Los árboles mueren de pie (9 page)

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Authors: Alejandro Casona

Tags: #Teatro, Romantico, Juvenil

ISABEL.

No sé... Me da miedo eso que tú llamas la gran escena final.

MAURICIO.

¿La despedida? Es la más fácil de todas: un pequeño temblor al hacer los baúles, largas miradas a la casa como si fueras acariciando uno por uno todos los rincones... Ni siquiera es necesario hablar. De vez en cuando deja caer algo de las manos, así como sin querer: una cosa que cae en silencio tiene más emoción que una palabra. ¿Por qué me miras así?

ISABEL.

Te admiro.

MAURICIO.

¿Ironías otra vez?

ISABEL.

Sin ironías; te admiro de verdad. Es asombrosa esa manera que tenéis los soñadores de no ver claro más que lo que está lejos. Dime, Mauricio ¿de qué color son los ojos de la Gioconda?

MAURICIO.

Aceituna oscuro.

ISABEL.

¿De qué color son los ojos de las sirenas?

MAURICIO.

Verde mar.

ISABEL.

¿De qué color son los míos?

MAURICIO.

¿Los tuyos?...
(Duda. Se acerca a mirar. Ella entorna los párpados. Sonríe desconcertado.)
No lo tomes a mal. Parecerá una desatención pero te juro que en este momento tampoco sabría decirte cómo son los míos.

ISABEL.

Pardos, tirando a avellana. Con una chispita de oro cuando te ríes. Con una niebla gris cuando hablas y estás pensando en otra cosa.

MAURICIO.

Perdona.

ISABEL.

De nada.
(Sonríe dominándose.)
Y si mañana, al hacer los baúles, se me resbala algo entre las manos "así como sin querer" pierde cuidado que no será la emoción; sólo será porque he tenido un buen maestro. Gracias, Mauricio.
(Sale al jardín. Ha ido oscureciendo. Fuera, las sombras largas de la tarde. Mauricio enciende pensativo un cigarrillo. Se oye la campanilla de la calle, y a poco la doncella cruza a abrir. El señor Balboa viene de sus habitaciones, con un libro en la mano.)

MAURICIO, FELISA, BALBOA

BALBOA.

Si son los diarios, páselos a mi despacho sin abrir.

FELISA.

Bien, señor.
(Sale al vestíbulo.)

BALBOA.

¿No era éste el libro que andabas buscando? "Los últimos descubrimientos de la arqueología."

MAURICIO.

No tiene interés. He hecho yo uno más sensacional.

BALBOA.

¡Tú! ¿Cuándo?

MAURICIO.

Ahora mismo. Después de largas excavaciones, acabo de descubrir que soy un perfecto imbécil.
(Tira el cigarrillo que acaba de encender y sale al jardín llamando.)
¡Isabel!...
(Vuelve la doncella.)

FELISA.

Es una visita para el señor.

BALBOA.

¡A estas horas! No espero a nadie ni estoy para nadie.
(La Doncella va a obedecer. El Otro aparece en el umbral.)

BALBOA y el OTRO

OTRO.

Para mí, sí. He hecho un viaje demasiado largo para que se me cierre esta puerta.

BALBOA.

¿Con qué derecho entra así en mi casa? Déjenos, Felisa.
(La doncella sale. Balboa enciende las luces.)
¿Quién es usted?

OTRO.


(Avanza unos pasos. Tira el sombrero sobre un sillón.)
¿Tanto he cambiado en estos veinte años?

BALBOA.


(Inmóvil, sin voz.)
¡Mauricio!...

OTRO.

No veo que sea para asombrarse así, como si fuera un fantasma. ¿No recibiste mi cable anunciando el viaje?

BALBOA.

No es posible... El "Saturnia" se hundió en alta mar con todo el pasaje.

OTRO.

Y tú te alegraste al saberlo ¿verdad? Es natural; la mancha de la familia lavada lejos y para siempre. Pero ya ves que no; cuando se lleva una vida como la mía nunca se viaja en el barco que se anuncia; ni con el nombre propio. ¡La policía suele ser tan curiosa!

BALBOA.

Basta, Mauricio. ¿A qué vienes?

OTRO.

¿Y necesitas preguntarlo? ¡Qué falta de imaginación! Por lo menos no supondrás que vengo a ponerme de rodillas y llorar sobre mis pecados.

BALBOA.

No; te conozco bien. He seguido toda tu vida y sé lo que puede esperarse de ti.

