Los Bufones de Dios (16 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

"… Es evidente que en estos días de calamidad universal, las estructuras tradicionales de la sociedad no sobrevivirán. Se desatará una lucha fiera en torno a las necesidades más elementales de la vida: alimento, agua, combustible y abrigo. Los fuertes y los crueles usurparán la autoridad. Las grandes sociedades urbanas se disolverán en grupos tribales…"

Sintió como lentamente las palabras hacían presa del auditorio, cómo la tensión subía de punto. Cuando terminó de leer, el silencio fue como un muro levantado delante de él. Retrocedió unos pasos del lugar que había ocupado como conferenciante y preguntó simplemente:

—¿Algún comentario?

Hubo una larga pausa y luego una joven mujer se levantó.

—Soy Henni Borkheim de Berlín. Mi esposo es pastor. Tenemos dos hijos. Y tengo una pregunta que hacer. ¿Cómo puede usted demostrar su caridad con un hombre que llega con una pistola para robar lo que usted aún posee y quitar el último pan de la boca de sus hijos?

—Y yo tengo otra pregunta —el joven sentado junto a ella se levantó a su vez—. ¿Cómo puede usted continuar creyendo en un Dios que inventa o permite una calamidad universal así y luego se sienta a juzgar a sus víctimas?

—De manera que tal vez —dijo Carl Mendelius gravemente— debemos ahora hacernos a nosotros mismos una pregunta más fundamental. Sabemos que el mal existe, que el sufrimiento y la crueldad existen, y que ellos pueden propagarse y llegar a todas las extremidades, tal como sucede con el cáncer en el cuerpo humano. ¿Podemos entonces creer en Dios?

—¿Cree usted profesor? —Henni Borkheim estaba nuevamente de pie.

—Sí. Yo creo en Él.

—Entonces ¿podría hacer el favor de contestar a mi pregunta?

—Fue contestada hace dos milenios: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen".

—¿Y cuál sería la respuesta suya, la que usted daría?

—No lo sé, mi querida —Estuvo a punto de decirle que aún no había sido crucificado, pero lo pensó mejor y se calló. En cambio, bajó del sitial en que se hallaba y caminó a través del auditorio hasta el lugar en que la muchacha se encontraba sentada con su marido. Le habló calmadamente, la voz llena de persuasión.

—…¿Ve usted la situación en que nos colocamos cuando invocamos y exigimos la aclaración del testimonio personal ante cada problema planteado? No sabemos, es imposible que sepamos cómo actuaremos cuando llegue el momento de la acción. Sabemos cómo deberíamos obrar, sí. Pero no hay forma de conocer con anticipación lo que efectivamente haremos en una coyuntura dada… Recuerdo, cuando era muchacho, a mi madre en Dresden hablando con mi tía sobre la inminente llegada de los rusos. Se suponía que yo no oía, pero oí. Mi madre pasó a mi tía un pote de jalea lubricante y le dijo: "Creo preferible relajarse y tratar de sobrevivir antes que resistir y ser asesinada… De todos modos seremos violadas y no creo que exista la promesa de ningún milagro capaz de prevenir hechos semejantes, ni tampoco ninguna legislación que cubra la violación en tiempo de caos". —Sonrió y extendió su mano hacia la joven—. No discutamos. Conversemos sobre estas ideas, pero en paz.

Mendelius y la muchacha se dieron la mano mientras un breve murmullo de aprobación surgía de la audiencia; luego Mendelius continuó con otra pregunta.

—En un mundo plural ¿de quiénes podemos afirmar que son los elegidos? ¿Nosotros romanos, ustedes luteranos, los Sunitas o los Chutas en el Islam, los Mormones de Salt Lake City, los Animistas de Tailandia?

—Si respetamos verdaderamente al individuo no es a nosotros a quienes corresponde elegir —un pastor de cabello gris con las manos agarrotadas por la artritis se puso penosamente de pie. Habló entrecortadamente pero con convicción—. No hemos sido llamados para juzgar a los demás de acuerdo a nuestros conocimientos. La única orden que hemos recibido es la de amar la imagen de Dios en nuestros compañeros peregrinos en esta tierra.

—Pero también se nos ha ordenado que mantengamos intacta la pureza de nuestra fe y que hagamos conocer al mundo la buena nueva de Cristo —dijo el pastor Petrus de Darmstadt.

—Cuando usted llega a sentarse a mi mesa —explicó pacientemente el anciano— le ofrezco la comida que tengo. Si usted es incapaz de digerirla, ¿qué puedo hacer yo? ¿Obligarlo a comerla y atorarse con ella?

—Y por eso, amigos míos —dijo Mendelius volviendo a coger las riendas de la discusión— cuando la negra noche cae sobre el ancho desierto donde no hay pilares ni nubes ni chispas de fuego para guiar nuestro camino; cuando la voz de la autoridad enmudece y no escuchamos ya nada sino la algarabía de las mismas y viejas discusiones, cuando Dios parece haberse ausentado de su propio universo ¿hacia dónde podemos volvernos? ¿a quién, razonablemente, podemos creer?

Caminó lentamente de regreso hacia el sitial del conferenciante y allí, quieta, largamente, esperó que alguien le respondiera.

—Tengo miedo,
schatz
. Me siento tan mortalmente asustado que lo único que desearía es salir de aquí y tomar el primer avión de regreso a Alemania.

Eran las doce y media de la mañana y se encontraban sentados frente a un temprano almuerzo en un tranquilo restaurante cerca del Panteón, antes que Mendelius partiera hacia Monte Cassino. Dos mesas más allá, Francone engullía spaghetti sin cesar de vigilar la puerta. Lotte se inclinó hacia Mendelius y limpió una salpicadura de salsa de un rincón de su boca. Lo regañó firmemente.

—En verdad, Carl, no sé por qué se ha formado todo este alboroto. Eres un hombre libre. Vas a visitar a un viejo amigo. Y más allá de esta única visita no tienes por qué emprender ninguna misión, ni estás obligado a aceptar nada.

—Me pidió que lo juzgara.

—No tiene derecho a pedirte eso.

—No lo pidió. Lo rogó, lo suplicó. Escucha,
schatz
. He dado vueltas y más vueltas en torno a este asunto; me lo he planteado a mí mismo en todas las formas y niveles de análisis y sin embargo estoy tan lejos de cualquier respuesta como lo estaba cuando comencé. Jean Marie está exigiendo de mí que lleve a cabo un acto de fe tan grande como… el reconocimiento de la Resurrección. Y no puedo hacer ese acto de fe.

—Bueno, explícale esto a él. Así, tal cual.

—¿Y deberé explicarle también el por qué?
"Jean, no estás loco, no eres un impostor, no estás engañado ni eres sujeto de ninguna ilusión; te amo como a un hermano, pero no creo que Dios elija jardines para dialogar sobre el fin del mundo; y aunque vinieras a mí cubierto por todos los estigmas de la Corona de Espinas continuaría no creyéndolo"
.

—Si eso es lo que realmente piensas, debes decírselo.

—El problema es,
schatz
, que además pienso otra cosa. He comenzado a creer que los cardenales tuvieron razón al obligar a Jean Marie a abdicar.

—¿Qué te hace decir eso?

—Puede que sea el resultado de mis diálogos en la Academia y también de una conversación que tuve con Hilde Frank. El único fin que cada ser humano es capaz de enfrentar es su propio fin… La catástrofe total está más allá de la capacidad de comprensión de una persona y probablemente de su capacidad de actuar frente a ella. De manera que es nada más que una invitación a la desesperación. Jean Marie en cambio ve todo esto como una invitación a la caridad evangélica. Y yo creo, me he convencido, de que sólo llevará a una ruptura completa de toda forma de comunicación social. ¿Quién fue el que dijo? "¿El velo que cubre la faz del futuro fue tejido por las manos de la misericordia?"

