Los Bufones de Dios (39 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Jean Marie permaneció, por un largo momento, en silencio. Luego habló suavemente.

—Acepto lo que me dice, Pierre. Ahora, le ruego que me conteste a una pregunta. ¿Qué preparativos ha hecho personalmente para el día en que se lancen los primeros cohetes?

Duhamel había dejado de sonreír. Se tornó su tiempo para coordinar su respuesta.

—Ese es el día que nuestro escenario ha bautizado con el nombre de Día R, por
Rubicón
. Si cualquiera de las grandes potencias toma ese día cualquiera de una media docena de acciones posibles, entonces la química de los acontecimientos será irreversible. La guerra será declarada. Y seguirá un conflicto a escala mundial. En el Día R me iré a casa. Bañaré a mi mujer. Le cocinaré su comida favorita, abriré una botella del mejor vino de mi bodega y me tomaré el tiempo necesario para beberlo con calma. Luego llevaré a mi esposa a la cama, me tenderé a su lado y administraré para ambos el veneno preparado. Ambos estamos de acuerdo. Nuestros hijos lo saben. No les gusta la idea. Por otros motivos, tienen otros planes, pero respetan nuestra decisión… Mi mujer ha sufrido ya bastante. No quiero que tenga que sufrir ahora los horrores de lo que seguirá. Y enfrentar esos horrores sin ella, sería para mí un masoquismo sin sentido.

Había sido desafiado y lo sabía. Era el mismo desafío que Carl Mendelius le había lanzado en los jardines de Monte Cassino: "He conocido gente que prefiere la eterna nada a la visión de Siva el Destructor". Pierre Duhamel era un inquisidor aún más formidable, porque carecía de las inhibiciones de Mendelius. Ahora esperaba su respuesta. Jean Marie Barette dijo, calmadamente:

—Creo en el libre albedrío, Pierre. Creo que todo hombre es juzgado de acuerdo con las luces que ha recibido. Si elige terminar con una situación intolerable por un medio estoico, puedo condenar el acto, pero no juzgo al actor. Más bien lo encomendaré como me encomiendo a mí mismo, a la misericordia de Dios… Sin embargo, tengo aún una pregunta.

—Hágala —dijo Pierre Duhamel.

—Para usted y para su esposa, todo termina en el Día del Rubicón. Pero ¿qué ocurrirá con los desamparados, con sus pequeñas payasos de Dios por ejemplo? ¡Oh, sí! Las vi esta tarde en el jardín. Hablé con su
gouvernante
que me contó que usted era uno de sus más importantes benefactores. De manera que, cuando lleguen los tiempos malos, ¿qué hará usted? ¿Dejarlos que mueran como pollos en el tostador o entregarlos como juguetes a los bárbaros? Pierre Duhamel terminó su bebida y dejó el vaso sobre la mesa. Sacó un pañuelo y se limpió los labios. Luego habló, con triste formalidad.

—Es usted un hombre muy inteligente, monseñor, pero no ha previsto todo el futuro. Me he ocupado de mis pequeños payasos. Una serie de directivas políticas secretas ha dispuesto que todas las personas que por razones de insania, enfermedad incurable u otro tipo de impedimento físico, puedan significar en un caso de guerra, un peso para el estado, serán, desde el primer momento de las hostilidades, discretamente eliminadas. Hitler nos ha provisto de todos los modelos para el caso. Y hemos mejorado el prototipo al incluir en nuestros proyectos medios compasivos y no brutales, de exterminación… ¿Esto lo impresiona, no es así?

—Lo que me impresiona es el hecho de que usted pueda continuar viviendo con semejante secreto.

—¿Qué puedo hacer? Si tratara de hacer público lo que sé, me considerarían loco, así como le ocurrió a usted con su visión de Armageddon y de la Segunda Venida. Así es que, como usted ve ambos estamos embarcados en la misma y triste galera.

