Los Bufones de Dios (6 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Es muy sencillo. "Abstente de preguntar lo que el mañana pueda traer. … Si dedicas tu vida a esperar la tormenta, nunca gozarás del sol".

—¡Oh, papá! —Ella le lanzó los brazos al cuello y lo besó—. ¡Te quiero tanto! Me has hecho muy dichosa.

—Vete a acostar, mi pequeña —dijo Carl Mendelius suavemente—. Yo tengo aún bastante trabajo por delante.

—Trabajas demasiado, papá.

Él le dio un pequeño golpe de advertencia en la mejilla y citó despreocupadamente:

—"Un padre sin trabajo significa una hija sin dote". Buenas noches, mi amor. Felices sueños.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de ella, él sintió afluir a sus ojos el escozor de las retenidas lágrimas, lágrimas de piedad por aquella joven esperanza y toda su amenazada inocencia. Sonó violentamente su nariz, cogió sus lentes y se instaló nuevamente ante el texto apocalíptico de Jean Marie.

"…Es evidente que en los tiempos de calamidad universal que se avecinan las estructuras tradicionales de la sociedad no podrán sobrevivir. Se producirá una lucha feroz en torno a las necesidades más elementales de la vida, el alimento, el agua, el combustible y el abrigo. Los más fuertes, los más crueles usurparán la autoridad. Las grandes sociedades urbanas se fragmentarán y reducirán a grupos tribales, cada uno hostil al otro. En las áreas rurales se enseñoreará el pillaje. La persona humana se convertirá en una presa, del mismo modo y al mismo nivel que las bestias que hoy llevamos al matadero con el objeto de alimentarnos. La razón quedará de tal manera oscurecida que los hombres recurrirán, para confortarse, a las más groseras y más violentas formas de la magia. Y será muy difícil y muy duro, aun para aquellos que más fuertemente fundan su vida en la Promesa del Señor, mantener su fe y continuar dando el necesario testimonio que deben dar, hasta el final… ¿Cómo será entonces posible para los cristianos confortarse mutuamente en estos días de prueba y de terror?

"…Desde el momento en que la existencia de grandes grupos será imposible, los cristianos deberán dividirse en pequeñas comunidades, cada una de las cuales deberá ser capaz de auto-sostenerse por el ejercicio de una fe común y de una mutua y auténtica caridad. Deberán dar testimonio de su cristianismo extendiendo los efectos de su caridad hacia todos aquellos que no comparten su fe, acudiendo en auxilio de los necesitados, compartiendo sus magros medios con los más desamparados. Cuando la jerarquía sacerdotal se vea incapacitada de seguir funcionando, las comunidades cristianas elegirán ellas mismas sus nuevos ministros y maestros para que la Palabra sea mantenida en su integridad y para continuar conduciendo la Eucaristía…"

—¡Dios Todopoderoso! ¡Lo hizo! ¡Se atrevió a hacerlo! —Mendelius oyó el sonido de su propia voz resonar en la amplia y abovedada habitación. Ficción o hecho predestinado a suceder, un papa, tenía la prueba ante sus ojos, había osado decir lo indecible, escribir lo ineditable. Si la prensa del mundo llegaba a apoderarse de semejante documento, Jean Marie Barette aparecería ante los ojos de todos como el más demente de los perturbados "
mullahs
", como el más loco entre los profetas del desastre. Y sin embargo, en el contexto de una calamidad atómica, el diseño de Jean Marie solo respondía a la más simple lógica. Este necesario plan para lo que seguiría al Armageddon era un escenario que, en una forma u otra, cada líder nacional debía tener guardado entre sus papeles más secretos.

Carl Mendelius llegó así, por fin, al tercer y último de los documentos: la lista de aquéllos que, en opinión y esperanza de Jean Marie, estarían dispuestos a creer en su mensaje y recibir a su mensajero. Y tal vez por eso mismo, este último documento era el más impactante de los tres. No estaba manuscrito, como la carta o la encíclica, sino mecanografiado y era evidente que alguna vez había formado parte de un archivo oficial. Contenía nombres, direcciones, títulos, números de teléfono, métodos de contacto privado y sucintas indicaciones telegráficas sobre cada uno de los individuos seleccionados. La lista incluía nombres de políticos, industriales, hombres de iglesia, líderes de grupos disidentes, editores de importantes y conocidos diarios, en total más de cien nombres. Dos ejemplos bastaban para indicar el tono general del documento.

U.S.A.

Nombre: Michael Grant Morrow

Cargo: Secretario de Estado

Dirección privada: 593 Park Avenue, Nueva York

Teléfono: (212) 689-7611

Religión: Episcopal.

Conocido en una comida presidencial. Convicciones religiosas muy firmes. Habla ruso, francés y alemán. Respetado en Rusia, pero relaciones asiáticas débiles. Profundamente consciente de la delicada y peligrosa situación de las fronteras europeas. Autor de una monografía privada sobre la función que competería a los grupos religiosos en el caso de una desintegración social.

U.R.S.S.

