El la cogió en sus brazos y la besó.
—También esto está muy solitario,
schatz
. Siéntate y descansa. Te serviré café.
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy arreglando nuestras vacaciones.
Le contó entonces de su conversación con Herman Frank y alabó copiosamente los placeres que podría brindar Roma en el verano, la oportunidad de volver a ver a viejos amigos, y la posibilidad de visitar nuevamente algunos bellos lugares. Ella lo oyó con una sorprendente calma y al final, preguntó:
—Se trata de Jean Marie, ¿no es así?
—Sí. Pero también se trata de nosotros. Te necesito a mi lado, Lotte. Te necesito. Si los niños quieren venir, arreglaré para que se hospeden en algún pequeño hotel.
—Ellos tienen otros planes, Carl. Estábamos precisamente discutiendo sobre eso antes que regresaras a casa. Katrin desea ir a París con su enamorado, Johann desea recorrer a pie ciertos lugares de Austria. En cuanto a él, está muy bien, pero ella…
—Katrin es ahora una mujer,
schatz
. Y hará lo que quiere hacer, se lo permitamos nosotros o no. Después de todo… —se inclinó y la besó de nuevo— ellos sólo nos han sido prestados, de manera que cuando se van, nos encontramos de regreso en el punto de partida. Mejor que comencemos cuanto antes a practicar juntos cómo se hace el amor.
—Sí, así me parece —dijo ella alzándose de hombros en un leve gesto de derrota—, Pero, Carl… —se interrumpió como temerosa de expresar en palabras lo que estaba pensando. Mendelius la presionó gentilmente.
—¿Pero qué,
schatz
?
—Sé que los niños están destinados a dejarnos y me estoy acostumbrando a la idea. ¿Pero, qué sucedería si Jean Marie, de alguna manera, te separa de mí? Esto… esta cosa que te pide es en verdad muy extraña y me da miedo —bruscamente y sin que nada permitiera presagiarlo, estalló en sollozos—. ¡Tengo miedo, Carl… tengo mucho, muchísimo miedo!
"En estos últimos y fatales días del milenio…" rezaban las líneas iniciales de la encíclica no publicada de Jean Mario Barette. "…yo. Gregorio, vuestro hermano en la sangre, vuestro servidor en Jesucristo he recibido del Espíritu Santo la misión de escribir para vosotros estas palabras de advertencia y consuelo…"
A Mendelius le costó creer la evidencia de sus ojos. Las encíclicas papales, tal vez por el hecho mismo de ser portadoras de tan abrumadora autoridad, eran usualmente documentos muy vulgares que se limitaban a exponer posiciones tradicionales en materia de fe o de moral, posiciones que cualquier buen teólogo podría perfectamente encuadrar o explicitar y cualquier buen latinista desarrollar en forma elocuente.
El modelo que se empleaba habitualmente correspondía al de los antiguos y probados retóricos. Se comenzaba por exponer el argumento, luego se acudía a citas de la Escritura y de los Padres de la Iglesia para sostenerlo y reforzarlo. Seguían las directivas destinadas a atar la conciencia del creyente. Había constantes y urgentes exhortaciones a la fe, a la esperanza y a la permanente caridad. A lo largo de todo el documento se usaba el formal nosotros, no solamente para destacar la dignidad del Pontífice, sino sobre todo como una connotación comunitaria y la indicación muy precisa de una continuidad tanto en el cargo como en la enseñanza. La implicación de todo ello estaba muy clara: el papa no comunicaba nada nuevo, sólo exponía una antigua verdad que no había cambiado sino que simplemente se aplicaba a las necesidades del tiempo presente.
Aquí, de una sola plumada, Jean Marie Barette había quebrado todos los precedentes. Había desechado el rol de exegeta y endosado el manto del profeta.
"Yo, Gregorio, he recibido del Espíritu Santo la misión…"
Aun en el formal latín, las palabras resultaban impactantes. Nada tenía pues de extraño que, al leerlas por primera vez los hombres de la Curia hubieran palidecido y vacilado. Lo que venía a continuación era aún más tendencioso…
"…El consuelo que os ofrezco descansa en la promesa siempre viva de Nuestro Señor Jesucristo. No os dejaré huérfanos… Y he aquí que yo estaré con vosotros todos los días y hasta la consumación de los siglos… Les advierto ahora que este final está muy próximo y que todo lo que ha sido escrito se cumplirá antes que pase esta generación… Y no les digo esto en virtud de mis propios conocimientos ni por nada que dependa de la razón humana, sino porque he recibido una visión que tengo por encargo no ocultar, sino al contrario revolar ampliamente al mundo. Pero aun esta revelación no constituye en sí nada nuevo. Es simplemente una afirmación, clara como la alborada, de todo lo que ya ha sido revelado en las Sagradas Escrituras…"
A esto seguía una larga exposición de textos sacados de los Evangelios Sinópticos y una serie de elocuentes analogías entre los "signos" bíblicos y las circunstancias de la última década del siglo veinte: guerras y rumores de guerra, hambrunas y epidemias, falsos Cristos y falsos profetas.
