¡Abuela...!
¿Y para dar este golpe a una pobre mujer has atravesado el mar? Puedes estar orgulloso. ¡Es una hazaña de hombre!
¡Acabáramos! ¿De manera que también tú estabas metida en la farsa?
No. Yo no lo supe hasta anoche. Aquel segundo que te vi aquí me abrió los ojos de repente; después no me costó trabajo obligar al abuelo a confesar. ¡Era algo tan atroz que mis entrañas se negaban a creerlo! Sólo una esperanza me quedaba ya: "por lo menos, delante de mí no se atreverá". Y he esperado hasta el último momento una palabra buena, un gesto de piedad, una vacilación siquiera... ¡algo a que poder aferrarme para perdonarte aún! Pero no. Has ido directamente a la llaga con tus manos sucias... ¡adonde más dolía!
No podía hacer otra cosa, abuela. ¡Necesito ese dinero para salvar la piel!
Conozco la cifra; acabo de oírtela a ti mismo: doscientos mil pesos vale la vida de la abuela. No, Mauricio, no vale tanto. Por una sola lágrima te la hubiera dado entera. Pero ya es tarde para llorar. ¿Qué esperas ahora? ¡Ni un centavo para esa piel que no tiene dentro nada mío!
¿Vas a dejarme morir en la calle como un perro?
¿No es tu ley? Ten por lo menos la dignidad de caer en ella.
—
(Con una angustia ronca.)
¡Piensa que no solamente pueden matarme; que puedo tener que matar yo!
¡Por tu alma, Mauricio, basta! Si algo te queda de hombre, si algo quieres hacer aún por mí sal de esta casa ahora, ¡ahora mismo!
¿Tanto te estorba mi presencia?
¡Ni un momento más! No ves que se me acaban las fuerzas, que me están temblando las rodillas... ¡y que no quiero caer delante de ti! ¡Fuera!
¡Tuya será la culpa!
¡Fuera!
(El Otro, con un gesto crispado sale bruscamente. La Abuela, vencida, cae sollozando en su poltrona.)
¡Cobarde... cobarde...!
(Pausa. Entra el señor Balboa y acude a ella.)
Mi pobre Eugenia... ¿No te dije que iba a ser superior a ti?
Ya ves que no. El dolor fuerte pasó ya. Lo malo es la huella que deja; esa pena que viene después en silencio y que te va envolviendo lenta, lenta... Pero a esa ya estoy acostumbrada; somos viejas amigas.
(Se rehace.)
Los muchachos no habrán oído nada ¿verdad?
¿No piensas decírselo?
Nunca. Les debo los días mejores de mi vida. Y ahora soy yo la que puede hacer algo por ellos.
(Se levanta. Llama en voz alta.)
¡Mauricio! ¡Isabel...!
¿Pero de dónde vas a sacar fuerzas?
Es el último día, Fernando. Que no me vean caída. Muerta por dentro, pero de pie. Como un árbol.
(Entran Isabel y Mauricio.)
BALBOA, la ABUELA, ISABEL, MAURICIO
¿Qué caras tristes son ésas? Ya habrá tiempo mañana.
¿Se fue ese hombre?
En este momento. ¡Qué tipo extraño! Dice que ha hecho un viaje largo para hablarme, se queda mirándome en silencio, y al final se va como había venido.
¿Sin hablar?
Parecía que iba a decir algo importante, pero de pronto se le quebró la voz y no pudo seguir.
¿Y no dijo nada? ¿Ni una palabra siquiera?
Una sola: perdón. ¿Tú lo entiendes? Algún loco suelto. ¿Cerraste el equipaje?
Todavía hay tiempo.
—
(Al abuelo.)
Córtales un tallo del jacarandá; les gustará llevárselo como recuerdo. De la ventana.
(Balboa sube lentamente la escalera.)
Ah, y la receta del licor, no se nos vaya a olvidar a última hora. ¿Tienes lápiz y papel?
Sí, abuela.
(Se lo entrega a Isabel, que se sienta a escribir a la mesa.)
Anota, hija, y a ver cómo te sale. Todas las mujeres de esta casa lo hemos hecho bien. Anota: agua destilada y alcohol a partes iguales.
(Tono íntimo.)
¿Cuándo sale el avión?
Mañana al amanecer.
¡Mañana!... Mosto de uva pasa, un cuarto. Moscatel si puede ser.
(Vuelve al tono íntimo.)
¿Me seguirás escribiendo, Isabel?
Sí, abuela, siempre, siempre.
¡Me gustaría ver los grandes bosques y los trineos...! Dos claras batidas a punto de nieve. Y el día de mañana... cuando tengáis un hijo... ¿Un hijo...?
(Queda como ausente en la promesa lejana. Isabel suelta el lápiz y oculta el rostro contra el brazo. Mauricio le aprieta los hombros en silencio y le devuelve el lápiz.)
Cáscara de naranja amarga, bien macerada... Una corteza de canela en rama para perfumar... Dos gotas de esencia de romero...
TELÓN