Los almendros en flor (9 page)

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Authors: Chris Stewart

—¡A pie desde Algeciras! ¡Habéis cruzado medio país! ¿Cuánto tiempo lleváis caminando?

Hamid se volvió hacia sus amigos e intercambiaron opiniones en árabe al respecto.

—Hemos caminado diez días, creo. Vamos a El Ejido, monsieur. Conocemos gente que trabaja allí.

—Ése es un sitio muy duro —contesté.

Sabía algunas cosas de El Ejido y la industria de frutas y verduras de invernadero, y me pregunté si realmente les proporcionaría una vida mejor que aquella de la que huían. Aun así, era imposible no admirar a aquellos jóvenes decididos. Exhaustos, muertos de hambre y de sed, no tenían dónde caerse muertos, y sin embargo allí estaban, recorriendo una tierra cuya lengua ignoraban, con el riesgo constante de ser apresados por las patrullas de policía. Iban en busca de esperanza, de una oportunidad, de un trabajo que les proporcionara un futuro digno.

—¿Tenéis hambre? —preguntó Ana.

—Un poco —contestó Hamid.

Al levantarse para ir a la cocina, Ana advirtió que todas las miradas confluían en el paquete de cigarrillos que había dejado sobre la mesa. Sonrió y lo empujó hacia Hamid. Los cuatro jóvenes se lanzaron con avidez sobre el tabaco, y, de algún modo, aquel mínimo acto de generosidad, el ritual y el humo de los cigarrillos recién encendidos tuvieron un efecto mágico. Su temor pareció disiparse y cuando el humo tranquilizador les inundó los pulmones, la sensación de alivio se hizo casi tangible. (Supongo que con los pitillos siempre pasa eso; nunca he conseguido fumar, de modo que no lo sé.)

Ana no tardó en llevarles comida. Una sopera de gazpacho, una tortilla aceitosa y amarillenta hecha con nuestros huevos, gruesas rebanadas de pan con mantequilla y miel. Faltaba la chicha, pero en casa sólo teníamos beicon, jamón y salchichas de cerdo. Aun así, los cuatro cayeron sobre la comida como lobos hambrientos. En una breve pausa, Hamid nos contó que llevaban dos días sin comer. No tenían comida ni dinero y, lo peor de todo, tampoco tabaco.

Los miramos mientras comían. Estaban muy flacos y, por lo que entendí de lo que decía Hamid, eran chicos de pueblo de la zona fronteriza del desierto meridional, donde el desempleo es endémico y la enseñanza secundaria poco común. Probablemente una aldea entera habría invertido en cada uno de esos muchachos, o al menos un clan familiar. La gente les habría entregado sus escasos ahorros a esos jóvenes sin preparación, confiando en que encontraran trabajo en la lejana «Fortaleza Europa» y mandaran a casa el dinero que pudiesen ahorrar. No parecían nada del otro mundo —¿quién lo parecería después de diez días en las montañas casi sin comer?—, pero llevaban sobre los hombros la enorme carga de la esperanza, y arriesgaban la vida para hacer realidad sus sueños.

Era sobrecogedor pensar que, a juzgar por su aspecto, las cosas les habían ido bien hasta el momento. Habían sobrevivido al espantoso y traicionero viaje por mar en una frágil embarcación; habían viajado hacia el este durante diez días sin ser detenidos por las patrullas de la Guardia Civil, y ahora se habían encontrado con nosotros. Se estaban reanimando gracias al tabaco y la comida, pero seguían lanzando miradas suspicaces alrededor, a la finca y a nosotros, en busca de señales de alarma. Me habría gustado convencer a Hamid de nuestras buenas intenciones, pero no era fácil, menos aún hablando francés. No podía decirle «No os haremos ningún daño». Suena ridículo. «No os preocupéis, con nosotros estáis a salvo.» No suena mucho mejor.

Mientras los chicos acababan de comer y conversaban en bereber, Ana y yo hablamos sobre lo que podíamos hacer. El Ejido es un sitio espantoso: hectáreas y hectáreas de invernaderos donde los marroquíes y otros inmigrantes ilegales trabajan en condiciones atroces, por salarios irrisorios. Nos horrorizaba pensar que aquellos cuatro chicos acabaran allí, pero parecían muy decididos, y no teníamos un plan alternativo que ofrecerles. Llegar hasta El Ejido, sin embargo, no era lo que se dice pan comido. Todavía les quedaban cuatro días de andar por un terreno escabroso y accidentado. Ana parecía sumida en sus pensamientos.

—Al menos podemos evitarles el trauma del viaje —sugirió—. Podríamos llevarlos en coche hasta allí... Podrías, quiero decir. Esperas a que se haga de noche y los llevas por detrás, por Cádiar.

Ana estaba pensando tanto en mí como en los marroquíes. Ayudar a inmigrantes ilegales va contra la ley, y si te pillan tienes posibilidades de ir a la cárcel y de que te confisquen el coche. Parecía poco probable que me cogieran, pero aun así más valía ser precavido.