Para Carl Mendelius, investigador profesional y conocedor profundo de la literatura apocalíptica desde sus primeros tiempos hasta el presente, este documento representaba algo que no sólo era perturbador sino además peligroso. Emanando de tan alta fuente no podía sino suscitar alarma y pánico. Entre los militantes podía muy fácilmente servir de pretexto para un llamado a unirse en una última cruzada de los elegidos contra los incrédulos. Por otra parte los débiles y los temerosos podían incluso sentirse inducidos al suicidio con el fin de evitar ser testigos de los horrores finales que arrollarían a la humanidad.
Se preguntó asimismo qué hubiera hecho si, como el secretario, hubiera visto este documento, recién escrito, sobre el escritorio del Pontífice. Sin lugar a dudas hubiera urgido al Papa para que lo suprimiera. Y eso era exactamente lo que los cardenales habían hecho: suprimir el documento y silenciar a su autor.
Pero luego, súbitamente, un nuevo pensamiento asaltó a Mendelius. ¿No era acaso éste, precisamente, el destino de todos los profetas, el precio que tenían que pagar por el don terrible que habían recibido, el sello de sangre que confirmaba la verdad de sus anuncios? Surgido del tumulto de la elocuencia bíblica un texto saltó a su memoria, aquél de la última lamentación de Cristo sobre la Ciudad Santa.
"Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no has querido… Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita".
La visión evocada resultaba aterradora, especialmente en aquella hora de la medianoche, con la luz de la luna deslizándose entre los faroles y el viento frío silbando a lo largo del valle del Neckar y entre las callejuelas de la vieja ciudad donde el pobre Holderlin había muerto y donde Melanchton, el más cuerdo de los hombres, había enseñado "Dios atrae, llama a Sí. Pero sólo llama a los que desean ser llamados".
Toda su anterior experiencia, su conocimiento de su amigo, indicaban a Mendelius que Jean Marie Barette era el hombre más deseoso de bien, más abierto, el menos apto para caer víctima de una ilusión de fanático.
Cierto era que había escrito un documento increíblemente imprudente. Pero tal vez ahí mismo residía el corazón del problema: que en una hora de extrema necesidad sólo una locura semejante era capaz de llamar la atención del mundo.
¿Pero llamar la atención hacia qué? Si la catástrofe final era inminente y la fecha en que se produciría irrevocable dentro de los mecanismos de la creación, ¿qué objeto tenía proclamarlo? ¿Qué importancia podía tener cualquier consejo enfrentado a la certidumbre de la pesadilla? ¿Qué oración podía nada contra lo que había sido decretado desde la eternidad? En la respuesta que Jean Marie daba a estas preguntas se revelaba una profunda ternura.
"…Mis amados hermanos y hermanas, mis pequeños, todos tememos a la muerte y nos contraemos frente al sufrimiento que suele precederla: nos intimida el misterio del último tránsito hacia la eternidad, por el cual todos debemos pasar. Pero somos discípulos del Señor, del Hijo de Dios que sufrió y murió en nuestra carne humana. Somos herederos de la Buena Nueva que nos dejó: que la muerte es el paso a la vida y que es un tránsito no hacia la oscuridad, sino hacia las manos de la Eterna Misericordia. En un acto de fe y de amor debemos, como lo hacen los amantes, abandonarnos, entregarnos, hacernos uno con el Bienamado…"
Un golpe en la puerta sobresaltó a Mendelius. Su hija Katrin, vacilante y tímida, entró a la habitación. Vestía una bata de entrecasa y llevaba el rubio cabello recogido en la nuca con una cinta rosada, mientras el rostro, limpio de afeites, mostraba en los ojos enrojecidos, las huellas de un reciente llanto. Preguntó.
—¿Puedo hablar contigo, papá?
—Por supuesto, mi amor —dijo Mendelius instantáneamente solícito y atento—. ¿Qué sucede? Has estado llorando —la besó dulcemente y la guió hacia una silla—. Ahora dime lo que te ocurre.
—Es este viaje a París respecto del cual mamá está tan enojada. Me ha dicho que debo discutirlo contigo. Ella no me comprende, papá, de verdad no me comprende. Ya tengo diez y nueve años. Y soy una mujer, tan mujer como lo es ella y…
—Cálmate, mi pequeña. Comencemos por el principio. Quieres ir a pasar el verano a París. ¿Con quién?
—Con Franz, por supuesto. Sabes que hace ya una eternidad que nos amamos y hemos estado saliendo juntos. Tú mismo dijiste que él te gustaba mucho.
—Me agrada mucho, en efecto. Creo que es un joven espléndido. Y también un pintor con mucho futuro. ¿Estás enamorada de él?
—Sí, estoy enamorada de él —había, en la voz de ella, una clara nota de desafío—. Y él está enamorado de mí.
