—Y ahora, ¿qué hago?
El más bajo de los dos, también el más cruel, acierta una palabra como única respuesta:
—Cuidarla.
Y su compañero, absolutamente de acuerdo con esta porquería de diagnóstico, asiente:
—Eso: cuidarla.
Después la puerta se cierra y yo, con la cara a pocos centímetros del ventanuco, observo sus cuerpos engullidos por el hueco del ascensor. Al cabo de unos segundos, cuando ya me encuentro solo en el rellano, una tos retumba por el ojo de la escalera. Probablemente, la de la portera. Aunque también podría ser la de esa mujer, la mujer del cuarto, ansiosa por difundir un nuevo rumor que desvíe la atención del vecindario respecto al retrasado mental, también pervertido, de su primogénito.
De repente han pasado tres días desde que mi mujer buscara los confines del armario. Durante todo este tiempo hemos evitado conversar sobre lo ocurrido, delegando en la televisión la tarea de charlar por nosotros e incluso haciéndonos los sordos cuando, durante cierto programa de testimonios, un invitado explicó su intento de ahorcarse, a todas luces un intento grotesco, con las medias de su madre. No obstante, ayer por la tarde, cansado de reducirme al silencio y harto de abandonarme a la quietud, telefoneé al médico del pabellón de urgencias psiquiátricas pidiéndole consejo sobre el modo más efectivo de abordar el asunto, y apenas le hube reconocido que todavía no me había atrevido a sacar el tema del suicidio a colación, cuando descargó su ira llamándome irresponsable y conminándome a hacer un esfuerzo por demostrar que la paciente se había casado con un hombre, un hombre de verdad, y no con un cobarde incapaz de encarar la nueva situación. Tras agradecer al facultativo la sinceridad de sus palabras, reconocimiento al que por cierto respondió colgando bruscamente el teléfono, me planté delante de Elena dispuesto a coger las riendas de nuestro matrimonio, pero al punto de anunciarle mi deseo de entablar una conversación sobre los acontecimientos por ella protagonizados la noche de nuestro quinto aniversario, mi mujer abandonó el sofá, aseguró que necesitaba una ducha y corrió a refugiarse en el lavabo, de donde no salió hasta una hora y media después, tiempo durante el cual deambulé por el pasillo de casa, primero preparando un discurso sobre la importancia de restablecer la comunicación entre nosotros, después rememorando el diálogo mantenido con el psiquiatra la noche de los armarios y por último contando las tablas del parqué, si no recuerdo mal quince. Con todo, cuando hubo transcurrido demasiado tiempo desde que Elena se recogiera en un lavabo donde, además de botes de champú, también había tijeras para las uñas, cuchillas de afeitar y otros objetos afilados, enganché la oreja a la puerta para asegurarme de que mi esposa continuaba en movimiento, y al cabo, habiendo confirmado que seguía con vida, me dirigí a la nevera resuelto a preparar la cena. Pero los pensamientos aciagos ya habían encontrado acomodo en mi cabeza, de manera que, al echar un vistazo a los cajones de la cocina, me agobié ante la enorme cantidad de cuchillos, así como de productos tóxicos, susceptibles de transformarse en armas mortíferas en manos de una persona tocada por el llamado
mal de los balcones
. La posibilidad de que Elena volviera a atentar contra sí misma empleando algún utensilio de aquéllos me abrumó tanto que tiré todos los cuchillos a la basura, y ya había empezado a vaciar una botella de lejía cuando adiviné, junto al quicio de la puerta, la silueta de mi esposa, por descontado una silueta en cuyas facciones se adivinaba una mueca de desprecio tan sincera, tan rematadamente sincera, que por un instante pensé en echarle la solución alcalina sobre el rostro. Desconozco cuánto tiempo permanecimos en aquella posición, ella observándome con unos ojos henchidos de desdén y yo volcando el contenido de la botella por el desagüe, pero al caer el último chorro sobre el conducto del agua, Elena extendió un brazo, me apuntó con el mando a distancia del televisor y apretó el botón de apagado. No el del volumen, ni el del cambio de canal, ni tampoco el del mute, sino el de apagado y ningún otro botón. Después, sin duda decepcionada por el hecho de que yo no me hubiera desvanecido, regresó a ese sofá desde donde, ahora sí, encendió la pantalla empleando el mismo control remoto. Lógicamente, no quise desperdiciar la oportunidad de plantarme delante de ella para preguntarle, casi al borde del llanto, cómo podía ayudarla a salir del pozo en el que se encontraba y para obtener como única contestación el silencio. Aun con eso, insistí. Volví a la carga porque necesitaba respuestas a las incertidumbres planteadas tras su intento de autolisis, así que la apremié una vez más, al presente anegado en lágrimas, y lo hubiera hecho en una tercera ocasión si en ese preciso instante ella no hubiese esgrimido nuevamente el mando, apuntado hacia mi barriga y cambiado de canal a través de mi cuerpo, comprobando de este modo que, si bien no podía apagarme, sí que estaba capacitada para ignorarme.
