—Es también un modelo de silencio. ¿Cómo podría compatibilizarse ese silencio con la obligación que él afirma haber recibido de dar a conocer el advenimiento de la Parusía?
—Antes de contestar a esa pregunta —dijo Drexel— creo conveniente que aclaremos un hecho. Es obvio que él le escribió y le envió una copia de la rechazada encíclica. ¿Correcto?
—Correcto.
—¿Eso ocurrió antes o después de su abdicación?
—Escribió la carta antes de su abdicación. Pero la recibí después.
—Bien. Ahora permítame contarle algo que usted ignora. Cuando mis hermanos los cardenales se sintieron seguros de haber obtenido por fin el consentimiento de Gregorio para su abdicación, quedaron convencidos de que habían quebrado su voluntad y de que en consecuencia él estaría dispuesto a hacer lo que ellos dijeran. Por eso trataron, en primer lugar, de incluir en el instrumento de abdicación una promesa de silencio perpetuo sobre cualquier cuestión que se relacionara con la vida pública de la Iglesia. Yo les dije entonces que ellos no tenían ningún derecho, ni moral ni legal, para exigir semejante promesa y que si persistían en hacerlo, yo estaba dispuesto a enfrentarlos en una lucha a muerte. Manifesté que renunciaría a mi cargo y haría una declaración pública contando en detalle la lamentable historia. Entonces ensayaron una nueva táctica. Su Santidad había aceptado entrar a la orden de San Benito y vivir como un simple monje. Eso significaba que quedaba sujeto a la regla de obediencia a su superior religioso. Mis hábiles colegas sostuvieron, en consecuencia, que debían impartirse instrucciones al abad para que, en virtud de sus votos, lo redujera al silencio.
—Conozco esa regla —dijo Carl Mendelius con fría cólera—. Obediencia del espíritu. La peor forma de agonía que se puede imponer a un hombre honesto. Hemos sido maestros de todas las tiranías del mundo.
—Por eso mismo —dijo suavemente Drexel—, yo estaba resuelto a que no la impusieran sobre nuestro amigo. Señalé que lo que se intentaba era una intolerable usurpación del derecho de cada hombre a actuar libremente bajo la guía de su propia conciencia y que por firme y fuerte que fuera un voto no podía obligarlo a cometer algo que él considerara errado o dañino ni tampoco acallar esa conciencia en nombre de lo que otros consideraban bueno… Y una vez más los amenacé con llevar todo el caso a la luz pública. Negocié mi voto para el próximo Cónclave y di instrucciones al abad Andrew para que él también, bajo pena de severas sanciones, si fallaba en esa misión, protegiera la libertad de conciencia de su nuevo súbdito.
—No sabe cuánto me alegra oír esto, Eminencia —dijo Mendelius grave y respetuosamente—. Es la primera luz que diviso en este oscuro asunto. Pero aun así, eso no responde a mi pregunta: ¿A qué se debe el silencio de Jean Marie? Tanto en la carta que me dirigió cuanto en la encíclica habla de la obligación que tiene de proclamar ante todos la noticia que, insiste en ello, le ha sido revelada.
Drexel no respondió inmediatamente. Lenta, casi dolorosamente, se levantó de su silla, caminó hacia la ventana y permaneció allí, una vez más, mirando hacia los jardines del Vaticano. Cuando finalmente se dio vuelta, su rostro, como la vez anterior, quedó en sombra; pero Mendelius no protestó. La voz del hombre revelaba plenamente su evidente angustia.
—Pienso que su silencio se debe al hecho de que él está ahora atravesando por una experiencia que es común a todos los grandes místicos y que se ha llamado "la noche oscura del alma". Es un período éste de total oscuridad, de aullante confusión, en que la persona afectada se encuentra muy próxima a la desesperación, cuando el espíritu, carente de todo apoyo humano o divino pareciera sostenerse en el vacío. Es como una réplica de ese terrible momento en que el mismo Cristo gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"… Esto es lo que el abad Andrew me ha hecho saber.
Y es por eso que él y yo hemos deseado hablar con usted antes que se encuentre con Jean Marie… El hecho es, Mendelius, que yo pienso que no le respondí, le fallé, porque traté de encontrar un camino intermedio entre las admoniciones del espíritu y las exigencias del sistema con el que había comprometido toda mi vida… Espero, ruego para que usted resulte ser un amigo mejor de lo que yo he sido.
—Habla de él como de un místico, Eminencia. Esto pareciera confirmar que cree en su experiencia —dijo Carl Mendelius—. En cuanto a mí, y por grande que sea el afecto para con él, no me siento aún preparado para aceptar esto.
—Espero que usted le manifestará primero su afecto y dejará las preguntas para después… ¿Tal vez querría tener la bondad de llamarme después de su visita?
—Se lo prometo, Eminencia —Mendelius se levantó—. Gracias por invitarme. Espero que me perdonará por haber sido algo rudo al comenzar esta entrevista.