—Entonces, amigo mío, veamos la forma de salimos de ella.

—Para comenzar —dijo Duhamel— consideremos su problema. Tal como ya se lo dije, usted es un indeseable. Cada día le será más difícil circular. Algunos países incluso vacilarán antes de otorgarle una visa de entrada. Donde llegue, será molestado y perseguido. Se examinará su equipaje y tendrá que sostener largas y agotadoras sesiones con los custodios de las fronteras… Se sorprenderá al descubrir cuan incómoda puede ser la vida. De manera que, considerando todo eso, creo preferible que lleve un pasaporte con otro nombre.

—¿Puede hacer eso?

—Lo hago constantemente para la gente que envío en misiones especiales. Usted no está en misión especial, pero constituye, a todas luces, un caso muy especial… ¿Tiene alguna fotografía reciente suya?

—Tengo una docena de copias de la de mi último pasaporte… Me dijeron que algunos países las exigían para otorgar la visa.

—Déme tres de ellas. Tendré listo su pasaporte nuevo mañana por la mañana.

—Es un buen amigo, Pierre. Gracias.

—¡Por favor! —Pierre Duhamel lo miró con una súbita y pícara sonrisa. Mi patrón, el Presidente, quiere que usted abandone cuanto antes este país y he recibido instrucciones de hacer todo lo posible para facilitarle el camino de salida.

—¿Por qué se preocupa tanto por mí?

—Porque comprende el teatro —dijo secamente Pierre Duhamel—. Ver a un hombre caminando sobre el agua es un milagro, pero que dos lo hagan resulta completamente ridículo.

La imagen los divirtió. Rieron y la risa compartida alivió la tensión. Pierre Duhamel abandonó su rol de defensiva ironía y habló más libremente.

—…Cuando uno ve los planes de batalla, parece estar frente a una visión del infierno. El esquema no escatima horrores. Todos están presentes. Hay bombas de neutrones, gases venenosos, rociadores de enfermedades mortales. Teóricamente, por supuesto, todo ello está basado en la idea de una acción limitada, de tal forma que los grandes horrores se guardan en reserva como amenazas. Pero en el hecho, una vez que se hayan llevado a cabo los primeros disparos, no habrá límites para la escalada. Cundo se ha cometido el primer asesinato, todo el resto resulta muy fácil, porque se tiene una sola vida para pagar al verdugo.

—¡Basta! —Jean Marie Barette detuvo bruscamente la conversación. —Usted con su cuadro de horrores, ha llevado a su esposa y se ha llevado a sí mismo a un pacto suicida. Pero yo rehúso rendirme y entregar este planeta a la libre acción del mal. Si logramos conservar aunque solo sea un rincón para la esperanza y el amor, entonces habremos ganado… Pierre, usted odia lo que se está perpetrando. Detesta su propia impotencia ante la invasión de la sinrazón… ¿Por qué no hacer un último acto de fe y colocarse conmigo en la línea de fuego?

—¿Para hacer qué? —preguntó Pierre Duhamel.

—Impresionemos al mundo obligándolo a que nos escuche. Para comenzar, hablemos de los pequeños payasos de Dios y de lo que les ocurrirá cuando llegue el Día del Rubicón. Usted se hace cargo de tener listo el documento probatorio. Yo hablaré con Georg Rainer para que arregle la conferencia de prensa y enfrentaremos la cosa juntos.

—¿Y entonces?

—¡Dios santo! ¡Despertaremos la conciencia del mundo! Los pueblos siempre están dispuestos a levantarse en contra del daño que se hace a los niños.

