Los Bufones de Dios (13 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Y ahora desaparecieron —dijo Lotte suavemente—. ¿Qué les sucedió?

—Llegaron a ser demasiado ricos y la pereza se apoderó de ellos. Se escudaron detrás de sus ritos y entregaron su confianza a dioses que ya no tenían razón de ser. El pueblo y los esclavos se sublevaron. Los ricos huyeron con su riqueza y fueron a pedir protección a los romanos. Los griegos y los fenicios los reemplazaron en las rutas de su comercio. Y aun su lengua misma terminó por extinguirse. —Suavemente citó el epitafio—. "¡Oh antigua Veii! Una vez fuiste un reino y había en tu foro un trono de oro. Ahora los pastores holgazanean y tocan la flauta adentro de tus muros; y sobre tus tumbas, siegan la cosecha de tus campos…"

—Eso es muy bello. ¿Quién lo escribió?

—Un poeta latino, Propercio.

—Me pregunto lo que escribirán sobre nuestra civilización.

—Tal vez no quede nadie para escribir ni una sola línea… —dijo Mendelius caprichosamente— y ciertamente que en nuestras tumbas no se grabarán pastorales. Estos pueblos al menos, esperaban continuidad. Nosotros en cambio estamos considerando la posibilidad de un holocausto… Se necesitó un cristiano para escribir el Dies Irae.

—Rehúso seguir pensando en esas cosas tan tristes —dijo Lotte firmemente—. Esto es muy lindo y yo deseo disfrutar del día.

—Discúlpame —Mendelius sonrió y la besó—. Apróntate ahora para ocultar tus sonrojos. Los etruscos gozaban con el sexo y pintaron algunos bellos recuerdos de agradables momentos que el sexo les proporcionó.

—Bien —dijo Lotte—, muéstrame en primer lugar los más sucios y malos entre esos recuerdos y asegúrate de que es a mí a quien tienes de la mano y no a Hilde.

—Para ser una mujer virtuosa, schatz, tu mente es más bien sucia.

—Alégrate de que sea así —dijo Lotte riéndose alegremente—, pero por el amor de Dios no se lo cuentes a los niños.

El guía estaba haciéndoles señas, de manera que ella tomó la mano de su esposo y caminó ágilmente a su lado ascendiendo la suave colina hasta el lugar donde se encontraba el guía. Era un muchacho joven, de corteses y agradables modales, que había recibido hacía poco su grado de Arqueología y que se sentía, en consecuencia, lleno de entusiasmo por el tema. Atemorizado, sin embargo, por la presencia de dos distinguidos académicos, dedicó su atención a las mujeres, en tanto que Mendelius y Herman Frank permanecían atrás, conversando en voz baja. Herman estaba aquél día en ánimo de confidencias.

—Hablé con Hilde sobre el asunto aquel y resolvimos seguir su consejo. Nos trasladaremos a vivir al campo. Gradualmente, por supuesto, planificaré algún programa para dedicarme a escribir. Si pudiera obtener un contrato por una serie de libros, lograría a la vez continuidad en el trabajo y algún sentido de seguridad económica.

—Eso es precisamente lo que me recomienda mi agente —dijo Mendelius animándolo—. Dice que los editores prefieren ese tipo de proyecto porque les da tiempo para buscar y asentar los lectores adecuados. En cuanto regresemos a Roma lo llamaré y veremos qué ha podido hacer en estos días. Usualmente pasa sus fines de semana en su casa.

—Pero hay sin embargo algo que me preocupa, Carl.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

—Bueno, es un tanto embarazoso…

—¡Vamos! Somos viejos amigos. ¿Cuál es el problema?

—Se trata de Hilde. Soy mucho mayor que ella. Y no soy tan bueno en la cama como solía serlo. Ella dice que no tiene importancia, que no la preocupa para nada y yo le creo, probablemente porque quiero creerle. En Roma llevamos una vida interesante y movida: cantidades de amigos, visitantes divertidos y variados… Bueno… parece que lo uno equilibra lo otro. Si nos vamos al campo, yo tendré mi trabajo, pero ella se verá encerrada en una casa pequeña, rodeada de campos, como la mujer de un campesino. Y temo que eso no resulte. Sería por supuesto mucho más fácil si tuviéramos hijos o nietos; pero tal como están las cosas… me moriría si la perdiera, Carl.

—Pero ¿qué le hace pensar a usted que puede perderla?

—Eso —señaló con el dedo hacia las dos mujeres y el guía en esos momentos abría una tumba. Hilde bromeaba con el muchacho y el eco de su alegre risa resonaba como burbuja en la quietud del valle—. Sé que no soy sino un viejo tonto, pero muy celoso y… tengo miedo.

—Domínese, hombre —Mendelius usó la manera cortante para tranquilizar a su amigo—. Domínese y mantenga su boca cerrada. Ustedes se avienen, disfrutan de una buena vida juntos, Hilde lo ama. Goce de lo que tiene, día a día. Nadie está asegurado contra nada, para siempre, y nadie tiene derecho a estar asegurado. Además, en la medida en que permita que el miedo se apodere de usted su capacidad sexual disminuirá. Cualquier médico le diría lo mismo que le estoy diciendo yo.

