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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (43 page)

Dejé la mochila y la bolsa sobre la cama completamente abatido, dolido y machacado por el enemigo. Iba a mirar en el cuarto de baño antes de lanzarme en su busca cuando entró desde la terraza.

—¿Cómo ha ido?

Jamás sabrá Sandra la felicidad que sentí. Entró por aquella terraza como la noche que se echaba encima y las nubes azul oscuro que viajaban por el cielo.

—Mejor de lo que creía. Ahí están tus cosas.

—Lo he pasado fatal pensando en lo que podría estar ocurriéndote en Villa Sol sólo por un capricho mío.

—La moto la he dejado en la casita —dije como contestación a sus maravillosas palabras.

Sandra

Julián se echó vestido en la cama. Dijo que prefería estar preparado por si teníamos que salir pitando, aunque imaginé que no sería sólo por eso.

—Descansa, no te preocupes. Te despertaré a las cinco, yo duermo poco.

Julián me daba paz, tanta que me dormí profundamente y me pareció que hacía cinco minutos que me había acostado cuando sentí que me tocaban el brazo.

—Es la hora —dijo.

Salimos clandestinamente por la ruta alternativa del hotel a la hora más triste del día, cuando la gente aún duerme y no es de noche ni de día.

Nos dio tiempo de tomar él un
espresso
y yo un café con leche antes de subir al autobús, le pedí que le diera mi dirección a Alberto. Y luego le dije adiós con la mano desde la ventanilla. Llevaba el chaquetón que se había comprado en el pueblo y el pañuelo al cuello, iba tan perfectamente afeitado como siempre. No dejé de mirarle hasta que le perdí de vista.

Julián

Las historias no terminan hasta que no se acaba con ellas, hasta que no se les da la puntilla con la cabeza o con el corazón. Para Sandra el fin de esta historia había llegado nada más montarse en el autobús de regreso a casa, aunque continuara haciéndose ilusiones con la Anguila, pero incluso si esta relación llegara a cuajar tendría que ser en otro mundo, no en el mundo de ayer. Ése de momento aún era cosa mía. Si con tantos sobresaltos no me había muerto sería porque me quedaba algo por hacer y debía seguir marcando el paso como un soldado. ¿Habría dado Fredrik Christensen la voz de alarma después de nuestra conversación en su jardín? De tomar medidas, ya las habría tomado Sebastian en nuestro primer encuentro. En el fondo, pensaba en todo esto para no pensar en Sandra alejándose en el autobús hacia un futuro completamente desconocido para mí.

Dejé que las piernas me llevaran hacia algún lado, tenía ganas de andar, últimamente había pasado demasiado tiempo en el coche. Me abroché el cuello del chaquetón, me metí las manos en los bolsillos y me dejé atraer por la brisa del mar, por su humedad, bendita humedad que me abría los pulmones y me hacía respirar como si no me hubiese fumado tres cajetillas diarias durante años y años de mi vida. Y cuando quise darme cuenta me encontré en el puerto. La mañana se había abierto completamente y unos rayos de sol fríos le iban dando a todo un aire de normalidad. Anduve automáticamente, guiado por el recuerdo de mis propios pasos hasta el
Estrella
y Heim, o mejor dicho, hasta el lugar donde el
Estrella
solía estar.

Miré desconcertado alrededor, puede que el sentido de la orientación se me estuviera resintiendo, no sería el primer caso en que un día, un viejo como yo, de pronto no sabe dónde está o no está donde creía estar. Sin embargo, lo único que faltaba era el
Estrella,
el bar de enfrente continuaba en su sitio y los catamaranes de los lados, el mojón con dos rayas pintadas en rojo, un solar que servía como aparcamiento unos doscientos metros más allá. El
Estrella
no estaba ni Heim tampoco, y esto sí que me ponía nervioso, sobre todo porque me habían arrebatado a Heim. Al darse cuenta de que ya no estaba en sus cabales se habrían deshecho de él como de Elfe. Los que aún eran capaces de defenderse no querían lastres innecesarios, no tenían fuerza para tirar de los otros. Por mucho Heim que fuese, él mismo se habría reducido a material molesto.

Me tomé otro café, éste descafeinado, calculando a cuántos kilómetros de distancia se encontraría ya Sandra. Me habría gustado ir a Madrid con ella, aún podía permitirme algún extra como un viaje en autobús, unos días en algún hostal y otros cuantos menús. Pero para mí solo el viaje no me merecía la pena, ya no me daba tiempo de ver ni una milésima de todo lo que no había visto, así que era mejor dejar las cosas como estaban, no moverlas ni para adelante ni para atrás. Me quedaría aquí, el lugar que Salva había elegido para acabar sus días, no había nadie tan parecido a mí como Salva y me había preparado el camino, ¿para qué rechazarlo? Desde el mismo momento en que tomé el avión en Buenos Aires supe que emprendía el viaje de los elefantes y que no iba a regresar. Regresar ¿para qué?, mis recuerdos no se separaban de mí. Tres Olivos era una buena opción. Con mi pensión podría pagar la residencia y nadie me buscaría allí. Cuando la vida te pone algo en bandeja hay que tomarlo, porque si no acabas pagándolo caro. La vida siempre sabe más que nosotros.

