Lo sagrado y lo profano (16 page)

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Authors: Mircea Eliade

Tags: #Ensayo, Religión

La Luna valoriza religiosamente el devenir cósmico y reconcilia al hombre con la Muerte. El Sol, por el contrario, revela otro modo de existencia: no participa en el devenir; siempre en movimiento, permanece inmutable, su forma es siempre la misma. Las hierofanias solares traducen los valores religiosos de la autonomía y la fuerza, de la soberanía y la inteligencia. Por eso en ciertas culturas asistimos a un proceso de solarización de los Seres supremos. Como hemos visto, los dioses celestes tienden a desaparecer en la actualidad religiosa, pero en ciertos casos su estructura y su prestigio sobreviven aún en los dioses solares, especialmente en las civilizaciones muy desarrolladas, que han desempeñado un papel histórico importante (Egipto, Oriente helenístico, México).

Gran número de mitologías heroicas son de estructura solar. El héroe se asimila al Sol; como él, lucha con las tinieblas, desciende al reino de la Muerte y sale de él victorioso. Aquí las tinieblas ya no son, como en las mitologías lunares, uno de los modos de ser de la divinidad, sino que simbolizan todo lo que Dios
no es
, es decir, el Adversario por excelencia. Las tinieblas no se valorizan ya como una fase necesaria a la vida cósmica; en la perspectiva de la religión solar, las tinieblas se oponen a la Vida, a las formas y a la inteligencia. Las epifanías luminosas de los dioses solares pasan a ser, en ciertas culturas, el signo de la inteligencia. Se acabará por asimilar
Sol e inteligencia
hasta tal punto que las teologías solares y sincretistas de fines de la Antigüedad se transforman en filosofías racionalistas: al Sol se le proclama la inteligencia del Mundo, y Macrobio identifica con el Sol a todos los dioses del mundo greco-oriental, desde Apolo y Júpiter hasta Osiris, Horus y Adonis (
Saturnales
, I, caps. XVII-XXIII). En el tratado sobre
el Sol Rey
del emperador Juliano, así como en el
Himno al Sol
de Proclo, las hierofanías solares ceden el puesto a las
ideas
, y la religiosidad desaparece casi en absoluto como secuela de este largo proceso de racionalización
[82]
.

Esta desacralización de las hierofanías solares se incluye entre otros muchos procesos análogos, gracias a los cuales el Cosmos en su totalidad termina por vaciarse de todo contenido religioso. Pero, como hemos dicho, la secularización definitiva de la Naturaleza no es un resultado adquirido más que para un número limitado de modernos; los que están desprovistos de todo sentimiento religioso. El cristianismo ha podido aportar profundas y radicales modificaciones en la valoración religiosa del Cosmos y de la Vida, pero no los ha rechazado. De que la vida cósmica, en su totalidad, aún puede ser sentida como cifra de la divinidad, da testimonio un escritor cristiano como León Bloy al escribir: «La vida, tanto en los hombres como en los animales y en las plantas, es siempre la Vida, y cuando llega el minuto, el imperceptible momento que se llama muerte, es siempre Jesús el que
se
retira, tanto de un árbol como de un ser humano»
[83]
.

IV
EXISTENCIA HUMANA Y VIDA SANTIFICADA
1

Existencia «abierta» al Mundo

La meta del historiador de las religiones es la de comprender y aclarar a los demás el comportamiento del
homo religiosus
y su universo mental. La empresa no es siempre fácil. Para el mundo moderno, la religión en cuanto forma de vida y
Weltanschauung
se confunde con el cristianismo. En el mejor de los casos, un intelectual occidental, con un pequeño esfuerzo, tiene ciertas posibilidades de familiarizarse con la visión religiosa de la antigüedad clásica e incluso con ciertas grandes religiones orientales, como el brahmanismo, el confucianismo o el budismo. Pero esfuerzo semejante de ensanchar su horizonte religioso, por muy loable que sea, no le lleva demasiado lejos; con Grecia, la India, la China, el intelectual occidental no sobrepasa la esfera de las religiones complejas y elaboradas que disponen de una vasta literatura sagrada escrita. Conocer una parte de estas literaturas sagradas, familiarizarse con algunas mitologías y teologías orientales o del mundo clásico, no es suficiente todavía para llegar a penetrar en el universo mental del
homo religiosus
. Estas mitologías y teologías se resienten demasiado de la impronta que les dejara el largo trabajo de los letrados; aun cuando no constituyan propiamente hablando «religiones del Libro» (como el judaismo, el zoroastrismo, el cristianismo, el islamismo), poseen, no obstante, libros sagrados (India, China) o, al menos han sufrido la influencia de autores prestigiosos (por ejemplo, en Grecia, Homero).

