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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (17 page)

—Hoy no podré arreglar tu cuarto. Tengo mucha faena aquí abajo.

—No importa —dije—. Luego haré la cama.

Frida sacaba copas y más copas del lavavajillas y todas juntas sobre la encimera de la cocina producían un efecto luminoso e intenso que casi me hipnotizó.

Tenía frío. Había refrescado mucho y el sol ya no era suficiente, debería comprarme botas cerradas y calcetines y también un anorak. En la entrada había un armario empotrado con impermeables colgados, paraguas, chaquetas y calzado de batalla para salir al jardín y andar por la playa. Me puse unas deportivas gastadas de Karin. Me iban un número grande, pero no importaba, no quería acatarrarme en mi estado. Y también
cogí
una chaqueta de lana con los bolsillos caídos de tanto como Karin había metido las manos. Me la abroché bien y arranqué la moto, el todoterreno era demasiado aparatoso para aparcarlo y además no me atrevía a llevármelo sin el permiso de Karin, tenía la impresión de que algo había cambiado por la noche y que ya no nos encontrábamos en la misma sintonía.

El viento se colaba entre los puntos de la chaqueta de lana y me helaba los huesos. Parecía que la maldita carretera de curvas no iba a terminar nunca. Aparqué cerca del hotel de Julián, quería contarle lo del perro y sobre todo quería hablar con alguien que no fuese de la Hermandad. La Hermandad, alguien había pronunciado esta palabra y era la que mejor le cuadraba a la tribu en la que había ido a caer sin proponérmelo.

El conserje, un hombre con una peca bastante grande en la mejilla derecha, me dijo que Julián había salido a dar una vuelta. Me pregunté por dónde me gustaría a mí dar una vuelta a esas horas y me dirigí al puerto. Andando, la chaqueta me molestaba, así que me la quité y me la eché por los hombros y entonces empecé a tiritar. Recorrí el puerto buscando con la mirada a Julián hasta que descubrí un sombrero blanco junto a los catamaranes y barcos de vela.

—Hola —dije.

A Julián no le sorprendió verme.

—Estoy absorbiendo vitamina D. ¿Quieres una poca? —dijo haciéndome sitio en el poyete en que estaba sentado.

Estornudé y me puse la chaqueta de nuevo.

Julián

No dormí bien a pesar de que me tomé un sedante. Me lo tomé porque no tenía la conciencia tranquila y sabía que en algún momento de la noche, bien en sueños o despierto, aparecería Raquel con sus reproches. Mi mujer no habría consentido que metiera a esta chica en un asunto tan retorcido sin su consentimiento. Me habría prohibido que la utilizara. Me habría dicho que me había vuelto como ellos, que me había contaminado con su maldad. Por suerte Sandra estaba aquí sentada junto a mí, pero los remordimientos me impedían mirarla a los ojos. Le pregunté cómo se encontraba con la vista puesta en el balanceo del
Estrella,
el barco de Heim, a lo lejos.

—Bien —dijo, y a continuación me contó más o menos lo que yo había imaginado que ocurriría con el dichoso perro.

—No lo entiendo —dijo ella—. Tienen tanto jardín y la casa es tan grande que un perro no podría molestarles, les haría compañía, les protegería. Y luego está Frida, que podría darle de comer. Me quedé desfondada con la reacción de Karin.

—Lo siento —dije sintiéndolo de verdad, arrepintiéndome sinceramente, pero sin confesarle que los perros de esa raza eran los que Fred y Karin utilizaban en el campo de concentración para aterrorizar a los prisioneros (era uno de sus rasgos más conocidos e identificativos, por lo que su reacción me confirmaba que sin duda alguna eran ellos) y los que mataron entre los dos cuando entraron los aliados y tuvieron que salir huyendo. Seis perros de raza, fuertes y asesinos como sus dueños, quedaron tumbados en el suelo con un tiro en la cabeza, como si fueran las sombras de Fredrik y Karin. No se lo conté a Sandra porque necesitaba un poco más de su inocencia.

Y me sentí mucho más cerdo y miserable cuando me confesó que estaba nerviosa porque le iban a hacer una ecografía para saber el sexo de su hijo. Tenía los dedos de las manos entrelazados, en ambos dedos corazón llevaba anillos grandes. El sol le caía sobre los mechones rojos, los tenía más largos que cuando la conocí en la casita, aunque cortados de forma desigual, que era la moda de los jóvenes. Brillaba el pequeño pendiente de la nariz. Era tan hermosa y natural, a pesar de todo lo que se ponía, que pensé que no merecía estar a su lado, no merecía hablarle ni mirar sus ojos verdosos. No merecía que me sonriera ni que me considerara un semejante. Aunque estábamos juntos yo pertenecía a un planeta distinto, yo había pertenecido a la fuerza a un pasado sin perdón. También podía sentarme junto a una rosa de rojos pétalos aterciopelados y junto a una roca o bajo una estrella fulgurante y no por eso éramos lo mismo. Me dijo que en el fondo tenía la sensación de traicionar a su madre si le permitía a Karin vivir este momento con ella. Sandra tenía unos problemas morales tan bellamente ingenuos que daban ganas de abrazarla y de protegerla en una burbuja de cristal.