OTRO.

Me alegro; así se ahorran muchas explicaciones enojosas. Sobre todo para ti.

BALBOA.

¿Para mí?

OTRO.

Es lo menos que podía esperar. ¿No te has sentido responsable en ningún momento de esa vida que yo arrastraba lejos de mi casa?

BALBOA.

No trates de descargar tus culpas sobre los demás. Todo lo que has hecho allá, ya lo habías empezado aquí.

OTRO.

¿De manera que la conciencia tranquila?

BALBOA.

Hice lo que debía, y si es necesario volveré a hacerlo cien veces.

OTRO.

Por tu gusto, quizá; pero ahora me temo que no vas a poder. Aquel muchacho de entonces está ya un poco duro.

BALBOA.

¿Es una amenaza?

OTRO.

Una advertencia simplemente. Sé por experiencia que no hay caminos hechos para nadie; cada uno tiene que abrirse el suyo como pueda. Y el mío, hoy, pasa por esta casa.

BALBOA.

De una vez, por favor ¿qué es lo que vienes a buscar?

OTRO.

Si fuera a reclamar mis derechos, todo lo que me quitaste en una noche: una vida regalada, una buena mesa, una familia honorable...

BALBOA.

¡No habrás pensado quedarte a vivir aquí!

OTRO.

No, estate tranquilo. Eso que tú llamas hogar no se ha hecho para mí, y sería demasiado incómodo para los dos.

BALBOA.

¿Qué pretendes entonces?

OTRO.

Te he dicho primero todo lo que podría exigir. Pero soy razonable y voy a conformarme sólo con una parte. En una palabra, abuelo, necesito dinero.

BALBOA.

No podía ser otra cosa. ¿Cuánto?

OTRO.

Ahí está lo malo, que por mucho que lo sienta no puedo hacerte un precio de amigos.
(Dejando repentinamente el tono irónico.)
Estoy comprometido gravemente ¿sabes? No con la policía, que a eso ya estoy acostumbrado. Ahora es con los compañeros, y esos no perdonan.

BALBOA.

No te pido explicaciones. ¿Cuánto?

OTRO.

¿Te parecería mucho doscientos mil?

BALBOA.

¿Estás loco? ¿De dónde piensas que puedo sacar yo esa cantidad?

OTRO.

Desde luego no esperaba que la tuvieras ahí en el bolsillo. Pero puedes encontrarla; y sin ir muy lejos... sin salir de aquí. Si no he calculado mal, solamente la casa vale el doble.

BALBOA.

¡La casa! ¿Vender esta casa?

OTRO.

Para dos viejos solos es demasiado grande.

BALBOA.

¿Serías capaz de dejarnos en la calle?

OTRO.


(Rencoroso.)
¿No me dejaste tú a mí hace veinte años? Todavía recuerdo aquel portazo, y a veces todavía me arden tus dedos aquí. Fue la primera y la última vez que alguien se atrevió a ponerme la mano en la cara.

BALBOA.

Eso es lo que te trajo, ¿verdad? ¡Qué bien te comprendo ahora! No es sólo el dinero; es toda esa resaca turbia de la venganza y el resentimiento.

OTRO.

Sería cosa de discutirlo, pero no tengo tiempo. Necesito esa cantidad mañana mismo. ¿Hecho?

BALBOA.

¡Ni mañana ni nunca!

OTRO.

Piénsalo despacio, abuelo. Por mí ya sé que no te importaría. Pero tú tienes un nombre intachable. ¿Te gustaría verlo en letras de escándalo en los periódicos y en las fichas policiales?

BALBOA.

No puedo. Aunque quisiera te juro que no puedo.

OTRO.

De ti no me extraña; siempre te costó trabajo abrir la caja de hierro. Pero hay alguien que no me dejará morir estúpidamente junto a un farol pudiendo salvarme. ¿Dónde está la abuela?

BALBOA.

¡No! ¡La abuela, no! Pediré a mis amigos, reuniré lo que pueda. Llévate los valores, las alhajas...

OTRO.

No he venido a pedir limosna. Vengo a buscar lo mío, y tú sabes muy bien que la abuela no sería capaz de negármelo. ¿Por qué no quieres que hable con ella?

BALBOA.

Escucha, Mauricio, por piedad. La abuela no sabe nada de tu verdadera vida. Para ella aquel muchacho loco de hace veinte años es ahora un hombre feliz que vuelve lleno de recuerdos a casa de los suyos.

