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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (15 page)

Esa tarde. La tarde del ¡Ábrete, Sésamo! habíamos ido a comprar el vestido y los zapatos para la fiesta de cumpleaños de Karin, que llevábamos preparando varios días a jornada completa. Todos los pequeños roces o, mejor dicho, recelos y dudas parecían disiparse con los preparativos que nos mantenían subidas todo el día en el todoterreno yendo a buscar mil cosas. El vino a un pueblo del interior, los salazones a otro, las tartas a un horno especial. El pescado y el marisco lo encargamos en la lonja y así todo. Lo más pesado fue encontrar un vestido nuevo (un trapo al lado de los que tenía en el armario) y unos zapatos.

Era un vestido de
chiffon
rojo. Despedía reflejos metalizados y con él Karin parecía un regalo, un regalo en el que lo más bonito era el papel. La convencí de que los zapatos no fueran también rojos, porque parecería que iba a una boda, sino de un color
beige,
neutro, aparte de que no podía llevar mucho tacón por la deformidad de los dedos debido a la artrosis. Karin me hacía caso para que me gustara sentirme involucrada en todo lo suyo. Le encantaba que hablásemos de ella hasta la saciedad, aunque fuese de sus pies medio torcidos, y a mí no me costaba nada.

—Con este vestido irían bien unos pendientes grandes de brillantes o un collar —dije distraídamente sin pensar muy bien en lo que decía.

—Creo que aún me quedan brillantes. Si no recuerdo mal aún tengo un collar de brillantes.

Me chocó vagamente el comentario, no tanto como tendría que haberme chocado porque me agotaba toda la atención que chupaba de mí Karin. En el fondo de mi mente revoloteaba el comentario de alguien que se refería a sus brillantes como quien dice no sé si me queda algún racimo de uvas en el frigorífico, como alguien que no los ha tenido que comprar, ni siquiera pagar, ni que elegir. Nadie habla así de sus joyas por muchas que tenga y por mucho dinero que le sobre, lo que tampoco era el caso de Fred y Karin, que no llegaban a tener avión privado ni yate ni mansiones en distintos puntos del planeta, que parecen ser las posesiones que más concuerdan con tantos brillantes.

Terminamos las compras casi a la hora de la cena y al llegar a casa y saludar a Fred, feliz porque su mujer estaba intensamente entretenida y porque él estaba viendo un partido de fútbol y el mundo giraba lentamente hacia la oscuridad, Karin me obligó a subir con ella a su dormitorio. Aunque ya lo conocía, nunca había tenido tranquilidad para fijarme detenidamente en él. Era muy grande y algo infantil, con muchos almohadones y muñecos antiguos, que parecían de colección y que Frida tendría que limpiar con sumo cuidado. Los armarios, la cómoda, las mesillas y el escritorio estaban llenos de curvas, como los cajones, las patas y los espejos. Las lamparitas de las mesillas eran de raso rosa plisado con borlas. También la colcha, las cortinas y las pantallas de las lámparas eran de raso rosa y los adornos de los muebles, dorados. Y no hacía falta entender de alfombras para saber que eran auténticas alfombras persas. Todo era muy, muy caro. Y esa cama rosa sería la cama en que harían el amor aquellas noches espeluznantes en que yo había creído que estaban muriéndose o algo por el estilo. Iba a preguntarme qué cosas habrían oído aquellas paredes y aquellos muebles tan femeninos, pero ni las paredes ni los muebles sienten ni padecen, y por eso duran más que nosotros, soportan todo lo que no sean martillazos ni ningún tipo de destrucción directa, mientras que a las personas nos afectan las miradas, los sonidos. Los sonidos cuanto más bajos más nos perturban, si es que se está hablando de nosotros.

Karin sacó de las bolsas lo que habíamos comprado y lo desplegó sobre la cama. Colocó el vestido y los zapatos, de forma que parecía que ella estaba dentro y que era rosa. Qué bonito, dijo. Yo me senté en un pico de la cama porque no tenía ninguna gana de intuir lo que habrían hecho aquí estos dos, porque al ser yo un cuerpo vivo sí que podría presentirlo.

—Creo que hemos acertado —dije.

Y entonces hizo algo tan sencillo como abrir el armario, inclinarse sobre la caja fuerte y abrirla. Cuando sacó otra caja que había dentro, una caja de madera, yo estaba mirando para otro lado para que viera que no había estado pendiente de cómo la abría. Puso la caja sobre la cama al lado del vestido. Metió la mano y sacó del fondo un collar de brillantes. También había uno de perlas de varias vueltas con brazalete a juego, pendientes, alguna diadema, anillos. De no saber que todo aquello era auténtico me habría parecido bisutería de la que venden en el todo a un euro, lo revolvía con la mano como si fuera chatarra.

—Antes, cuando metía el brazo en la caja, las joyas me llegaban hasta el codo —dijo.

Colocó el collar en el cuello rosa de la cama. Armonizaba maravillosamente con el rojo del vestido.

—¿Puedo? —le dije, acercando la mano a los pequeños destellos que se escapaban de la caja.

—Adelante, querida —dijo ella con esa manera de hablar un poco antigua que tenía—, pruébate lo que quieras, todo es auténtico.

Cogí unos pendientes de rubíes y los dejé colgando de los dedos sobre las orejas, pero sin llegar a ponérmelos porque no quería ponerme unos pendientes que probablemente le habían sido arrebatados a alguien, junto quizá con su vida. Me miré en un espejo de marco dorado y vi que ella me observaba.

—Aún no tienes edad de llevar estas cosas —dijo disuadiéndome de que me encaprichara de ellos.

Los dejé en la caja y seguí sacando piezas y mirándolas a la luz, mientras tenía la vista puesta en una cajita que había en el fondo.

—¿Por qué no te pruebas el collar con el vestido? —dije—. Estoy deseando ver el conjunto.

Mientras se desnudaba, yo hacía que miraba joyas distraídamente y cuando ya lo tenía todo puesto y se estaba contemplando extasiada en el espejo, viendo a la legendaria enfermera Karin dispuesta para una fiesta más, yo con la mano derecha abrí la cajita de terciopelo y vi que en su interior había una cruz, la cruz que había visto en las películas prendida de los uniformes nazis. El corazón me dio un vuelco y empezaron a temblarme y a sudarme las manos, las metí para cerrar bien la cajita, y cuando Karin se volvió hacia mí, saqué el collar de perlas y lo hice crujir entre los dedos. Me clavé las perlas para tranquilizarme.

—Bellísima, Karin, bellísima. ¿Quieres que te vea Fred?

—¡No! —dijo aniñándose todo lo que pudo—, que sea una sorpresa.

Tapé bien la cajita con las joyas y cuando Karin se cambió y fue a devolverlas a la caja fuerte le dije que antes mirara bien por si se nos había caído alguna. Lo dije porque necesitaba que confiara en mí, y en efecto me hizo caso y pasó la mano varias veces por entre las piedras, como si sólo con el tacto supiera lo que había. Estaba todo, así que la dejé cerrando la caja fuerte.

Antes de conocer a Karin no se me habría ocurrido pensar que la maldad siempre está fingiendo que hace el bien. Karin siempre fingía que hacía el bien y debió de fingirlo cuando mataba o ayudaba a matar a inocentes. El mal no sabe que es el mal hasta que alguien no le arranca la máscara del bien.

Julián

A las cuatro, tal como habíamos acordado, estaba en el Faro. No me senté directamente en el banco, daba vueltas nervioso entre las palmeras pensando en mil cosas.

Desde el año 63 llevaba viviendo aquí Antón Wolf. Seguramente los que formaban esta comunidad habrían estado yendo y viniendo ante las narices de todos, como si fueran invisibles. Pasaron de ser unos jubilados jóvenes a ser unos jubilados muy, muy viejos. Una auténtica infamia.

Sandra se retrasó, lo que me puso más nervioso aún. ¿Qué haría sin Sandra? Tenía que reconocer que nada habría sido igual sin ella. Sandra era mi testigo. Lo que hacía no caía en saco roto, no era completamente inútil porque Sandra estaba viéndolo, aunque no se lo contase todo. Sandra era el repuesto que Salva había dejado en su lugar. Y si Sandra se tomase en serio lo de marcharse, gran parte del edificio que estábamos montando se desmoronaría. Era tanto lo acumulado, era tanto el peso de lo que sabía que necesitaba más de dos manos para sostenerlo. Menos mal que oí el ruido de la moto, el maravilloso sonido rodando sobre los guijarros y luego parando. No quise salir a su encuentro, me senté como si llevase así todo el rato y noté a mi espalda cómo se iba aproximando. Sandra tenía andares deportivos, largos y flexibles, pero no hombrunos. Cuando ya estaba junto a mí, me volví y vi su cara de estupefacción, ésta era la palabra de las que yo conocía que más le cuadraba a la cara que vi.

—No me puedo creer nada de lo que está pasando —dijo—, parece que estoy viviendo un sueño o mejor dicho una pesadilla.

No quería interrumpir sus pensamientos y me anudé mejor el pañuelo del cuello. Era evidente que traía novedades de alguna clase porque me miró muy fijamente. Desde que la conocía, hacía tan poco, su mirada había cambiado, era más madura, más dueña de sí, vagaba menos por el ambiente y seleccionaba más.

—He visto la cruz de oro.

—¿Estás segura?

Asintió.

—Hasta ahora dudaba de todo. Cuando uno va buscando se puede encontrar cosas que encajen con lo que busca y que sin embargo forman una impresión falsa. Pero ver la cruz de oro ha sido definitivo. Tú mismo lo dijiste. La cruz de oro es la verdad. ¿Por qué iban a tener ellos algo así si no fuese suyo?

Cabeceé afirmativamente.

—Yo ya lo sabía —dije—, pero tú necesitabas una prueba.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Deja esto a los profesionales, tú márchate, ya has hecho bastante, te lo digo en serio, después podría ser demasiado tarde.

—Aún no, ellos no saben que lo sé, no ha cambiado nada y, sin embargo, ya no soy aquella tontita que encontraron en la playa. ¿Para qué me quieren?