Para obtener una perspectiva religiosa más amplia, es más útil familiarizarse con el folklore de los pueblos europeos; en sus creencias y en sus costumbres, en su comportamiento ante la vida y la muerte, se pueden reconocer aún multitud de «situaciones religiosas» arcaicas. Al estudiar las sociedades rurales europeas se tiene la oportunidad de comprender el mundo religioso de los agricultores neolíticos. En muchos casos, las costumbres y las creencias de los campesinos europeos representan un estado de cultura más arcaico que el atestiguado por la mitología de la Grecia clásica
[84]
. Es cierto que la mayoría de estas poblaciones rurales de Europa han sido cristianizadas desde hace más de un milenio. Pero han logrado integrar en su cristianismo una gran parte de su herencia religiosa precristiana, de antigüedad inmemorial. Sería inexacto creer que, por esta razón, los campesinos europeos no son cristianos. Pero hay que reconocer que su religiosidad no se reduce a las formas históricas del cristianismo y que conserva una estructura cósmica ausente casi por completo de la experiencia de los cristianos de las ciudades. Se puede hablar de un cristianismo primordial, anti-histórico; al cristianizarse, los agricultores europeos han integrado en su nueva fe la religión cósmica que conservaban desde la prehistoria.

Pero para el historiador de las religiones, deseoso de comprender y hacer comprender la totalidad de las situaciones existenciales del
homo religiosus
, el problema es más complejo. Todo un mundo
se
extiende más allá de las fronteras de las culturas agrícolas: el mundo verdaderamente «primitivo» de los pastores nómadas, de los cazadores, de las poblaciones aún en el estadio de la caza menor y de la colección. Para conocer el universo mental del
homo religiosus
hay que tener en cuenta sobre todo a los hombres de estas sociedades primitivas. Ahora bien: su comportamiento religioso nos parece, hoy día, excéntrico, cuando no francamente aberrante; en todo caso, resulta difícil de comprender. Pero no hay otro medio de comprender un universo mental extraño que el situarse dentro de él, en su mismo centro, para acceder, desde allí, a todos los valores que rige.

Lo que se comprueba desde el momento mismo de colocarse en la perspectiva del hombre religioso de las sociedades arcaicas es que
el Mundo existe porque ha sido creado por los dioses
, y que la propia existencia del mundo «quiere decir» alguna cosa; que el Mundo no es mudo ni opaco, que no es una cosa inerte, sin fin ni significación. Para el hombre religioso, el Cosmos «vive» y «habla». La propia vida del Cosmos es una prueba de su santidad, ya que ha sido creado por los dioses y los dioses se muestran a los hombres a través de la vida cósmica.

Por esta razón, a partir de un cierto estadio de cultura, el hombre se concibe como un microcosmos. Forma parte de la Creación de los dioses; dicho de otro modo: reencuentra en sí mismo la «santidad» que reconoce en el Cosmos. Dedúcese de ello que su vida se equipara a la vida cósmica: en cuanto que obra divina, pasa a ser la imagen ejemplar de la existencia humana. Algunos ejemplos. Hemos visto que el matrimonio se valorizó como una hierogamia entre el Cielo y la Tierra. Pero, entre los agricultores, la equiparación Tierra-Mujer es todavía más compleja. La mujer se asimila a la gleba, las semillas al
semen virile
y el trabajo agrícola al ayuntamiento conyugal. «Esta mujer ha llegado como terruño viviente: sembrad en ella, hombres, la simiente», está escrito en el
Atharva Veda
(XIV, II, 14). «Vuestras mujeres son campos para vosotros»
(Corán
, II, 225). Una reina estéril se lamenta: «Soy semejante a un campo donde nada brota.» Por el contrario, en un himno del siglo XII, la Virgen María es glorificada como
tena non arabilis quae fructum parturiit
.

Intentemos comprender la situación existencial de aquel para quien todas estas equiparaciones son experiencias
vividas
, y no
ideas
simplemente.
Es
evidente que su vida posee una dimensión de más: no es simplemente humana, es «cósmica» al propio tiempo, puesto que tiene una estructura trans-humana. Podría llamársela una «existencia abierta», ya que no se limita estrictamente al modo de ser del hombre. (Sabemos, por lo demás, que el primitivo sitúa su modelo a alcanzar en el plano trans-humano revelado por los mitos.) La existencia del
homo religiosas
, del primitivo sobre todo, está «abierta» hacia el mundo; al vivir, el hombre religioso nunca está solo, en él vive una parte del mundo. Pero no puede decirse, con Hegel, que el hombre primitivo esté «sepultado en la Naturaleza», que no se haya reconocido aún como algo distinto de la Naturaleza, como sí mismo. El hindú que, al estrechar a su esposa, proclama que ella es la Tierra y que él es el Cielo, está al mismo tiempo plenamente consciente de su humanidad y de la de su esposa. El agricultor austro-asiático que designa con el mismo vocablo,
lak
, el falo y la azada y, como tantos otros cultivadores, asimila los granos al
semen virile
, sabe muy bien que la azada es un instrumento que él se ha fabricado y que al trabajar su campo efectúa un trabajo agrícola que exige cierto número de conocimientos técnicos. Dicho de otro modo: el simbolismo cósmico
añade
un nuevo valor a un objeto o a una acción, sin afectar por otra parte a sus valores propios e inmediatos. Una existencia «abierta» hacia el Mundo no es una existencia inconsciente, sepultada en la Naturaleza. La «abertura» hacia el Mundo hace al hombre religioso capaz de conocerse al conocer el Mundo, y este conocimiento le es preciso por ser «religioso», por referirse al Ser.

