Los Bufones de Dios (3 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Sabía que la doctrina de la Parusía —la Segunda Venida del Redentor que marcaría el fin de los tiempos históricos— pertenecía a la más antigua y auténtica tradición. Estaba inscrita en los Evangelios Sinópticos, afianzada en el Credo, recordada cada día en la liturgia: "Cristo murió, Cristo volverá". Esta tradición representaba la más firme esperanza del creyente para la justificación final del plan divino, la victoria última del orden sobre el caos, del bien sobre el mal. El hecho de que Jean Marie Barette, que acababa de ser papa, creyera eso y lo predicara como un artículo de fe era tan natural y necesario para él como el hecho mismo de respirar.

Pero que este mismo Jean Marie Barette estuviera mezclado y comprometido en la forma más primitiva y más estrecha de la fe — el advenimiento de un cataclismo universal seguido por un juicio universal también, para el cual era preciso prepararse— era, por decir lo menos, perturbador. A lo largo de la historia, la milenaria tradición había tomado muchas formas y no todas ellas habían sido religiosas. Estaba por ejemplo implícita en la idea hitlerista del Reich de mil años, así como en la promesa marxista de que el capitalismo desaparecería para dar paso a la fraternidad universal del socialismo. Jean Marie Barette no había necesitado de visión alguna para dar forma a su idea del milenium. Podía perfectamente haberla copiado de mil fuentes diversas, desde el libro de Daniel hasta los profetas Cevennoles del siglo XVII.

Pero el hecho de haber sido él, el papa, quien tuviera la visión, representaba un elemento a la vez perturbador y familiar en el diseño de la reflexión de Mendelius. Porque el ministro de una religión organizada era, por su función misma, ordenado a exponer, bajo su autoridad, una doctrina que los siglos habían fijado y hecho consensual. Sise excedía en su mandato podía ser silenciado o excomulgado por la misma autoridad que le había confiado el encargo de desempeñar esa función.

El profeta, sin embargo, pertenecía enteramente a otro orden de criaturas. Proclamaba su relación directa con el Todopoderoso y en consecuencia el mandato de que estaba investido no respondía ante ninguna instancia humana ni podía ser prohibido por ningún agente humano. Podía desafiar al más sagrado de los pasados con la clásica frase, la misma que había usado Cristo: "Está escrito… pero Yo os digo…" De manera que el profeta era siempre el extraño, el heraldo del cambio, el retador al orden existente.

El problema de los cardenales no consistía en la locura misma de Jean Marie Barette sino en el hecho de que hubiera aceptado la función oficial de gran sacerdote y de supremo maestro y que luego hubiera asumido otro rol, contradictorio con este primero.

En teoría, por supuesto, no era preciso que hubiera contradicción. La doctrina de la revelación privada, de la comunicación personal entre la criatura y su creador era tan antigua como la doctrina de la Parusía. En Pentecostés el Espíritu Santo había descendido sobre los apóstoles reunidos; Saulo había sido derribado en el camino de Damasco, Juan cogido y envuelto en la revelación apocalíptica en Patmos y todos estos eran acontecimientos enraizados en la tradición. Por consiguiente, ¿era tan impensable que en esta última y fatal década del milenio, cuando la posibilidad de la destrucción planetaria era un hecho probado y un peligro real y vivo, Dios hubiera elegido a un nuevo profeta para hacer su llamado al arrepentimiento y a la salvación?

En términos teológicos por lo menos, esta era una proposición completamente conforme a la ortodoxia. Para Carl Mendelius, sentado allí en su estudio de historiador y llamado a juzgar la sanidad mental de un amigo, era una especulación altamente peligrosa. De todos modos estaba demasiado cansado para ser capaz de emitir juicio alguno sobre nada, ni aun sobre el tema más sencillo; de manera que cerró la puerta de su estudio y bajó a la sala de estar.

Lotte, rubia, rolliza, afectuosa y satisfecha como una gata con su rol de madre de dos bellos hijos y de esposa del profesor Mendelius, le sonrió y levantó el rostro para que él la besara, y él, cogido bruscamente en un impulso de pasión, la acercó a sí y la sostuvo apretadamente por unos momentos. Ella lo miró, un tanto extrañada y dijo:

—¿A qué se debe esto?

—Te amo.

—Yo te amo también.

—Vamos a la cama.

—No puedo ir todavía. Johann ha telefoneado para decir que olvidó la llave y le dije que lo esperaría. ¿Quieres un coñac?

—Acepto. Es lo mejor después de lo otro.

Ella le sirvió el licor y comenzó a hacerle exactamente las preguntas que el había temido. Comprendió que no podía usar de argucias con ella. Era demasiado inteligente para contentarse con verdades a medias, de manera que le contestó directa y sencillamente.

—Los cardenales lo forzaron a abdicar porque creyeron que estaba loco.

—¿Loco? ¡Dios santo! Yo hubiera pensado que no hay nadie tan cuerdo como él.

Le alcanzó la bebida y se sentó en la alfombra dejando descansar la cabeza en las rodillas de él. Levantaron sus copas deseándose mutuamente salud. Mendelius acarició la cabeza y los cabellos de su mujer. Ella volvió a preguntar.

