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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (14 page)

Ahora también había añadido al anterior itinerario la casa del difunto Antón Wolf. Estaba escondida tirando hacia el interior, donde se habían restaurado y modernizado casas de huerta conservando el aire rústico. Sólo tuve que ir al registro de la propiedad para averiguar la dirección. Estaba a nombre de Elfe.

No era fácil dar con ella, había que meterse por un camino de tierra y yo lo hice con total descaro, como si me hubiese perdido. Antes de entrar en la propiedad ya estaba ladrando un perro. Me dispuse a girar, para dejar el morro apuntando al sendero, en la puerta de la casa, rodeada de un jardín tan silvestre que parecía campo. Lo hice despacio para darle tiempo a Elfe a salir. Bajo una pérgola había dos coches, uno flamante y otro viejo.

Era una mujer en las últimas. Los ojos se le habían empequeñecido de llorar y tenía el pelo sucio y sin peinar. En otro momento de la historia de la humanidad me habría dado pena. Su dolor me inspiraba curiosidad, podría ser el dolor de haberlo tenido todo y ahora estar dejando de tenerlo. Le acercó el agua al perro y luego vino a mí.

—Disculpe —dije—. Creo que me he confundido, busco...

—La casa de Frida está un poco más abajo, en la tercera curva a la derecha, en el camino hay un buzón negro.

Estaba claro que todo el que venía por estos andurriales buscaba a Frida, nunca a Elfe, y Elfe lo tenía asumido. Le di las gracias con el convencimiento de que Elfe no duraría mucho. Había bajado la guardia, hablaba demasiado. No podrían arriesgarse a que fuese diciendo por ahí lo que sabía. Y mira por dónde, sin proponérmelo, había localizado la casa de la tal Frida. Otra más a tener en cuenta.

Desde el camino se veían varios coches y poco de la casa. Estaba bastante aislada y en mi posición me encontraba expuesto a ser visto, así que no me atreví a usar los prismáticos y seguí adelante. Iría a echarle un vistazo a Heim y le haría una foto al barco con la minicámara.

Sandra

Nunca reparaba en lo que hacía Frida, la asistenta, que ellos llamaban empleada. Venía tres horas a diario y mientras ella arreglaba la casa aprovechábamos para salir a hacer gestiones o para estar en el jardín, sobre todo cuando tocaba limpiar la planta baja. Pero si nos quedábamos dentro había que reconocer que era silenciosa como un duende, sólo se oían los ruidos de unos muebles que parecía que se movían solos y de unas ventanas que parecía que se abrían solas y también parecía que el propio suelo se encargaba de ponerse reluciente. Uno de los días en que Karin se encontraba tan bien que decidió marcharse a jugar al golf con Fred y Otto, vi que la asistenta abría la salita-biblioteca para limpiarla, seguramente de cara a la fiesta que Karin pensaba dar, y que volvía a cerrarla desde dentro, lo que me extrañó porque Karin me había dicho que allí no entraba nadie.

Ni corta ni perezosa abrí la puerta y entré. Ella estaba subida en la escalera de la librería quitando el polvo a unos libros de aspecto distinto a las novelas de amor que leía Karin. El ambiente era acogedor. Había sillones de piel donde debían esperar las visitas repantigadas cómodamente. Entonces la empleada se volvió y me preguntó con acento alemán si buscaba algo y entonces comprendí que, de ser verdad las sospechas de Julián, ella era uno de ellos, así que no me arriesgué, retrocedí hacia la salida y le dije que quizá me marchase dentro de un rato y le pedí que dejase bien cerrada la casa.