—Puedo ir contigo, si quieres. Yo no soy una mujer, no traicionarás a tu madre. Sé lo que son esas cosas. Tengo una hija y tú podrías ser mi nieta.

No tendría que haber dicho esto, ¿habría tratado a mi propia nieta como a ella?, ¿la habría expuesto así?

—Sí, creo que eres la persona que quiero que venga conmigo—dijo.

Hasta la hora de la consulta fuimos a la calle comercial porque quería comprarse calzado de invierno. Se compró unas botas negras hasta el tobillo con suela de goma, seis pares de calcetines en oferta y un anorak chubasquero amplio. Se puso unos calcetines, las botas, el anorak y metió en una bolsa las deportivas y la chaqueta de lana que llevaba. Yo me compré un chaquetón tres cuartos al gusto de Sandra.

—Ahora ya podemos ir a la
eco
—dijo.

Con las botas era tan alta como yo. Iba andando por la calle como una reina y a mí me gustaba ir a su lado. De vez en cuando estornudaba como si hubiese cogido un resfriado. El viento venía del mar y arrastraba algunas gotas frías.

Al llegar a la clínica, nos sentamos en la sala de espera hasta que la llamaron. No me levanté, le dije que aguardaría allí. Fue ella quien me pidió que la acompañara, y no es que me sintiera incómodo, es que era consciente de que estaba en una situación que no me correspondía, no me lo merecía, y no me creía capaz de darle el apoyo que necesitaba.

Entramos en una habitación muy pequeña donde apenas cabíamos Sandra tendida en la camilla, la médica sentada en una silla giratoria junto a ella y yo en un rincón sujetando la bolsa de las zapatillas y el jersey y la mochila de Sandra y encima de todo ello mi sombrero.

—Es un niño —dijo la médica.

Hubo un silencio y después Sandra preguntó:

—¿Un niño?, ¿está segura?

—Bastante segura. Mira, éste es el corazón.

Adelanté la cabeza para mirar en el monitor, pero todo era muy confuso, podría ser un niño o cualquier otra cosa. He de reconocer que en ese momento se me olvidó todo, incluso quién era yo y qué hacía allí.

—¿Y está bien? —preguntó Sandra.

—Perfectamente —dijo la médica, pasándole un papel absorbente por la barriga y quitándose los guantes con un latigazo.

—Felicidades —le dije yo.

—¿;Es usted su abuelo? —preguntó la médica de modo mecánico.

No llegamos a contestar, ambos consideramos que era innecesario mentir a alguien que no tenía ningún interés en nosotros. Le tendí a Sandra el anorak y la mochila y yo cargué con la otra bolsa.

—Un niño —murmuró Sandra.

Creí que lo mejor era sonreír.

—Ni siquiera sé qué nombre voy a ponerle, no soporto a la gente que parece que tiene un hijo para ponerle un nombre que ha buscado hace mil años.

—Ya se te ocurrirá alguno. Tienes tiempo. ¿Qué te parece si lo celebramos? Te invito a comer. Vamos a buscar un buen restaurante.

Estaba siendo un insensato, por nada del mundo tendría que haberme dejado ver con Sandra por el pueblo. Me relajé y decidí confiar en la suerte, en que no diese la casualidad de que nadie que me reconociera nos viese juntos. Pobre chica, había pasado del nido de víboras a la serpiente venenosa.

Le pregunté dónde había dejado aparcada la moto y le propuse ir en mi coche a algún restaurante del interior que fuese menos turístico y donde pusieran comida tradicional, y de paso visitaríamos algún sitio que nos llamase la atención. Le pedí que me esperase en una terraza mientras iba al hotel a buscar la medicación.

Roberto me salió al paso para decirme que había venido a buscarme una chica entre pelirroja y morena, una punki casi.

—No es una punki —le dije—. Los punkis llevan cadenas, cuero, crestas. Ya apenas hay punkis.

Por la cara que puso deduje que le había hecho gracia mi comentario. Notaba que cada vez me respetaba más, que debajo de esta capa de arrugas y huesos iba descubriendo una vida.

—Bueno, parece que sabe de quién le hablo.

Le dije adiós con la mano camino de los ascensores y de nuevo cuando pasé ante él camino de la salida con las pastillas en el bolsillo de la camisa.

Cuando regresé a la terraza donde la había dejado, encontré a Sandra con la cara apoyada en la mano y sumida en la más absoluta ensoñación. Cualquiera podría haber pensado que esa chica estaba aburrida y que no le interesaba nada de su alrededor, pero yo sabía que era todo lo contrario, que Sandra tenía mucho en que pensar. Ahora mismo la vida era completamente suya y si hubiese querido nos habría dejado a los demás sin nada. Necesitaba concentrarse en ese poder y me senté unos minutos sin decir nada.

Le pedí que condujese ella. Abrió el coche tarareando.

