Ahora mismo, cansado de contemplar mis carnes cada día peor trazadas y de analizar los errores cometidos durante los años de matrimonio, me dispongo a pegarme una ducha, pero apenas he metido un pie en la bañera cuando alguien llama al timbre de casa y, con la toalla anudada a la cintura, enfilo el pasillo tratando de imaginar quién se atreve a molestarme a las dos de la madrugada. Al cabo de un momento, cuando adivino el perfil del portero a través de la mirilla, deduzco que los vecinos han mandado a este calzonazos para recabar información sobre lo ocurrido, y de nuevo maldigo el día en que alquilé este apartamento plagado de falsos samaritanos. Antes de abrir la puerta, medito alguna mentira para salir del paso sin tener que confesar lo del intento de suicidio, algo así como que Elena se hizo un esguince mientras subía una caja al altillo o que sufrió una lipotimia por culpa del estricto régimen al que ella misma se somete con tal de adelgazar. Pero después, cuando al fin me enfrento a un conserje que no deja de rascarse la cocorota, entiendo que no necesitaré inventar patrañas, porque salta a la vista que este hombre preferiría no entrometerse en mi vida. Ni en la mía, ni en la de nadie. Sólo hace falta fijarse en el modo en que se frota la cabeza para comprender que ha sido su esposa, una fisgona de no te menees, quien le ha ordenado subir hasta mi piso con la excusa de devolverme la silla abandonada en el portal y regresar de inmediato a casa con un informe completo sobre los motivos por los cuales una ambulancia se llevó a mi mujer. Por fortuna, este bragazas desconoce las tácticas para tirar de la lengua a otro ser humano y, como tampoco parece demasiado interesado en aprenderlas, espera a que sea yo quien le relate de buenas a primeras lo ocurrido, cosa que, por supuesto, no pasará. Además, mientras me mantengo en silencio, una tos delata la presencia de la portera en la planta inferior y yo, incapaz de contenerme ante el absurdo de la escena, adopto un mohín de cansancio que no pasa inadvertido al conserje, quien a continuación desvía la mirada hacia la izquierda, como meditando algo, luego hacia la derecha, como buscando una refutación a su anterior pensamiento, y a la postre hacia abajo, como decidiéndose de una vez por todas a plantar cara a esa colilla que la vida, amén de la mala suerte, le endiñó por esposa. Así que acto seguido señala la silla dejada en el descansillo, me da las buenas noches y, tras rascarse nuevamente la coronilla, desaparece de mi vista. Y aun cuando me satisface comprobar que todavía quedan individuos a quienes les importa un rábano la vida de los demás, enseguida me arrepiento de no haberle contado lo sucedido. Porque intuyo las consecuencias de mi mutismo. Mañana mismo, cuando los vecinos se enteren de mi negativa a soltar prenda, inventarán su propia versión de los hechos. Primero sopesarán lo de la indigestión argumentada por los técnicos sanitarios ante la viuda del séptimo segunda; después ingeniarán una variante a dicha posibilidad, pongamos que Elena sufrió un ataque de ansiedad por culpa de su situación laboral; y en última instancia, necesitados de emociones de mayor calado, confeccionarán una historia mucho más retorcida, por ejemplo que le pegué una soberana paliza, que sufrió un pasmo al descubrir una infidelidad o que se desmayó al encontrar fotos de niños desnudos en mi maletín. Y cuando hayan elaborado una narración a este respecto, una narración a la que añadirán detalles tan sabrosos que resultará imposible no creérsela, desplegarán toda su ira sobre mi persona. Se horrorizarán tanto con la ficción creada por ellos mismos que, negándose a reconocer su propia capacidad para concebir argumentos así de retorcidos, me acusarán de haber protagonizado unos hechos en verdad sólo existentes en su imaginación, y durante las siguientes semanas, mientras vayan sacándose de la manga pequeñas variaciones al argumento central de dicha fantasía, me mirarán con auténtica inquina. Manifestarán su hostilidad cuando coincidan conmigo en el ascensor, cuando me los cruce por la calle y en definitiva cuando la ocasión lo permita, y sólo conseguiré quitármelos de encima cuando les cuente lo ocurrido. Sólo entonces callarán para siempre. Porque el día en que se enteren de todo, cuando realmente conozcan los hechos y por tanto cuando ya no haya lugar para especulaciones, no querrán oír ni una palabra más sobre el asunto. Descubrir que nadie apaleó a Elena, que no le puse los cuernos y que no guardo desnudos infantiles en mi maletín, y en consecuencia advertir que mi esposa perdió las ganas de vivir sin un motivo concreto para ello, les hará temer que algo similar pueda ocurrir a los suyos y esto les aterrará tanto que automáticamente dejarán de cuchichear sobre nosotros, centrando una vez más su atención en la figura del retrasado mental del cuarto segunda o en la del homosexual del quinto primera, ambos personajes imprescindibles para el desquite de esta comunidad.
