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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (19 page)

—La he escrito yo —dijo, feliz de desconcertarme.

—¿Y por qué?

—Me lo ha pedido Alberto, está con un asuntillo entre manos y no tenía tiempo.

—Pues tienes una letra muy bonita.

—¿De veras? —dijo pasándose la mano por el tatuaje.

Asentí.

—A veces escribo poesías, letras de canciones. Quiero formar un grupo, ¿sabes?

—Tienes algo dentro, se nota.

—Oye —dijo él acercándose tanto que me rozaba—.

Alberto es un buen tío, pero a veces le entran prontos, no discutas con él, ¿vale?

—Anda, quita —le dije apartándole con dos dedos—, cuando formes el grupo no te pongas esa colonia.

Me cogió por un brazo, preocupado.

—No se te ocurra decirle a él estas cosas, no las entiende. Me caes bien, chavalilla.

¿Chavalilla? ¿De dónde había salido este idiota? Decía chavalilla y tenía letra de monja pero llevaba una cabeza que daba miedo. Le aparté completamente con la mano y me marché arriba a pensar qué me pondría que no le alterara los nervios a la Anguila.

Cuando bajé, Fred y Karin ya estaban enterados de mi cita. Martín se había ido. Me miraban sonrientes, les gustaba todo lo referente al amor. Seguramente les hacía ilusión que me emparejase con alguien de la Hermandad, sería la manera ideal de tenerme controlada o de no tener que controlarme nada en absoluto. En esas condiciones puede que sí me nombraran heredera de todos sus bienes.

Me había puesto los otros vaqueros que tenía, las botas y una camisa blanca, bordada en el cuello y en los puños, que me había dado Karin. Era una prenda que no pensaba llevar en ninguna otra ocasión, que pensaba tirar en cuanto esto terminase, pero que ahora me vendría bien para que me ayudara a ver un poco las cosas desde la perspectiva de la Hermandad. Cogí el anorak en el brazo.

—Son muy buenos chicos —dijeron quitándose las palabras de la boca.

—¿Quieres un poco de perfume? —dijo Karin.

Afortunadamente en ese momento la Anguila tocó el claxon desde el otro lado de la verja y pude salir corriendo. Agradecí que no viniera a buscarme a la puerta.

—Hola —dijo en cuanto entré, y arrancó hacia la carretera principal.

Yo no dije nada, no sabía qué decir, hasta que oí una mezcla de gemidos y ladridos en los asientos traseros. No me lo podía creer, era
Bolita
en la cesta de regalo. Me abalancé hacia él.

—¡Bandido! —dije—, cómo has engordado.

—Es que lo cuido bien —dijo la Anguila.

—Nunca me lo habría imaginado, creía que...

—¿Que lo había llevado a una perrera para que lo mataran? ¿Que lo habría matado con mis propias manos? ¿Que me lo había comido?

—No sé —dije jugueteando con el perro—. No te pega tener un cachorro y cuidarle.

—Ya, me pega tener uno grande y fiero para acojonar a la gente.

—Precisamente —dije, saltándome las recomendaciones de Martín.

Ahora me iba fijando más en él. No se había vestido especialmente bien para estar conmigo, por lo que no me parecía muy lógico que quisiera ligar, aunque también podría ser que yo no mereciera más. Llevaba una camisa de manga larga que no parecía recién puesta, unos pantalones grises que tampoco parecían recién planchados y junto
á. Bolita
había tirado una cazadora azul oscuro de diario. Ni siquiera había tratado de peinarse con los dedos el pelo revuelto por el viento. Sin duda no tenía intención de impresionarme. Era de facciones delicadas y tenía el pelo castaño claro, medio rubio, entradas en la frente, no era feo, tendría unos treinta y cinco años.

—¿Se puede saber adonde vamos? —dije.

—Al Faro. Es un sitio muy agradable.

Me miró de soslayo, yo también a él.