—¿Lo están realmente? Estamos casi al final del siglo y aún quedan zonas de Europa donde sigue existiendo el trabajo infantil, para no mencionar lo que ocurre en el resto del mundo. No hay aún legislación efectiva contra el abuso que los padres y custodios cometen con los niños a su cargo, y las mujeres continúan peleando entre ellas y contra sus legisladores sobre la matanza de los fetos… No, no mi querido Jean. Confíe en Dios, si quiere, pero nunca confíe en el hombre. Si yo hiciera lo que sugiere, la prensa silenciaría lo que dijéramos y la policía nos tendría, antes que transcurriera media hora, encerrados en las más profundas y secretas celdas,
cachots
del país… Lo siento. Soy un servidor de lo que existe. Cuando lo que existe se torne intolerable, prepararé todo para salirme del escenario.
La comedie est finie…
Déme esas fotografías. Mañana por la mañana tendrá su nuevo pasaporte y su nueva identidad.

Jean Marie tomó las fotografías y se las pasó. Al hacerlo cogió firmemente la mano de Duhamel.

—No lo dejaré irse así. Lo que está haciendo es terrible. Está cerrando sus oídos y su corazón a un llamado muy evidente. Y tal vez sea, para usted, el último llamado.

Duhamel se deshizo de la mano que lo tenía cogido.

—Se equivoca, monseñor —había en su voz, una subyacente, lejana tristeza—. Hace ya mucho tiempo que respondí a mi llamado. Cuando mi mujer cayó enferma y el doctor dio su diagnóstico y la prognosis de la enfermedad, caminé hasta Notre Dame y me senté solo frente al santuario. No oré, sino que presenté un ultimátum al Todopoderoso. Le dije: "Eh bien. Si ella tiene que sobrellevar esto, quiere decir que lo sobrellevaré yo también. Por todo lo que dure su vida, la haré tan feliz como sea posible. Pero comprende que con esto basta. Si nos empujas aunque no sea sino un poco más, si nos exiges más, te devolveré las llaves de la casa de la vida y nos iremos de ella los dos…" Bueno, Él esta haciendo precisamente eso, ¿no es así? Aun cuando habló con usted no le dijo: "Dígale al mundo que se reforme o en caso contrarío, verá lo que sucede". Usted recibió en síntesis el mismo mensaje que yo recibo todos los días en los despachos que llegan a la oficina del Presidente: "El día del Juicio nos está esperando a la vuelta de la esquina". No hay esperanzas. No hay escape posible. De manera que, en lo que a mí respecta, los dados están echados. Lo siento por mis pequeños payasos, pero yo no los traje al mundo, ni tampoco andaba por allí en el día de la creación. Nada tengo que ver con este desorden explosivo y sangriento que es nuestro actual universo, ¿comprende, monseñor? 

—Comprendo todo —dijo Jean Marie Barette—, excepto una cosa. ¿Por qué se toma tanta molestia por mí?

—Sólo Dios sabe. Probablemente porque admiro el coraje de un hombre que puede tomar la vida y todo lo que ella contiene y aceptarla sin condiciones. Mis pequeños payasos son así. Pero solamente porque carecen de la inteligencia que les permitiría saber lo que está en juego. Por lo menos, morirán felices. —Escribió un número en la libreta del teléfono—. Este es el número de mi casa. Si me necesita, llámeme. Si no estoy disponible, pregunte por Charlot. Es mi mayordomo y un hombre excelente para improvisar operaciones tácticas. De todos modos, aquí estará a salvo por uno o dos días por lo menos. Después de eso, tenga cuidado. La gente aún no lo ha visto, pero los asesinos ya están en la calle.

Después de la partida de Duhamel, se sintió singularmente solo, campo propicio para todos los temores invernales: la aguda tristeza del viajero solitario que oye, a lo lejos, desde la línea del tren, el aullido del lobo. No se halló capaz de comer en la soledad de su habitación de manera que bajó al restaurante, donde la patrona se esmeró en colocarlo en una mesa situada en un apacible rincón, desde donde le fuera posible ver al resto de la gente. Ordenó un pedazo de melón, un pequeño entrecotte, media botella de vino de la casa y se instaló a disfrutar de su cena.