—Me alegro por ustedes, mi pequeña —dijo él sonriendo y palmeándole la mano—. Es el sentimiento más magnífico que puede haber en el mundo. De manera que ¿qué sucede ahora? ¿Han hablado de matrimonio? ¿Deseas comprometerte? ¿De eso se trata?
—No, papá —ella se veía muy firme en relación a este último punto—. Por lo menos, no todavía… y ése es el problema que mamá rehúsa comprender.
—¿Has tratado de explicárselo?
—Lo he intentado mil veces. Pero ella no quiere oírme.
—Inténtalo conmigo —dijo Mendelius gentilmente.
—No es fácil. Yo no sirvo para hablar, como tú. No me vienen las palabras. Bueno, el hecho es que tengo miedo; que los dos tenemos miedo.
—¿Miedo de qué?
—Miedo del para siempre… nada más que eso. Miedo de casarnos y tener niños y tratar de construir un hogar cuando sabemos que en cada momento el mundo puede derrumbarse en torno a nosotros —bruscamente ella se volvió apasionada y elocuente—. Ustedes, los de la generación anterior no nos comprenden. Ustedes sobrevivieron a una guerra, construyeron cosas. Nos tuvieron a nosotros; ahora hemos crecido. Pero contemplen el mundo que nos están dejando. A lo largo de todas las fronteras hay rampas de lanzamiento y silos repletos de misiles. El petróleo se está terminando y por eso hemos comenzado a usar el poder atómico y a sepultar los desechos radioactivos que un día envenenarán a nuestros hijos… Ustedes nos han dado todo, excepto un mañana. Yo no quiero tener un bebé que nazca en un refugio subterráneo contra bombas y que muera de una enfermedad generada por la irradiación… El presente y nuestro amor es lo único que poseemos y creo que tenemos derecho a que se nos otorgue por lo menos el derecho a eso.
La vehemencia de ella impactó a Mendelius como si le hubieran lanzado a la cara un balde de agua fría. La pequeña y rubia mädchen que había mecido en sus rodillas se había ido para siempre y su lugar había sido ocupado por esta iracunda joven mujer, llena de resentimiento contra él mismo y contra toda su generación. Lo asaltó el sombrío pensamiento de que tal vez era precisamente para ella y para todos aquellos como ella que Jean Marie Barette había escrito sus consejos y advertencias sobre la vida en estos últimos días del planeta. Porque ciertamente, no eran estos jóvenes los que estaban a punto de suprimir toda forma de vida, sino los hombres de su generación, los mayores, los aparentemente sabios, los eternos, pragmatistas, que en todo caso, estaban viviendo de un tiempo prestado. Suspiró en silencio, rogando que le fuera otorgado el don de la palabra y comenzó, suave y tiernamente, a razonar con ella.
—…Créeme, mi pequeña, que comprendo lo que sientes, lo que ustedes dos sienten. Tu madre comprende también, sólo que de una manera diferente, porque ella, como mujer, sabe cómo la vida puede herir a una mujer y cómo la consecuencia de ciertos actos pesa más sobre una mujer que sobre un hombre. Y es precisamente porque te ama y porque teme por ti, que ella lucha contigo… Ves, hija mía, cualquiera que sea el grado de desorden que impere en el mundo —y he estado sentado aquí leyendo precisamente hasta qué punto ese desorden puede llegar a ser horrible— tú has tenido la experiencia de amar y ser amada. No toda la experiencia, ciertamente, pero parte de ella; de manera que tú sabes lo que es el amor; dar, recibir, cuidar y nunca tratar de tomar toda la torta para ti sola… Ahora estás comenzando a escribir el nuevo capítulo de ese amor tuyo con Franz y solo ustedes dos pueden escribirlo, juntos. Si lo echan a perder, todo lo que tu madre y yo podemos hacer es secar tus lágrimas y tomarte de la mano hasta que te recuperes para comenzar a vivir de nuevo… No podemos enseñarte nada sobre la forma de conducir tu vida emocional o aun tu vida sexual. Lo único que sí podemos decirte es que si desperdicias tu corazón y malgastas aquella particular alegría que hace del sexo algo tan maravilloso, nunca volverás a recuperarlo, porque eso es algo que no se renueva… Conocerás otras experiencias y otras alegrías, pero nunca mas aquel primer, especial y exclusivo éxtasis que hace que toda esta confusión de vivir y morir valgan, a pesar de todo, la pena… ¿Qué más puedo decirte, mi pequeña? Ve a París con tu Franz. Aprendan, juntos, a amarse. ¿Y en cuanto a mañana…? ¿Cómo está tu latín?
Ella le sonrió entre sus lágrimas.
—Tú sabes que siempre ha sido terrible.
—Ensaya esto. Quid sit futurum eras, fuge quaerere. Fue escrito por el viejo Horacio.
—No entiendo. No me dice nada.