—No, rudo no, solamente robusto —el cardenal sonrió y le extendió su mano—. En otros tiempos usted era mucho menos razonable. El matrimonio le ha sentado bien.
Lotte y Hilde habían salido al Tivoli, de manera que Mendelius se sentó frente a un solitario almuerzo en la Piazza Navona. Cuando, aquella mañana, había abandonado el Vaticano, eran cerca de las doce, así es que había decidido regresar a pie. Bajando por la Vía della Conciliazione se detuvo a mitad de camino y se dio vuelta para echar una mirada a la gran Basílica de San Pedro con su columnata circular que simbolizaba la misión universal de la Madre Iglesia.
Para millones de creyentes, éste era el centro del mundo, el lugar de residencia del Vicario de Cristo, el sitio donde yacía la tumba de Pedro el Pescador. Los primeros IBM que se lanzaran desde las rampas soviéticas aniquilarían el lugar en cuestión de segundos. Una vez que este símbolo visible de unidad, autoridad y permanencia hubiera sido destruido, ¿qué sucedería con estos millones de fieles?
Habían sido condicionados, desde hacía ya tanto tiempo, para considerar a este gastado edificio como la matriz del mundo y a su jefe como el único y auténtico representante de Dios ante los hombres que Mendelius se preguntó hacia quién volverían sus miradas cuando la casa y el hombre hubieran sido reducidos a reflejos en el pavimento.
No se trataba aquí de preguntas ociosas o vacías, sino de posibilidades horriblemente inminentes —para Jean Marie Barette, para Antón Drexel, para Carl Mendelius que conocía de memoria toda la literatura apocalíptica y la veía diariamente reescrita en cada línea de la prensa mundial. Sintió una oleada de pena por Drexel, viejo, aún poderoso, pero despojado de todas sus certidumbres. Sintió pena por todos ellos: cardenales, obispos, clérigos de la Curia, todos ellos esforzándose por aplicar el Codees Hurís Canonice a un planeta loco que giraba inconteniblemente hacia su propia destrucción.
Se dio vuelta y continuó su camino, abriéndose paso, como despreocupado visitante a través de la multitud de peregrinos, bajando luego por el Puente de Víctor Manuel y en seguida por el Corso. En algún lugar, a lo largo de esta última calle, encontró un bar con mesas dispuestas en la acera. Se sentó, pidió un Campari y se dedicó a contemplar el espectáculo de la atareada calle.
Esta era la mejor estación del año en Roma, con la temperatura aún suave, las flores frescas en los escaparates de las florerías, las muchachas luciendo sus tintineantes abalorios veraniegos, las tiendas repletas de chucherías para los turistas. Mientras se encontraba así, observando distraídamente a los paseantes, le llamó la atención una mujer joven, de pie cerca de un poste a unos pocos pasos a la izquierda de donde él se encontraba. Llevaba unos estrechos pantalones azules y una blusa de seda blanca que destacaba sus altos y bien formados pechos. Un pañuelo rojo, amarrado en torno a su cabeza, retenía hacia atrás sus cabellos negros y despejaba su rostro, que semejaba el de una sureña, oliváceo y desdeñoso y que no obstante, ahora que se hallaba en reposo, aparecía singularmente bello como el de una calma Madonna. En una mano llevaba un diario doblado y en la otra un bolso de cuero azul. Se diría que esperaba a alguien. Mientras se hallaba así observándola, un pequeño Alfa rojo retrocedió hacia el espacio que quedaba libre cerca de ella. El conductor estacionó torpemente con la nariz del auto apuntando hacia el tránsito. Abrió la puerta y se inclinó hacia adelante para hablar a la muchacha. Por un momento dio la impresión de estar proponiéndole algo, pero la muchacha le respondió sin protestar, le entregó su cartera, y, sosteniendo aún el diario, se dio vuelta para enfrentar la acera. El conductor esperó, con la puerta abierta y el motor andando.
Unos pocos minutos después, un hombre de mediana edad, muy bien vestido y llevando un portadocumentos de cuero, apareció, bajando ágilmente a lo largo del Corso. La muchacha dio un paso adelante y le dirigió la palabra sonriendo. El se detuvo, como sorprendido, luego asintió y dijo algo que Mendelius no alcanzó a oír. La muchacha le disparó tres veces en la ingle, tiró el diario a una alcantarilla y saltó dentro del auto que salió disparado a través del Corso. Por un brevísimo momento, bajo el impacto de la impresión, Mendelius permaneció inmóvil, pero luego, recobrándose, se lanzó hacia la víctima caída en el suelo y con sus puños cerrados apretó la ingle del hombre, tratando de contener el chorro de sangre que brotaba de la arteria femoral. Se encontraba aún allí cuando la policía y la ambulancia se abrieron paso a través de la multitud para hacerse cargo del herido.
