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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (21 page)

Él, de lo agotado que estaba, no se enteraba de lo que ocurría, pero yo no daba crédito a lo que veían mis ojos: las miradas lo atravesaban como si fuera un espíritu, seguramente lo veían pero no interesaba porque siempre había algo o alguien que llamaba más la atención. La prueba de fuego ocurrió el día (no sabría decir si era mañana o tarde) en que un guardia se le quedó mirando fijamente, yo veía a través de los ojos del guardia aquel esqueleto y cuando en un impulso fue derecho hacia él creía que le iba a dar un empujón y lo iba a despeñar por la cantera. Sentí tanto terror que ni siquiera pensaba en lo que estaba viendo, porque estaba ocurriendo el fin, habíamos llegado al final, al instante en que uno se da cuenta de que haga lo que haga es un títere. Y en eso el guardia pasó por el lado de Salva, que esperaba apoyado cómodamente en una roca a que lo mataran, y siguió adelante, hacia un pobre hombre al que le descargó un tiro allí mismo. Este fue el momento de mayor estupor respecto a la nueva naturaleza de Salva, y en adelante empecé a despreocuparme. Pasara lo que pasara, ni los guardias, ni los
trapos
ni siquiera los perros olían a Salva. Iba a salvarse y si yo estaba en su mágica esfera también me salvaría. Y sobre todo me gustaba estar en su mágica esfera, que no necesitaba paredes ni puertas, eran los demás los que habían perdido la facultad de verle. Y lo digo yo que no creo en estas cosas.

Tampoco creía en la sombra del mal y sin embargo la sentía más que los brazos y las piernas. No había sombra cuando iba a suceder algo bueno o al menos nada malo, en ese momento sentía el calor del verano dentro y me revitalizaba y me daba fuerza. Salva me miraba irónicamente y me decía que me agarrara a lo que pudiera, que lo del calor para combatir la sombra era buena idea. Por supuesto no le dije cuál era su situación real, no le dije que vivía en un círculo mágico, porque temía que se rompiese. Aunque el día de la total ausencia de sombra, el día en que le confesé que me sentía tan bien que me parecía que me estaba volviendo loco, sucedió algo que le hizo pensar que a veces ocurren cosas raras.

No sé si hasta llegué a canturrear por lo bajo. Fue el día en que apareció Raquel en el campo. Nada más verla comprendí que ella era la causa. Venía en una remesa de judíos y desfiló entre ellos con un abrigo marrón y el pelo negro y rizado algo revuelto. Miraba asombrada y horrorizada. Nosotros, Salva y yo, nuestros esqueletos metidos en un trapo de rayas, formábamos parte de ese horror. No podía saber que nos había hechizado y que nos había llenado de sol. Ni tampoco que dentro de nada sería como nosotros.

Ojalá no tengas ninguna pieza de oro en la boca, ojalá estés sana para que puedas trabajar, pero ojalá que no se fijen en ti, que te consideren un número útil y que no te destinen a la prostitución. Ojalá sobrevivas el tiempo suficiente para entrar en el círculo mágico de Salva.

Salva, aquel día, al verla avanzar mirando a su alrededor con sus enormes ojos negros, dijo, esa chica es preciosa. Y yo le dije, ¿no ves como hoy iba a ocurrir algo bueno?

Bueno para nosotros y terrible para Raquel. Sabíamos por lo que iba a pasar y pensamos que si superaba estos primeros días con vida la acogeríamos bajo nuestra protección. Salva se enamoró. Dijo que nunca, pero nunca en su vida había sentido algo así. Dijo que quizá fuera un recurso para sentirse humano, pero que fuese como fuese se trataba de una emoción desconocida. Le pregunté que por qué estaba tan seguro de haberse enamorado.

—Porque me hace volar, porque se me separan los pies del suelo, porque me pone tan nervioso cuando está cerca que me tiemblan las manos y porque tengo muchas ganas de besarla —dijo cabizbajo.