Nombre: Sergei Andrevich Petrov

Cargo: Ministro de Agricultura

Dirección privada: Desconocida

Teléfono: Moscú 53871

Visita privada al Vaticano con el sobrino del primer ministro. Consciente de la necesidad de tolerancia tanto religiosa como étnica en la U.R.S.S. pero incapaz de hacer penetrar esta idea a través de la coraza de los dogmáticos del partido. Preocupado por el hecho de que los problemas alimenticios y energéticos (petróleo) de Rusia podrían precipitar un conflicto. Amigos íntimos entre los militares; enemigos en la K.G.B. Vulnerable en la eventualidad de malas cosechas o de bloqueo económico.

La última página contenía una nota de puño y letra de Jean Marie.

"He tenido ocasión de tratar directamente con cada una de las personas de esta lista. A su manera cada una de ellas ha demostrado estar plenamente consciente de la crisis y dispuesta a enfrentarla en un espíritu que —si bien no es siempre el de un creyente— es, en todo caso, el de una honda compasión humana. Ignoro hasta qué punto, bajo el imperio de las presiones surgidas de los próximos acontecimientos, la posición de estas personas sería susceptible de cambiar. Sin embargo, he recibido de todas ellas, en diversos grados, demostraciones de confianza que, a mi vez, he tratado de retribuir. En tanto que persona privada, tal vez al comienzo lo miren a usted con sospecha y se muestren reservados frente a su misión. En cuanto tome usted los primeros contactos, comenzarán los riesgos sobre los cuales lo he puesto en guardia, ya que carecerá de protección diplomática y el lenguaje de la política está construido expresamente para ocultar la verdad.

J. M. B."

Carl Mendelius se sacó las gafas y se restregó los ojos en un esfuerzo por ahuyentar el sueño que lo invadía. Había leído aquel sumario con la devoción de un amigo y el cuidado de un honrado investigador. Pero ahora, en este solitario momento que sigue a la medianoche, debía aprontarse para juzgar, ya que no al hombre que lo había escrito, por lo menos al texto que acababa de leer. Y súbitamente un helado miedo pareció penetrar todas las fibras de su cuerpo, como si las sombras del cuarto hubieran sido invadidas por los viejos y acusadores fantasmas: los fantasmas de los hombres quemados por herejes y de las mujeres ahogadas por brujería y de los innumerables y desconocidos mártires lamentando la vanidad de su sacrificio.

En este período escéptico de su mediana edad, no le resultaba muy fácil rezar, y ahora, cuando experimentaba la profunda necesidad de la oración, las palabras no acudían ni a su corazón ni a sus labios. Se sintió como un hombre al que un largo encierro en la oscuridad hubiera hecho olvidar el sonido y el sentido de la voz humana.

—Ahora sí que estamos realmente en el terreno de la oscura fantasía —dijo Anneliese Meissner devorando a dos carrillos un pepinillo en vinagre y bebiendo, para acompañarlo, un largo trago de vino—. Esta mal llamada encíclica es una simple tontería, una vulgar mezcla de folklore y de falso misticismo.

Se encontraban sentados en el desordenado apartamento de ella, con los documentos extendidos sobre la mesa frente a ellos y una botella de Assmanshausen destinada a aplacar el polvo que surgía de todas partes y yacía sobre todos los objetos y muebles que llenaban el cuarto. Mendelius había rehusado desprenderse de los documentos, más aún, no había querido siquiera perderlos de vista, en tanto que Anneliese, con igual vehemencia había reclamado en su calidad de asesora, su derecho a leer hasta la última línea de la evidencia presentada. Mendelius protestó por la escueta forma en que ella había rechazado la encíclica de Jean Marie.

—Detengámonos aquí. Si vamos a discutir este punto, discutámoslo en forma científica. Para comenzar dejemos en claro que, sobre el milenarismo existe una abundante literatura que va desde el libro de Daniel en el Antiguo Testamento hasta Jacob Boehme en el siglo diez y nueve y Teilhard de Chardin en el veinte. Verdad que esa literatura suele, a veces, carecer de todo sentido, pero también es cierto que en ella puede encontrarse muy bella poesía como en el caso del inglés William Blake. Algunos de esos escritos no son sino una interpretación crítica de una de las más antiguas tradiciones de la humanidad. En segundo lugar, cualquier científico serio puede decirle a usted, que la vida, tal como la conocemos actualmente en este planeta, debe forzosamente, algún día, tener un término. Lo que Jean Marie ha escrito se encuadra perfectamente en el marco más cuerdo de esta tradición milenarista. Y en cuanto al escenario de la catástrofe no podemos negar que en estos momentos es objeto de la más informada especulación tanto por parte de los científicos cuanto de los estrategas militares.

—Concedido. Pero aun así su amigo hace de todo ello una ensalada de confusiones. ¡Fe, esperanza y caridad mientras los hambrientos hombres lobos aúllan frente a las puertas de entrada! ¡Un amante Dios lamentándose delante de un caos creado por él mismo! ¡Felicitaciones, profesor!

—¿Qué sucedería si el texto fuera publicado?

—La mitad del mundo se reiría, privadamente tal vez, de él. La otra mitad se dejaría contagiar por esta danzante locura y correría bailando al encuentro del redentor en su nube de gloria. Seriamente, Carl, creo que lo que debe hacer es echar al fuego estos malditos papeles y olvidar todo.

—Sí, puedo quemarlos. Lo que no puedo, es olvidarlos.

—Porque usted también es víctima de esta misma locura de Dios.

—¿Y qué me dice del tercer documento, la lista de nombres?

—No veo que tenga ninguna importancia. Es simplemente un ayuda memoria sacado de un archivo. Todos los políticos del mundo llevan este tipo de registros. ¿Y que espera usted hacer con él? ¿Ponerse a trotar alrededor del mundo para encontrarse con toda esta gente? ¿Y qué les dirá? "Mi amigo, Gregorio XVII, el que acaban de echar del Vaticano, cree que el fin del mundo está próximo. Ha tenido, acerca de ello, una visión. Y considera que ustedes deben enterarse de esta visión antes que el resto de la gente" ¡Vamos Carl! Antes de que haya terminado la primera mitad de la primera entrevista, ya le habrán colocado a usted una camisa de fuerza.

Súbitamente, el vio el aspecto divertido de todo aquello y comenzó a reír, en un inmenso estallido de alegría que fue poco a poco dando paso a un desalentado cloqueo. Anneliese Meissner vertió más vino en las copas y levantó la suya en un gesto de saludo.

—Eso está mejor. Por un momento creí que había perdido a un buen colega.

—Gracias, Frau Beisitzer —dijo Mendelius bebiendo un largo trago de vino y dejando luego su copa—. Ahora volvamos al asunto. En un par de semanas más me voy a Roma.

—Al infierno con todo —ella se quedó mirándolo con incredulidad—. ¿Piensa usted que podrá hacer ahí algo de provecho?

—Sí. Pienso tener unas buenas vacaciones, dar un par de conferencias en la Academia Alemana y hablar con Jean Marie y con la gente que ha estado más cerca de él. Grabaré cada entrevista o mis anotaciones referentes a cada una de ellas y se las enviaré. Después de eso decidiré si vale o no la pena continuar con todo el asunto. Por lo menos, habré cumplido mi deber de amigo y habré contribuido a la honestidad de mi asesor.

—Espero que se dé cuenta, amigo mío, de que, aun cuando usted haya hecho todo lo que planea, y terminado su investigación allá, su evidencia continuará siendo incompleta.

—No veo que necesariamente tenga que ser así.

—Piénselo, —Anneliese Meissner cogió otro pepinillo que se apresuró a engullir—. ¿Cómo se las arreglará usted para hablar con Dios? ¿Piensa acaso grabar su conversación con Él?

Era por naturaleza un hombre meticuloso y ordenado, de manera que preparó su visita a Roma con especial cuidado. Llamó por teléfono a sus amigos, escribió a sus conocidos, se proveyó de toda suerte de introducciones para importantes funcionarios del Vaticano, concertó por adelantado y fijó las fechas de almuerzos, comidas y entrevistas formales. Y siempre tuvo buen cuidado de insistir en el motivo oficial de su visita: una investigación sobre fragmentos de la literatura Ebionita en la Biblioteca Vaticana y en el Instituto Bíblico y una breve serie de conferencias en la Academia sobre la Tradición Apocalíptica.

Había elegido este tema no solamente porque le proporcionaba un punto de partida para sus averiguaciones sobre Jean Marie, sino además porque haría posible para él obtener de su audiencia Evangélica alguna respuesta emocional sobre el problema del milenio. La idea de Jung sobre el "gran sueño", la persistencia de la experiencia tribal en el subconsciente y su permanente influencia en el individuo y en el grupo había constituido una de las experiencias más hondas y conmovedoras de su juventud. Existía una impresionante similitud entre esta noción y aquélla que los teólogos llamaban la "Infusión" y la "Morada Interior del Espíritu". Al mismo tiempo servía para plantear el problema de Anneliese Meissner y su obstinado rechazo de cualquier tipo de vivencia trascendental. Aún resonaba en él su acerado comentario sobre la conversación con Dios, y más hondamente aun cuanto que no había encontrado una adecuada respuesta para él.

La carta que le tomó más tiempo fue la que dirigió al abad de Monte Cassino que era ahora el superior religioso de Jean Marie. Se trataba de una indispensable cortesía. Jean Marie se había colocado a sí mismo bajo obediencia y el control de la autoridad podía hacerse extensivo a sus movimientos físicos y aun a su correspondencia privada. Mendelius, que una vez había sido súbdito del sistema, tenía una clara percepción de la importancia del protocolo religioso. Su carta al abad hablaba de su larga amistad con Jean Marie Barette, de su renuencia a interferir ahora en su presente retiro. Sin embargo, si el abad no veía obstáculos a ello y si el ex-pontífice aceptaba recibirlo, el profesor Carl Mendelius estaría encantado de visitar el convento en la fecha más conveniente para ambos.

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