—Lo sé, Carl. Pero a veces es muy duro…

—Siempre es duro —Mendelius rehusaba ablandarse—. Es duro cuando la esposa parece prestar más atención a los niños que a usted. Es duro cuando los niños luchan contra usted para obtener el derecho a vivir como ellos creen y no como usted piensa que debieran hacerlo. Es duro cuando un hombre como Malagordo sale a almorzar y una bonita muchacha le planta dos balas en sus partes sexuales. Vamos, Herman, ¿cuánto azúcar necesita en su taza de café?

—Lo siento.

—No lo sienta. Al hablarme se liberó de un peso que tenía en el corazón. Ahora, olvídelo. —Hojeó el catálogo que llevaba en la mano—. Esta es la tumba de los Leopardos, con los flautistas y los tocadores de laúd. Vamos a reunimos con las muchachas.

Más tarde, cuando se encontraban en la antigua cámara, oyendo las explicaciones del guía sobre los frescos, otro pensamiento, aventurado y fortuito asaltó a Mendelius: Jean Marie Barette, ex papa, había sido impelido a proclamar la Parusía; pero ¿tenía realmente el pueblo interés en oír acerca de eso? ¿Estaba la gente verdaderamente dispuesta a prestar atención a un delgado profeta que anunciaba una catástrofe desde la cima de una montaña? Desde aquella época, quinientos años antes de Cristo, cuando los antiguos Etruscos sepultaban a sus muertos al son de flautas y laúdes y los encerraban en un perpetuo presente con comida y vino y un leopardo amaestrado para hacerles compañía bajo los pintados cipreses, la naturaleza humana no había cambiado mucho.

Aquella noche, Mendelius y Lotte cenaron en una
trattoria
en la antigua Via Appia, llevados allí por el locuaz Francone que, ante sus protestas por las largas horas de trabajo de él, los hizo callar con la frase que ahora les era familiar: "Soy responsable por ustedes ante Su Eminencia".

Les ordenó sentarse con las espaldas apoyadas en la pared de la cocina y luego se retiró a comer en la misma cocina, desde donde le era posible vigilar el patio donde se encontraba el coche y asegurarse de que nadie colocaría una bomba bajo el auto del Cardenal.

En esta ocasión se encontraban allí invitados por Enrico Salamone, que publicaba en Italia los libros de Mendelius; se trataba de un soltero de mediana edad con una señalada aficción a las mujeres exóticas y de preferencia, inteligentes. Su compañera de esta noche era una tal madame Barakat, esposa divorciada de un diplomático indonesio. Salamone era el sagaz y exitoso jefe de una casa editorial, gran admirador de la excelencia académica, pero que jamás desdeñaba la oportunidad de discutir un tema sensacionalista.

—…¡Abdicación, Mendelius! Piense un poco sobre lo que eso significa. Un papa vigoroso e inteligente, con sólo sesenta y cinco años, en el séptimo año de su pontificado. Tiene que haber una jugosa y enorme historia detrás de todo eso.

—Sí, probablemente es así —Mendelius habló con elaborada displicencia—, pero si un autor intentara meterse con ella creo que sólo conseguiría quebrarse el espinazo. Los mejores periodistas del mundo sólo han obtenido alguna que otra migaja rancia.

—Estaba pensando en usted, Carl.

—Olvídelo, Enrico —Mendelius se rió—. Por lo demás, mi plato está demasiado lleno.

—He tratado de explicárselo —dijo madame Barakat—. Le he dicho que debe mirar hacia otros horizontes. Este es un mundo pequeño e incestuoso y los editores deben esforzarse por abrir ventanas, hacia el Islam, hacia los Budistas, hacia la India. Todas las nuevas revoluciones tienen un carácter religioso.

Salamone asintió de mala gana.

—Lo sé. Lo estoy viendo. ¿Pero dónde están los escritores capaces de interpretar al Este para nosotros? El periodismo no basta y en cuanto a la propaganda no es sino un mercado de prostitutas. Necesitamos poetas y contadores de cuentos a la vieja usanza.

—Me parece —dijo Lotte tristemente— que cada cual grita lo más alto y lo más a menudo que puede y que es imposible contar historias en medio de una multitud o escribir poesía al resplandor de la televisión.

—Bravo,
schatz
—dijo Mendelius estrechándole la mano.

—Es verdad —ahora estaba lanzada y pronta para el combate—. No soy muy lista, pero sé que Carl ha escrito sus mejores obras cuando ha podido disfrutar de una posición tranquila, en alguna retirada ciudad de provincia. ¿No me has comentado tú mismo Carl, cuánta gente habla y discute sobre sus libros en lugar de escribirlos? Y usted también, Enrico. En una ocasión recuerdo que usted dijo que le gustaría encerrar a sus autores en una habitación y luego guardar la llave de la habitación en una caja fuerte hasta que fueran capaces de producir un manuscrito terminado.

—Lo dije, Lotte, porque lo creo —le sonrió fugazmente mirándola de reojo—, pero aun su marido aquí presente no es en verdad el eremita que pretende ser. ¿Qué está haciendo en Roma, Carl?