De nuevo mis piernas flacas y fatigadas, que conservaban mejor memoria que yo, me dejaron junto al coche, que había aparcado cerca de la estación de autobuses. Me fui al hotel sin pensar en peligros de ninguna clase. Me quité las lentillas, me puse el pijama y me metí en la cama, algo que nunca había hecho de día, salvo en caso de enfermedad. Pero ahora el cuerpo me pedía descanso y recuperarme de tanta tensión y dormir sin pensar en nada, sin preocuparme, tratando de que las imágenes de Sandra mirándome desde la ventanilla del autobús me alterasen lo menos posible.

Sandra

Hasta que no salimos de Dianium y cogimos la autovía no reparé en el pasajero que iba a mi lado. Había estado concentrada en mis pensamientos mientras las luces del amanecer, esas luces desperdigadas entre la neblina, iban desapareciendo. Estuve mirando a Julián hasta que lo perdí de vista, me daba pena perderle de vista para siempre y no sé por qué no podía dejar de mirar el pañuelo que llevaba al cuello. Tuve que respirar hondo. No podía evitar saber lo delgados que tenía los brazos a pesar de que en el cuarto tuvo buen cuidado de no quitarse la camisa delante de mí, pero los sentía cuando los tocaba accidentalmente, y vi en el baño el arsenal de medicinas que tomaba. Era un hombre en las últimas y sin embargo no tenía miedo, y no creo que el miedo entienda de edades. A mí me daba más miedo llegar al final del trayecto que el peligro que había pasado en manos de la Hermandad. Temía mucho más la normalidad, la vida corriente en que no tenía oficio ni beneficio. De todos modos ya no era la misma atontolinada que llegó a Dianium en septiembre cuando creía que el mundo me debía algo. Ahora sentía algo distinto, algo más agrio y al mismo tiempo más reconfortante. No sabría explicarlo. Al despedirnos estuve a punto de darle un abrazo a Julián, de apretarle contra mí, pero en ese momento pensé que no sería bueno para ninguno de los dos. ¿Qué tiene de bueno despedirse? El de al lado tendría unos veinticinco y se durmió nada más sentarse. Ahora la cabeza descansaba en mi hombro y las piernas las llevaba tan despatarradas que las mías apenas tenían sitio. Le incliné la cabeza para el otro lado y él volvió a buscar su punto de apoyo en mí, pero yo no estaba dispuesta a soportar aquello y le desperté. Me miró asombrado, como si yo hubiese aparecido en su cama de repente, hasta que se orientó.

—Perdona, anoche estuve de marcha.

Le sonreí muy levemente para disculparle sin darle confianza, no tenía ganas de hablar con él. Tenía ganas de pensar en los noruegos, en qué harían hoy y cómo digerirían mi huida. Era imposible que dieran conmigo porque no tenían ni idea de dónde vivía y les llevaría demasiado trabajo descubrirlo. De sentirse amenazados sería más fácil que pegaran ellos la estampida. Si le contara a este chico lo que me había pasado se quedaría de piedra, ¿qué sabría él de nazis?

Le eché un vistazo de reojo, ni en mil años podría ser como Alberto.

En Montilla paramos para ir a los baños y tomar algo en un restaurante de carretera atestado de viajeros. Mi compañero de viaje se empeñó en invitarme a una coca-cola y dijo bostezando que me encontraba triste.

—Eres muy observador —dije dando por terminada la coca-cola y la conversación—. En este momento lo que más me gusta del mundo es estar triste.

Julián

Pagaba el hotel por semanas y al pagar la última le comuniqué a Roberto que abandonaba la habitación. Se sorprendió de que dejase una suite por un precio casi ridículo y trató de explicarme que si comparaba con otros hoteles vería que era un cliente privilegiado y que el desagradable suceso por el que dejé un cuarto normal y pasé a la suite puede ocurrir en cualquier parte, pero que él personalmente se comprometió a que no se repitiera y como veía no se había repetido. Comprendí que estábamos en temporada baja y que era su obligación retener a los clientes como fuese. Más valía tener ocupada una suite por el precio de una doble interior que tenerla muerta de risa.

Tuve que cortarle la descripción de las maravillas que yo estaba disfrutando sin saberlo en el hotel para decirle que no era cuestión de dinero, sino que me marchaba del pueblo. Por supuesto si me hubiese quedado más tiempo no se me habría ocurrido irme del hotel. Las vacaciones se me habían terminado y regresaba a mi país. Roberto se sintió confuso: los jubilados teníamos todas las vacaciones del mundo, pero no soltó nada, sabía muy bien guardar sus curiosidades para él. Le dije que dejaba también el coche de alquiler y que devolvía a la habitación una manta, que había cogido por si me sucedía alguna emergencia, y una toalla. Para ir al aeropuerto tomaría un taxi.