—Por todo lo que acabas de decirme —dijo Lotte firmemente— creo que tienes la obligación de ser tan honesto con Jean Marie como en este momento estás tratando de serlo contigo mismo. Te pidió que lo juzgaras. Ofrécele el juicio que te pide.

—Quiero hacerte una pregunta directa y sencilla,
schatz
… ¿Crees tú que soy un hombre honrado?

Ella no le contestó inmediatamente. En cambio apoyó su mentón en ambas manos y se quedó mirándolo por un largo rato sin hablar. Luego, muy suavemente, le respondió.

—Recuerdo, Carl, el día en que te conocí. Yo estaba con Frederika Ullman. Bajábamos por la Piazza Spagna, dos muchachas alemanas haciendo su primera visita a Roma. Y tú estabas ahí, sentado en las escaleras al lado de un joven que estaba pintando un cuadro, pésimo por lo demás. Te veo aún. Llevabas pantalones negros y una camiseta de lana de cuello alzado, negra también. Nos detuvimos para mirar el cuadro. Tú nos oíste conversar en alemán y nos hablaste. Y entonces nos sentamos a tu lado, felices de poder charlar con alguien. Tú nos ofreciste té y bizcochos en la pequeña tienda inglesa. Y luego nos invitaste a pasear en carrozza. Y salimos, al trote de los caballos, hacia Campo dei Fiori. Cuando llegamos allá nos mostraste esa maravillosa y pensativa estatua de Giordano Bruno y nos contaste sobre él, sobre el juicio que le siguieron y de cómo lo quemaron por herejía en aquel mismo sitio. Y luego dijiste: "Eso es lo que ellos desearían hacer conmigo". Yo pensé que habías bebido o que eras algo loco, hasta que tú nos explicaste que eras un sacerdote y que estabas bajo sospecha de herejía… Parecías tan solo, tan abrumado por el destino, que mi corazón, en ese instante, voló hacia ti. Y luego tú citaste las últimas palabras de Bruno a sus jueces: "Pienso, señores, que ustedes tienen más miedo de mí que el que yo tengo de ustedes…" Y ahora creo que estoy mirando al mismo hombre que vi aquel día. El mismo hombre que dijo: "Bruno fue un farsante, un charlatán, un pensador confuso y oscuro, pero de él solo sé una cosa: que murió como un hombre honrado". Entonces te amé, Carl. Te amo ahora. Hagas lo que hagas, sea ello bueno o malo, verdadero o falso, sé que morirás como un hombre honrado.

—Así lo espero,
schatz
-dijo gravemente Carl Mendelius— y espero en Dios poder ser honesto con el hombre que nos casó.

Capítulo 5

A las tres y media en punto de aquella tarde, Francone detuvo el coche frente a los portales de entrada del gran monasterio de Monte Cassino. Un hermano a cargo de los huéspedes dio la bienvenida a Mendelius y lo condujo hasta su cuarto, una sencilla habitación pintada a la cal y amoblada con una cama, un escritorio, una silla, un armario para la ropa y un reclinatorio sobre el cual colgaba un crucifijo tallado en madera de olivo. Al abrir las contraventanas, descubrió una espectacular vista sobre el valle del Rápido y las colinas que ondulaban hacia el Lacio. Sonrió ante la sorpresa de Mendelius y dijo:

—Como ve ya estamos a mitad de camino hacia el cielo… Espero que disfrute de su estada entre nosotros.

Esperó hasta que Mendelius terminó de desempacar su liviano equipaje y luego lo acompañó a través de los desnudos y resonantes corredores hasta el estudio del abad. El hombre que se levantó para recibirlo era pequeño y delicado, con un rostro delgado y curtido por el tiempo, el cabello gris y la dichosa sonrisa de un niño.

