Los Bufones de Dios (19 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Lo siento, Jean. Realmente yo no quise decir…

—Al contrario, Carl, quiso decir exactamente lo que dijo; pero sin embargo se equivocó. No estoy jugando a las escondidas con Dios. Estoy sentado aquí, muy quieto, esperando que el Señor me hable nuevamente y me diga lo que tengo que hacer. Sé que necesito un signo que legitime lo que digo, pero sé también que no estoy en condiciones de dar ese signo por mí mismo. Por eso espero… Hablamos hace poco de milagros, Carl, de signos y maravillas. Y usted preguntó si yo alguna vez los había pedido. ¡Oh, sí! Cuando los cardenales venían a argumentar conmigo, cuando llegaban los médicos, graves y clínicos, yo rogaba pidiendo un milagro: "Dame Dios, algo para enseñarles, algo que pruebe que no estoy loco, que no soy un impostor". Antes que usted llegara, supliqué y supliqué: "Por lo menos, haz que Carl crea en mí". Bien… —Sonrió y se alzó de hombros en un gesto muy galo—. Parece que deberé esperar más de lo que creía para ser legitimado… ¿Leemos ahora las Completas?

—Antes de hacerlo, Jean, déjeme decirle una última cosa. Vine como amigo. Deseo irme como amigo.

—Y así se irá. ¿Por qué rogaremos?

—Roguemos para obtener el último pedido de Goethe:
Mehr licht
, "más luz".

—Amén.

Jean Marie cogió su breviario. Mendelius se sentó a su lado sobre la angosta cama y juntos recitaron los salmos de las últimas horas canónicas del día.

A la mañana siguiente la conversación entre ambos amigos resultó mucho más fácil. Las palabras más duras ya habían sido pronunciadas. No cabían ya temores de malentendidos pues los puntos en disputa habían sido aclarados. En el jardín de la visión, Jean Marie Barette, ex-papa, lanzaba migajas de pan a las palomas que se contoneaban a su alrededor, el jardinero hacía zumbar su azadón, el padre sacristán cortaba nuevas rosas para los floreros del altar y Carl Mendelius exponía su posición.

—…En lo referente a su revelación privada, Jean, soy un agnóstico. No sé. En consecuencia, no puedo actuar. Pero en lo referente a nosotros dos, viejos amigos de corazón, si bien poseo muy poca fe, me sobra el amor. Le ruego que acepte esto.

—Lo acepto.

—No puedo aceptar una misión en la que no creo y sobre la cual usted carece de la autoridad para enviarme a preciarla. Pero en cambio puedo hacer algo para someter sus ideas a prueba ante una audiencia internacional.

—¿Y de qué manera se propone hacer eso, Carl?

—En dos formas. En primer lugar puedo llegar a un acuerdo con Georg Rainer, un periodista de mucho prestigio y autoridad, para publicar una versión precisa y verdadera de su abdicación. En segundo lugar, yo mismo puedo escribir, para la prensa internacional, algunos recuerdos personales de mi amigo, el ex Gregorio XVII. En estas memorias puedo llamar la atención hacia algunas de las ideas que usted expresa en su encíclica. Finalmente, puedo tomar las medidas necesarias para asegurarme de que ambos documentos lleguen a poder de las personas incluidas en su lista diplomática… Le ruego que comprenda lo que le estoy ofreciendo, Jean. No es un alegato en favor de su visión, no es una cruzada. Se trata simplemente de ofrecer al público una honrada historia de lo que ocurrió, un retrato simpático, una exposición clara de sus ideas tal como yo las he entendido… con la posibilidad, para usted, de negar cualquier aspecto que le moleste o le disguste sobre lo que yo haya publicado.

—Es un ofrecimiento muy generoso, Carl.

Jean Marie se había conmovido. Mendelius se sintió obligado a hacerle una advertencia.

—Es mucho menos de lo que me pidió. Por otra parte deja al desnudo los vacíos y la debilidad de su posición. Por ejemplo, aun para mí, en esta reunión, usted casi no ha dicho nada respecto de su estado espiritual…

—¿Qué puedo contarle sobre esto, Carl? —El desafío implícito en las palabras de su amigo parecía haberlo sorprendido—. A veces me siento sumido en una oscuridad tan honda, tan amenazadora, como si hubiera sido despojado de toda forma humana y condenado a una eterna soledad. En otros momentos, al contrario, me siento bañado en una calma luminosa, en una paz total y sin embargo al mismo tiempo armoniosamente activa, como un instrumento en las manos de un gran artista… No puedo leer lo que está escrito y no tengo urgencia alguna en interpretarlo, tengo tan solo la serena confianza de que cada momento que pasa contribuye a realizar en mí el sueño del maestro. El problema es, mi querido Carl, que tanto el terror como la calma me cogen igualmente desprevenido. Se van tan súbitamente como aparecen y dejan mis días tan llenos de vacíos como un queso suizo. A veces me suelo encontrar en el jardín o en la capilla o en la biblioteca sin tener la menor idea de cómo he llegado allí. Si eso es el misticismo, Carl, entonces, que Dios me ayude. Preferiría mil veces caminar por el purgatorio del mundo como todos los hombres… Ahora, cómo se arreglará usted para explicar esto a sus lectores, ya es asunto suyo.