—Preferiría un lugar más animado, ver gente. Si te da igual, preferiría ir al pueblo —dije.

Gracias a Dios no insistió en lo del Faro. ¿Por qué diría lo del Faro?, ¿sería intencionado?

Nos metimos en un
pub
del pueblo y tuvimos que dejar a
Bolita
en el coche.

—¡.Cómo te las arreglas con el perro?

—Procuro que no se muera de hambre.

Se pidió una cerveza y yo un batido de frutas y un trozo de tarta. Empezaba a pasar hambre con los noruegos. Comían poco, demasiado poco, diría yo. La única comida decente del día era el desayuno. Probablemente a su edad un festín era muerte segura y a veces se olvidaban de que yo era joven. Así que aunque estaba nerviosa por este encuentro con la Anguila, devoré la tarta y el batido.

—¿Qué quieres de mí? —le pregunté directamente. Preferí no andarme por las ramas porque él tenía más experiencia que yo de la vida en general y de estas situaciones en particular.

En lugar de contestar, se levantó y fue al mostrador, en cuyas vitrinas había auténticas delicias. Yo quería aprovechar para pensar, pero con el estómago lleno se me hacía muy cuesta arriba.

Regresó con un plato lleno de pastelillos variados y otro batido. Él se pidió otra cerveza. Le iba a decir que aquí se estaba mucho mejor que en la heladería del Faro. Menos mal que me detuve a tiempo, lo mejor sería hablar lo menos posible.

—No quiero lo que tú crees. Sólo quiero conocerte, eres una novedad en nuestras vidas.

—¿Y qué piensas que creía yo?

—Que quería acostarme contigo o algo así.

—¡Para el carro! —dije dando un bote que me espabiló—. Para que piense eso tienen que darme motivos.

—¿Y qué motivos te he dado yo?

—Son tus ojos, tu forma de mirar. Eres raro, no se sabe qué piensas.

—¿Lo ves? Eres como todos, te dejas llevar por las apariencias.

—Sí, soy como todos, ¿por qué dices que querías conocerme?

—Está bien —dijo—. Lo que quiero saber es cómo has acabado viviendo con los Christensen.

—Es muy sencillo, los conocí en la playa, yo estoy sola y ellos me necesitan. A mí me viene bien el dinero que pagan. No hay más.

—¿No hay más? ¿No hay nadie más
2

Bebí del batido para no contestar.

—¿Cómo es que le regalaste ese perro a Karin? ¿Precisamente ese perro?

—Yo también me ¡o he preguntado muchas veces desde ese día. No entiendo nada, la verdad.

—Sí que lo entiendes, a mí no intentes engañarme.

—¿Y si te engaño, qué piensas hacerme?

—Lo peor que puedas imaginarte.

—No me das miedo, ni tampoco Martín.

—Pues debería darte. No intentes pasarte de lista, sé de lo que hablo. ¿Quieres algo más, algo salado?

—Me vendría bien dar un paseo, he comido demasiado.

La Anguila no era tan terrible como me había imaginado, por lo menos aparentemente. Aunque dijera estas cosas no le creía capaz de matarme, e incluso en algún momento me dio la impresión de que me miraba con preocupación. De todos modos no debía bajar la guardia y debía tener muy presentes las palabras de Martín.

Dimos un paseo por el puerto. En algún momento nos quedamos contemplando el mar. Nos miramos de reojo, él mi perfil, y yo el suyo. El cielo estaba intensamente estrellado, era un momento maravilloso para estar con alguien que me importase.

—¿Por qué escribió la nota Martín y no tú? —dije sentándome en un poyete.

—Porque... No tiene ninguna importancia.

—¿Es muy amigo tuyo, Martín?

—Somos de la Hermandad, somos más que amigos. La amistad se puede romper, pero no los lazos de la Hermandad. Deberías saber por tu bien que Martín no tiene tanta paciencia como yo, no sé si me entiendes.