—¿Cuál fue el motivo que les hizo pensar que estaba loco?

—El declaró —como me lo ha declarado a mí— que había tenido una revelación privada mostrándole que el fin del mundo estaba próximo y urgiéndolo a actuar como mensajero de la segunda venida de Cristo.

—¿Qué? —Ella se atoró con su copa, escupiendo la bebida. Mendelius le pasó su pañuelo para ayudarla a limpiar su blusa.

—Es verdad,
schatz
. En su carta me describe la experiencia, en la que cree absolutamente. Y ahora que lo han silenciado acude a mí para que lo ayude a proclamar y propagar la noticia.

—Aún no puedo creerlo. Siempre fue tan… tan francés y tan práctico. Tal vez es cierto que se ha vuelto loco.

—Un hombre loco no habría podido escribir la carta que él me ha escrito. Puedo aceptar que haya sido juego de una ilusión, de una idea fija resultante de un exceso de tensiones o incluso puedo creer en un ejercicio defectuoso de su propia lógica. Eso puede sucederle a cualquiera. Los hombres cuerdos creyeron en una época que el mundo era plano. Y hombres cuerdos guían sus vidas por los horóscopos de los diarios dominicales… Millones, como tú y yo, creen en un Dios cuya existencia no pueden probar.

—Sí, pero no vamos por allí proclamando que el mundo terminará mañana.

—No
schatz
, no lo hacemos. Pero sabemos que si los rusos y los americanos aprietan el botón, eso es exactamente lo que puede suceder. Vivimos bajo la sombra de esa realidad y nuestros hijos están conscientes de eso.

—Carl, no sigas.

—Lo siento.

Se inclinó y besó sus cabellos mientras ella respondía apretando la mano de él contra sus mejillas… Unos pocos momentos después ella preguntó quietamente.

—¿Y harás lo que Jean Marie te pide?

—No lo sé, Lotte. Realmente no lo sé. Creo que debo pensarlo muy cuidadosamente. Primero necesito hablar con la gente que estuvo más cerca de él. Después quiero verlo a él mismo… me parece que es lo menos que le debo. Ambos le debemos eso.

—Eso significa que deberás irte.

—Sólo por un tiempo muy corto.

—Odio cuando estás lejos. Te echo tanto de menos.

—Ven conmigo entonces… Hace siglos que no has ido a Roma. Y hay muchísima gente a quien podrías ver.

—No puedo ahora Carl, tú lo sabes. Los niños me necesitan. Este es un año muy importante para Johann y me gustaría no perder de vista a Katrin y a su joven enamorado.

La pequeña y familiar discusión había vuelto a surgir, como siempre, entre ellos. La constante preocupación de gallina que Lotte sentía por los niños y sus propios celos de hombre de mediana edad por esas atenciones maternales no dirigidas a él. Pero esta noche estaba demasiado cansado para discutir de manera que se contentó con posponer el tema.

—Hablaremos de eso otro día,
schatz
. Antes que me sea posible poner un pie fuera de Tübingen, necesito algunos consejos profesionales.

A los cincuenta y tres años Anneliese Meissner había alcanzado una amplia variedad de distinciones académicas —la más notable de las cuáles era la de haber sido designada por unanimidad como la mujer más fea de todas las facultades de la Universidad. Rechoncha, gorda, de piel cetrina y boca de rana, tenía los ojos escasamente visibles detrás de unas gruesas gafas de miope, un desordenado y desvaído cabello amarillento enmarcaba este rostro haciéndolo semejar a una cabeza de Medusa y acentuaba esta impresión el hecho de que su voz fuera rasposa y dura. En cuanto a su vestimenta era a la vez amanerada y descuidada. Si a todo esto añadimos un humor sardónico y un despiadado desprecio por la mediocridad se obtenía, como una vez dijo un colega "el perfil perfecto de una personalidad condenada a la alienación".

Y sin embargo, en virtud de algún milagro, ella había logrado salvarse de la sentencia y al contrario, se había transformado, al amparo del viejo castillo de Hohentübingen, en una especie de diosa tutelar de aquel lugar. Su apartamento del Burgsteige, donde estudiantes y profesoras, sentados en banquetas o encaramados en cajones solían reunirse para beber y discutir fieramente hasta altas horas de la madrugada, se asemejaba más a un club que a una habitación privada. Los cursos que dictaba en psicología clínica desbordaban de alumnos y sus trabajos se publicaban en las mejores revistas científicas en una docena de lenguas diferentes. La mitología estudiantil la había dotado incluso de un amante, un gnomo de las montañas Harsz, que en los domingos o en los grandes días de fiesta de la Universidad, bajaba secretamente a visitarla.