Transmitir el plan a Hamid y sus amigos nos costó bastante. Seguían sin confiar en nosotros, cosa que no me extrañaba. Vale, los habíamos tratado con amabilidad, pero el agua y la comida podían ser una trampa. Al final nos las arreglamos para convencerlos de que descansaran unas horas en la «cámara», un edificio anexo a la casa, donde trabajo y hay camas y sofás para las visitas. Iría a buscarlos en cuanto anocheciese, y los llevaría en coche a El Ejido o a donde quisieran ir. Los marroquíes cogieron las bolsas y me siguieron por el sendero que discurre junto al arriate de plantas suculentas que rodea la casa. Seguían en guardia y más allá, al doblar un recodo del sendero, donde la vista se abre para revelar el lecho del río, fueron presa de una extraña y súbita alarma.

Hamid se paró en seco con la mano extendida hacia atrás para detener a sus compañeros, susurró unas palabras y señaló con la cabeza a lo lejos. Los otros se agacharon y me miraron con el entrecejo fruncido. Me quedé desconcertado, sin entender qué estaba pasando, hasta que de pronto caí en la cuenta. Acababan de descubrir nuestro espantapájaros: la figura de un cazador tan realista que parecía vivo y que un amigo escultor había montado en medio del campo, por diversión y también para asustar a los jabalíes.

Había usado un armazón de alambre para el cuerpo, que luego recubrió con yeso y pintura acrílica; a fin de darle un toque de realismo, le había colocado una escopeta de madera en los brazos y un falso cigarrillo en los labios. Llevaba prendas viejas mías y, para mantener en ascuas a los jabalíes, de vez en cuando mojábamos la bufanda de nuestro cazador con zotal, un desinfectante que, al humedecerse por el rocío, supuestamente huele a sudor.

En cuanto comprendieron su confusión, Hamid y sus amigos sonrieron, pero con la mueca crispada y vacilante de quien todavía tiene mucho que temer y no puede concederle el beneficio de la duda a nada mínimamente raro.

—Intentad dormir unas horas —dije, tendiéndole a Hamid otro paquete de tabaco que me había dado Ana—. Saldremos a las once.

Abrí la puerta de la cámara y les di la llave.

Los marroquíes se pasearon por la habitación boquiabiertos ante los muchos libros y camas que allí había, y luego, cuando repararon en las chilabas y babuchas tradicionales marroquíes que colgaban detrás de la puerta, mostraron un entusiasmo como si hubiesen encontrado algo muy querido y perdido tiempo atrás. La impresión de que éramos gente extraña debió de remitir un poco. Una vez más, nos estrechamos las manos e inclinamos la cabeza.


Merci, monsieur. Merci
—dijo Hamid sin soltarme la mano.

Volví a la mesa con Ana y hablamos sobre el plan. No me hacía ninguna gracia que fueran a El Ejido.

—Las cuadrillas que mandan en esas fincas no son mejores que la mafia —comenté con preocupación—. No sé si les servirá de mucho encontrar a otros marroquíes. Ojalá pudiésemos emplearlos aquí, pagarles decentemente y alojarlos como a seres humanos.

—No podemos, Chris. No hay suficiente trabajo, ni tenemos dinero para pagarles como es debido, aparte de que la finca está demasiado expuesta. Tarde o temprano nos denunciarían.

Pero pensar en El Ejido la horrorizaba tanto como a mí. Los dos habíamos oído hablar del trato brutal que recibían los marroquíes y la gente de Europa del Este, a quienes, al carecer de permiso de residencia y trabajo, se los obligaba a faenar como esclavos y se los sometía a niveles altísimos de toxicidad sin ningún escrúpulo. Ése es el precio que se paga por comer fruta y verdura fuera de temporada en Europa. Sin embargo, y aunque estuvimos dándole vueltas al asunto toda la tarde, no se nos ocurrió una alternativa mejor, de modo que a las diez y media limpié con un paño el parabrisas del coche y fui en busca de mis pasajeros.

La cámara estaba vacía. Nuestros invitados ya se habían marchado.

—¡Hamid! ¡Hamid! —grité hacia la creciente oscuridad, pero nadie me respondió.

Por lo visto, al final habían decidido no confiar en nosotros. Esperé que cuando tuvieran que vérselas con la mafia de los invernaderos se mostraran igual de recelosos.

A la mañana siguiente me desperté temprano y, al ver a Jesús Carrasco con sus cabras en el valle, bajé a hablar con él. No había reparado en ningún marroquí de paso, pero escuchó con interés mi relato sobre su visita.

—Son jóvenes. ¿Cómo van a saber lo que les espera? —comentó con un tono compasivo insólito en él.

Me contó que muchos granjeros de los cortijos apartados se preocupaban por aliviar la miseria de los inmigrantes que aparecían en sus tierras; no era gran cosa, desde luego, pues no tenían mucho que dar, pero les ofrecían pan y olivas y un sitio seguro donde descansar.

—Algunos ancianos vieron a sus hijos emigrar en busca de trabajo —explicó—. Quizá no estaban tan desesperados, pero la gente de por aquí conoce la pobreza y sabe adónde lleva.