No me marché, hice ruido con la moto, y me quedé. Vi desde el jardín cómo sacudía algunas cosas por la ventana de la salita-biblioteca y cómo colgaba en el alféizar una gran alfombra persa a la que acababa de pasar la aspiradora. Contemplé a mis anchas cómo abría un armario muy bonito pintado en verde manzana envejecido, que contrastaba con la seriedad de las librerías y que le habría encantado a mi hermana, y casi solté un grito cuando sacó el uniforme nazi y lo cepilló con sumo cuidado y a continuación pasó un paño a unas botas negras que eran casi tan altas como yo. Acababa de descubrir algo importante, un indicio más a favor de las teorías de Julián, y nadie de esta casa debía darse cuenta de que lo había descubierto, por lo que me metí en el garaje y desmonté el sillín de la moto, preparada para hacer como que lo arreglaba si acaso Frida se asomaba por allí, lo que afortunadamente no ocurrió. Ni siquiera pasó por el garaje. Cuando llegó su hora, cerró la casa, subió en la bicicleta y se largó sin mirar atrás.

Los Christensen no habían llegado, era el momento ideal para fisgonear en el sótano y en las habitaciones otra vez. Coloqué el sillín en su sitio, saqué el llavero del bolsillo del pantalón y abrí la puerta de entrada. Había un olor muy agradable, como si Frida hubiese esparcido espliego por todas partes. ¿Cómo era el espliego? No sé, pero Frida tenía una cara muy saludable y aspecto de llevar espliego en los bolsillos y unas pantorrillas sumamente fuertes de pedalear en la bici. Cuando entraba en la casa metía con ella todas estas sensaciones.

Nunca había pensado en Frida, la veía llegar y a veces irse y nada en medio y, sin embargo, se me había fijado en la mente. Era rubia y tendría unos cuarenta años, aunque el sonrosado de las mejillas era de quince. Al ir a tanta velocidad en la bici, el aire se le pegaba en la piel y en la ropa y se había convertido en su olor característico.

En el sótano no había gran cosa o yo no sabía verlo. Después del uniforme tenía la impresión de que por aquí y por allá tendría que haber más cosillas guardadas. Lo único que me llamó la atención fue un sol con sus correspondientes rayos grabado en el pavimento y pintado de negro.

Julián

No encontraba un sitio lo suficientemente seguro en la habitación para esconder los cuadernos. No me fiaba de Tony, el detective del hotel, tenía la impresión de que me vigilaba, y cada vez dudaba más de Roberto, el conserje. Al principio llevaba los cuadernos en la chaqueta, pero iban siendo demasiados, ahora sólo cargaba con el que utilizaba para tomar notas, los otros los dejaba en el coche debajo de las alfombrillas, lo que no era muy recomendable porque a cualquiera que le diera por registrar el coche con toda seguridad los encontraría y, si no, acabarían en algún desguace entre trozos de chapa. También me horrorizaba que me relacionaran con Sandra y ponerla en peligro. Aunque bien mirado, el mundo siempre es peligroso, a veces de una manera consciente y otras, inconsciente. El mundo era peligroso para mí de forma consciente y para Sandra de forma inconsciente.

Lo último que había anotado es que tendría que volver por casa de Elfe. Directamente Elfe no me interesaba demasiado, pero sí lo que se le pudiera escapar, lo que pudiera sonsacarle ahora que se encontraba en baja forma y desorientada. En el cementerio no dio la impresión de ser muy amiga de Karin y Alice. Estuvieron junto a ella, pero no la tocaron ni la consolaron, ni apenas le hablaron. Tal vez arrastraban una enemistad o no habían llegado a congeniar. Puede que Elfe no estuviera a la altura de la maldad de Karin y Alice. O podría ser que las hubiese superado. No sabía nada de ella, me había pasado desapercibida, tendría que pedir información al Centro, para lo que no tenía tiempo ni ganas.