Sé que mis vecinos se comportarán de ese modo porque así se condujeron los inquilinos de mi infancia respecto al viudo que perdió a su esposa en el balcón. Recuerdo que, durante los meses posteriores a la defunción, la gente propagó tantas barbaridades sobre los motivos de la difunta para tirarse baranda abajo que incluso se barajó la posibilidad de que su propio marido la hubiera empujado. Me tenían a mí como testigo presencial de los hechos, pero hubo quien se atrevió a poner en duda mi versión alegando que los niños de ocho años interpretan la realidad según les viene en gana. Esos individuos jamás reconocieron que se comportaban de un modo tan ruin no porque quisieran rendir tributo a la verdad, sino porque necesitaban llenar el vacío de sus existencias dándoles vueltas a las de los demás, y durante mucho tiempo actuaron como jueces escarmentando al supuesto culpable de aquel accidente. Es decir, al viudo. Por si eso fuera poco, la gran instigadora de semejantes ultrajes no fue otra que mi madre. En su afán de venganza por haber descalabrado la mente de su hijo, mi progenitora sustituyó los acontecimientos por mí narrados por unas injurias que no perfeccionaban en nada la realidad, sino que la distorsionaban hasta tal punto que resultaba imposible no odiar a Manolo. Y lo cierto es que sus mentiras tuvieron un enorme éxito en el barrio. Mi madre maleaba los hechos con tanta inteligencia que todo el mundo llegaba a la conclusión de que ningún inquilino de nuestro edificio viviría unas circunstancias siquiera parecidas a las de la muerta, lo cual nos inmunizaba, por así decirlo, de lo que la panadera dio en llamar
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. A la gente le encantaba escuchar las versiones inventadas por la señora Garrido, siendo especialmente aplaudidas las que dibujaban a un Manolo mastuerzo para con su esposa o a una suicida atiborrada de las únicas pastillas contra la depresión existentes en aquella época, por supuesto unas pastillas muy poco efectivas, y yo creo que esas invenciones agradaban tanto a nuestros vecinos principalmente porque les alejaban de la posibilidad de alzar la mano contra ellos mismos. Como no alcanzaban a entender qué motivos podían impulsar a alguien a saltar desde una cuarta planta, adjudicaban a aquel matrimonio una vida nefasta de la que, sobra decir, no tenían prueba alguna, y eso les permitía irse a dormir convencidos de que ningún miembro de sus propias familias cometería un acto similar al de la muerta sobre el buzón, básicamente porque no había un marido mastuerzo en sus hogares, ni una tristeza infinita en sus corazones, ni siquiera una maceta en los techos de sus terrazas. En realidad, el vecindario no necesitó ni dos meses para poner en entredicho la reputación del viudo, quien tal vez se pasó los siguientes años repitiendo lo del resbalón porque intuía murmuraciones a sus espaldas, y nadie mostró un ápice de compasión hacia un hombre a fin de cuentas tocado por la pérdida de su esposa. A lo sumo, le palmeaban el hombro para sacárselo de encima cuando se arrancaba con sus lamentos, pero nunca le dijeron estamos contigo, Manolo, ni tampoco le consolaron asegurándole que nadie puede culparse de las acciones de un suicida. Nunca hicieron nada de eso, ni siquiera aceptaron una versión verosímil sobre los motivos por los que aquella mujer había saltado al vacío, sino que se inventaron una vida de mierda para aquel matrimonio y luego se retiraron a sus casas para continuar con sus existencias también de mierda. Hasta que un día estallé en cólera. Ocurrió una tarde en la que, habiéndome orinado tres veces seguidas para descojone de mis compañeros, topé con mi madre charlando con la dueña de la panadería situada justo debajo de nuestro balcón, quien también odiaba al viudo no porque le hubiera hecho nada en concreto, sino