—Puede que para nada en concreto, te quieren para lo que estás haciendo, alegrarles la vida, poner más vida, la tuya, en la de ellos. Les haces un servicio.

—Me haré a la idea de que no sé nada, de que no he visto la cruz de oro y continuaré como hasta ahora. Mañana celebramos el cumpleaños de Karin y no sé qué regalarle. Querría que fuese algo que le gustara, que la pusiera a mi favor más todavía, así podría enterarme mejor de su vida.

—Pero, Sandra, ya sabemos quiénes son y que de ahora en adelante podrás encontrar más y más trapos sucios en su casa y en sus cabezas. Ahora que ya sabes lo fundamental te darás cuenta de muchas más cosas, y no podemos seguir así indefinidamente, lo que necesitamos es dar un giro a la situación, que se pongan nerviosos, que se delaten y que nunca sepan por dónde les vienen los tiros.

—¿Y cómo se hace eso?

—Surge, sólo hay que meter un poco de presión. Venga, vamos a comprar tu regalo. Lo cargaremos en mi cuenta.

Sandra protestó, pero era lo menos que podía hacer en ese momento en que me estaba dejando llevar por un mal pensamiento necesario. La llevé a una tienda de perros y gatos que había visto en el centro comercial, y a Sandra le pareció una gran idea.

Sandra

Karin, el último día, el día de la fiesta, quiso que la maquillara. Parecía que iba a celebrar este cumpleaños como si fuese el último de su vida y seguramente tendría razón. Iban a venir todos sus amigos y estaba muy excitada, apenas si notaba la artrosis. La notaría cuando todo pasase y se relajara, entonces sería mejor huir de aquí. Lo que para ella era una gran diversión para mí era una pesadez. Acabé completamente harta y lo peor es que lo que se dice acabar no se acababa nunca, porque el día anterior aún no le había comprado el regalo. Fue precisamente Julián quien me aconsejó comprarle un perrito. Estaba seguro de que a la auténtica Karin le gustaban mucho los perros, sobre todo una raza en concreto. Y tuvo el gesto de correr él con el gasto. Era un cachorro negro y marrón de rottweiler, una bola tierna y preciosa. Se lo entregaría en una cesta de mimbre forrada con un relleno de flores y un lazo grande de rafia roja en un lado.

Me vestí un poco formalmente para estar a tono con los demás. Me puse un vestido de tirantes y encima un chal y una flor en el pelo, arrancada del jardín, más grande que una rosa, que no sabría decir cómo se llamaba. La verdad es que todo había quedado precioso y Fred se encargó de encender velas por todas partes. En cuanto llegaron los primeros invitados se empezaron a abrir botellas de champán, y un camarero contratado para la ocasión pasaba bandejas de canapés hechos en el mejor restaurante de la zona. Karin me presentaba a todos como si fuese de la familia, menos a Alice y Otto, que me conocían de sobra y que se limitaron a saludarme con frialdad, y a Martín y Alberto, que también vinieron a la fiesta con varios más como ellos y que me preguntaron si yo era de la Hermandad, hasta que Martín les dijo algo por lo bajo y se alejaron de mí. Frida también estaba, había asado el pescado y hecho unas coloridas ensaladas de lechuga, remolacha, pimientos agrios y salazones.

Y  había unido unas cuantas mesas para preparar una larga en el invernadero, que con las plantas y las velas encendidas no podía resultar más agradable. No sé por qué, sentada entre aquella gente que se preguntaba quién era yo y que se dirigía a mí por estricta cortesía y con gran curiosidad, tenía cierto sentimiento de culpa por no haberme molestado tanto en preparar jamás un cumpleaños para mi madre; ni se me había pasado por la cabeza perder varios días montándole una fiesta a mi madre.

Y  ahora aquí estaba entre estos extraños celebrando un cumpleaños que en el fondo no me importaba nada. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Iba sin norte, como cuando bajaba en la moto hacia el pueblo por la noche y enfrente todo eran estrellas y abismo.

No sabes qué clase de madre vas a tener, pensé dirigiéndome telepáticamente a mi hijo. No estoy preparada para ser hija ni para ser madre. Soy una perezosa, una inconstante, no soy nada y voy a tener un hijo que va a depender de mí. Ni siquiera sé cómo te voy a llamar y ya estás aquí, en este invernadero en medio de un rollo que ni te va ni te viene, ni a mí tampoco. Según me iba sintiendo más fuera de lugar, a mi alrededor las caras se iban enrojeciendo y las voces se excitaban más y más. La comida y la bebida no fallaban nunca en cuestión de alegrar a una tribu. Y empecé a imaginármelos muy bien a ellos con los uniformes de las SS y a ellas con los vestidos que Karin guardaba en el armario. Si fuesen jóvenes, quizá después de la cena vendría la orgía, ahora no podrían ni ponerse a cuatro patas. Y entre ellos, rindiéndoles pleitesía, venerándolos, estaban Martín y sus amigotes. Se habían puesto traje y corbata y parecían matones de discoteca, salvo la Anguila, que observaba de lado con la cabeza gacha. Era el que más hablaba con Otto y Alice, y al que más pillé mirándome de reojo.

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