Me acerqué con precaución a la bonita casa de la viuda Elfe. En el parking descubierto, hecho de madera maciza, estaban los dos coches de la vez anterior. Uno sería el de batalla y el otro el de ir a jugar al golfo a las casas de los otros oficiales si es que los invitaban. El perro se me abalanzó a la ventanilla ladrando. Esperé un poco a ver si salía Elfe y toqué el claxon, pero nada, sin embargo los coches estaban allí. El perro fue a la puerta, ladró y luego regresó. Parecía querer avisarme de algo. De acuerdo, dije, voy a salir. Salí y el perro me ladraba, pero no me enseñaba los dientes, alborotaba a mi alrededor, era bastante grande, pero no estaba dispuesto a agredirme.

Fui a la puerta y toqué el timbre. Me asomé por la ventana de la cocina. No se veía a nadie. El perro quería que yo hiciera algo más, estaba nervioso, pero yo no sabía qué más hacer, no podía forzar la puerta,
¿y
si no estaba dentro? No puedo hacer nada, le dije al perro, lo siento, amigo. Entonces el perro fue a un lado de la casa y me miró como diciendo ven. Me señaló con el hocico el suelo, un macetero de cobre. Lo retiré con un enorme esfuerzo maldiciendo al perro y a Elfe. Había una trampilla para bajar al sótano. La abrí y el perro salió disparado, casi me tira. Bajamos al sótano y subimos para salir al vestíbulo, junto a la escalera. El perro las subió corriendo y ladró desde arriba, pero yo después del esfuerzo hecho con el macetero tuve que descansar y subí despacio. Por si las moscas en el bolsillo de la camisa llevaba siempre una pastilla de nitroglicerina, que esperaba no necesitar. No sé por qué sabía que no había llegado mi hora.

Descansé otro poco y me asomé donde me indicaba el perro. Podrías estar rodando películas de acción, le dije. Después de Sandra era el ser más admirable que había conocido en los últimos tiempos.

La habitación apestaba a alcohol y vómitos. Elfe estaba tumbada en la cama, seguramente inconsciente. Fuera como fuese, no pensaba llamar a ninguna ambulancia. Hice salir al perro para que dejara de lamer toda aquella porquería y cerré la puerta. Miré si había un baño en la habitación, empapé una toalla y le envolví con ella la cabeza, le metí los dedos en la boca. No sabía si habría tomado pastillas además de alcohol. Cuando terminó de echar todo lo que tenía dentro, la obligué a levantarse y haciendo yo un esfuerzo que Elfe no se merecía la llevé al baño y abrí la ducha. Gritó y le ordené que se callara. El agua le caía sobre una falda y una blusa que apestaban. Luego la envolví en un albornoz y la metí en otra habitación, que estaba limpia. Abrí la cama y le dije que se acostara. Ella decía algo en alemán que sonaba a queja, a arrepentimientos y a no poder más. El perro subió y se quedó junto a ella meneando el rabo. Estaba seguro de que si este animal hubiese tenido unas manos como las mías habría hecho todo lo que había hecho yo o mejor aún. Bajé a la cocina a hacer café.

Tarros ordenados, copas de vino cuyo cristal se había impregnado de un ligero tono morado por su mucho uso. Cogí una taza, y afortunadamente en el tarro donde ponía café quedaba suficiente para hacer una cafetera. Hice una. En la cocina se respiraba tristeza, soledad triste, drama.

Subí una bandeja a la habitación. Yo no tomé café, no quería que me desvelara y, sobre todo, no quería tomar el café de Elfe, ni poner mis labios donde los hubiesen puesto ellos. El perro arrimó la cabeza junto a mi pierna y se la acaricié.

—¿Cómo se llama el perro? —le pregunté a Elfe.


Thor,
como el dios.

—No es para menos —dije sentado en el borde de la cama—. Si no fuese por él, no habría podido entrar.

Le puse una taza en las manos y le serví.

—No he subido azúcar, lo siento.

—Es igual, gracias. Jamás pensé que viniera nadie a rescatarme y mucho menos un desconocido.

No le pregunté si había intentado suicidarse, no me interesaba. Podría tratarse de una mezcla de alcoholismo y suicidio.