porque necesitaba culpar a alguien de las salpicaduras de sangre que quedaron impregnadas en su escaparate tras la caída de aquella desdichada. Cuando entré en la tienda, las dos mujeres contaban una historia sobre la suicida en nada acorde con la realidad y, como se me antojó que distorsionar aquellos hechos también me distorsionaba a mí, interrumpí su charla gritándoles que todo eso no era más que una asquerosa mentira, que el vecino jamás insultó a su esposa, que la noche de marras no la llamó zorra asquerosa, que ella no le amenazó con quitarse la vida, que él no respondió pues salta de una puta vez, gorda de los cojones, y que la pretendida gorda de los cojones no me dijo, antes de lanzarse al vacío, dentro de unos años tú también te convertirás en un cabronazo, sino que puso voz de ángel antes de pronunciar hasta otra, Julito, y de saltar más allá de la barandilla sin ponerse las alas blancas que sin duda merecía. Aclaré estos puntos porque no quería que mi historia, es decir la historia que habría de conformar mi personalidad, quedara distorsionada por culpa de dos mujeres que no se atrevían a mirar la realidad al desnudo, y tras unos instantes de silencio mi madre, en vez de disculparse por alterar mis circunstancias, me soltó un bofetón todavía hoy caliente en mi rostro. Luego, mientras me obligaba a subir las escaleras a fuerza de collejas, me ordenó que nunca la desmintiera delante de sus amigas, y también añadió que si ella decía que un burro volaba, yo debía confirmar siempre y en todo momento que realmente ese burro volaba. Después, para asegurarse de que aprendía la lección, imprimió sus palabras en mi cerebro arreándome un pedazo de sopapo que me hizo subir tres peldaños de una tacada. Aquella misma tarde decidí marcharme de casa tan pronto como alcanzara la mayoría de edad, y sintiéndolo mucho por mi padre, por otra parte un hombre totalmente aplastado por el matrimonio, también tomé la determinación de romper toda relación con una mujer a quien por aquel entonces seguí llamando mamá más por obligación que por cariño.
Aunque el chorro de la ducha escurre estas reminiscencias cuerpo abajo, la toalla las reinstala en mi cabeza aún con más intensidad. Lo que marchó con el agua retorna con la sequedad, del mismo modo que lo que se desvaneció tras la adolescencia, me refiero al miedo profundo al abandono, reaparece durante el matrimonio. Los paralelismos entre aquellos tiempos y estas épocas cada vez resultan más evidentes, y dichas semblanzas me inquietan lo suficiente como para imaginar, sólo imaginar, que el niño que hubo en mí asoma en este momento por uno de los flancos del espejo y, clavándome los ojos con fiereza, me pregunta en qué le he convertido. Como detecto resentimiento en sus palabras, un resentimiento que no toleraré en un renacuajo como éste, le respondo, sin tacto alguno, que su relación con el suicidio no se limitará a la precipitación de la vecina, sino que dentro de unos años, cuando menos se lo espere, cuando realmente menos se lo espere, incluso cuando no se lo espere en absoluto, todo volverá a ocurrir. Luego, cuando el chaval ya ha empalidecido a causa de la premonición, añado que su lucha contra los traumas, esa lucha que a estas alturas debe de estar librando de la mano de unos psicólogos en nada preparados para ayudarle, esa lucha, le aclaro, no será más que una enorme pérdida de tiempo. Y ahora me imagino al niño que hubo en mí echándose a llorar tras el espejo, del mismo modo y en la misma postura que yo sollozo en medio del lavabo. Pero no puedo frenar la oleada de sinceridad que me domina, por lo que a renglón seguido acerco el rostro a esa suerte de escaparate que muestra el pasado, observo con detenimiento mis propias pupilas y, acaso buscando al niño que todavía pervive en mi interior, murmuro así será tu futuro, Julito, y