Pero nuestros desencuentros no concluyeron con el incidente de ayer por la tarde. Porque hace unas horas, tras reparar en la escasez de víveres, he tratado de convencer a mi esposa para que me acompañara a hacer la compra y ella, sacando a relucir su cada vez más habitual economía de palabras, simplemente ha dicho no. Después, mientras yo permanecía paralizado sin saber cómo afrontar esta nueva crisis, me ha recomendado que me vaya acostumbrando a dejarla sola porque, cariño, no podrás vigilarme eternamente. Y le he dado la razón. Su reflexión me ha obligado a concienciarme de la imposibilidad de controlar siempre y en todo momento sus actos, no quedándome más remedio que adaptarme a las actuales circunstancias, en especial a la certeza de que la permanencia de mi esposa en este mundo dependerá única, absoluta y exclusivamente de ella, y de nadie más que de ella. Las exigencias de nuestra sociedad me obligarán a alejarme de su lado en cualquier momento: el decano requerirá mi presencia en el laboratorio, los vecinos organizarán otra reunión de escalera, su hermano la invitará a comer en su casa o, mucho más pueril pero al tiempo más realista, los rollos de papel higiénico se agotarán y alguien tendrá que ir a comprarlos. En breve la vida reclamará mi incorporación a la normalidad en cualquier momento, obligándome a confiar en la capacidad de mi esposa para quedarse a solas sin cometer ninguna estupidez o, en su defecto, en la potencia de los antidepresivos para quitarle de la cabeza cualquier ocurrencia suicida. Y como las palabras de Elena me han hecho comprender algo tan elemental como esto, hoy he ensayado por vez primera el sufrimiento que habré de padecer cuando, en el decurso de los diez próximos años, me ausente de su lado por cualquier motivo. A tenor del resultado, pronostico una década de angustias. Porque mi escapada ha sido un desastre. Aunque me había propuesto regresar a casa en menos de quince minutos, he necesitado más de tres cuartos de hora para llenar el cesto de la compra, aguardar turno en la cola del supermercado y dispararme por las calles de vuelta a mi apartamento. Al principio he disfrutado recorriendo los pasillos del colmado porque el frenesí de ese establecimiento me ha abstraído de la realidad, como si las satisfacciones del consumismo, con sus ofertas de la semana y sus cheques de descuento, suprimieran las preocupaciones que acostumbran a rondar la cabeza de los ciudadanos, preocupaciones como puedan ser las dificultades para llegar a fin de mes, los problemas con el abuso de alcohol o las zozobras por las esposas dispuestas a cortarse las venas tan pronto como se queden solas. Durante unos minutos he olvidado esos temores, pero al cabo de un rato, en concreto mientras aguardaba turno en la cola de salida, la imagen de mi mujer, una vez más con los ojos en blanco a causa de los barbitúricos, ha reaparecido en mi cerebro con una potencia extraordinaria, y ya no he podido aplacar la ansiedad. Para colmo, la cajera de ese supermercado, por más señas una inútil de cuidado, realizaba su trabajo con una ineptitud supina. La chica pasaba el lector óptico sobre los códigos de barras sin conseguir que éstos quedaran registrados en el ordenador y, aun cuando resultaba evidente que la pistola se había estropeado, la moza, a quien en ningún momento se le ha ocurrido teclear las series numéricas con sus deditos, se ha empecinado en usar la maldita máquina. Cuanto más se obstinaba en alisar manualmente los paquetes para hacer las etiquetas legibles, más se impacientaban los integrantes de una cola cuyo constante serpenteo aumentaba a su vez el nerviosismo y por ende la torpeza de la cajera, creándose de este modo un círculo vicioso imposible de interrumpir. Hasta que en cierto momento, a buen seguro harto de esperar, un cliente ha espetado a la dependienta date prisa, joder, que no tenemos todo el día, comentario al que se han sumado otras personas, quienes no se han privado de llamar imbécil y retrasada y tonta del culo a la chavala, agobiándola hasta tal punto que los productos han empezado a caérsele de las manos. Y ya me disponía a sumarme a los improperios cuando el encargado del supermercado, un chico de la misma edad que la insultada, se ha puesto al frente de la caja con la arrogancia propia de quien se cree imprescindible para enmendar un entuerto. Sólo entonces ha empezado a moverse la cola, y apenas diez minutos después, cuando el cobrador ya había despachado a los cinco clientes situados delante de mí, le he pedido que se diera prisa, por favor, que mi mujer está muy enferma y tengo que llegar pronto a casa. Pero ha sido un error. Porque el niñato, acaso tomándome por el instigador de la anterior revuelta, ha decidido vengarse de todos los folloneros a través de mi persona. Primero se ha puesto a inflar globos con el chicle que mascaba, después ha fingido que el ordenador se había estropeado y por último, cómo no, ha intentado pasar los productos por el lector óptico sin ocurrírsele tampoco emplear sus deditos para teclear los números. Cuando le he pedido por segunda vez que, por lo que más quisiera en el mundo, se diera un poco de prisa, el tipo me ha mirado con antipatía y ha pedido a la cajera anterior, es decir a la inútil de cuidado, que asumiera de nuevo el mando, cosa que ha retrasado mi salida del establecimiento unos cinco minutos más.