OTRO.

¡Ahá! Una historieta ejemplar. Lo malo es que ya pasé la edad y no me gustan las historietas. ¿Dónde está la abuela?
(Avanza. El abuelo le corta el paso.)

BALBOA.

¡Piensa todo lo que puedes destruir en un momento!

OTRO.

No tengo tiempo que perder. ¡Aparta!

BALBOA.

¡No! ¡De aquí no pasas!

OTRO.


(Sujetándole.)
No habrás pensado que puedes levantarme la mano otra vez. Eso es fácil con un niño; con un hombre ya no es lo mismo. ¡Aparta, digo!
(Lo aparta, bruscamente y llama en voz alta.)
¡Abuela!...
(A la última réplica aparece Mauricio en la terraza. Avanza resuelto, con una ira contenida que le asorda la voz.)

DICHOS y MAURICIO. Después, la ABUELA e ISABEL

MAURICIO.

Sin voces. Cuando un hombre está dispuesto a todo no grita. Salga de esta casa conmigo.

OTRO.

¿Puedo saber quién es usted?

MAURICIO.

Después, ahora, en este mismo momento, la abuela va a entrar por esa puerta ¿lo oye bien? Si pronuncia delante de ella una palabra, una palabra sola, lo mato.

OTRO.

¿A mí?...

MAURICIO.


(Cortando.)
¡Por mi alma que lo mato aquí mismo!
(Se oye reír llegando.)
Silencio.
(Entra la Abuela con Isabel.)

ABUELA.

En mi vida había oído un disparate igual. ¿Serás tonta? Ir a decirme a mí que esa lucecita verde que encienden las luciérnagas... Oh, perdón; creí que estaban solos.

MAURICIO.

No es nada. El señor, que no conoce bien esto y se había confundido.
(Con intención.)
Yo voy a indicarle el camino.
(Desde la puerta.)
¿Vamos?

OTRO.


(Avanza resuelto.)
Vamos.

ISABEL.


(Con un presentimiento ante el tono de desafío que traslucen las palabras de los hombres.)
¡Mauricio!
(El Otro se vuelve sorprendido al oír su nombre. Mira fijamente a Isabel y a Mauricio.)

MAURICIO.

Es un momento, Isabel. En seguida vuelvo. Por aquí...
(El Otro vacila. Por fin se inclina levemente.)

OTRO.

Disculpen. Señora...
(Sigue a Mauricio. Isabel y la Abuela quedan inmóviles mirándoles salir.)

TELÓN

SEGUNDO CUADRO

En el mismo lugar al día siguiente. En un rincón un baúl abierto. Sobre la mesa una maleta y ropa blanca. ISABEL dobla la ropa en silencio. GENOVEVA termina de hacer el baúl.

ISABEL y GENOVEVA

GENOVEVA.

Los zapatos abajo, ¿verdad?

ISABEL.


(Ausente.)
Abajo.

GENOVEVA.

Y los vestidos ¿van bien, doblados así?

ISABEL.

Es igual.

GENOVEVA.

Igual no; usted lo sabrá mejor que yo, que no he viajado nunca. ¿Es así?

ISABEL.


(Sin mirar.)
Así.
(Genoveva suspira resignada y cierra la lona. Se oye arriba el carillón. Isabel levanta los ojos escuchando. Cuatro campanadas.)

GENOVEVA.

Por su bien ¿no ve que es peor callar? ¡Diga algo, por favor!

ISABEL.

¿Qué puedo decir?

GENOVEVA.

Cualquier cosa, aunque no venga a cuento; como cuando una tiene que pasar por un sitio oscuro y se pone a cantar. Con este silencio parece un entierro.

ISABEL.

Algo hay de eso. ¿Cuántos vestidos has metido en ese baúl?

GENOVEVA.

Siete.

ISABEL.

Siete vestidos pueden ser toda una vida: el claro de la primera mañana, el de regar las hortensias, el azul de tirar piedras al río, el de aquella noche que se quemó el mantel de fiesta con un cigarrillo. Ahora, ahí apretados, ya no hay fiesta ni hortensias ni río. Sí, Genoveva, hacer un equipaje es como enterrar algo.

GENOVEVA.

Lo malo no es para los que se van. Ustedes vuelven a lo suyo, con toda la vida por delante. Pero la señora...

ISABEL.

¿Habló con ella?

GENOVEVA.

Ni yo ni nadie; ahí sigue encerrada en su cuarto sin mover una mano ni despegar los labios.

ISABEL.

¿Pero por qué ese silencio como una protesta? Ya sabía que tarde o temprano tenía que llegar este momento. ¿Es mía la culpa?

GENOVEVA.

La culpa es del tiempo, que siempre anda a contramano. Recuerdo, cuando el barco iba llegando, que cada minuto parecía un siglo en esta casa. "¡El lunes, Genoveva, el lunes!" Y aquel lunes no llegaba nunca. En cambio ahora ¿cuándo pasó aquel día y el siguiente y los otros? Mi madre lo decía: hay un reloj de esperar y otro de despedirse; el de esperar siempre atrasa.
(Se le resbalan de entre las manos unos pañuelos.)
Disculpe; no sé dónde tengo las manos.

ISABEL.

Al contrario. Gracias, Genoveva.

GENOVEVA.

¿Gracias por qué?

ISABEL.

Por nada; son cosas mías.
(Llega Mauricio de la calle, preocupado.)

GENOVEVA.

Volveré a lavarlos. Todavía pueden secar.
(Sale hacia la cocina. Isabel se dirige impaciente a Mauricio.)

ISABEL y MAURICIO

ISABEL.

¿Hay alguna esperanza de arreglo?

MAURICIO.

Ninguna. Todo lo que se le podía ofrecer se ha hecho ya sin resultado. Dentro de unos minutos va a venir él mismo con la última palabra.

ISABEL.

¿Y vas a permitirle entrar en esta casa?

MAURICIO.

Desgraciadamente es la suya. Ni razones ni súplicas ni amenazas valen nada con él. Ese hombre viene dispuesto a todo y no dará un paso atrás.

ISABEL.

Es decir que toda nuestra obra va ser destruida en un minuto, delante de nosotros ¿y vamos a presenciarlo con los brazos cruzados?

MAURICIO.

Es inútil que tú tengas la razón. Él trae la fuerza y la verdad.

ISABEL.

No te reconozco. Oyéndote hablar el primer día parecías un domador de milagros, con una magia nueva en las manos. No había una sola cosa fea que tú no pudieras embellecer; ni una triste realidad que tu no fueras capaz de burlar con un juego de imaginación. Por eso te seguí a ojos cerrados. Y ahora llega a tu puerta una verdad, que ni siquiera tiene la disculpa de su grandeza... ¡y ahí estás frente a ella, atado de pies y manos!

MAURICIO.

¿Qué puedo hacer? Al descubrir el juego hemos puesto todas las cartas en su mano. Ahora ya no necesita pedir; puede jugar tranquilamente al chantaje. No hay nada que esperar, Isabel. Nada.

ISABEL.

Aún puedes hacer un bien en esta casa: el último. Confiésale tú mismo a la abuela toda la verdad.

MAURICIO.

¿Qué ganaríamos con eso?

ISABEL.

Es como quitar una venda. Tú puedes hacerlo poco a poco, con el alma en los dedos. No esperes a que él se la arranque de un tirón.

MAURICIO.

No puedo, no tendría valor. No quiero ver una herida que yo mismo he contribuido a abrir y que ya no soy capaz de curar. ¡Vámonos de aquí cuanto antes!

ISABEL.

¿A tu casa cómoda y tranquila? ¿A divertirnos fabricando sueños que tienen este despertar? No, Mauricio; vuelve tú solo.

MAURICIO.

¡No habrás pensado quedarte aquí!

ISABEL.

Ojalá pudiera. Pero tampoco quiero salir de esta vida inventada para volver contigo a otra tan falsa como ésta.

MAURICIO.

¿Adónde entonces? ¿Piensas volver a tu vida de antes?

ISABEL.

Parece increíble, ¿verdad? Y sin embargo ésa es la gran lección que he aprendido aquí. Mi cuarto era estrecho y pobre, pero no hacía falta más; era mi talla. En el invierno entraba el frío por los cristales, pero era un frío limpio, ceñido a mí como un vestido de casa. Tampoco había rosas en la ventana; sólo unos geranios cubiertos de polvo. Pero todo a mi medida, y todo mío: mi pobreza, mi frío, mis geranios.

MAURICIO.

¿Y es a aquella miseria adonde quieres volver? No lo harás.

ISABEL.

¿Quién va a impedírmelo?

MAURICIO.

Yo.

ISABEL.

¿Tú? Escucha, ahora ya no hay maestro ni discípula; vamos a hablarnos por primera vez de igual a igual, y voy a contarte mi historia como si no fuera mía para que la veas más clara. Un día la muchacha sola fue sacada de su mundo y llevada a otro maravilloso.

Todo lo que no había tenido nunca, se le dio allí de repente: una familia, una casa con árboles, un amor de recién casada. Sólo se trataba, naturalmente, de representar una farsa. Pero ella "no sabía medir" y se entregó demasiado. Lo que debía ser un escenario se convirtió en una casa verdadera. Cuando decía "abuela" no era una palabra recitada, era un grito que le venía de dentro y desde lejos. Hasta cuando el falso marido la besaba le temblaban las gracias en los pulsos. Siete días duró el sueño, y aquí tienes el resultado: ahora ya sé que mi soledad va a ser más difícil, y mis geranios más pobres y mi frío más frío. Pero son mi única verdad, y no quiero volver a soñar nunca por no tener que despertar otra vez. Perdóname si te parezco injusta.

MAURICIO.

Solamente en una parte. ¿Por qué te empeñas en pensar que esa historia es la tuya sola? ¿No puede ser la de los dos?

ISABEL.

¿Qué quieres decir?

MAURICIO.

Que también yo he necesitado esta casa para descubrir mi verdad. Ayer no había aprendido aún de qué color son tus ojos. ¿Quieres que te diga ahora cómo son a cada hora del día, y cómo cambian de luz cuando abres la ventana y cuando miras al fuego, y cuando yo llego y cuando yo me voy?

ISABEL.

¡Mauricio!

MAURICIO.

Siete noches te he sentido dormir a través de mi puerta. No eras mía, pero me gustaba oírte respirar bajo el mismo techo. Tu aliento se me fue haciendo costumbre, y ahora lo único que sé es que ya no podría vivir sin él; lo necesito junto a mí y para siempre, contra mi propia almohada. En tu casa o en la mía ¡qué importa! cualquiera de las dos puede ser la nuestra. Elige tú.

ISABEL.

¡Mauricio...!
(Se echa en sus brazos.)

MAURICIO.

¡Marta-Isabel! ¡Mi verdad!
(La besa largamente. Se oye la campanilla del vestíbulo. Se miran en sobresalto, abrazados. La campanilla vuelve a sonar impaciente.)
Ahí está.
(Va a salir a su encuentro. Ella lo detiene.)

ISABEL.

¡Tú no! ¡Déjame sola con él!

MAURICIO.

¿Estás loca?
(La doncella pasa a abrir.)

ISABEL.

Quizá una mujer pueda conseguir lo que no has conseguido tú. ¡Déjame!
(Se besan nuevamente, rápidos.)

MAURICIO.

Estaré cerca.

ISABEL.

No tengas miedo: ahora soy fuerte por los dos.
(Mauricio sale al jardín. Vuelve la Doncella.)

FELISA.

Es el mismo hombre de anoche. Pregunta por la señora.

ISABEL.

Dígale que pase.
(La Doncella va a obedecer. El Otro aparece en el umbral.)

FELISA.

No hace falta; por lo visto es su costumbre.
(El Otro le ordena salir con un gesto. Después avanza. Mira a Isabel de arriba a abajo.)

ISABEL y el OTRO

OTRO.

Mi falsa esposa ¿no?

ISABEL.

Su falsa esposa.

OTRO.

Mucho gusto. Por lo menos no han elegido mal.

ISABEL.

Gracias.

OTRO.

Ya sé todo el tinglado que han armado aquí; las cartas, el matrimonio feliz, la emoción de la abuela. Una bonita fábula con moraleja y todo. Lástima que se acabe tan estúpidamente.

ISABEL.

No se ha acabado todavía.

OTRO.

Por mi parte, si quieren ustedes seguirla, ya saben el precio.

ISABEL.

Demasiado alto. Malvender esta casa; lo único que les queda a esos dos viejos para morir en paz.

OTRO.

También yo puedo caer en una esquina si vuelvo sin el dinero. Mis amigos no entienden de fantasías, y en cambio tiran bien.

ISABEL.

¿Es su última palabra?

OTRO.

¿Otra vez? Su novio me pidió anoche un plazo para arreglar. Les he dado hasta ahora, y basta de largas. ¿Hay plata o no hay plata?

ISABEL.

Usted sabe tan bien como yo que es imposible.

