Los Bufones de Dios (18 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Y no puedo ofrecerle a usted ninguna prueba para apoyar mis palabras.

—Precisamente, Jean. Para usar los términos de análisis bíblico, usted afirma haber sido objeto de una revelación privada, pero no puede exigir a otros que apoyen con un acto de fe un acontecimiento sin pruebas. En consecuencia, es preciso que surja algún signo que otorgue legitimidad a lo que afirma… Los cardenales temieron que usted tratara de legitimar su revelación a través del dogma de la infalibilidad. Y por eso trataron desesperadamente de librarse de usted antes que pudiera usar de ese recurso…

Jean Marie, con el ceño fruncido, reflexionó por unos minutos y luego asintió.

—Sí. Acepto sus definiciones. Declaro haber sido objeto de una revelación privada. Y carezco de un signo que legitime mi revelación y me permita proclamarla…

—Corrección —Mendelius se esforzó por encontrar la frase precisa—: que lo autorice a usted para proclamarla en tanto que Pontífice de la Iglesia Universal.

—Contemple sin embargo a nuestro Bautista —Jean Marie paseó su mano por la escultura inconclusa—. Vino del desierto proclamando que el reino de Dios estaba por llegar, que los hombres debían arrepentirse y ser bautizados. ¿Qué patente de autoridad tenía? Cito: "Fue dirigida la palabra de Dios a Juan hijo de Zacarías en el desierto…" —Sonrió y se encogió de hombros—. Por lo menos, Carl, hay precedentes. Pero permítame continuar… Estábamos hablando acerca del poder y de sus limitaciones. Uno de los privilegios de que disfruté siendo papa fue el del pleno acceso a la información, y a la información desde las más altas fuentes. Viajé. Hablé con los jefes de Estado. Recibí a sus emisarios.

—Y todos ellos, sin excepción, enfrentaban el mismo horrendo dilema. Habían sido elegidos para servir al interés nacional. Si fallaran en servir ese interés, corrían el riesgo de ser depuestos. Pero ellos sabían que, llegado un momento, debían encontrar una forma de compromiso entre el interés de su país y otros intereses, igualmente imperativos, y que, si este compromiso fracasaba, el mundo podría verse sumido en una guerra atómica…

—Todos ellos sabían más, Carl, mucho más de lo que jamás osaron, ni osarían decir en público: que los instrumentos de destrucción son tan amplios, tan mortales, que no hay contra ellos ningún antídoto posible, que están en condiciones de arrasar con la humanidad y de transformar al planeta en un lugar inapto para toda forma de vida humana… Lo que estos hombres me dijeron alimentó las pesadillas que comenzaron a asediarme, y que ya no me abandonaron ni de día ni de noche. Todo lo demás me pareció, desde entonces, insignificante, irrelevante: las disputas dogmáticas, alguno que otro pobre sacerdote acostándose con la sirvienta, la cuestión de saber si una mujer podía tomar una píldora o llevar consigo una pequeña tarjeta para calcular sus períodos y evitar así la fabricación de más carne de cañón para el día del Armageddon… ¿Comprende, amigo mío? ¿Comprende realmente?

—Comprendo, Jean —dijo Mendelius con sombría convicción—. Mejor que usted mismo, tal vez, porque yo tengo hijos y usted no. Sobre este punto nuestras situaciones difieren. Pero yo tenía que decírselo, decirle que no se precisa de ninguna visión para ver la proximidad de la catástrofe final. Lo que sí creo es que esta visión ha estado ardiendo en su cerebro. Usted mismo acaba de llamarla alimento de sus pesadillas, y dice que puede tenerlas caminando o durmiendo.

—¿Y el resto, Carl? ¿La liberación final, la última justificación del Plan Redentor de Dios, la Parusía? ¿La soñé también?