Al día siguiente de haber recibido la carta de Jean Marie, Carl Mendelius la invitó a almorzar con él en un comedor privado de la Weinstube Forelle. Anneliese Meissner comió y bebió copiosamente, sin dejar no obstante de monologar, en su usual forma punzante y ácida, sobre los más variados temas, la administración de los dineros de la Universidad, la política local de Badén Württenburg, el trabajo presentado por un colega sobre la depresión endógena, trabajo que calificó de "desecho pueril" y la vida sexual de los trabajadores turcos de la industria local de papel. Llegaron así hasta el café antes que Mendelius juzgara oportuno colocar su pregunta.

—¿Si yo le mostrara una carta, estaría usted en condiciones de ofrecerme una opinión clínica sobre la persona que la escribió?

Ella lo miró con su mirada miope y sonrió. La sonrisa era terrorífica pues parecía como si ella se preparara para engullirlo junto con las últimas migajas de su pastel de manzanas.

—¿Me va a mostrar esa carta, Carl?

—Sí, si le otorga los privilegios de una comunicación profesional.

—De usted sí, Carl, estoy dispuesta a aceptarla. Pero antes que me la enseñe, creo preferible dejar en claro, para que usted los comprenda bien, algunos axiomas de mi disciplina. No deseo que me comunique un documento que obviamente es importante para usted y que luego venga a quejarse diciendo que mi comentario es inadecuado. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—Primero, entonces: la escritura manuscrita, tal como se presenta en estudios seriales de diversos ejemplares, es un indicador bastante confiable del estado cerebral, ya que aun la simple hipoxia —inadecuación o insuficiencia de la carga de oxígeno que recibe el cerebro— produce un rápido deterioro de la escritura. Segundo: un sujeto, aunque se encuentre en un grado avanzado de su enfermedad psicótica, puede tener sin embargo períodos lúcidos durante los cuales sus escritos o dichos se ajustan completamente al patrón racional. Holderlin murió de una esquizofrenia sin remedio en esta misma ciudad nuestra. Y sin embargo ¿podría usted, al leer su "Pan y vino" o su '"Empédocles en el Etna" siquiera imaginar nada semejante? Nietzsche murió de una parálisis general que suele ser consecuencia de la locura y que se debió probablemente a una infección sifilítica. ¿Podría usted diagnosticar eso con la sola evidencia de "Así hablaba Zarathustra"? Tercer punto: toda carta personal contiene indicadores de los estados emocionales o aun de las tendencias psíquicas de su autor; pero son sólo indicadores. Los estados patológicos pueden ser superficiales, las propensiones pueden hallarse perfectamente encuadradas dentro de la normalidad. ¿Me he expresado claramente?

—Admirablemente, profesora —dijo Carl Mendelius haciendo un cómico gesto de rendición—. Estoy colocando mi carta en manos seguras. —Se la tendió a través de la mesa—. Hay además otros documentos, pero aún no he tenido tiempo para estudiarlos. El autor de todo es el papa Gregorio XVII que acaba de abdicar la semana pasada.

Anneliese Meissner juntó sus gruesos labios en un silbido de sorpresa, pero no dijo nada. Leyó la carta lentamente, sin hacer comentarios, mientras Mendelius sorbía su café y mordisqueaba algunos "petits fours", lo cual era sin duda muy inconveniente para su cintura, pero en todo caso mejor que el cigarrillo cuyo hábito estaba desesperadamente intentando abandonar. Finalmente Anneliese terminó su lectura. Depositó la carta en la mesa frente a ella y la cubrió con sus grandes y regordetas manos. Eligió sus primeras palabras con clínico cuidado.

—No estoy demasiado segura, Carl, de ser la persona adecuada para comentar esto. No soy creyente, nunca lo he sido. Cualquiera que sea la facultad que nos capacita para dar el salto de la razón a la fe, jamás la he tenido. Algunas personas son sordas, otras son daltónicas, yo he sido siempre una incurable atea. Créame que a menudo lo he lamentado. A veces, en mi trabajo clínico, y con relación a algunos pacientes con fuertes creencias religiosas, me he sentido en posición desmedrada. Vea usted Carl —continuó riéndose entre dientes larga y ruidosamente —de acuerdo con mis luces, usted y los suyos viven en un estado de engañosa ilusión que es por definición, locura. Por otra parte, sin embargo, como no estoy en condiciones de probar que el estado de ustedes es en verdad ilusión engañosa, tengo que aceptar que tal vez la enferma soy yo.

Mendelius le sonrió al tiempo que colocaba en la boca de ella el último "petit four".

—Hemos acordado que sus conclusiones serán cuidadosamente evaluadas. Y puede estar segura de que conmigo su reputación está perfectamente resguardada.

—De manera que la evidencia tal como yo la veo dice así —tomó la carta y comenzó a anotar—. Letra: ningún signo de perturbación. Es una bella letra. La carta misma es precisa y lógica. Las secciones narrativas son clásicamente simples. Las emociones del autor están perfectamente bajo control. Aun cuando habla de que se encuentra bajo vigilancia no hay ningún énfasis que indique un estado paranoico. La sección que se refiere a la experiencia visionaria es, dentro de sus límites, muy clara. No hay imágenes patológicas con implicaciones de violencia o sexualidad… Prima facie, en consecuencia, el autor de esta carta estaba perfectamente sano cuando la escribió.

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