Lamentablemente, Raquel se enamoró de mí, y yo también de ella, aunque siempre he dudado de que mi amor estuviera a la altura del de Salva. No sé si he volado bastante alto, y ya nunca lo sabremos.

En adelante, tras liberarnos, no volví a saber gran cosa de la vida privada de Salva. Se volcó en vengarnos a todos, en dar caza a todos los nazis que se le pusieran a tiro. Yo también, pero yo además era todo lo feliz que sabía ser. ¿Habría sido feliz Salva junto a Raquel? ¿Habría llevado su misión con la misma fuerza si hubiese sido feliz? La verdad es que la vida no tiene respuesta. Y ahora ya no estaban ni Raquel ni Salva, aunque de aquello había surgido una hija a la que quería, y querer a alguien te libra de mucha desesperación, y por aquello había conocido a Sandra, a quien probablemente Salva habría encerrado en un círculo mágico, mientras que yo la estaba abocando al desastre.

Aunque pude aparcar en un lugar desde donde podía observar cómodamente el
Estrella
con los prismáticos desde el coche, tenía ganas de tomar el aire y me fui dando un paseo hasta su amarre. Hacía un solecito muy agradable y me senté tres amarres antes, en un poyete, me pareció mejor quedarme lo más cerca posible del coche por si había que salir pitando. Heim tomaba el sol o estaba terminando de tomarlo en una hamaca porque de repente se levantó, bajó las escalerillas del camarote agachándose medio metro y volvió a subir con un cuaderno, que en su gran mano resultaba ridículo por lo pequeño. Me fastidió haberme dejado los prismáticos en el coche. ¿Qué estaría anotando? Probablemente lo que había comido, le gustaba dejar constancia de lo que hacía, de cómo influía en el mundo. Gracias a lo minucioso que era conocíamos de su puño y letra las bestialidades que había hecho en el quirófano y aquel registro lo confirmaba como criminal de guerra. Escribía lentamente y hubo un momento en que paró y se quedó mirando el cielo, puede que para pensar mejor o puede que para describir las nubes.

Fue cosa de un minuto que el escritor Aribert Heim pasara a un segundo plano cuando vi que paraba entre el
Estrella
y donde yo estaba un cuatro por cuatro que me resultaba familiar. Hacía unos pocos años no habría tenido que hacer memoria, no habría tenido que rebuscar en mi mente el dichoso cuatro por cuatro, se habría identificado solo, habría salido como un rayo de entre el resto de cuatros por cuatros vistos a lo largo de mi vida. En cambio ahora tenía que esperar unos minutos a que se hiciera la luz, y en situaciones extremas unos minutos pueden ser demasiado tiempo.

El cuatro por cuatro y un pastor alemán que sacaba la cabeza por la ventanilla. El coche y el perro de Elfe. Se bajó una mujer con una trenza rubia. Era uno de ellos, sin duda. Al verla, Heim se levantó de la hamaca. En realidad llevaba viéndola ya suficientes minutos como pa'ra haber reaccionado antes, pero le pasaba lo mismo que a mí.

Ella entró en cubierta de un salto. No se saludaron ni se intercambiaron ningún gesto amistoso. Hablaron y ya no pude continuar observando porque el perro me olió y me reconoció y se puso loco. Ladraba en mi dirección y parecía que iba a salir disparado por la ventanilla medio abierta. Era el perro que le había salvado la vida a Elfe y quería saludarme, ya había sacado medio cuerpo, y la mujer rubia se volvió a mirarlo, así que decidí retirarme. Ella y Heim estaban cambiando impresiones sobre algo más importante que la agitación del perro, pensarían que le había puesto así cualquier cosa.