—¡Profesor Mendelius! Es un placer conocerlo. Le ruego que se siente. ¿Quiere un café, tal vez un poco de licor?

—No gracias; nos detuvimos a tomar café en la autostrada. Estoy muy agradecido por su bondad al aceptar recibirme.

—Viene usted muy bien recomendado, profesor —la inocente sonrisa reveló un dejo de ironía—. No intento hacerlo esperar para su encuentro con su amigo; pero creo que, primero, debemos hablar.

—Por supuesto. Usted me dijo por teléfono que él había estado enfermo.

—Lo encontrará muy cambiado. —El abad hablaba escogiendo cuidadosamente sus palabras—. Ha sobrevivido a una experiencia que hubiera aplastado a otro menos fuerte. Y ahora está sobrellevando otra forma de experiencia, más difícil, más intensa, porque la lucha, esta vez, es interior. Yo lo aconsejo y ayudo lo mejor que puedo. Y el resto de los hermanos lo apoyan con sus oraciones y sus permanentes atenciones… pero es un hombre consumido por un fuego interior. Tal vez quiera franquearse con usted. Si no lo hace, déjele ver que usted comprende. No lo presione. Sé que le ha escrito y sé lo que le ha pedido. Soy su confesor pero no estoy en condiciones de discutir el tema con usted porque él no me ha dado permiso para hacerlo… Por otra parte, usted no depende en nada de mí y en consecuencia tampoco puedo presumir e intentar dirigir su conciencia.

—Entonces, tal vez usted y yo podamos abrirnos el uno al otro y aclarar así, mutuamente, nuestro pensamiento respecto de nuestro amigo.

—Tal vez —la sonrisa del abad Andrew fue enigmática—, pero creo preferible que antes de eso, usted converse con él.

—Desearía obtener primero respuestas para algunas preguntas. ¿Desea él realmente verme?

—Oh sí, claro que sí.

—Entonces explíqueme por qué cuando yo escribí a ambos, no me contestó él como lo hizo usted y cuando llamé por teléfono ¿por qué no lo invitó a él también para que hablara conmigo? —preguntó Mendelius.

—Le prometo que no hubo en ello ninguna intención descortés.

—¿Qué fue entonces?

Por un largo momento, el abad permaneció en silencio, estudiando el dorso de sus largas manos. Finalmente dijo, destacando con lentitud cada palabra.

—Hay momentos en que él se ve imposibilitado de comunicarse con nadie.

—Suena bastante siniestro.

—Al contrario, profesor. Tengo la convicción, basada en observaciones personales, de que nuestro amigo Jean ha alcanzado un grado muy alto de contemplación, que de hecho ha llegado a ese estado que llamamos "iluminativo" y que se caracteriza porque durante ciertos períodos el espíritu se absorbe completamente en su comunicación con el Creador. Es un fenómeno raro y escaso, pero que suele ser familiar en las vidas de los grandes místicos. Durante estos períodos de contemplación el sujeto no responde a ningún estímulo externo. Cuando la experiencia ha terminado, vuelve inmediatamente a la normalidad… Pero en realidad no le estoy diciendo nada que usted no sepa ya.

—Sé también —dijo Carl Mendelius secamente— que los estados catatónicos y catalépticos son muy conocidos por la medicina psiquiátrica.

—Estoy perfectamente consciente de ello, profesor. No crea que aquí vivimos todavía en la Edad de Piedra. Nuestro fundador, San Benito, era un hombre sabio y tolerante. Tal vez se sorprenda usted al saber que uno de nuestros padres es un médico muy eminente con grados y títulos de Padua, Zurich y Londres. Ingresó a la orden hace diez años, a la muerte de su esposa. Ha examinado a nuestro amigo. Bajo mi dirección, ha consultado el caso con otros especialistas en la materia. Y está tan convencido como lo estoy yo, de que Jean Marie es un místico y no un psicópata —dijo el abad mirándolo con expresión seria.

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