Roberto hizo que me bajaran el equipaje e insistió en pedirme un taxi por teléfono, pero me negué en redondo. Le dije que prefería parar uno en la calle porque además debía hacer tiempo hasta la salida del avión. No quería por nada del mundo que luego pudieran localizar el taxi y preguntar dónde me había llevado.

—Lo siento —dije en plan de broma—. Es mi última voluntad.

Así que salí del Costa Azul a las once de la mañana arrastrando la maleta de ruedas y con una bolsa colgada al hombro.

Cuando estuve lo suficientemente lejos del hotel como para que nadie pudiera seguirme, le di el alto a un taxi y pedí que me llevara a la residencia de ancianos Tres Olivos. Durante el viaje miré para atrás varias veces y nada. Mi decisión les había pillado por sorpresa sin que Tony se encontrara en el hotel y sin que les diera tiempo de ponerse en marcha para controlarme.

Esta vez al llegar a Tres Olivos despedí el taxi.

Me gustó el aspecto del jardín con varios tipos como yo muy abrigados jugando a la petanca, hablaban de si uno estaba más torpe que el otro y de fútbol. Me dirigí a la oficina y volví a encontrarme con la frescachona de la vez anterior.

Hizo como que no se acordaba de mí, pero sí que se acordaba y no entendí por qué lo negaba, a no ser que estuviese acostumbrada a decir de entrada a todo que no.

Fui claro. Le dije que no quería ser una carga para mi hija y que si me hacían un buen precio de aquí hasta que me muriera y me daban la habitación que había ocupado mi amigo Salva me quedaría con ellos. Abrió la boca, pero se la cerré.

—Es usted muy guapa y muy inteligente y me gustaría pasar el resto de mis días en un sitio donde pudiera verla, eso me alegraría mucho la vida.

—No me digas que también tienes buen pico como Salva.

—¿Salva también se quedó aquí para verte?

—Todos están aquí por eso —dijo riéndose a carcajadas.

—Esa habitación lleva una semana ocupada —añadió un poco más seria—, pero veré qué puedo hacer para cambiarte allí. Me llamo Pilar.

Acababa de entrar en la auténtica ancianidad. Estaba en manos de Pilar. Pilar me había tuteado en cuanto comprendió que era suyo. Uno más para Pilar. Y con mucho gusto. Era lo que necesitaba, una Pilar, la petanca y gente que hubiese vivido una vida y a la que aún se le estuviese dando algo de propina.

Esperé sentado en un banco a que Pilar solucionara lo de mi habitación y entonces pasó ante mí, como una visión, como si estuviese dormido y soñase con sucesos y personas de aquellos días y los mezclase sin sentido. Vi, digo, pasar e ir hacia el bosquecillo de árboles a Elfe.

En cuanto acabé de reaccionar, salí detrás de ella, pero Pilar me dio el alto.

—¿Dónde vamos tan deprisa?

—Me ha parecido reconocer a alguien.

—Bueno, ya tendrás tiempo, de aquí no se marcha nadie —no se rió, como habría sido lo normal—. Ahora vamos a tomar posesión del cuarto de Salvador, has tenido suerte. Y te enseñaré un poco todo esto.

Una camarera estaba terminando de arreglar la habitación y dejé la maleta en un rincón y la bolsa encima de un pequeño escritorio. La ventana estaba abierta y el aire que entraba se iba llevando los humores del anterior inquilino y filtraba la presencia invisible de Salva.

Las instalaciones no eran gran cosa. Había pocos viejos jóvenes, por lo que las pistas de tenis y pádel no les resultarían rentables. La cocina estaba limpia, y lo mejor era una piscina cubierta tirando a pequeña que era el orgullo de la residencia. Pilar me dijo que cuando la probase no querría salir de allí, pero a mí la gimnasia sueca me había ido relativamente bien y no sabía si me iba a atrever a cambiar.

—¿Salva se bañó ahí?

—No, decía que se fiaba más de una gimnasia que hacía, gimnasia sueca, creo.

Hablaba y miraba y atendía las explicaciones de Pilar pensando en Elfe.

Estuve a punto de preguntarle a Pilar, para confirmarlo, si tenían en la residencia a una mujer alemana, de mi edad más o menos, ex alcohólica o alcohólica llamada Elfe, y en caso afirmativo quién la había traído. Pero no lo pregunté porque no quería levantar la liebre nada más llegar.

Tenía razón la frescachona, ya tendría tiempo, la hora de la comida estaba encima. Esto sí que no me lo habría esperado. No la habían matado, la habían recluido. En el fondo matar era más comprometido que traerla a esta reserva donde contase lo que contase podrían ser imaginaciones.

No me dio tiempo de abrir la maleta, llegaban los olores de sopa y pescado y el ajetreo de los platos en el comedor. Cuando entré, me quedé un poco parado porque todos sabían dónde sentarse y no quería quitarle el sitio a nadie y tener que levantarme. Esperé a que hubiese un hueco libre, ansioso por ver a Elfe en alguna mesa.

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