—Podría haberla soñado. —Mendelius elaboró cuidadosa y lentamente su respuesta—. En tanto que historiador y en tanto que estudioso e investigador de las creencias religiosas de la humanidad, yo le digo que el tema de los últimos días nunca ha dejado de estar presente en la memoria popular de todas las razas que han existido bajo el sol. Se la puede encontrar en todas las literaturas, en todas las manifestaciones del arte, en todos los ritos conocidos y practicados por el hombre. Las modalidades en que se ha expresado pueden haber sido diferentes, pero es el mismo sueño el que persiste, que nos persigue bajo nuestras almohadas en la oscuridad y que, durante el día, toma sus formas de las nubes de tormenta que se acumulan en el cielo o del rayo que cae, inesperado y aterrador. Usted y yo compartimos ese mismo sueño pero cuando usted dice, en su encíclica;
"El Espíritu Santo me ha ordenado escribir para ustedes estas palabras"
, entonces me veo obligado a preguntarle, como en su momento lo hicieron sus colegas, si en este caso, está hablando de símbolos o de hechos. Si me habla de hechos, muéstreme el escrito o el sello, pruébeme que el mensaje es auténtico.

—Usted sabe que no lo puedo hacer —dijo Jean Marie Barette.

—Así es —dijo Carl Mendelius.

—Pero si admite, Carl, que la catástrofe es posible y aún más, inminente, si admite que la doctrina de los últimos días forma parte de los sueños más auténticos de toda la humanidad, y que además está inscrita en la más clara tradición de la doctrina cristiana, ¿por qué debería yo callar acerca de ella, visión o no visión?

—Porque usted mismo determinó esa catástrofe —Mendelius se mostraba implacable— usted determinó la circunstancia en que se produciría, el tiempo aproximado en que ocurriría. Pidió preparativos inmediatos y específicos. Cerró la puerta a toda esperanza de continuidad y se encerró a sí mismo en una doctrina que implicaba un margen de elecciones tan estrechas que de hecho estaba destinada a ser rechazada por la gran mayoría de la humanidad y también por la mitad de su propia Iglesia. Para los que estuvieran dispuestos a aceptarla, las consecuencias serían desastrosas: pánico de masas, desórdenes públicos y casi seguramente, una ola de suicidios…

—Felicitaciones, Carl —Jean Marie le sonrió con irónica aprobación—. El alegato que acaba de presentar es espléndido, muy superior aun al que presentaron mis cardenales.

—Ahí se lo dejo —dijo Carl Mendelius.

—¿Y espera que yo le responda?

—En su carta, me pidió que yo fuera, ante el mundo, testigo y apóstol de un mensaje, que usted ya no se encontraba en condiciones de proclamar. Pero antes, es preciso que me pruebe a mí que su mensaje es auténtico.

—¿Cómo, Carl? ¿Qué evidencia sería capaz de convencerlo? ¿Una zarza ardiendo? ¿Un bastón de caña transformado en serpiente? ¿Nuestro Bautista de aquí emergiendo vivo de su talla de madera?

Pero antes que Mendelius tuviera tiempo para contestar, la campana del convento comenzó a tañer. Jean Marie se deslizó fuera del banco y sacudió el polvo de su sotana.

—Es día de fiesta, Carl. Las vísperas se rezan media hora antes de lo acostumbrado. ¿Nos acompañará a la capilla?

—Si puedo —dijo Mendelius suavemente—. He agotado todas las respuestas humanas.

—No hay respuestas humanas —dijo Jean Marie Barette y citó lentamente—:
Nisi Dominus aedificaverit domum
… "A menos que el Señor construya la casa, los constructores trabajarán en vano…"

El antiguo orden jerárquico continuaba prevaleciendo en la capilla. El abad, rodeado por sus consejeros ocupaba el lugar de honor. Jean Marie, ex-papa, estaba sentado entre los monjes más jóvenes. Carl Mendelius se encontró colocado entre los novicios, con un breviario prestado en las manos. Le resultó una extraña, punzante experiencia, como si hubiera retrocedido treinta años, hacia la antigua vida monástica en la cual había sido entrenado. Cada cadencia del canto gregoriano le era familiar. Las palabras de los Salmos revivieron en su memoria, como en un caleidoscopio, las imágenes de sus días de estudiante, clases, discusiones y, en el período que precedió a su partida, largas y dolorosas disputas con sus superiores.
"Ad te, Domine, clamabo…"
entonaba el coro "A Ti clamo, Señor".

No guardes silencio frente a mí

porque si callas

yo seré como los que caen al abismo.

Escucha, Señor, la voz de mi súplica

cuando te ruego,

cuando levanto las manos

a Tu Santo Templo.

La invocación tenía ahora un nuevo sentido para él. Porque el silencio que había caído entre él y Jean Marie le parecía siniestro. Repentinamente habían dejado de ser amigos, eran como extranjeros que se hubieran encontrado casualmente en una tierra de nadie hablando cada uno un lenguaje incomprensible para el otro. El Dios que había hablado a Jean Marie había permanecido inescrutablemente silencioso para Carl Mendelius.

"De acuerdo al trabajo de sus manos…" los acordes del canto resonaron bajo las abovedadas naves "otórgales, Señor, su recompensa". Y la respuesta llegó, sombría y amenazadora. "Porque ellos no comprendieron los trabajos del Señor… destrúyelos, Señor, y no les permitas construir".

Pero… pero luchando contra el contrapunto de la melodía, Mendelius despejó los caminos para construir su argumentación. ¿Cuál era el verdadero sentido de todo aquello? Si el gran salto de la fe dejara de ser un acto racional, entonces se transformaría en lo contrario, un acto insano, el acto de un loco que Mendelius de ninguna manera cometería, aunque ello significara la ruptura del lazo que lo unía a Jean Marie. Y era en verdad muy triste, a estas alturas de su vida, contemplar semejante perspectiva, cuando el simple transcurrir del tiempo se encargaba solo de borrar tantas y tan queridas relaciones.

Se alegró cuando el servicio terminó por fin y la comunidad se reunió para la cena de fiesta en el refectorio del convento. Descubrió que le era posible reírse de las pequeñas bromas, aplaudir el postre de Jean Marie, discutir con el padre archivista sobre los recursos de la biblioteca y con el abad sobre la cualidad del vino de los Abruzzos. Cuando la cena terminó y los monjes comenzaron a dirigirse hacia la sala común para el recreo de la velada, Jean Marie se acercó al abad y le dijo:

—¿Podría excusarnos, padre? Tengo aún algunas cosas que discutir con Carl. Después leeremos juntos las Completas en mi celda.

—Naturalmente… Pero no lo haga velar hasta muy tarde, profesor. Estamos tratando de obligarlo a que se cuide.

La celda de Jean Marie era tan desnuda como el cuarto donde Mendelius había sido hospedado. No había otro adorno que un crucifijo, y los únicos libros que se veían eran la Biblia, una copia de la Regla, un libro de Horas y una edición francesa de la Imitación de Cristo. Jean Marie se despojó de su hábito, lo besó y lo colgó en el armario. Luego colocó una camiseta de lana sobre su camisa y se sentó en la cama frente a Mendelius. Dijo, con un toque de ironía.

—Y así pues, aquí estamos, Carl. Mire atentamente. En esta celda no hay monjes. Sólo dos hombres tratando de ser honrados el uno con el otro. Permita que yo haga ahora algunas preguntas… ¿Cree que soy un hombre cuerdo?

—Sí, lo creo, Jean.

—¿Soy un mentiroso?

—No.

—¿Y la visión?

—Creo que tuvo la experiencia que me describió en su carta. Y creo que es totalmente sincero en la interpretación que le da.

—Pero no desea comprometerse con esa interpretación.

—No puedo. Lo más que puedo es abrir mi mente y mantenerla abierta.

— ¿Y el servicio que le pedí?

—¿Que yo sirva de mensajero para la idea de la próxima catástrofe y de la Segunda Venida? No puedo hacerlo, Jean. No lo haré. Ya le he explicado algunos de los motivos que me mueven a no hacerlo. Pero además hay otras razones. Este asunto provocó su abdicación. Usted llevaba el anillo del Pescador. Usted ostentaba el sello del Supremo Maestro. Y usted entregó esos signos. Se rindió. Si como papa, no fue capaz de proclamar aquello en que creía, ¿qué espera de mí? He dejado de ser un clérigo. Soy nada más que un académico seglar. He sido privado de toda autoridad de enseñar en la Iglesia. ¿Qué puede esperar que haga yo? ¿Ir por allí formando sectas de cristianos milenaristas? Eso ya ha sido hecho, en tiempos tan lejanos como los de Montanus y Tertuliano, y las consecuencias siempre han sido desastrosas…

—No. No es eso lo que pretendo, Carl.

—Eso es lo que sucedería. Le guste o no, lo único que conseguiría sería una anarquía carismática.

—De todos modos, la anarquía será inevitable.

—Entonces yo rehúso contribuir a ella.

—Le diré algo, Carl. Llegará un día en que aceptará la misión que hoy está rehusando. Porque algún día verá la luz que hoy no puede ver. Llegará un día en que sentirá la mano de Dios en su espalda y entonces caminará hacia dondequiera que ella lo dirija.

—Por el amor de Dios, Jean, ¿qué es usted? ¿Alguna especie de oráculo? No puede amontonar profecías sobre profecías de lo cual no resultan sino locuras. Ahora, escúcheme. Soy Carl Mendelius, ¿lo recuerda? Usted me pidió que emitiera un juicio. Pues bien, lo haré. Juzgo que usted nos ha dicho mucho y muy poco. Usted era el papa. Dijo que había tenido una visión. En esa visión fue llamado por Dios para proclamar la inminencia de la Parusía. Ahora, enfrente este hecho: usted no lo hizo. No lo proclamó. En cambio cedió ante la presión de un grupo de poder. ¿Por qué permitió que ellos lo silenciaran, Jean? ¿Por qué continúa en silencio ahora? Usted renunció a la única cátedra desde la cual hubiera podido hablar al mundo. ¿Por qué espera que un profesor de mediana edad de Suavia rescate lo que usted abandonó? —La furia y la frustración de Mendelius se desataron en una última y amarga amonestación— Drexel me ha dicho que usted se ha transformado en un místico. Ser un místico es algo muy adecuado, muy tradicional y evita un montón de problemas al establishment, porque aun la misma prensa huye de la locura de Dios. Pero lo que usted escribió en su encíclica significa la vida o la muerte para millones de seres en este pequeño planeta. ¿Fue un hecho o una simple ficción? Necesitamos un testimonio real y pleno. No podemos esperar mientras Jean Marie Barette juega a las escondidas con Dios en el jardín de un monasterio.

En el momento mismo en que pronunciaba aquellas palabras se avergonzó de su brutalidad. Jean Marie permaneció por un largo momento silencioso, contemplando el dorso de sus manos. Cuando finalmente habló, lo hizo con una contenida frialdad.

—Me pregunta por qué abdiqué… El conflicto entre la Curia y yo era mucho más desesperado de lo que usted pueda imaginar. Si yo hubiera decidido permanecer en mi cargo, eso hubiera, sin duda alguna, producido un cisma. El Sacro Colegio me hubiera depuesto y hubiera elegido a un rival. Y durante el medio siglo subsiguiente, el mundo hubiera resonado con nuestras querellas por la legitimidad del título. Papas y anti-papas son una vieja historia que en este caso se hubiera repetido. Pero vivir y morir con eso sobre mi conciencia, no, jamás… Hace un minuto, acaba de usar usted una metáfora terrible, "Jean Marie jugando a las escondidas con Dios en el jardín de un monasterio…"

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