—Ya se lo dije: investigando, dando un par de conferencias y aprovechando para tener unas vacaciones, con Lotte.

—Corre un rumor —dijo madame Barakat dulcemente— de que el ex-papa le había encomendado a usted una especie de misión.

—De ahí nació la sugerencia mía para un libro suyo —dijo Enrico Salamone.

—¿De dónde demonios sacaron ustedes esa tontería? —Mendelius estaba francamente irritado.

—Es una larga historia —Salamone se veía divertido, pero no había perdido nada de su cautela— y le aseguro a usted que es auténtica. Usted sabe que soy judío. Es pues natural que acostumbre a recibir al embajador de Israel y a los visitantes que él desea presentar en Roma. Es también natural que hablemos de temas que nos interesan mutuamente. De manera que… El Vaticano siempre ha rehusado otorgar reconocimiento diplomático al Estado de Israel. Eso, por supuesto, es pura política. El Vaticano no desea pelear con el mundo árabe. Si fuera posible, lo que la Santa Sede desearía sería poder asumir un cierto tipo de soberanía sobre los Santos Lugares. ¡Ecos de las Cruzadas! Había cierta esperanza de que esa situación pudiera cambiar bajo Gregorio XVII. Se creía que su respuesta personal a una apertura de relaciones con Israel podía ser favorable. De manera que, a comienzos de esta primavera se acordó realizar un encuentro privado entre el embajador de Israel y el pontífice. El papa se mostró muy franco y directo con relación a este problema, tanto en el plano interno, con su propio Secretariado de Estado, cuanto en el exterior, con los líderes árabes. Deseaba continuar explorando la situación. Preguntó a mi embajador si un enviado suyo, personal y no oficial, sería bien recibido en Israel. Naturalmente, la respuesta de los israelíes fue afirmativa. Y el suyo fue uno de los nombres sugeridos por el pontífice…

—¡Santo Dios! —exclamó Mendelius auténticamente sorprendido—. Tiene que creerme, Enrico. No sabía absolutamente nada de eso.

—Es verdad —afirmó Lotte apoyando a su marido—. Yo lo hubiera sabido. Esto no fue mencionado jamás, nunca, ni siquiera en estos últimos…

—Lotte, por favor.

—Lo siento, Carl.

—De manera que no había ninguna misión —madame Barakat lucía apaciguadora y dulce como la miel—, pero ¿hubo alguna comunicación?

—Sólo privada, madame —dijo Mendelius en tono cortante—. Es lo natural en una vieja amistad… Y desearía cambiar de tema.

Salamone se encogió de hombros y extendió las manos en un gesto de rendición.

—Bien. Pero no debe molestarse conmigo porque haya intentado averiguar algo. Eso es lo que hace de mí un buen editor. Y ahora, dígame, ¿cómo está saliendo el nuevo libro?

—Lento. Muy lento.

—¿Cuándo podré esperar el manuscrito?

—En seis o siete meses más.

—Esperemos que para entonces todavía sigamos con este negocio.

—¿Y por qué no habrían de seguir con él?

—Si leyera los diarios, mi querido profesor, se enteraría de que las grandes potencias nos están llevando a una guerra.

—Necesitan doce meses más —dijo madame Barakat—. Se lo he repetido muchas veces, Enrico. Nada antes de doce meses. Después de eso…

—Nada volverá a ser igual —dijo Salamone—. Sírvame el resto del vino, Carl. Creo que podríamos pedir otra botella…

La noche había perdido su dulzura, pero fue preciso, de todos modos, continuar y terminar aquella comida. Al regresar a través de la dormida ciudad, Mendelius y Lotte se sentaron muy juntos y hablaron en voz baja, temerosos de despertar una vez más la elocuencia de Francone. Lotte preguntó:

—¿Qué significa todo eso, Carl?

—No lo sé,
schatz
. Salamone estaba tratando de ser ingenioso.

—Y madame Barakat es una bruja.

—Salamone colecciona mujeres raras, ¿no te parece?

—Los viejos amigos y sus nuevas compañeras de cama no hacen precisamente una buena combinación.

—Estoy en completo acuerdo contigo. Enrico hubiera debido darse cuenta de eso y no traernos a esta señora.

—¿Crees tú que decía la verdad, respecto de Jean Marie y los israelíes?

—Probablemente. ¿Pero, quién sabe? Roma ha sido siempre una galería de chismes y murmuraciones… Lo difícil es poner el nombre correcto sobre cada una de las voces que se oyen.

—Odio este ambiente de misterio.

—Yo también lo odio,
schatz
.

Estaba demasiado cansado para darle a conocer su verdadero estado de ánimo, para decirle que se sentía como un hombre cogido en las redes de una telaraña, enredado en los largos y arrastrados mechones de una pesadilla de la que le era imposible escapar, ni tampoco despertar.

—¿Qué haremos mañana? —preguntó Lotte soñolienta.

—Si no te importa, me gustaría que fuéramos a misa en las Catacumbas y luego a Frascati para almorzar. Solamente nosotros dos.

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