—Cuando volvamos llamaré a mis padres desde algún bar, no puedo guardarme esto para mí sola, es imposible.

—El móvil no me funciona aquí, no lo saco del hotel.

—No importa, no es nada urgente.

—No deberías haber ido al hotel, no es seguro —dije.

Sandra se encogió de hombros.

Lo pasamos bien. Visitamos algunos pueblos pequeños y encontramos al pie de una carretera estrecha un restaurante donde nos sirvieron unas rebanadas de pan tostado en el horno y rociado con aceite de oliva en las que podíamos untar alioli casero con un delicioso sabor a ajo. Nos pusimos las botas con los embutidos y los salazones y Sandra me contó que nunca se le había dado bien estudiar ni trabajar, que se aburría mucho haciendo ambas cosas. Había terminado la FP de Administración a trancas y barrancas y su padre consiguió meterla en las oficinas de una constructora. A la semana la invadió una gran tristeza y a los seis meses había adelgazado seis kilos y al año no era capaz de enterarse bien de las noticias del telediario. Santi la ayudó mucho. Era medio jefe y un día le pidió que visitase al médico de la empresa, y el médico le dio una baja por depresión. Santi se portó muy bien, era cariñoso y siempre se empeñaba en encontrar cualidades en Sandra que Sandra sabía que no tenía. Le aconsejó que aprovechara el rollo de la depresión lo más que pudiera y cuando se le acabara la baja que se diera el piro porque esto no era lo suyo. Ella tenía un espíritu más artístico. No todo el mundo servía para estar ocho horas entre cuatro paredes. Total que no servía para nada.

—Cuando me enteré de que estaba embarazada se me pasó por la cabeza abortar. No sé si hago bien teniendo a este hijo. No sé si voy a saber criarlo. Si voy a poder darle lo que necesita. No sé si...

—No te preocupes, los niños se crían solos, son capaces de vivir en condiciones que ni te imaginas. Lo único que hay que hacer es quererles y darles de comer. Y no creo que tu familia permita que os muráis de hambre.

Sandra estaba a punto de llorar y me asusté. Movía la cabeza de un lado a otro, negando mis palabras.

—Este niño se merecería tener una madre inteligente, una madre que hubiese estudiado y que fuera capaz de hacerle jerséis bonitos.

—Ese niño se merece tener una madre que no piense esas cosas de sí misma. Tú eres muy valiente, más valiente de lo que crees, cuando pasen unos años lo comprenderás, entonces mirarás atrás y verás que eras espléndida y que con lo que tenías hiciste lo que pudiste de la manera más honrosa posible.

Me miró con los ojos a punto de reventar de lágrimas. Estaba soportando una carga emocional más fuerte de lo que creía. Lo sabía yo mejor que ella. Ella no podía ver desde fuera el laberinto en el que estaba metida, por eso cuando se llega a mi edad y podemos verlo desde arriba desearíamos volver atrás y recorrer el camino sin agobios ni angustias.

Le pasé mi servilleta de papel para que se sonara.

—Y ahora te vas a tomar un trozo de tarta de chocolate con nata, y yo un cortado. Y mañana Dios dirá.

De improviso, como atendiendo a alguna pregunta que le hubiese hecho inconscientemente, me dijo que el perrito se lo había quedado uno de los amigos de Fred y Karin. Se llamaba Alberto, pero ella lo llamaba la Anguila por la forma tan resbaladiza que tenía de mirar. Probablemente la cabeza también le estallaba con información de la que no era consciente al cien por cien. Probablemente le causaba ansiedad estar procesando datos y detalles que no sabía encajar. Creemos que sólo nos hace daño lo que sabemos que nos hace daño, pero hay multitud de recuerdos e imágenes que crean una gran melancolía porque no entendemos su sentido.

—Dice que tengo que salir con él un día.

Me quedé mirando fijamente a Sandra tratando de descubrir qué querría aquel elemento de ella. Por cómo me lo describía no me parecía el típico fanático sin luces. Este olía a psicópata.

—No puedes fiarte de él. Trata de hacer lo que él espera que hagas. Lo que no sabemos es qué quiere de ti.

—Voy a decirle que no puedo ir. No quiero hablar con él. Antes iría con el ángel negro, me inspira más confianza.

El Ángel Negro. ¿El ángel negro? Alemán, moreno, de mi estatura, elegante, afable, de apariencia equilibrada, inteligente, el cerebro de cualquier organización. Por lo que Sandra me dijo de él podría ser Sebastian Bernhardt. No, era imposible, la historia oficial decía que había muerto tranquilamente en Munich en 1980. Sin embargo también podría ser que hubiese echado de menos su maravilloso refugio español. Estas ratas entraban por un agujero y salían por otro, estaban acostumbradas a morir y a resucitar. Suponía un alivio saber que no eran eternas aunque lo hubiesen intentado, aunque hubiesen buscado desesperadamente el elixir de la eterna juventud. Y a qué precio. Que se lo pregunten a los prisioneros, víctimas de locos como Heim.

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