—Bueno, es difícil entenderlo todo, acabo de llegar.

—Ya lo sé. Lo que no sé es si sabes qué significa. ¿Por qué crees que estamos juntos? ¿Te lo han explicado los Christensen?

—No, creo que no. Pensaba que os caíais bien, que os ayudabais, la gente intenta no estar sola. No me digas que es una secta.

—Algo parecido. ¡Ay, Dios! —dijo de pronto—. ¿Por qué no te habrás quedado en casa con tu marido, tu pareja o lo que sea?

—Voy a ser madre soltera —dije.

Y entonces la Anguila se pasó la mano por el pelo, se acercó rápidamente a mí, sin darme tiempo a pensar, y me besó.

No reaccioné, fue todo rápido, imprevisible. Estuve pegada a él por lo menos un minuto. Noté sus labios, su lengua, su saliva, sus manos en mi cabeza, su olor. Cuando se separó de mí me rozó con el pelo, yo a él también. Se separó lentamente, aún tenía la impresión de su beso, una impresión larga y cálida. Mi boca ya no era la misma, ni la Anguila era el mismo, el mundo había cambiado de repente. No dije nada, me quedé quieta porque no podía enfadarme, porque su beso era el beso que necesitaba, lo necesitaba tal como él me lo había dado y jamás, ni por lo más remoto, ni aunque viviera mil años, habría pensado que el encargado de darme el beso que necesitaba para que la vida fuese aún mejor, iba a ser la Anguila.

No levanté los ojos. Él con los suyos también bajos me dijo:

—Lo siento. No he podido evitarlo. Eres preciosa.

Continué sin decir ni pío, esperando un cataclismo que me sacara de este estado de atontamiento, o un segundo beso.

—¿Me matarías ahora?

—No, ni antes tampoco, pero no debes decírselo a nadie. Y cuando digo nadie, digo nadie, ¿entendido?

Afirmé con la cabeza. Lo miré, ya no era la Anguila, y este cambio me trastornaba. Antes era la Anguila, un ser temible, un enemigo, y ahora ya no lo era. Me sentía atraída hacia él, hacia su cazadora azul oscuro como la noche que se nos acababa de echar encima, hacia su camisa arrugada. Habría andado por el puerto de vuelta al coche agarrada a él, me habría gustado que me echara el brazo por los hombros y que me apretara contra sí. Una locura, lo que había ocurrido era una locura. Puede que se tratara de la magia de la noche, de las estrellas sobre nosotros y las luces del puerto, del sonido del mar, de la brisa, del estar solos...

—Esto es una locura —dijo él atreviéndose a mirarme de frente y sin regateos.

Ahora sus ojos me gustaban. Me gustaban sus ojos rasgados y su mirada resbaladiza. No existía nadie cerca de mí que me hiciera sentir algo así. Ni siquiera lo había sentido por Santi, con lo fácil que habría sido. No había que hacer nada, sólo no resistirse, así que no entendía por qué había tenido que ser la Anguila y no el padre de mi hijo quien me separase los pies del suelo. Santi no había tenido la culpa, la había tenido yo por no haber sido entonces como era ahora.

En el coche estuvimos a punto de besarnos otra vez, pero no lo hicimos. Estábamos dejando escapar un buen momento que a saber si volvería a repetirse.

—¿Crees que debo ceder, que debo hacerme de la Hermandad?

Tardó un minuto en contestar, hacía como que estaba pendiente de la conducción y luego dijo secamente:

—Lo que importa es lo que creas tú. Nadie te llamó, te metiste tú sola en esto.

Salí del coche despacio, quizá esto no volviese a repetirse nunca más. Y yo no era la misma que había salido de Villa Sol unas horas antes. Volvía de un largo viaje y lo que había dejado aquí ahora me parecía menos importante.

Fred y Karin me esperaban en el salón. Me preguntaron curiosos qué tal me había ido.

—Buenas noches —dije por toda respuesta—. He cenado mucho.

Y al llegar al cuarto me tumbé en la cama. Por la ventana veía las estrellas y debajo de las estrellas las hojas de las palmeras balanceándose. Estaba un poco mareada, como si flotara.

Julián

Probablemente Sandra no acudiría a nuestra cita después de lo del último día. Yo de ella no vendría, ¿por qué iba a querer verme alguien a quien había engañado y puesto en peligro? Sin embargo, mi obligación era estar aquí por si acaso se decidía. Lo único que podía hacer era mostrarle mi profundo desprecio hacia mí mismo.

No salí del coche, no quería ver la cara de la camarera de la heladería antes de tiempo. Aunque no quisiera tenerla en cuenta, no podía evitarlo. No se puede evitar ver, oír y sentir simpatía o antipatía por gente de paso, gente de cinco minutos. No se puede estar muerto antes de muerto por mucho que se desee. Así que en cuanto escuché las ruedas de la moto de Sandra sobre la tierra pedregosa di un pequeño toque al claxon, sólo para llamar su atención. El corazón me dio un peligroso salto de alegría.

Sandra aparcó y vino hacia mí. Le abrí la puerta para que entrara.

—¿Es que no hay sitio dentro? —dijo.

—Me revienta esa camarera, me ofende mirándome como si fuera un pervertido.

Sandra se rió sin muchas ganas. Tenía la cara chupada, por lo menos había adelgazado dos o tres kilos y no se me ocurría otro sitio donde llevarla para que comiera algo. Sólo confiaba en el bar de los menús y en este local, porque en otro cualquiera del pueblo corríamos el riesgo de que nos vieran juntos.

—Aunque pensándolo bien, tengo hambre —dije—. Me tomaría un sandwich caliente y un trozo de tarta de chocolate, en ningún sitio los hacen como aquí.

—Como quieras, yo no tengo hambre.

Me tranquilizó que nos sentáramos en nuestra mesa junto a la ventana, le daba mayor aire de normalidad al encuentro.

—Parece que los noruegos no tienen la nevera muy llena.

—¿Por qué lo dices? —dijo mientras cogía la carta plastificada con desgana. Sabíamos de memoria lo que servían en la heladería, pero siempre mirábamos la carta un buen rato mientras hablábamos.

—Las embarazadas engordan, no adelgazan.

—Estoy bien.

La camarera nos interrumpió. Me miró con su hostilidad habitual.

—Café de máquina para mí y para la señorita un sandwich caliente de pan integral y jamón, un trozo de tarta de chocolate y un batido.

Sandra no quería la tarta y la camarera la tachó y le dirigió una mirada comprensiva.

—Te están chupando la sangre. Si continúas en esa casa, acabarás enfermando —dije.

—No es eso, estoy nerviosa. Bueno, nerviosa no es la palabra, estoy intranquila, a la espera.

—¿A la espera de qué?

Sandra calló. La camarera nos puso los mantelitos de papel y los cubiertos.

—A la espera. Tengo la impresión de que mi vida, mi vida auténtica, va a empezar en cualquier momento. Este viaje ha sido muy importante para mí. Imagínate, creía que me iba a pasar todo el tiempo tumbada en una hamaca, y ahora mira...

Escuchaba vagamente. En el fondo, estaba pensando en Sebastian, en qué podría hacer para localizar su casa sin tener que utilizar a Sandra.

—El perrito está bien —dijo de repente.

Me irritó tener que tardar un minuto en comprender de qué perrito se trataba. Ella me miraba con sus ojos pardos verdosos muy abiertos. Se le habían agrandado y habían perdido algo de alegría pero habían ganado en intensidad. El perrito nos recordaba mi maldad. Estaba tan concentrado en el giro que estaban dando los acontecimientos que de pronto vi en la mesa lo que habíamos pedido como si hubiese aparecido allí por arte de magia.

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