—Entonces, ¿está de acuerdo con la publicación que he sugerido?

—Precisemos algunos puntos —los ojos de Jean Marie brillaban, traviesos—. Veamos las cosas a la manera romana y diplomática. Las especulaciones que un periodista pueda hacer sobre la historia actual no requieren ningún permiso mío. Y si usted, mi distinguido y docto amigo, desea escribir memorias sobre mí o sobre mis opiniones, yo no puedo impedírselo… Y dejemos las cosas así, ¿qué le parece?

—¡Encantado! —Mendelius sofocó una risita. En verdad se estaba divirtiendo—. Ahora, una última pregunta. ¿Podría usted, querría considerar la posibilidad de venir a Tübingen a pasar unas vacaciones con nosotros? ¡Lotte estaría tan dichosa de tenerlo en casa! Para mí, sería como si un hermano viniera a vivir conmigo.

—Gracias amigo querido, pero no. Un permiso de esa naturaleza solicitado por mí podría traerle problemas al abad y además habría dificultades diplomáticas que requerirían de un manejo muy delicado… Por otra parte nunca estaremos más próximos el uno al otro de lo que estamos en estos momentos… Ve usted Carl, cuando yo vivía en el Vaticano, el campo de mi visión estaba constituido por el panorama total del mundo con sus incontables millones de seres trabajando temerosos bajo la amenaza de la nube en forma de hongo. Aquí, al contrario, percibo las cosas en forma reducida, pequeña. Y todo el amor y el anhelo y la capacidad de cuidado que poseo se concentran en el rostro humano más próximo a mí. En este momento, ese rostro es el suyo, Carl; usted es todo lo que yo puedo amar y todo es usted. Sé que no es un sentimiento fácil de expresar, y esa fue precisamente la agonía que experimenté en el momento de la visión: la pura simplicidad de las cosas, la esplendorosa, la aterrorizante unidad del Todopoderoso y de sus designios.

Mendelius frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Desearía que me fuera posible compartir su visión, Jean. Pero no puedo. Pienso que la humanidad tiene ya suficientes terrores sin necesidad de agregarles éste del Dios del supremo holocausto. Y he conocido gente muy buena que prefiere la oscuridad eterna a la visión de Siva el Destructor.

—¿Es así como usted percibe a Dios, Carl?

—Allá en Roma —dijo suavemente Mendelius— hay asesinos esperando para matarme. Pero debo confesarle que temo menos a esos asesinos que a un Dios que puede cerrar de golpe la tapa de su caja de juguetes y lanzarla al fuego. Y es por eso que no me siento capaz de predicar su catástrofe del milenio, Jean… No, si ese horror decretado desde la eternidad es en realidad inevitable.

—Pero el asesino no es Dios, Carl, no es Dios quien apretará el botón rojo.

Por un largo momento Carl Mendelius permaneció en silencio. Luego cogió las migajas de pan de las manos de Jean Marie y comenzó a alimentar con ellas a los pájaros. Cuando finalmente habló, fue para decir una banalidad.

—El cardenal Drexel me pidió que lo llamara a mi regreso a Roma. ¿Qué desea usted que le diga?

—Dígale que estoy contento y bien; que no le deseo mal a nadie; que ruego a Dios por todos ellos todos los días.

—Ruegue también por mí, Jean. Soy un hombre árido perdido en un oscurecido desierto.

—La oscuridad pasará. Y después verá amanecer la mañana de la primavera y contemplará el pozo de agua dulce.

—Así lo espero. —Mendelius se levantó y estiró una mano para ayudar a Jean Marie a ponerse de pie—. No alarguemos la despedida.

—Escríbame cuando pueda, Carl.

—Le escribiré todas las semanas. Es una promesa.

—Que Dios lo guarde, amigo mío.

Se estrecharon en un largo, fuerte y silencioso abrazo de despedida. Luego Jean Marie se fue, frágil y oscura silueta despertando con sus pasos los ecos del pavimento del claustro.

—Usted me hizo una pregunta, profesor —el padre abad caminaba al lado de Mendelius hacia la puerta del monasterio— y yo le dije que hoy le daría mi respuesta.

—Tengo mucho interés en escucharla, padre abad.

—Creo que nuestro amigo recibió en efecto la visión de la Parusía.

—Entonces, permítame otra pregunta. ¿Siente usted al respecto, la obligación de hacer algo?

—No, nada en especial —dijo el abad blandamente—. Después de todo, un monasterio es un lugar donde el hombre aprende a reconciliarse con la idea de los últimos días. Nos mantenemos en vigilia permanente, en permanente oración; tratamos de estar siempre prontos, tal como nos lo ordena el Evangelio, y nos esforzamos por practicar la caridad hacia el viajero y entre nuestra misma comunidad.

—Dicho así, todo parece muy sencillo —dijo Mendelius sin dejarse impresionar.

