Los almendros en flor

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Authors: Chris Stewart

 

Instalado en su finca de la Alpujarra, el exótico viajero británico Chris Stewart continúa el relato de sus aventuras en la sierra granadina iniciado con éxito en los anteriores títulos -Entre limones (2006)y El loro en el limonero (2009). El autor no oculta el paso de los años hacia una madurez que le permite valorar el pasado y confirmar el acierto de haber elegido la vida sencilla al lado de la naturaleza en compañía de su mujer e hija.

Chris Stewart

Los almendros en flor

ePUB v1.1

RedentorX
27.06.12

Título original:
The Almond Blossom Appreciation Society

Chris Stewart, abril 2012

Traducción: Patricia Antón de Vez

Editor original: RedentorX (v1.0)

ePub base v2.0

 

Agradecimientos

Cuanto más vivo, más comprendo hasta qué punto dependemos unos de otros para hacerlo todo. Los sospechosos habituales saben bien quiénes son, y confío en que sean conscientes de mi gratitud, pero por si acaso... 1001 gracias a Nat Jansz, mi habilidosa editora, comprensiva hasta lo milagroso, sin quien este libro no habría sido posible, y a Mark Ellingham, editor y amigo desde hace mucho. Marruecos no sería ni la mitad de agradable sin la hospitalidad y generosidad de Mohammed Benghrib. En España, José Guerrero sigue siendo una fuente constante de inspiración y diversión; Matías Morales y Manolo del Molinillo hacen que me sienta arraigado y siguen enseñándome cómo conseguir que se hagan las cosas; Fernando y Jesús de Nevadensis (www.nevadensis.com) me han sacado de más situaciones peliagudas de las que me han provocado; Michael Jacobs me hace reír y pensar; Paco Sánchez y Pepe Parra han sido los mejores compañeros de tertulia; y más que a nadie se lo debo todo a Ana y Chloé, que viven estos libros conmigo y que siempre están ahí cuando necesito un poco de consuelo y alegría.

Prólogo
Examen riguroso de un escarabajo pelotero

A principios de año, mi hija Chloé y yo decidimos que había que ponerse en forma, y que la mejor manera de hacerlo sería trazar una pista de atletismo en el lecho del río. Ahora acudimos allí todas las tardes y nuestras pisadas han marcado un circuito bastante claro.

La hierba está alta y emite un agradable crujido cuando corremos. En primavera, el terreno está salpicado de dientes de león y margaritas en grupos tan densos que, si entornas los ojos, tienes la impresión de atravesar un campo de nata. La pista, sin embargo, sigue siendo un poco rústica para hacer un buen esprint. Debes procurar saltar sobre los espinos, esquivar con un brinco una piedra capaz de partirte el tobillo y pasar muy pegado a la gayomba en la tercera curva, al tiempo que agachas la cabeza para evitar que te saque un ojo. La segunda curva queda entre el tercer y el cuarto matorral de euforbia, y la línea de salida y llegada está en el tamarisco en que colgamos los jerséis, a cuya tenue sombra llena de avispas descansamos después si hace sol. El terreno está formado por blanda y arenosa turba y cagarrutas de oveja.

La otra noche, cuando volvíamos de correr, Chloé me llamó desde el portón, toda emocionada.

—¡Papá, corre! ¡Ven a ver esto!

Retrocedí y miré hacia donde ella señalaba. Allí, abriéndose paso trabajosamente por el sendero, había un escarabajo pelotero haciendo lo que suelen hacer los escarabajos peloteros: empujar una pelota de estiércol. Quedé cautivado al instante: un escarabajo pelotero constituye uno de los grandes espectáculos del mundo de los insectos; la persistente determinación de su tarea de Sísifo le recuerda a uno la delirante laboriosidad de las hormigas, aunque el
Scarabaeus semipunctatus
trabaja en parejas o solo.