Por lo menos allí, por el momento, no se cernía amenaza alguna. La iluminación del aposento era suave y había flores frescas en cada una de las mesas, los manteles eran inmaculados y el servicio discreto. A primera vista los clientes conformaban un representativo catálogo de acaudalados hombres de negocios y burócratas acompañados por sus respectivas esposas e hijos. Cuando se encontraba haciendo este juicio interno se vio repentinamente reflejado en un espejo y comprendió que él, que una vez había llevado la púrpura cardenalicia y el manto blanco de papa, no era ahora sino un hombre más, de cabellos grises, que vestía el uniforme de la burguesía.

La absoluta vulgaridad de su propia imagen le recordó una de las primeras clases de Mendelius —a la que él había asistido— en la Universidad Gregoriana. Carl estaba explicando la naturaleza de las parábolas del Evangelio. Muchas de ellas, dijo, eran recuentos de las diarias que Jesús mantenía con sus discípulos durante las comidas. Las metáforas de amos y servidores nacían espontánea y naturalmente de la cotidiana sencillez del ambiente circundante. Luego Mendelius había agregado una acotación a la sentencia… "Sin embargo, estas historias tan familiares no eran sino un campo minado lleno de trampas. Todas ellas contenían contradicciones, elementos alienantes que obligaban al oyente a revisar todos sus conceptos y abrían nuevas perspectivas en el acontecimiento más banal, implicaban una infinidad de nuevas posibilidades, ya sea para bien o para mal…"

En su propio encuentro con Pierre Duhamel, él había sido cogido por sorpresa por la finalidad de la desesperación de aquel hombre, que resultaba tanto más terrible por cuanto carecía totalmente de pasión y podía servir de marco, sin temor, a las más monstruosas perversidades, pero que no tenía cabida para la menor esperanza o para la más sencilla de las alegrías. Era una locura de tal manera racional que era imposible sanarla ni tampoco argumentar contra ella. Y sin embargo, sin embargo… ¡había más de una trampa en aquel campo minado! Pierre Duhamel bien podía desesperar de sí mismo, pero Jean Marie Barette jamás desesperaría de Pierre Duhamel. Mantenía su firme creencia en que, mientras siguiera con vida, Pierre Duhamel estaría siempre al alcance de la infinita misericordia. Jean Marie podía continuar orando por la salvación de esa alma, podía aún extender sus manos para deshelar aquel empecinado corazón.

La carne estaba tierna y el vino a la temperatura debida pero aun cuando disfrutó saboreándolos, Jean Marie continuó preocupado por el nuevo desafío con que se enfrentaba. Lo que estaba en juego ahora no era su credibilidad como visionario sino su simple capacidad de ser portador de la buena nueva de Dios para el hombre. Había acusado a Duhamel de rechazar la buena nueva. Pero ¿no era acaso más bien Jean Marie Barette que una vez fuera papa y servidor de los servidores de Dios el que había fallado en presentar esa buena nueva con todo el amor y toda la fe necesarios? Una vez más sintió la imperativa urgencia de abrirse a una nueva ola de fuerza y autoridad. Su ensoñación fue interrumpida por la patrona que se detuvo frente a su mesa para preguntar si estaba disfrutando con su comida. Él, con una sonrisa, la felicitó.

—Me han atendido como a un rey, madame.

—En Gascogne diríamos más bien "alimentado como a la mula del Papa".

—Había en los ojos de ella un resplandor de diversión, pero él no se sentía en ánimo de seguirle la broma. Preguntó:

—¿Puede decirme si la casa del señor Duhamel se encuentra lejos de aquí?

—En auto, más o menos diez minutos. Si quiere ir allá mañana, puedo hacer que alguien de aquí lo conduzca. Pero debería telefonear primero, porque el lugar está guardado como una fortaleza, por los hombres de la seguridad y por perros especialmente entrenados.

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