nada podrás hacer para cambiarlo, nada, salvo no casarte con Elena, cosa que no te recomiendo, que no te recomiendo ni siquiera conociendo las circunstancias actuales, las espantosas circunstancias actuales, porque ella te dará los mejores años de tu vida, ¿entiendes?, los mejores años de tu vida te los dará la mujer que querrá abandonarte entrando en un armario, y no te importará que así sea porque un beso de sus labios, uno sólo, habrá compensado los diez años de incertidumbre a los que yo, tú todavía no, me tendré que enfrentar a partir de este mismo momento. Estas cosas revelo al niño con quien me creo conversar, y acaso un instante después, casi sin darme cuenta de que soy yo quien mueve los labios, oigo al crío preguntar, de nuevo con su voz rencorosa, qué estoy haciendo para impedir que mi esposa, la mujer cuyos besos tanta felicidad me proporcionan, termine como la vecina que saltó por el balcón. Y es así como, consciente de que no tengo respuesta para semejante interrogación, comprendo que a los treinta y cinco años de edad no puedo quedarme plantado, como hice a los ocho, a la espera de que los adultos me indiquen cómo afrontar el problema. Actualmente no hay una madre obsesionada con la venganza, ni unos compañeros de instituto señalándome la bragueta, ni tampoco unos alienistas más preocupados por poner toallas sobre el diván, evitando de esta forma que ensucie la tapicería con orines, que por limpiar mi cerebro de traumas. Todos esos inútiles desaparecieron de mi vida, lo cual me permite hacer algo imposible de realizar en aquel entonces: actuar. En vez de quedarme plantado a la espera de la ayuda de unos adultos en verdad poco interesados en obrar en mi favor, puedo luchar contra viento y marea para recuperar a una mujer que, al contrario que la vecina tocada por
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, no ha muerto en el intento. Y en este preciso instante, cuando el crío que hubo en mí empieza a desvanecerse, juro que haré cuanto sea posible para entender los motivos de mi esposa.
Así pues, una vez me he vestido, recorro la casa tratando de encontrar claves para entender el comportamiento de Elena. Y ya he inspeccionado un par de veces todas las habitaciones cuando caigo en la cuenta de que mi mujer debe de haber dejado una nota de despedida en algún sitio. Durante un buen rato rebusco entre los muebles del salón, el dormitorio y mi estudio, pero a medida que voy revolviendo los cajones, y cuanto más me convenzo de que no hay ningún ológrafo por aquí, empiezo a sentirme mareado. Sospechar que mi esposa no tuvo un solo pensamiento hacia mi persona antes de pretender el abandono de este mundo me altera tanto que tengo que apoyarme en una estantería para no perder el equilibrio. Y cuando los sofocos devienen en ahogos, los ahogos en tembleques y los tembleques en opresiones, abro la puerta de la terraza para ensanchar mis pulmones con una enorme bocanada de aire. Después regreso a trompicones hasta el comedor y al poco de tomar asiento me invade de nuevo la zozobra, como si cientos de dedos me golpearan el pecho a la vez, razón por la que me incorporo de inmediato para deambular por la sala, más por necesidad de movimiento que por ningún otro motivo. Pese a esto, el malestar persiste. No quiero permanecer quieto porque temo, realmente lo temo, que toda esta crispación provoque un fallo general en mi organismo, así que saco fuerzas de flaqueza para continuar con la búsqueda de la nota de despedida y, como me da por pensar que tal vez Elena la escondió dentro de algún libro con la idea de que yo la encontrara en un futuro remoto, me abalanzo sobre la biblioteca, saco una primera novela, la sacudo en el aire y la tiro al suelo. Luego agarro otro libro, después el siguiente, a continuación el de más allá, de seguido el de su derecha, el de al lado, el