Aquel escarabajo en particular había perdido el brillo negro azabache bajo una gruesa capa de polvo. Guiaba la pelota con las patas traseras, mientras intentaba afianzarse con las callosas patas de delante. Avanzaba penosamente por el escabroso terreno y, claro, no podía ver por dónde iba, cabeza abajo y empujando de espaldas una enorme bola de mierda. La pelota no paraba de escapársele para rodar sobre la pobre criatura, y sin embargo, sin desperdiciar un solo instante en sacudirse, el escarabajo se incorporaba y retomaba con paciencia la tarea de hacerla rodar por donde debía. Chloé y yo nos maravillamos ante su empecinamiento, aunque nos dio un poco de lástima, y cuando la bola de excrementos le pasaba por encima procurábamos contener la risa.

La verdad es que la presencia de un escarabajo pelotero en nuestro valle reviste cierta importancia simbólica, pues es resultado directo de nuestra política de no desparasitar las ovejas más de lo estrictamente necesario. Las ovejas están bien; tienen algunos parásitos intestinales —todos los organismos de esa clase los tienen—, pero conviven con ellos en un estado simbiótico razonablemente armonioso y, en consecuencia, producen excrementos lo bastante seguros para que el escarabajo pelotero deposite en ellos sus huevos.

Sé de qué hablo, porque en cierta ocasión tuve el privilegio de charlar con un experto mundial en escarabajos peloteros: Jan Krikken, un entomólogo holandés con quien me topé cierta tarde en el valle cuando se alojaba en la cabaña de nuestros vecinos. Estaba arrastrándose a cuatro patas por el borde de nuestra acequia, deteniéndose de vez en cuando para cazar insectos con su aspirador, un extraño artefacto parecido a un tarro de mermelada del que salen dos tubos, uno con una gasa en el extremo que se lleva a los labios, y otro cuya boca se sitúa sobre el insecto sometido a estudio. Si succionas en el primero, el espécimen se ve absorbido sin sufrir daño o dolor (aunque sí cierta sorpresa) y va a parar al tarro para ser examinado con calma. Si succionas en el segundo, la sorpresa te la llevas tú.

Unos años antes, el gobierno australiano había contratado al doctor Krikken para reintroducir el escarabajo pelotero, prácticamente desaparecido tras décadas de desparasitación excesiva de las ovejas. Se temía que, sin la ayuda de los escarabajos para llevarse rodando el estiércol y enterrarlo, éste no se descompusiera y el continente acabara cubierto por una capa endurecida de excrementos. Por suerte, Krikken logró salvar a los habitantes de las antípodas de semejante destino.

—Si dudas alguna vez de la importancia de los cultivos orgánicos —me dijo—, pásate un rato observando a los escarabajos peloteros.

Me pareció un buen consejo, y lo sigo siempre que puedo; de modo que ahí estaba yo en ese momento, con la cabeza inclinada y absorto en la contemplación. Aun así, cuanto más observaba a nuestro espécimen, más me parecía que algo no iba bien del todo. Reflexioné unos instantes y, de pronto, la asombrosa verdad se reveló ante mis ojos.

—¿Sabes qué, Chloé? —anuncié—. Esa pelota no es una bola de estiércol, ni mucho menos. Es una pelota de squash. —Guardé silencio para permitir que tan dramática revelación surtiera todo su efecto.

—Vale. ¿Y qué es una pelota de squash?

—Bueno, pues es una pelota con la que se juega al squash.

—Sí, pero ¿qué es el squash? —insistió, como habría hecho cualquier colegiala española.

—Es un deporte en que debes golpear una pelota... con una raqueta... en una pista... y la pelota rebota en una de tres paredes...

Fue en ese punto cuando empecé a comprender la absoluta necedad de mi conjetura. La pista de squash más cercana debía de estar a trescientos kilómetros de distancia, en Marbella o Sotogrande. Entonces, ¿cómo había llegado una pelota de squash a nuestro valle para que pudiera empujarla aquel escarabajo pelotero? No tenía sentido. Sin embargo, había emprendido ya ese camino y no estaba dispuesto a abandonarlo. Seguí cavando mi sepultura.

—Verás, Chloé —continué—, esta pelota es demasiado perfecta para ser obra de un escarabajo. Fíjate, es completamente esférica y el color y la textura son absolutamente uniformes. Ya me dirás cómo un animalito tan torpe iba a crear algo tan perfecto con cagarrutas de oveja. Es una pelota de goma.

Chloé observó con atención el escarabajo y su pelota.

—Es estiércol, papá. Estoy segura. Sé distinguir el estiércol cuando lo veo.

—No. Es una pelota de goma, hija mía. Y lo malo es que, cuando este pobre bicho ignorante consiga llegar a casa con la bola, después de sudar la gota gorda, descubrirá que está hecha de goma y no de estiércol, de manera que no podrá darle forma de pera, hacerle un hueco y poner en él sus huevos, que es lo que hacen estos insectos. Tampoco podrá comérsela. Eso le romperá su pobre corazoncito.

—Todo irá bien, papá. Es estiércol, de verdad —me tranquilizó Chloé—. No es lo que piensas. A su corazoncito no va a pasarle nada.

Discrepé.

—No, Chloé, sé que tengo razón, y no pienso quedarme aquí plantado viendo a ese pobre bicho engañarse de esa manera. Voy a quitarle la pelota. Al menos, así aún le quedarán tiempo y energías para fabricarse una bola como Dios manda y acabar con el asunto.

Mi hija estaba horrorizada.

—No lo hagas, no puedes hacer eso. Si se la quitas, el pobrecillo se quedará hecho polvo.

—El disgusto será mucho menor ahora que después de esforzarse inútilmente en empujar la puñetera pelota hasta su casa —insistí.

—¡Papá...!, ¡no lo hagas! —exclamó Chloé cuando me agaché junto al insecto.

Pero yo, con mis cincuenta años de experiencia del mundo, me mostré inflexible. Extendí una mano para coger la polvorienta pelota de squash... y los dedos se me hundieron en blando estiércol.

—Oh, Dios santo, pues sí que era estiércol.

—Ya te lo he dicho. ¡Mira lo que has hecho! La has estropeado.

Observé la antes perfecta bola de estiércol. Estaba abierta por la mitad, con el húmedo excremento en el centro tentadoramente expuesto. Parecía una de esas deliciosas trufas espolvoreadas de chocolate, con un relleno húmedo y verdoso. Traté de moldearla para devolverle la forma anterior, de emular la sabia artesanía del escarabajo, pero no hubo manera.

—Déjala donde estaba, papá. Sólo lo estás empeorando.

Sentí un remordimiento terrible. Desde el suelo, la minúscula criatura alzaba hacia mí una mirada desconsolada. Chloé me observaba como si fuera un perfecto imbécil.

Con cautela, le devolví el espachurrado montoncito de estiércol al escarabajo y me incorporé. Se hizo un incómodo silencio.

—¿Por qué? —pregunté, recurriendo a un pequeño juego de palabras para relajar un poco la tensión—. ¿Por qué crees tú que se llama así el escarabajo?

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué un escarabajo se llama «escarabajo»?

—No lo sé. Pensaba que «cárabo» era el nombre antiguo para los escarabajos. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque «es cara abajo».

Mi hija me observó unos instantes, pensativa, y entonces negó con la cabeza y echó a andar colina arriba hacia la casa, sin duda para contárselo a su madre.

Los bostonianos

Una de las grandes contribuciones culturales de España al mundo es el carmen. Un auténtico carmen es un patio cerrado y ajardinado en la colina del Albaicín, en Granada, y para hacer honor a ese nombre debe tener vistas a la Alhambra y a las cumbres de Sierra Nevada que se perfilan detrás. Aparte de eso, hay una serie de elementos esenciales que pueden utilizarse de forma más o menos aleatoria: parras, altos y esbeltos cipreses, naranjos y limoneros, un par de palosantos, quizá un granado, y mirto, cuyo aroma, según los moros, encarnaba la esencia misma del amor.

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