El perro estuvo ladrando en mi dirección hasta que me metí en el coche, y seguí oyéndole a lo lejos mientras arrancaba. Esto no tenía buena pinta, ya lo sabía yo, ya había notado que algo malo ocurría. Hacía muchos años que la sombra del mal había desaparecido de mi vida, pero había quedado su recuerdo. Miré a ver cómo estaba de gasolina y enfilé hacia casa de Elfe. Era una temeridad en toda regla porque por allí los caminos eran muy estrechos, una auténtica ratonera si es que me descubrían, pero tenía que confirmar mis sospechas.

El problema de esta zona es que era muy fácil confundirse de sendero. En todas partes había la misma vegetación y para llegar a las casas falsamente rurales había que maniobrar con el coche hasta la desesperación. Me confundí dos veces y a la tercera reconocí la casa de Elfe y ningún coche bajo el cobertizo. El silencio era absoluto y no me atrevía a detenerme mucho, y por otro lado estaba aquí y sabía que había una trampilla por la que se accedía al sótano. Me rasqué el cogote hasta casi arañarme. Evidentemente no podía dejar el coche aquí y llamar la atención en plan suicida, así que me arriesgué y me metí en una huerta machacando lechugas y tomates. Regresé andando a la casa, retiré el macetero y abrí la trampilla. La cerré al bajar. Sobre todo, no quería ponerme nervioso. No quería morir en aquella casa tan triste, que apestaba a alcohol y a vómitos rancios. Tuve que dar la luz en el sótano y me llamó la atención algo en el suelo. Sobre las losetas de barro habían pintado un sol negro, por lo que en este sótano habrían hecho alguna ceremonia. Subí temiendo que la puerta que separaba el sótano de la planta baja estuviera cerrada, pero se abrió, lo que quería decir que no esperaban que se colara ningún intruso.

La cocina y el salón estaban revueltos, mucho más que la vez anterior. Habían abierto los cajones y las puertas de los muebles y no se habían molestado en volver a cerrarlos. Debían de haber estado buscando Dios sabe qué, ¿el álbum que me llevé? Seguro que más cosas. Me aventuré a subir la escalera sin querer pensar que si me pillaban me mataban. Pisaba con cuidado aunque estaba seguro de que no había nadie. A Elfe la habrían liquidado, estaba viviendo una vida que no merecería vivir, en opinión de sus amigos. Me asomé a su habitación, completamente revuelta. No me molesté en buscar porque no habría sabido por dónde empezar. Lo que fuese ellos ya lo habrían encontrado y, si no, yo no sería capaz de verlo. Eché una mirada por encima en el armario. Algunas perchas estaban desnudas y los cajones medio vacíos. Abrí el resto de los cuartos y no me llamó la atención nada en especial, salvo el cerco en la pared de los cuadros que habrían descolgado. A saber si no sería algún Rembrandt y algún Picasso.

Ya era hora de salir a la calle. Ahora hice más deprisa el viaje de regreso. Bajé corriendo la escalera principal y abrí la puerta temiendo darme de bruces con alguien que entrase. Puse el macetón sobre la trampilla y me interné en la huerta donde había dejado el coche. Seguía allí, menos mal. Antes de regresar conduje hasta la llamada casa de Frida (tal vez la rubia que estaba con Heim en estos momentos), donde se podía ver el otro coche de Elfe aparcado.

Se habían deshecho de Elfe, y como de Elfe podrían deshacerse de cualquiera, todavía estaban en activo, y yo aún no había encontrado un lugar donde guardar el álbum ni los cuadernos de notas. En cualquier momento podrían desvalijarme el coche y en la habitación era impensable tenerlos.

Sandra

A veces en los sueños vienen las soluciones porque yo ya sabía lo que tenía que hacer y estaba deseando hacerlo. Me tomé un café con leche a toda velocidad, no quería eternizarme con sus lentos sorbos de té. Les dije que quería buscar clases de preparación al parto, que no había pegado ojo pensando en eso y que me marchaba. No se opusieron, ni siquiera me recordaron que Karin tenía gimnasia por la tarde. Estaban sopesando la situación. Muy bien. Llevaba el recorte en el bolsillo del anorak. Podría haberle pedido consejo a Julián, pero resultaba pueril consultarle cada paso que daba y además la situación se alargaría.