próximo, y erre que erre, y dale que dale, y terne que terne, continúo desmontando la librería durante media hora, quizá tres cuartos, puede que incluso más. Al cabo de ese tiempo, cuando he terminado con este mueble, sintiéndome todavía víctima del desasosiego, coloco los volúmenes en sus respectivas baldas, de suerte que ordeno la biblioteca empleando el mismo rato que antes, acaso un tanto menos, no lo sé, y a poco de terminar recorro la casa con la esperanza de localizar otro posible escondite para la dichosa nota de despedida, y de nuevo la busco, si es que en verdad la estoy buscando, en la mesita de noche, en la maleta del altillo, en los armarios de la cocina, en los bajos de la cama, en la bolsa de la ropa sucia, en las cajas de zapatos y en muchos otros recipientes cuyos contenidos desperdigo por el suelo sin ningún miramiento, incluso experimentando cierto placer ante el desorden resultante, como si me vengara de la obsesión por las simetrías de mi esposa o como si me tomara la revancha por los insultos encajados cada vez que yo altero alguna de esas perfecciones. Luego cambio de dependencia, pisoteando a mi paso cuantos trastos se interponen en mi camino, a veces aplastándolos, y así continúo hasta que la angustia se apodera por completo de mí y no sólo desbarato el apartamento, sino que arranco las cortinas, estampo los cuadros contra el suelo, pateo las paredes, me cago en la puta madre que parió a los psiquiatras incapaces de prever ataques de pánico en los familiares de los suicidas, reviento los vasos contra la encimera, rompo los palos de las escobas, golpeo el tubo del gas, vuelvo a golpear ese tubo, lo golpeo en una tercera ocasión deseando que el edificio salte por los aires de una jodida vez, arreo puñetazos contra las puertas, salgo al descansillo para insultar a mis vecinos llamándoles cotillas de mierda, regreso a mi apartamento ansioso por destruir más muebles, y en una última sacudida de rabia, cuando ya he descuajaringado el colgador del armario, desperdigado la ropa de su interior y rasgado las mejores prendas de mi esposa, regreso a la librería del comedor, sacudo de nuevo los libros y, sumido en una histeria cegadora, descuaderno treinta, cuarenta y hasta cincuenta volúmenes. Y todavía me siento en plena vorágine destructiva cuando, deteniéndome un momento para recuperar el aliento, experimento una tirantez en el pecho, como si alguien tratara de arrancarme la camisa, en este caso una camisa llamada alma, que me obliga a hincarme de rodillas en medio del salón, vomitar hasta el resto más insignificante de comida y considerar que estoy al borde del infarto. Entonces pienso que me voy. No sé adónde, pero fuera de mi cuerpo, de modo que abrazo mis propias rodillas procurando que nadie me arranque la vida, suplico a Dios una prórroga lo suficientemente larga como para ayudar a mi esposa a recuperarse, y lucho contra la pérdida de conciencia activando mi cerebro con un pensamiento mecánico, como pueda ser el recuento de los ríos de España, la lista de los reyes godos o, más fácil para mí, el cálculo de la tabla del nueve. Y en el momento en que un pinchazo atraviesa mis pulmones, digo nueve, dieciocho, veintisiete, al tiempo que hago un esfuerzo sobrehumano para arrastrarme hasta el teléfono, treinta y seis, cuarenta y cinco, cincuenta y cuatro, con la intención de llamar a emergencias, sesenta y tres, setenta y dos, ochenta y uno, cosa que no consigo realizar porque pierdo momentáneamente el sentido, noventa, noventa y nueve, ciento ocho, sólo momentáneamente, ciento diecisiete, ciento veintiséis, ciento treinta y cinco, para recuperarlo al punto y mirar el reloj de pulsera, descubriendo que en verdad han transcurrido nueve horas, nueve largas horas, desde que sufrí aquel desvanecimiento tan parecido, ciento cuarenta y cuatro, a un ataque al corazón.