—He venido a darle el pésame. Conocía a Antón del golf, y
Thor
no me ha dejado marcharme. Me ha enseñado dónde está la trampilla del sótano para subir.

Se recogió el pelo con las manos y se lo puso detrás de las orejas. En algún momento de su vida pudo haber sido guapa, pero ahora daba miedo verla.

—Me he metido empapada y he mojado la cama —dijo apesadumbrada, seguramente no recordaba cómo había dejado la otra cama.

—No se preocupe, ya lo arreglará cuando se encuentre bien, ahora descanse. Le dejo la cafetera.
Thor
cuidará de usted.

—No, por favor, no se vaya. Ellos no me quieren, me consideran débil y estoy segura de que nunca vendrán a verme, de que me dejarán completamente sola.

—¿Se refiere a los amigos que jugaban con Antón al golf?

—Sí—dijo hundiendo la cabeza en la almohada—. Ellos y sus estúpidas mujeres. Siempre me han dado de lado.

—Seguro que usted era mucho más guapa que ellas cuando eran jóvenes.

Se incorporó apoyándose en los codos.

—¿Cómo dice que se llama?

—Julián.

—Bueno, Julián, esta que ahora mismo está viendo no soy yo, si no pregúntele a Antón.

No le recordé que Antón había muerto, para qué, en su mundo de ahora mismo Antón podría estar jugando al golf y yo ser amigo suyo y el perro un dios.

Se levantó con el albornoz sobre la falda y la blusa mojadas y bajó descalza agarrándose a la barandilla hasta el salón, yo la seguía y
Thor
llegó antes que nosotros. Abrió un cajón, sacó un álbum de fotos y pude verla de joven vestida como en los años cuarenta, con el pelo al viento y una mirada en que podía leerse que acabaría así. Brazos en alto, cruces gamadas, Antón Wolf de oficial. Karin de enfermera en otra foto. Le pregunté por ella.

—En esta época no conocía a Karin, pero cuando después ya nos conocimos me regaló la foto, luego nos distanciamos.

Todos ellos ya maduros en bañador en una playa. Alice sola en bañador. Ellos y otros más de uniforme. Aquel álbum era una joya y yo lo quería.

—Por curiosidad, ¿desde cuándo vive aquí, Elfe?

—Desde 1963. En 1970 tuvimos que marcharnos tres años, pero volvimos. Cuando regresamos, la casa estaba en su sitio, nadie había tocado nada.

—¿Y Karin? ¿Y Otto y Alice?

Pasó por alto la pregunta, quería hablarme de cada una de las fotos, pero le dije, guardando de nuevo el álbum en el cajón, que vendría a visitarla muy pronto y que las veríamos con más detenimiento.

—Ahora tiene que ponerse bien, tiene que descansar y, si quiere, en cuanto haga un buen día de sol la llevo a la playa. El sol lo cura todo.

Desde abajo vi cómo subía las escaleras cansinamente y cuando la perdí de vista abrí la puerta de la calle, pero antes de salir volví al salón y saqué del cajón el álbum de fotos. Cerré la puerta suavemente, aunque no la trampilla del sótano. Que la cerrara el perro.

A pesar de que me había manchado la chaqueta, me iba contento, me la limpiaría yo mismo o puede que hiciera un extra y la mandase a la tintorería.

Ahora también tendría que encontrar un lugar seguro para el álbum de fotos.

4. Ábrete, Sésamo

Sandra

La cruz de oro parecía la prueba que necesitaba para comprobar que las sospechas de Julián no eran meras fantasías y que yo no me estaba volviendo loca. Se me ocurrían dos sitios en que podrían haberla guardado: en algún cajón cerrado con llave de la salita-biblioteca o en la caja fuerte del armario junto con las joyas de Karin, y por lo tanto sería imposible dar con ella. Tendría que averiguar cuál era la combinación para poder abrirla, algo imposible hoy por hoy. Y, sin embargo, era sencillo, sólo había que decir: ¡Ábrete, Sésamo!

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