OTRO.

Eso pronto vamos a verlo. Supongo que a la vieja la tienen encerrada en su cuarto ¿verdad? No se moleste; conozco el camino.
(Avanza. Isabel le cierra el paso.)

ISABEL.

¡Quieto! ¡Ni un paso más!

OTRO.

Le advierto que a mí no me han detenido nunca las mujeres que se ofrecen; las que amenazan, mucho menos. ¡Aparte!

ISABEL.

¡Por lo más sagrado, piénselo antes que sea demasiado tarde! ¿Sabe que una sola palabra suya puede matar a esa mujer?

OTRO.

No será para tanto.

ISABEL.

Desgraciadamente, sí. Sólo esta ilusión la mantenía de pie, y un golpe así puede serle fatal.

OTRO.

¿Tanto le interesa la vida de esa mujer?

ISABEL.

Más que la mía propia.

OTRO.

Entonces ¿para qué perder tiempo? Podemos plantear las cosas como a mí me gusta; como un negocio redondo. Doscientos mil pesos vale la vida de la abuela. Barato ¿no?

ISABEL.

¡Canalla...!
(Avanza con la mano crispada. Se abre la puerta de izquierda y aparece la Abuela.)

El OTRO, ISABEL, la ABUELA

ABUELA.

¿Qué pasa aquí, Isabel?

ISABEL.


(Corriendo a ella.)
¡Abuela...!

ABUELA.

Si no me equivoco, el señor es el mismo que estuvo aquí anoche.
(Avanza unos pasos.)
¿Busca a alguien en esta casa?

ISABEL.

A nadie. Sólo venía a despedirse.
(Suplicante.)
¿Verdad que se iba ya, señor?

OTRO.

No he hecho un viaje tan largo para volverme con las manos vacías.

ISABEL.

¡Mentira! ¡No le escuche, abuela, no le escuche!

ABUELA.

¿Pero estás loca? ¿Qué manera es ésta de recibir a nadie? Discúlpela; está un poco nerviosa. Déjanos; parece que el señor tiene algo importante que decirme.

ISABEL.

¡Él no! ¡Se lo diré yo después, solas las dos!

ABUELA.


(Enérgica.)
¡Basta, Isabel! Sal al jardín y no vuelvas con ninguna disculpa hasta que yo te llame ¿lo oyes? ¡Con ninguna disculpa! Déjanos.
(Isabel sale rápida ocultando el rostro. Pausa. La Abuela mira largamente al desconocido y avanza serena.)

La ABUELA y el OTRO

ABUELA.

Por lo visto debe de ser cosa grave.
(Se sienta.)
¿Quiere sentarse?

OTRO.

No, gracias. Con pocas palabras va a ser bastante.

ABUELA.

¿De modo que ha hecho un largo viaje para hablar conmigo? ¿De dónde?

OTRO.

Del Canadá.

ABUELA.

Un hermoso país. Mi nieto llegó también de allá hace unos días. ¿Conoce a mi nieto?

OTRO.

Mucho. Por lo que veo, mucho mejor que usted misma.

ABUELA.

Es posible. ¡Yo he estado separada de él tanto tiempo! Cuando se fue de esta casa...

OTRO.

Cuando lo expulsaron sin razón.

ABUELA.

Exacto. Cuando el abuelo lo expulsó de esta casa, tuve miedo de él. Era una cabeza loca; pero yo estaba segura de su corazón. Sabía que le bastaría acordarse de mí para no dar un mal paso. Y así fue. Después vinieron las cartas, la nueva vida, y por fin él mismo.

OTRO.

Conozco el cuento; lo que no me explico es cómo ha podido tragárselo a sus años.

ABUELA.

No comprendo.

OTRO.

Dígame, señora ¿no se le ocurrió nunca sospechar que esas cartas pudieran ser falsas?

ABUELA.

¿Falsas las cartas?

OTRO.


(Brusco.)
¡Todo! ¡Las cartas, y esa historia ridícula, y hasta su nieto en persona! ¿Es que se ha vuelto ciega o es que esta jugando a cerrar los ojos?

ABUELA.


(Se levanta.)
¿Pero qué es lo que pretende insinuar? ¿Que ese muchacho alegre y feliz que está viviendo bajo mi techo no es mi nieto? ¿Qué el mío verdadero, la última gota de mi sangre... es este pobre canalla que está delante de mí? ¿Era eso lo que venías a decirme, Mauricio?

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