2

Santificación de la Vida

El ejemplo citado hace un momento nos ayuda a comprender la perspectiva en la que se sitúa el hombre de las sociedades arcaicas: para él la vida en su totalidad es susceptible de ser santificada. Los medios por los cuales se obtiene la santificación son múltiples, pero el resultado es casi siempre el mismo: la vida se vive en un doble plano; se desarrolla en cuanto existencia humana y, al mismo tiempo, participa de una vida trans-humana, la del Cosmos o la de los dioses. Hay que suponer que, en un pasado muy lejano, todos los órganos y experiencias fisiológicas del hombre, todos sus gestos, tenían una significación religiosa. Cae esto por su propio peso, pues todos los comportamientos humanos los instauraron los dioses o los Héroes civilizadores
in illo tempore
: ellos fundaron no sólo los diversos trabajos y las diversas maneras de alimentarse, de hacer el amor, de expresarse, etc., sino también los gestos sin importancia aparente. En los mitos de los australianos karadjeri, los dos Héroes civilizadores adoptaron una posición especial al orinar, y los karadjeri imitan incluso hoy día este gesto ejemplar
[85]
. Es inútil recordar que no se da una correspondencia parecida en el nivel de la experiencia profana de la Vida. Para el hombre arreligioso, todas las experiencias vitales, tanto la sexualidad como la alimentación, el trabajo como el juego, se han desacralizado. Dicho de otro modo: todos estos actos fisiológicos están desprovistos de significación espiritual y, por tanto, de la dimensión auténticamente humana.

Pero fuera de esta significación religiosa que reciben los actos fisiológicos como imitación de modelos divinos, los órganos y sus funciones han recibido una valoración religiosa por su asimilación a las diversas regiones y fenómenos cósmicos. Hemos encontrado ya un ejemplo clásico: la mujer asimilada a la gleba y a la Tierra-Madre, el acto sexual asimilado a la hierogamia Cielo-Tierra y a la siembra. Pero el número de tales homologaciones entre el hombre y el Universo es considerable. Algunas parece que se imponen espontáneamente al espíritu, como, por ejemplo, la equiparación del ojo al Sol, o de los dos ojos al Sol y a la Luna, o la de la coronilla a la Luna llena; o incluso la asimilación de los soplidos a los vientos, de los huesos a las piedras, de los cabellos a las hierbas, etc.

Pero el historiador de las religiones encuentra otras homologaciones que implican un simbolismo más elaborado, que suponen todo un sistema de correspondencias micro-macrocósmicas. Así, la asimilación del vientre o de la matriz a la gruta, de los intestinos a los laberintos, de la respiración al tejer, de las venas y las arterias al Sol y a la Luna, de la columna vertebral al
Axis mundi
, etc. Evidentemente, no todas estas homologaciones entre el cuerpo humano y el macrocosmos están atestiguadas entre los primitivos. Ciertos sistemas de correspondencias hombre-Universo no han conocido su elaboración completa hasta las grandes culturas (India, China, Próximo Oriente antiguo, América Central). Con todo, su punto de partida se encuentra ya en las culturas arcaicas. Se encuentran entre los primitivos sistemas de homología antropocósmica de extraordinaria complejidad, que denotan una capacidad inagotable de especulación.

Es el caso, por ejemplo, de los dogones del África occidental ex francesa
[86]
.

Ahora bien: estas homologaciones antropocósmicas nos interesan sobre todo en la medida en que son «claves» de diversas situaciones existenciales. Decíamos que el hombre religioso vive en un mundo «abierto» y que, por otra parte, su existencia está «abierta» al Mundo. Esto equivale a decir que el hombre religioso es accesible a una serie infinita de experiencias que podrían llamarse «cósmicas». Tales experiencias son siempre religiosas, pues el Mundo es sagrado. Para llegar a comprenderlas, hay que recordar que las principales funciones fisiológicas son susceptibles de convertirse en sacramentos. Se come ritualmente y el alimento recibe una valoración distinta según las diferentes religiones y culturas: los alimentos se consideran ya como sagrados, ya como una ofrenda a los dioses del cuerpo (como es el caso, por ejemplo, de la India). La vida sexual, según hemos visto, se ritualiza también y, por consiguiente, se homologa tanto con los fenómenos cósmicos (lluvia, siembra) como con los actos divinos (hierogamia Cielo-Tierra). A veces el matrimonio se valoriza en un triple plano: individual, social y cósmico. Por ejemplo, entre los omaha, el pueblo se divide en dos mitades, llamadas respectivamente Cielo y Tierra. Los matrimonios no pueden efectuarse sino entre las dos mitades exógamas, y cada nuevo matrimonio repite el
hieros gamos
primordial: la unión entre la Tierra y el Cielo.
[87]

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