Me resultaba extraño hablar tan seriamente con Jesús. Recordé una conversación que había mantenido con Domingo; según contó, de joven había ido a Barcelona para trabajar en una fábrica de botellas. «Fue una mala experiencia», admitió, y a continuación cambió de tema, como si no quisiera recordarlo. Caí en la cuenta de que, aunque a menudo habla de Cataluña, nunca ha vuelto a hacer la menor alusión a su estancia allí. Pero mis reflexiones se vieron interrumpidas. Jesús me dio un codazo y señaló la curva en lo alto del precipicio.

—La Guardia Civil —dijo entre dientes—. A saber qué querrán.

Su capacidad para distinguir objetos moviéndose en el horizonte se ha agudizado tras años de pastoreo. Tardé unos momentos en distinguir el coche a lo lejos y a continuación las inconfundibles luces policiales, y advertí con consternación que se dirigían hacia nosotros, vadeando el río y dando tumbos sendero arriba. Se detuvieron junto a la valla que separa la alfalfa del bosquecillo de eucaliptos. A los guardias civiles no les gusta que se les moje el coche y sólo vadearían nuestro río por algún asunto muy serio. Se proponían efectuar un arresto.

Manolo, que había llegado en moto unos minutos antes, se dirigió hacia el coche con su tranquilidad y buen rollo habituales; no sabía nada de la visita de los marroquíes, y la llegada de la policía sólo suponía para él un episodio más en el culebrón cotidiano. De hecho, los agentes habían recibido un chivatazo, aunque al parecer no guardaba relación con nuestros invitados de la noche anterior. No; andaban buscando a un cazador de jabalíes furtivo al que habían visto en los campos de alfalfa junto al río.

A menos que se cuente con una licencia para caza mayor, está prohibido cazar jabalíes; además, los guardias habían oído decir que el tipo tenía una conducta harto sospechosa. Tal vez debido a que llevaba exactamente once meses en la misma postura y apestaba a zotal.

Manolo se acercó a los civiles, que daban vueltas junto al coche con actitud avergonzada.

—¿Han venido a arrestar al espantapájaros? —quiso saber.

Los respetables agentes intercambiaron unas palabras en voz baja y miraron alrededor en busca de algo con que fastidiar a Manolo y así salvar las apariencias.

—Nos han informado de que hay cazadores merodeando por sus tierras —afirmaron—. ¿Es cierto?

—No... Al menos, de carne y hueso no —respondió, y soltó una risotada maliciosa.

Yo llegué en ese momento.

—Bueno, si ve alguno no deje de llamarnos —respondió con severidad el guardia de mayor edad. Acto seguido, se volvió hacia mí y me preguntó de sopetón—: ¿Qué hace ahí ese coche?

Señaló con el dedo un cacharro viejo y oxidado, con hierbajos en el parabrisas, que había detrás de una mata de carrizo.

—Ahí guardamos la comida de las ovejas, para que esté fuera del alcance de las ratas —respondí.

—¿Y ese de ahí? ¿Qué me dice de ése? —Señaló otro viejo cacharro abandonado al final del campo de alfalfa.

—Ése funciona —intervino alegremente Manolo, que estaba disfrutando de lo lindo con la conversación—. Es para transportar cosas desde el puente.

—Hemos visto otro ladera arriba. ¿Qué hace ahí? —Se estaban enfureciendo.

—Es un recambio para el que va y viene del puente —expliqué.

—Pues he de advertirles, señores, que es ilegal dejar coches viejos en el campo. Quítenlos, y rápido. Si siguen ahí la semana que viene, los denunciaré y les caerá una buena multa. —Y, tras esas palabras, la pareja se dirigió con paso decidido hacia su coche.

Granada Acoge

La grave situación en que se hallaban los jóvenes marroquíes me hizo advertir hasta qué punto pueden volverse vulnerables los inmigrantes cuando no tienen más remedio que vivir y trabajar fuera de la legalidad. Sentía que debía ayudar de algún modo, pero no sabía muy bien cómo. Como activista soy un desastre, pues no poseo ninguna de las cualidades necesarias a tal fin: soy incapaz de mantener la atención en una asamblea, y mis aptitudes administrativas son muy escasas. Pero ¿qué más daba? Lo importante era la intención. Así pues, cogiendo el toro por los cuernos, me apunté como voluntario en una organización llamada Granada Acoge.

Granada Acoge es la rama local de una organización de asistencia social que existe en toda Andalucía y que protege los intereses de los inmigrantes, sean legales o ilegales e independientemente de su lugar de procedencia. En Granada uno puede encontrar a sus integrantes —un equipo de abogados, asistentes sociales, médicos, traductores y maestros, en su mayoría voluntarios y a media jornada— en una oficina, que en realidad es una casa pequeña, en un callejón llamado Aguas de Cartuja. Tres líneas de teléfono o más suenan constantemente, la sala de espera está abarrotada de personas esperanzadas que acaban de llegar de todos los rincones del globo, y cada noventa segundos suena el timbre de la puerta y entra alguien más. Cada media hora se marcha alguien, de manera que al final de la mañana el sitio está a reventar.

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