Así las cosas, tan pronto como he abandonado el supermercado, he echado a correr en dirección a mi casa, adonde hubiera llegado en un santiamén si no hubiese topado, al doblar la penúltima esquina, con el perro de mi vecino atado a una farola, el mismo chucho que se pasa las primaveras ladrando y los veranos encajando puntapiés, el mismo que consigue que sea yo quien agache la cabeza cuando nos miramos fijamente desde nuestros respectivos balcones, el mismo que docenas de veces me ha humillado ante la presencia, a estas alturas indiferencia, de mi esposa. Al tropezar con ese piojoso en medio de la calle, he supuesto a su propietario en alguna tienda de los alrededores y, necesitado como yo estaba de liberar la rabia acumulada durante los tres últimos días, le he arreado un taconazo en una de sus pezuñas, tras el cual algunos transeúntes, alarmados por el alarido del animal, se han dado la vuelta. Pero en esa ocasión no me ha molestado saberme el centro de todas las miradas. Ni siquiera cuando un anciano, alzando el bastón con la misma insidia mostrada por mi mujer cuando esgrimió el mando a distancia, me ha espetado que sólo los cobardes maltratan a los seres irracionales, ni tampoco cuando una panadera, una brutalmente parecida a la de mi infancia, ha abandonado su establecimiento para anunciarme su intención de llamar a la policía. Nada de esto me ha importado. En todo caso, lo contrario. Contemplar la pezuña en sangre viva, con sus uñas arrancadas de raíz, sus cojinetes colgando de los tendones y su pelambrera ensangrentada sobre los músculos, además de observar con detenimiento el dolor impreso en el rostro del pelanas, así como el odio manifiesto en las facciones de los peatones, un odio muy superior al mío respecto al perro pero similar al de mi madre respecto a Manolo, contemplar todas esas cosas, considero ahora, me ha provocado placer, un placer colindante con el éxtasis, por saberme capaz de emprender acciones contra quienes me ladran, me amenazan o simplemente me complican la vida. Y todavía me he sentido más satisfecho cuando a continuación me he encarado a la panadera que me había amenazado con telefonear a la policía, pues al viejo del bastón ni siquiera lo he mirado, recomendándole no meter las narices ni los cruasanes donde no la llaman, sucia cotilla, porque estoy harto de la gente como tú, la gente que chismorrea sobre los demás para entretener sus vidas, sus repugnantes y asquerosas y aburridas vidas de mierda, de toda esa chusma estoy hasta las pelotas, gorda maloliente, así que no me toques los cojones y cierra la puta boca si no quieres que te meta una barra de pan por el culo. Y, aunque esa mujer me ha observado como suele hacerse con los locos de atar, me he quedado la mar de contento al liberar, de una vez por todas, las palabras encalladas en mi cerebro desde tiempos remotos. Pero aún me he sentido más a gusto cuando, a continuación, he echado un vistazo al perro y al anciano y a la panadera, y después a la pezuña del perro y al bastón del anciano y a la cofia de la panadera, y de continuo a las uñas rotas del perro y a las arrugas también rotas del anciano y a los labios igualmente rotos, en este caso de tanto cotorrear, de la panadera, convenciéndome con estas observaciones de la existencia de una agresividad latente en mi interior, una agresividad sin duda incrementada por las circunstancias actuales, las horribles y espantosas y estresantes circunstancias actuales, y ha sido entonces cuando he comprendido a qué se refería el psiquiatra cuando me dijo eso de que Elena necesitaba sentirse respaldada por un hombre, señor Garrido, por un hombre de verdad. Porque hace un rato, cuando todo esto ha ocurrido y en especial cuando me he dado cuenta de que todo esto realmente había ocurrido, me he creído, quizá por primera vez en mi vida, un tipo estupendo. Mi actuación me ha satisfecho tanto que me habría quedado junto al chucho a la espera de la aparición de su dueño, a quien me hubiera encantado arrear una patada en la boca idéntica al pisotón en la pezuña de su mascota, pero el temor a estar perdiendo un tiempo precioso me ha empujado a caminar hacia mi casa, ahora henchido de una nueva personalidad, con la frente bien alta, como si de repente hubiera devenido en un hombre extraordinario o como si los años con la personalidad metida hacia dentro, y nunca hacia fuera, hubieran tocado a su fin. En este estado de euforia me hallaba cuando he atravesado el umbral de mi apartamento y me he dirigido al comedor, donde he encontrado a Elena sentada en el sofá, de nuevo sentada en el sofá con la televisión de fondo, y ni siquiera he soltado las bolsas del supermercado cuando, arrancándole el mando a distancia de las manos, le he dicho: