Los Bufones de Dios (8 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Era una cálida bienvenida, que llevaba la memoria hacia tiempos mejores, aquellos que precedieron a la guerra del petróleo, antes que el milagro italiano se avinagrara y que las brillantes esperanzas que se habían alimentado respecto de la unidad europea enmohecieran sin remedio. Cuando más tarde llegaron los huéspedes Lotte, relajada y feliz, charlaba animadamente con Hilde sobre proyectos de un viaje a Florencia y otro a Ischia, en tanto que Carl Mendelius diseñaba, para un entusiasta Herman, el esquema de sus conferencias para los Evangélicos.

La comida transcurrió agradablemente. La conversación de la mujer de Utley era escandalosamente entretenida. La amiga de Georg Rainer —Pía Menéndez— resultó ser un inmediato y absoluto éxito, pues era de una impactante belleza y sabía guardar perfectamente su lugar e inclinarse graciosamente delante de las mujeres mayores. Georg Rainer anhelaba oír noticias nuevas: Utley disfrutaba con los recuerdos, de manera que para Mendelius fue muy sencillo llevar la conversación a los recientes acontecimientos que habían tenido lugar en el Vaticano. Utley, el inglés, que en su lengua nativa podía elevar la oscuridad hasta el nivel de la más delicada de las artes, fue muy preciso hablando en alemán.

—…Aun para los extranjeros que no estábamos en el secreto, era evidente que Gregorio XVII había logrado producir pánico entre su gente. La organización es demasiado grande y en consecuencia demasiado frágil para tolerar que un hombre flexible, mucho menos un innovador, dirija sus destinos. Es lo mismo que les ocurre a los rusos con sus satélites y sus gobiernos de camaradas en África y en América del Sur. Les es preciso preservar, a toda costa, la ilusión de la unanimidad, de la estabilidad. De manera que Gregorio tuvo que irse…

—Me interesaría saber —dijo Carl Mendelius— qué métodos emplearon para conseguir que él abdicara.

—Nadie está dispuesto a hablar de eso —dijo Utley—. En el curso de toda mi experiencia, ésta es la primera vez que el Vaticano no deja escapar ninguna verdadera noticia, que no hay filtraciones. Es obvio que allí hubo algún pacto muy duramente negociado, y la impresión general que ha quedado es que, después, algunas conciencias no se han sentido del todo bien.

—Lo sometieron a chantaje —dijo clara y llanamente el hombre de Die Welt. Poseo la evidencia, pero no puedo publicarla.

—¿Por qué no? —la pregunta vino de Utley.

—Porque esa evidencia proviene de un médico, uno de los que fueron llamados a consulta para examinarlo. Obviamente no estaba en condiciones ni tenía posibilidad alguna de hacer declaraciones públicas.

—¿Le dijo a usted lo que había descubierto?

—Me dijo lo que la Curia le había pedido que encontrara: que Gregorio XVII estaba mentalmente incapacitado.

—¿Esa fue la forma en que la Curia planteó su requerimiento? dijo Mendelius, entre sorprendido y dudoso.

—No. Y ese fue, precisamente, el problema. La conducta de la Curia, fue muy sutil. Pidieron a los médicos —que eran siete— que establecieran, fuera de toda duda razonable, si el pontífice se encontraba mental y físicamente incapacitado para llevar adelante los deberes de su cargo en estos tiempos tan críticos.

—Una verdadera encerrona —dijo Utley—. ¿Y por qué aceptó Gregorio? —le preguntó Utley.

—Estaba cogido en una trampa. Si rehusaba, quedaba como sospechoso. Si aceptaba tenia que someterse al examen médico.

—¿Y en qué consistía el examen médico? —preguntó Mendelius.

—Mi informante no me lo pudo decir. Como verá, ellos supieron hacer muy bien las cosas. Le pidieron a cada médico que diera su opinión independientemente y por escrito.

—Lo que dejaba a la Curia las manos libres para elaborar a continuación su propio juicio sobre el conjunto de la situación —dijo Bill Utley riendo queda y secamente—. ¡Muy hábil en verdad! ¿Y cuál fue el veredicto de su informante?

—Creo que fue un veredicto honesto, pero no muy conveniente para el enfermo. Determinó que sufría de un exceso de fatiga, de constante insomnio y de una presión sanguínea muy elevada, aunque no necesariamente crónica. Había claras indicaciones de ansiedad y alternancias de estados de ánimo excitados y depresivos. Obviamente, la persistencia de tales síntomas en un hombre de sesenta y cinco años puede hacer temer las más graves complicaciones.

—Si los otros informes fueran parecidos a éste…

—O —dijo Mendelius suavemente— si fueran menos honestos y un poco, sólo un grado más, inclinados…

—Los cardenales le habían dado jaque mate —dijo Georg Rainer—. Habían escogido con sumo cuidado los párrafos más convenientes para ellos de los informes médicos y construido un veredicto final que presentaron a Gregorio como un ultimátum: váyase o lo echamos.

—Santo Dios —Mendelius juró por lo bajo—. ¿Qué elección cabía para él?

—Una obra maestra de dura política —Bill Utley volvió a reír queda y secamente—. Es imposible destituir a un papa. Ahora bien, fuera de asesinarlo; ¿de qué otro modo puede usted librarse de él? Tiene usted razón, Georg, aquello fue extorsión al estado puro. Me pregunto, ¿quién fraguaría todo el asunto?

—Arnaldo, naturalmente. Sé que fue él quien dio las instrucciones a los médicos.

—Y ahora él es el papa —dijo Carl Mendelius.

—Probablemente será un buen papa —dijo Utley con una sonrisa—. Conoce las reglas del juego.

A pesar suyo Carl Mendelius —que había sido Jesuita— se vio obligado a convenir con Utley. Pensó también que Georg Rainer era un periodista de talento y que valdría la pena cultivar esa relación.

Aquella noche hizo el amor con Lotte en la enorme cama barroca que —según juraba Herman por la salvación de su alma— había pertenecido al elegante cardenal Bernis. Que le hubiera pertenecido o no, carecía por el momento, de importancia; lo que en cambio era importante es que su unión de aquella noche había sido una de las más plenas y gozosas que hubieran tenido en los últimos tiempos. Cuando todo hubo terminado, Lotte se acurrucó en la curva de su brazo y charló con alegre somnolencia.

—Ha sido una velada encantadora, todo el mundo ha estado tan hospitalario y además tan brillante. Estoy muy contenta de que me hayas obligado a venir. Tübingen es una linda ciudad pero había olvidado cuan grande es en realidad el mundo exterior.

—Entonces comencemos a verlo juntos,
schatz
.

—Lo haremos, te lo prometo. Ahora me siento mucho más tranquila respecto de los niños. Katrin fue muy dulce y gentil conmigo. Me contó lo que tú le habías dicho y la forma como Franz había recibido la noticia de tu permiso.

—No he sabido nada de eso.

—Según parece, Franz dijo: "Tu padre es un gran hombre. Me gustaría traerle un buen cuadro de regalo de París".

—Bien, es una buena noticia agradable de oír.

—Johann también parecía más contento de lo que usualmente está y se le notaba, aunque nunca habla mucho.

—La verdad es que se descargó de algunos secretos que le pesaba guardar, incluyendo entre ellos el hecho de que ha dejado de ser creyente…

—¡Oh, Dios mío! ¡Que triste es pensar eso!

—Oh, se trata sólo de una etapa de la vida,
schatz
, —Mendelius hablaba con una elaborada despreocupación—. ¡Desea encontrar por sí mismo su propio camino hacia la verdad!

—Espero que tú le hayas dado a entender que respetabas su decisión.

—Por supuesto. Debes dejar de preocuparte respecto de mis relaciones con Johann. En el fondo se trata solamente de dos toros, el viejo y el joven, que ejercitan, el uno con el otro sus aptitudes para el combate.

—El viejo toro no está mal —dijo Lotte sofocando en la oscuridad una risita feliz—, lo cual me hace recordar que si vuelvo a sorprender a Hilde coqueteando contigo, le arrancaré los ojos.

—Que bueno es saber que aún puedes estar celosa.

—Te quiero, Carl, te quiero realmente mucho.

—Y yo también te quiero a ti,
schatz
.

—Esto era todo lo que necesitaba para terminar un día perfecto. Buenas noches mi hombre querido, tan querido.

Se dio vuelta para el otro lado, alejándose de él, se acurrucó bajo los cobertores y se hundió rápidamente en un profundo sueño. Carl Mendelius juntó sus manos bajo la nuca y permaneció por un largo rato contemplando el ciclo raso donde amorosas ninfas y rapaces semi-dioses se divertían en la oscuridad. A pesar de la dulce paz que le había traído el amor, seguía obsesionado por lo que había oído durante la cena y también por el contenido de la última carta que dominaba la pila de correspondencia que la criada había dejado en su mesa de noche.

La carta estaba escrita en italiano, manuscrita en un grueso y rico papel grabado con el sello oficial de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.

"Querido profesor Mendelius:

Nuestro mutuo amigo, el rector del Instituto Bíblico Pontificio me ha informado que usted —con el objeto de llevar a cabo algunas investigaciones científicas— llegará a Roma en los próximos días y que además ofrecerá algunas conferencias en la Academia Alemana de Arte.

Entiendo que usted ha planeado también realizar una visita al Monasterio de Monte Cassino con el propósito de visitar a nuestro recién retirado Pontífice.

He sido siempre un gran admirador de su trabajo académico y por lo tanto me daría usted un gran placer si aceptara venir a tomar el café conmigo una mañana, en mis apartamentos privados de la ciudad del Vaticano.

Confío en que tendrá usted la bondad de llamarme a mis oficinas de la Congregación cualquier tarde entre cuatro y siete, de manera que nos sea posible ponernos de acuerdo en un día que nos convenga a ambos, de preferencia antes de su planeada visita a Monte Cassino.

Le envío, con mis saludos, mis mejores deseos para una agradable estada en Roma.

Suyo en Jesucristo

Antón Drexel

Cardenal Prefecto"

Como de costumbre, todo estaba hecho en forma impecable: un gesto de cortesía y una mordaz advertencia de que nada, pero nada en absoluto de lo que ocurría en los círculos sagrados escapaba a la vigilante mirada de los sabuesos del Señor. En los viejos tiempos del esplendor del poder del Estado Pontificio le hubieran enviado una notificación y un destacamento de gendarmes destinado a reforzarla. Hoy en día se le invitaba a tomar un café y bizcochos en el apartamento del cardenal como anticipo de una dulce y persuasiva conversación.

¡Bien! ¡Bien!
Tempora mutantur
. Se preguntó qué sería lo que realmente prefería el Cardenal: obtener información o conseguir discreción. Se preguntó también cuáles serían las condiciones a las que habría de suscribir antes que le permitieran visitar a Jean Marie Barette.

Capítulo 3

Herman Frank estaba plenamente justificado en enorgullecerse de su exposición. La prensa se había mostrado muy generosa en sus alabanzas, cumplidos e ilustraciones del acontecimiento artístico. Las galerías de la Academia desbordaban de visitantes —romanos y turistas— entre los que, sorprendentemente, había una enorme cantidad de gente joven.

Las obras de Gaspar Van Wittel, un holandés de Amersfoort del siglo XVII eran casi desconocidas por el público italiano. La mayor parte de ellas había sido celosamente conservada tras los muros de los palacios de los Colonna, los Sacchetti, los Pallavicini y algunas otras familias nobles. Reunir aquellas obras en una exposición había tomado dos años de paciente búsqueda y varios meses de delicadas negociaciones. El lugar de donde provenían continuaba siendo un secreto cuidadosamente guardado y la prueba de ello estaba en el gran número de obras que llevaban simplemente la inscripción "raccolta privata". Su conjunto constituía un extraordinario y vivido testimonio pictórico y arquitectónico del arte del siglo diez y siete italiano. El entusiasmo de Herman Frank vibraba con una inocencia infantil, conmovedora.

—¡Contemple eso, se lo ruego! ¡Tan delicado y sin embargo tan preciso! Con una calidad de color que es casi japonesa. Un dibujante magnífico con un dominio total de las más intrincadas formas de la perspectiva… Observe estos bosquejos… Vea con cuánta paciencia construye y da forma a su composición… ¡Y qué extraño parece! Vivió en una oscura y pequeña villa situada en las afueras de la Via Appia Antica. La villa aún está ahí. Verla produce claustrofobia. Pero no obstante no debemos olvidar que en aquellos tiempos la villa estaba rodeada de campiñas, por lo cual él tuvo sin duda todo el espacio y la luz que su arte requería… —bruscamente se detuvo, lleno de confusión— lo siento, estoy hablando demasiado, pero la verdad es que amo estas cosas.

Mendelius apoyó suavemente su mano en el hombro de Frank.

—Amigo mío, oírlo es una verdadera delicia. Mire a estos jóvenes. Usted los ha hecho salir de sus resentimientos y confusiones y los ha transportado a otro mundo más simple, mucho más bello, les ha hecho olvidar toda la triste fealdad del presente. Debe sentirse orgulloso de su obra.

—Lo estoy, Carl. Le confieso honradamente que lo estoy, pero también me preocupa pensar en el día en que haya que desprender estos cuadros, entregarlos a los embaladores y devolverlos a sus dueños; siento que estoy envejeciendo y no tengo ninguna seguridad de volver a tener el tiempo o la energía, la suerte para decir verdad, de intentar una vez más una empresa como ésta.

—Pero usted siempre continuará esforzándose, y eso es lo importante.

—Me temo que no por mucho tiempo más. Me retiro el año próximo y entonces no sé realmente qué haré conmigo mismo y con mi vida. No podremos continuar viviendo aquí, pues careceremos de medios para ello y sin embargo odio la idea de regresar a Alemania.

—Podrá entonces dedicar la totalidad de su tiempo a escribir. Ya goza de una buena reputación como historiador de arte y estoy convencido de que puede obtener de una buena editorial un contrato mejor que el que actualmente tiene… Permítame hablar con mi agente y ver lo que se puede conseguir para usted.

—¿Querría usted? —Su tono era de una gratitud casi patética—. No soy muy bueno para los negocios y estoy preocupado por Hilde.

—Lo puedo llamar en cuanto regrese a casa. Lo que me recuerda que debo hacer algunos llamados telefónicos ahora. ¿Puedo usar su teléfono? Debo hablar con alguien antes de mediodía.

—Venga a mi oficina. Le enviaré un poco de café… Oh, pero antes que se vaya, le ruego que eche una última mirada a este panorama del Tiber, del que existen tres versiones: una que pertenece a la colección de Pallavicini, otra que está en la National Gallery y ésta que usted está mirando y que fue adquirida por un anciano ingeniero en el Mercado de Pulgas, por el precio de una canción…

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