—Demasiado simple, demasiado blando —el abad le lanzó una rápida mirada de soslayo—. ¿Eso es lo que usted ha querido decir, no es así? ¿Y qué sugiere que haga yo, amigo mío? ¿Que envíe a los monjes a anunciar el Apocalipsis en las aldeas de las montañas? ¿Cuánta gente cree que prestaría oídos a semejante mensaje? Cuando sonaran las trompetas del juicio final, continuarían viendo a Lacio jugar al fútbol… ¿Qué hará usted mismo ahora?

—Terminar mis vacaciones con mi esposa. Regresar a Tübingen y prepararme para el próximo año académico… Cuide a Jean por mí.

—Se lo prometo.

—Espero que usted me permita escribirle regularmente.

—Le aseguro que su correspondencia será estrictamente privada.

—Gracias. ¿Puedo dejar algún obsequio con el padre de la recepción?

—Sería muy bienvenido.

—Estoy muy agradecido de la hospitalidad que me han brindado.

—Permítame ofrecerle una palabra de advertencia, amigo mío. No intente lidiar con Dios. Es un adversario demasiado grande para usted… Tampoco intente manejar Su Universo, ocúpese más bien de cuidar el pequeño jardín que Él le ha otorgado y goce de él mientras pueda…

—Comprendo que esta visita ha sido muy dolorosa para usted —Drexel echó los restos del café en la taza de Mendelius y cogió para sí mismo el último bizcocho.

—Así es, Eminencia.

—¿Y ahora que ha terminado…?

—Ese es precisamente el problema —Mendelius se levantó de su silla y caminó hacia la ventana—. No ha terminado en absoluto. Para Jean Marie, en cambio sí, todo ha concluido porque él ha sido capaz de llevar a cabo los actos definitivos de un creyente: un acto de aceptación de su propia mortalidad, un acto de fe en la continua y benevolente acción del Espíritu en los asuntos humanos. Yo no he llegado a eso todavía. Y sólo Dios sabe si algún día podré llegar. Por eso detesto haber tenido que venir al Vaticano hoy, detesto la pompa y el poder, los históricos oropeles de la Congregaciones, de los Tribunales, de los Secretariados, todos ellos dedicados ¿a qué? A la más elusiva de las abstracciones: a las relaciones del hombre con un incognoscible Creador. Me siento dichoso de que Jean haya abandonado todo eso…

—¿Y usted amigo mío? —El tono del cardenal conservaba toda su dulzura—. ¿Desea usted también abandonar todo eso?

—Oh sí —Mendelius se volvió para enfrentarlo—, pero no me es posible hacerlo, del mismo modo que no me es posible despojarme de lo que mi madre hizo de mí, o mi padre, o mis más lejanos antecesores. No puedo abandonar la herencia que ha hecho de mí lo que soy. No puedo introducirme en la historia de otro hombre o fabricar para mí un nuevo mito. Aborrezco lo que esta familia a la que pertenezco hace tan a menudo con sus hijos; pero no puedo abandonarla y tampoco puedo calumniarla. De manera que sólo me queda sentarme a esperar…

Se encogió de hombros confesándose derrotado y luego permaneció de pie, con la cabeza baja, silencioso, contemplando a través de la ventana el plácido jardín.

—¿Usted espera? ¿Espera qué, Mendelius? —dijo Drexel presionándolo.

—Sólo Dios sabe. El último día de primavera antes del holocausto. Las agoreras palabras escritas por el dedo sobre el muro. Espero y eso es todo. ¿Le conté —no, debo haberlo olvidado— que Jean Marie hizo una profecía con respecto a mí?

—¿Y qué dijo?

—Dijo —Mendelius citó las palabras con una voz sin inflexiones—: "…Algún día usted aceptará la misión que ahora rehúsa. Algún día verá la luz que ahora no puede ver. Algún día sentirá sobre su espalda la mano de Dios y caminará hacia dondequiera ella lo guíe…"

—¿Y usted lo creyó?

—Quise creerlo. Pero no pude.

—Yo le creo —dijo suavemente Drexel.

Estas últimas palabras quebraron el control de Mendelius y se enfrentó a Drexel con un duro reto.

—¿Y entonces por qué, en nombre de Dios, no ha creído en el resto, en la visión de Jean Marie y permitió que los demás lo destruyeran?

—Porque no me atreví a arriesgarme —la voz de Drexel temblaba de infinita pena—. Así como usted y tal vez más que usted, yo necesitaba disponer de la seguridad de saber quién soy, un hombre con un alto cargo en un antiguo sistema que ha resistido victoriosamente la prueba del tiempo. La oscuridad me asustaba. Me era preciso asentarme en la calmada, fría luz de la tradición. No quería tener nada que ver con misterios, anhelaba sólo un Dios con el cual poder entenderme, una autoridad ante la cual, en buena fe y limpia conciencia, me fuera posible inclinarme. Cuando llegó el momento, yo no estaba preparado. No fui capaz ni de renegar del pasado ni de abdicar a mi función presente… No me juzgue demasiado duramente, Mendelius. No juzgue a ninguno de nosotros. Usted es más libre y en consecuencia más afortunado de lo que todos nosotros hemos sido con respecto a esto.

Mendelius se inclinó ante el reproche y dijo, con mansa humildad.

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