A las dos horas estaba de vuelta. Fred estaba preparando otro té que les servía de comida, y Karin se había sentado fuera aunque ya hacía fresco, lo que pasa es que el concepto de fresco para un noruego es algo diferente que para nosotros. Ni Fred ni Karin usaban todavía manga larga ni zapato cerrado ni necesitaban ningún tipo de calefacción.

Esperé a que estuviésemos sentados a la mesa para levantarme y sacar de mi mochila algo envuelto en papel de regalo. Se lo tendí a Karin diciendo que nunca les había regalado nada y que esperaba que les gustase. Karin lo desenvolvió y se quedó sin habla cuando tuvo ante ella la página del periódico con su foto con cristal y un bonito marco dorado, que iría muy bien en su dormitorio.

—Desde que encontré esta foto vuestra guardé el recorte para enmarcarlo, quería que fuese una sorpresa, pero supongo que ya la habéis visto. ¡Sois famosos!, es increíble, sois famosos.

No sabían qué decirme, qué pensar. Yo les miraba con mi mejor sonrisa.

—Gracias —dijo Fred—. Es un detalle muy bonito, no tenías que haberte molestado.

Karin era muy dura, no se sonrojó, no pidió disculpas por hurgar en mis cosas.

—Lo pondremos aquí —dijo colocando la foto sobre la repisa de la chimenea.

—Es un periódico un poco antiguo —añadió.

—Lo vi por casualidad en el gimnasio mientras te esperaba y me lo llevé. Alguien debió de dejarlo allí.

Por fin les mentía. Lo más normal es que me descubriesen, eran expertos en interrogatorios y en hablar con gente desesperada capaz de lo que sea por salvarse, era normal que no creyesen semejantes mentiras, pero tampoco podían estar completamente seguros de que no dijera la verdad porque a veces la verdad parece mentira y al revés.

—Ha sido casualidad —concluí llevándome un panecillo a la boca—. No podía imaginar que aquí se publicaran periódicos en noruego. Por cierto, ¿qué dice?

—He estado pensando qué dibujo se le podría poner al jersey del bebé —dijo Karin con una expresión que daba por concluido el asunto. Había decidido creer en mí.

Julián

No sabía si contarle o no a Sandra lo que había descubierto sobre la Anguila (si es que era quien yo suponía).

Había descubierto que evitaba verla. El jueves por la tarde, cuando iba a echar un vistazo a casa de Otto y Ali-ce por si iba por allí Sebastian Bernhardt o por si salían y podía seguirles, un coche que me resultaba familiar se detuvo en la plazoleta del Tosalet con dos chicos dentro. Mientras me metía por la primera calle a la derecha y aparcaba ante un muro de piedra rosada, caí en la cuenta de que era uno de los coches de Elfe, el más nuevo. Por el retrovisor podía ver lo que ocurría. Pude ver a Martín saliendo del coche con un pequeño paquete en la mano. El otro, el que debía de ser la Anguila, se quedó dentro. Por el rumbo que había tomado Martín, iría a casa de los noruegos, sin embargo la Anguila prefería quedarse en el coche antes de ir a ver a Sandra. Probablemente Sandra estaría allí, en esa extraña prisión que ella misma se había impuesto con mi ayuda. Estaría esperando que la Anguila diera señales de vida. Puede que cuando sonase el timbre y oyese unos pasos entrando que no fuesen los de Fredrik ni los de Otto se le llenara el corazón de esperanza. También la Anguila pensaría algo parecido y sin embargo se quedaba aquí, a distancia suficiente para que no pudiera verlo. Me dolía que Sandra lo estuviera pasando mal por este mamarracho.

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