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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (42 page)

Anduvimos por los pasillos y escaleras que ya conocíamos, algunas veces a oscuras. Abrimos puertas tratando de no hacer ruido aunque Sandra cojeaba por el golpe y yo tenía miedo de tropezar y caerme también. Suspiramos aliviados cuando nos encontramos en la puerta de la habitación. Saqué la tarjeta, la metí por la ranura, se encendió la luz verde, entramos, y Sandra se dejó caer en la cama y se puso a llorar, no estrepitosamente. Sólo se le caían las lágrimas y se mordía el labio.

Dentro de una hora abrirían el bufé del desayuno y podría traerle a Sandra ricos manjares. Le dije que se metiera en la cama en el lado que estaba sin usar y que no se preocupara de nada, que descansara y que mañana lo vería todo de otra manera. Eran nada más que palabras, pero palabras razonables que la convencieron. A los cinco minutos estaba profundamente dormida.

Me tumbé en el lado donde me acostaba siempre junto al teléfono y cerca del baño y cogí del suelo el periódico. Ya era el periódico de ayer, hoy estaban ocurriendo otras desgracias. Ni siquiera me quité los zapatos, no quería dormirme antes del desayuno, después seguramente también me echaría a descansar.

No bajé al restaurante a primera hora, quería que estuviera más lleno para, después de desayunar yo, poder meter en la bolsa que llevaba fruta, dos cruasanes y un pequeño bocadillo que haría de jamón con tomate. Cogería un sobre de descafeinado de los que ponen en las mesas y echaría leche caliente en un vaso y me lo llevaría colgando de la mano junto a la pierna de forma que el vaso no llamase la atención y si me preguntaban algo diría que no me había dado cuenta, algo nada sorprendente en un hombre de mi edad.

En cuanto me vi en el ascensor, consideré que el trabajo estaba hecho.

Aunque casi tiré la leche al abrir la puerta, me sentí muy satisfecho cuando pude colocar en la mesita-escritorio, sobre unas servilletas de papel, los cruasanes, la fruta y el vaso de leche, con sus sobres de azúcar y de descafeinado. Cuando Sandra se despertase se lo encontraría, con la leche fría, eso sí, pero tal vez podría meter este vaso largo y estrecho en uno ancho del minibar con agua caliente del grifo.

Coloqué el cartel de no molestar en la puerta, me tumbé en mi lado de la cama sobre la colcha, me quité las lentillas, los zapatos, me tapé con una manta y me lancé a dormir como un niño. Al despertarme, serían las once de la mañana, Sandra seguía dormida. Me cambié de camisa y me aseé haciendo el menos ruido posible, no quise ducharme para no despertarla. Dejé una nota junto al desayuno.

Por el pasillo aún había un carrito de la limpieza, busqué a la camarera y le dije que hoy no hicieran la habitación porque estaba cansado y pensaba subir enseguida.

Traté de localizar a la Anguila. Pasé por la casa de Frida a la hora en que tendría que estar limpiando en Villa Sol. El viejo coche de Elfe que la Anguila solía conducir últimamente no estaba. De todos modos esperé una hora en el cruce con la carretera que todos los que vivían en esos caminos tendrían que tomar para ir a cualquier parte. Comprendía que aquel día en el parking del supermercado la Anguila no quiso hacerme daño, sino advertirme de que sería peligroso para Sandra que me vieran con ella y quería transmitirme la intensidad del peligro. No contaba con que a mí se me podría quitar de en medio de un guantazo. Me gustaría saber si había ayudado a Sandra sólo por amor o si había algo más. Pero ¿qué podría haber más fuerte que el amor?

Por otra parte, estaba intranquilo. Si pensaban buscar a Sandra acabarían relacionando mi habitación con ella, por lo que cuanto antes se marchase mucho mejor. Debía actuar con rapidez y no preguntarle qué iba a hacer, simplemente debería sacarle un billete de autobús para una hora de madrugada, cuando menos gente viaja.

Sandra

Me desperté completamente sobresaltada, como si me hubieran pegado una bofetada: no había sido Frida quien me había metido la ampolla en el bolso. Habían sido Fred y Karin para enredarme más en la trampa que me habían tendido. Me la habían tendido para que no tuviera más remedio que entrar en la Hermandad. Y allí me querían porque iba a aportar un nuevo ser que ellos educarían a su imagen y semejanza. Me dolía el costado, pero ya no tenía fiebre. Ahora sólo me sentía desorientada, de repente no sabía dónde me encontraba. Era la habitación de un hotel. Volví a cerrar los ojos, era el cuarto de Julián, y Julián no estaba. Era la una y media del mediodía. Recordaba el golpe que me había dado contra el suelo y el hospital. Ya era libre. Me levanté para ir al baño y vi el desayuno encima de la mesa y una nota en que Julián me decía que no saliese del cuarto. Descorrí las cortinas. Vaya terraza hermosa. Se veían los tejados y una línea muy fina de mar al fondo. Abrí la puerta de cristal y respiré. Me envolvió un fresco muy agradable que al momento se convirtió en frío. Me bebí un vaso de agua de una botella que había por allí, luego volví a acostarme. Quizá debería dejar de preocuparme que la vida no tuviese sentido. Hay gente que se da cuenta muy pronto de que no tiene sentido y todo se lo plantea a corto plazo, otros tardan más y durante un tiempo viven como en una ilusión, como yo.

Yo había vivido en una ilusión hasta este mismo momento. A partir de ahora sabía que la realidad dependía de mí. No quería ni podía regresar a Villa Sol y sin embargo no me sentía capaz de abandonar Dianium sin volver a ver a Alberto y pedirle que abandonase esa mierda de Hermandad y empezara una nueva vida conmigo. Y me fastidiaba que mis cosas, aunque fuesen pocas, se quedasen en manos de los noruegos. Preferiría tirarlas a la basura.

Cuando me desperté de nuevo eran las tres. Tenía hambre. Me tomé el desayuno y me duché y vestí. Salí a respirar a la terraza. Ahora sí que esta aventura había acabado para mí. Tenía la terrible sensación de que no volvería a ver a Alberto. Lo sentía como los amores de verano de la adolescencia que quedaban encerrados en el mes de vacaciones como la mariposa que yo llevaba tatuada en el tobillo.

Julián

Sandra estaba mucho mejor, incluso de buen humor. Se había tomado el desayuno que le dejé en la habitación por la mañana y estaba leyendo tranquilamente el periódico tumbada en la cama. Dijo que había notado pasos junto a la puerta y que había temido que en algún momento entrase la camarera.

—Según van pasando las horas este lugar se va volviendo más inseguro —dije—. Te he sacado un billete de autobús para mañana a las seis. Hasta entonces tienes tiempo de descansar y recuperar fuerzas. ¿Te duele el golpe?

—Me siento un poco magullada, nada más —dijo pensativa.

—Ya no hay marcha atrás, Sandra. Aquí ya no tienes nada que hacer.

—No voy a marcharme sin mis cosas. Por lo menos quiero la mochila que se quedó en el jardín con mi dinero y la documentación y tengo que devolver la moto, no es mía.

—Todo eso tiene arreglo. Te puedes hacer otro DNI y la moto es vieja. No merece la pena el riesgo.

—No pienso irme sin nada —dijo enfurruñada, determinada—. No voy a consentir que esos dos se queden con lo mío. Han vivido de todo lo que robaron y a mí no me van a robar.

—¿No será que quieres ver una vez más a la Anguila?

—Si pudiera, también me llevaría a Alberto, pero que decida él, ya sabe dónde estoy...

Su tono, de pronto, se hizo más melancólico y soñador, como si el solo nombre de la Anguila la transportara a otro mundo.

—Iré yo. Tengo ganas de hablar con Fredrik Chris-tensen y puede que éste sea el momento. Si no diera señales de vida de aquí a la noche, ponte el despertador al acostarte y sal del hotel por la ruta alternativa con tiempo suficiente para poder ir andando a la estación de autobuses por si no encontraras taxi. En ese caso olvídate de mochilas y de historias. Toma veinte euros para gastos.

—Es muy egoísta por mi parte, no me perdonaría que te pasara nada malo —dijo.

—No me pasará, pero hay que ponerse siempre en lo peor para tener un plan B.

Sandra me sonrió entre enamorada de la Anguila y temerosa por mi integridad física y preocupada por lo que iba a suceder de aquí a mañana y por lo que le sucedería más tarde cuando llegase a su vida normal.

Le pregunté si tenía hambre y quería que le trajese algo de comer y me dijo que aún tenía una manzana y que últimamente siempre acababa estando encerrada en algún sitio.

El tiempo pasó volando hasta que consideré que había llegado el momento de marcharme a Villa Sol.

Aparqué casi en la puerta de Villa Sol. No se oía un alma tras los muros. Por encima de ellos de vez en cuando se disparaba una llovizna de hojas, que regaba la calle. Atardecía y toqué al timbre.

Me preguntaron quién era y dije la verdad, que era amigo de Sandra.

Vino Fredrik en persona a abrir la puerta. No la abrió de par en par, sólo lo suficiente para vernos.

—Vengo a recoger las cosas de Sandra. Dice que se dejó una mochila en el jardín y algunas otras cosas en la habitación y la moto en el garaje.

—Sandra —repitió para darse tiempo a pensar—. ¿Dónde está? Estamos preocupados por ella.

—Se encuentra bien, se ha marchado del pueblo.

Me observó más detenidamente. De pronto me había reconocido.

Yo le miré sin parpadear.

—Sí, soy el de la foto, el que te ha estado siguiendo a ti y a los otros.

Abrió la puerta para que pudiera entrar y volvió a cerrarse automáticamente detrás de nosotros. El jardín era muy agradable. Piscina, tumbonas alrededor, cenador, barbacoa. Árboles que llegaban al cielo, plantas semisalvajes, olor a tierra mojada. Nos sentamos en unas sillas de hierro forjado alrededor de una mesa muy bonita y yo me anudé mejor el pañuelo al cuello. Él estaba más acostumbrado al frío e iba en mangas de camisa.

—Sé quiénes sois —dije— y es mejor que dejemos aparte a Sandra. Ella no sabía nada de vosotros hasta que yo se lo conté.

—Ya es de los nuestros.

—Sabes que no. Sandra nunca será ni de los tuyos ni de los míos. Está en manos del viento. Llegó a esta casa por puro azar.

—Nada es por azar. Está con nosotros, en nuestra vida, y eso no lo cambia nada ni nadie.

Fredrik Christensen era una mala bestia, tozudo y con un repugnante aire de superioridad. Hablaba con la barbilla alta, mirándome como si fuera una cucaracha.

—Si me entregas las cosas de Sandra y la dejáis en paz, no os descubriré.

—¿Cómo puedo estar seguro?

Sentí un escalofrío. Por los ventanales del salón nos observaba alguien, seguramente Karin.

—A nuestras edades ninguno llegaríamos al juicio. Al principio sólo pensaba en la venganza, ahora pienso en el futuro de gente como Sandra.

—A mí no me engañas —dijo Fredrik—. Si alguien me hubiese hecho lo que te hicimos a ti no lo perdonaría jamás.

—No olvides que somos muy distintos. Además, moriréis pronto.

Sonrió hacia dentro.

—Sé un secreto que tú seguramente no sabes.

Evidentemente a Christensen le costaba trabajo tener frío. Se recostó en la silla extendiendo los brazos a lo largo y dejándose acariciar por el aire.

— ¿Tanto te interesan los cuatro trapos de esa chica?

—Trapos o no, son suyos.

—Bien, si el secreto merece la pena te los daré.

—Se trata de los inyectables que os ponéis.

Se desconcertó completamente.

—He hecho analizar su contenido.

—Es imposible —dijo.

—En el laboratorio lograron sacar una muestra de unos usados. Los encontré en el contenedor de basura.

No le estaba gustando nada lo que escuchaba.

—Puedo enseñarte los resultados, te vas a quedar de piedra.

—Ahora estás en mis manos. Si quiero no vuelves a salir vivo de aquí.

—Entonces nunca sabrás la verdad.

—Dime algo más.

—Es un compuesto multivitamínico en elevada concentración, pero en el fondo como muchos de los que venden por ahí.

—No puede ser de ninguna manera —dijo incrédulo—. Karin mejora en cuanto se lo inyecta.

—Se trata de un efecto placebo. Primero mejora y luego empeora. No le digas la verdad si eso le ayuda. Pero no os alarga la vida. Un día de éstos tendrás una neumonía y ya no saldrás del hospital y Karin está a un paso de no levantarse de la silla de ruedas.

—¡Serás cabrón!

—Eso da igual, lo que importa es que es la pura verdad. Lleva una ampolla a analizar si no me crees, quizá después te ahorres mucho en joyas y cuadros.

Levantó trabajosamente su gran armadura de huesos y entró en la casa. Hasta que salió, Karin estuvo espiándome tras los cristales. Aunque tenía el culo helado por el hierro de la silla no me moví y no pensé, no quería distraerme pensando. Aguanté el frío mientras me mantenía alerta una media hora y sentí una gran satisfacción al verle regresar con la mochila en la mano y otra bolsa de viaje con ropa dentro.

—Aquí tienes —dijo—. La moto la he sacado por el garaje, está junto a tu coche.

Abrí la mochila para comprobar que estaba el dinero que Sandra había ganado en esta casa. Había unos tres mil euros, una revista y los carnés de identidad y de conducir. No miré en la bolsa de plástico, con esto era suficiente.

Tuve que levantarme para meterme la mano en el bolsillo de atrás del pantalón y sacar una hoja doblada con los resultados de los análisis.

—Mira, no te engaño. Además, puedes comprobarlo por ti mismo.

—Me pides que me crea que estas pruebas son de las ampollas. Podrían ser de cualquier cosa.

—Piensa lo que quieras, pero ésta es la verdad.

Ya no volví a sentarme. Mientras él leía aquello me dirigí con la mochila y la bolsa hacia la salida. Me costó trabajo abrir la puerta desde dentro, pero al final cedió y me sentí tan libre fuera de sus muros que me dieron ganas de cantar.

Tuve que bajar a la casita y convencer al inquilino para subirle en el coche hasta el Tosalet y que bajara conduciendo la moto. Fue muy trabajoso hacerle ver que no era una argucia de su ex mujer para que se matase por la carretera. Me quedé tranquilo cuando por fin la vi encadenada a la buganvilla.

Antes de volver al hotel, pasé por una tienda de pollos asados y compré uno con patatas fritas. Cuando llegué a mi planta el ascensor olía a pollo que apestaba.

Metí nervioso la tarjeta en la puerta. No sabía qué podría haber pasado durante mi ausencia, quizá ya habían venido por ella. ¡Sandra!, dije nada más cerrar. Apreté las mandíbulas al no oír ninguna respuesta, ningún ruido.

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