí un cuchillo por si venía antes de tiempo y me lo encontraba frente a frente.

En el frigorífico tenía
tuppers
con el nombre escrito de lo que contenían y hasta había instalado un conservador de cristal de botellas de vino. En el baño no faltaba un detalle y olía a flores. En una jabonera de plata había reunido pequeñas pastillas de jabón de las que ponen en los hoteles. Cogí una y me la eché en el bolsillo de la chaqueta. Salí al salón dormitorio. Había florecillas naturales en un jarrón y también cogí una que fue a hacerle compañía a la pastilla. En un miniarmario había colocado los calzoncillos y los calcetines en primorosos montones. Unas gafas de cerca reposaban en un estante y estuve a punto de cambiarlas de sitio para desconcertarle, aunque sabía que notaría lo de la florecilla y la pastilla, y tenía la esperanza de que pensara que estaba perdiendo facultades.

¿Dónde guardaría los cientos de notas que había tomado de sus experimentos? En algún sitio tendría que haber cuadernos escritos a mano, donde apuntaba absolutamente todo lo que hacía. Algunos de esos cuadernos habían servido para juzgarlo y condenarlo, pero tendría que haber más. Con toda seguridad se las habría arreglado para llevarse con él material que le recordase sus días de gloria cuando él era Dios y los seres humanos cobayas. Incluso ahora seguía anotando lo que hacía, porque no dejar de ser como era, aunque no pudiera hacer todo lo que le pedía el cuerpo, le permitía vivir mejor que otras personas que no habían matado nunca. Yo también apuntaba mis pasos, en eso nos parecíamos, así que me pregunté dónde escondería yo aquella información. Por supuesto él contaba con que nadie la entendería porque estaba en alemán y que nadie la buscaría porque nadie sabía quién era. Un viejo extranjero en un barco. ¿Cómo se haría llamar?

Yo no guardaría los cuadernos en cajones, ni en el altillo del pequeño armario, ni entre la ropa, ni entre los pliegues de una manta doblada. Si nadie los iba a buscar, ¿por qué tendría que esconderlos? Los pondría a la vista entre cosas parecidas. Se me puso la carne de gallina cuando cogí uno. Estaban en la estantería ordenados como libros. Les había puesto las tapas de novelas de aventuras.

Volvería.

Salí como había entrado, limpié con el pañuelo la escalera, y ya en el muelle me di cuenta de que no había devuelto el cuchillo a su sitio. Me lo había metido en el bolsillo del chaquetón y allí seguía. Yo sí que estaba perdiendo facultades. Iba a tirarlo al mar, pero me contuve. Quién me iba a decir que a este hombre, cuyo solo nombre producía terror, que este hombre que había despojado de todo, incluida la vida, quién me iba a decir entonces que le iba a quitar de su propia casa una pastilla de jabón, una florecilla y un cuchillo. Me marché a ver a Sandra.

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