Un policía dispersó a los asombrados mirones y a los fotógrafos. Un barrendero limpió la sangre del pavimento. Un hombre vestido de civil empujó a Mendelius adentro del bar y un camarero trajo agua caliente y servilletas para limpiar sus ensangrentadas ropas. El propietario ofreció un whisky como atención de la casa. Mendelius lo bebió agradecido, mientras hacía sus primeras declaraciones. El investigador, un milanés con un rostro tan carente de expresión como el de un jugador de póquer, la dictó inmediatamente por teléfono a su cuartel general. Luego regresó a la mesa al lado de Mendelius y se sirvió un whisky.
—…Ha sido una gran ayuda profesor. La descripción de la asaltante, el detalle tan bien observado de lo que vestía, constituyen elementos muy útiles en esta primera fase de la investigación… Me temo, sin embargo, que tendré que pedirle que me acompañe al cuartel general para que revise algunas fotografías y tal vez, incluso, trabaje con un artista para hacer un identikit.
—Por supuesto. Pero, si fuera posible, preferiría hacerlo esta tarde. Creo haberle explicado que tengo algunos compromisos.
—Perfecto. En cuanto termine su bebida lo llevaré adonde me indique.
—¿Quién era la víctima? —preguntó Mendelius.
—Se llama Malagordo. Es uno de nuestros más antiguos senadores, socialista y judío… Un sucio asunto, y cada semana esto se está poniendo peor.
—Parece tan sin sentido. Una barbaridad completamente gratuita.
—Gratuita sí. Pero sin sentido, eso sí que no. Esta gente está dedicada a crear la anarquía, es decir a provocar la clásica y total quiebra del sistema por la destrucción de la confianza pública… Y cada día nos acercamos más al punto de ruptura. Tal vez le cueste creer lo que le voy a decir, profesor, pero es la verdad. Por lo menos veinte personas presenciaron el asalto de hoy, pero me atrevería a apostar mi sueldo del mes a que su testimonio será el único que nos dirá algo concreto… y usted es un extranjero. Los otros tienen que vivir en esta suciedad, pero no levantarán un dedo para ayudar a limpiarla. De manera que —levantó los hombros con cansada resignación— en fin de cuentas tienen el país que merecen… Lo que me recuerda, a propósito, que usted debe prepararse para ver su fotografía y su nombre publicados en todos los periódicos.
—Es lo último que necesito —dijo Mendelius sombríamente.
—También puede resultar peligroso —dijo el detective— usted será identificado como el testigo clave.
—Y en consecuencia como el blanco lógico del próximo ataque. ¿Es eso lo que está tratando de decirme?
—Me temo que sí, profesor. Comprenda que esto es un juego de propaganda, teatro negro, donde es preciso derribar al líder, porque la muchacha de la boletería carece de todo valor para la publicidad… Si admite que le dé un consejo, váyase de Roma y mejor aún, de Italia.
—Debo quedarme aquí por lo menos una semana más.
—Tan pronto como pueda, entonces. Y entretanto, cambie de dirección. Múdese a uno de esos grandes hoteles donde suelen reunirse los turistas. Use otro nombre. Podemos arreglar fácilmente el problema de su pasaporte.
—No creo que nada de eso sirviera de mucho. Tengo que dar unas conferencias en la Academia Alemana. De manera que continuaré estando expuesto.
—Nada puedo decirle, entonces —el detective se encogió de hombros y sonrió—, excepto que se cuide, que varíe su rutina y que no hable a bellas muchachas que se acerquen a usted en el Corso.
—¿Hay alguna posibilidad de protección policial, al menos para mi esposa?
—Ninguna. Estamos desesperadamente necesitados de hombres. Puedo darle, sí, el nombre de una agencia que arrienda guardaespaldas; pero cobran precios millonarios.
—Al infierno entonces con ellos —dijo Mendelius—. Vamos a ver esas fotografías.
Mientras se abrían paso en el automóvil policial a través del caos del mediodía romano, Mendelius continuaba sintiendo en sus narices el olor de la sangre en su ropa. Esperaba que Lotte hubiera disfrutado de un buen almuerzo en el Tivoli. Deseaba que ella gozara con estas vacaciones, porque temía que el futuro no les deparara muchas más.
Tarde aquel día, al tiempo que esperaba el regreso de Lotte y Hilde, se sentó en la terraza y escribió un memorándum para Anneliese Meissner. Enumeró sucintamente los hechos nuevos que había sabido por Georg Rainer y por el Cardenal Drexel y solamente cuando hubo terminado, añadió sus propios comentarios.
"…Rainer es un periodista sobrio y objetivo. La evidencia médica que proporcionó, a pesar de venir de segunda mano, probó ser efectiva. Evidentemente Jean Marie Barette ha estado sometido a una gran tensión, tanto física como mental. Pero también es claro que no había consenso respecto de su incapacidad. Para usar las propias palabras de Rainer: si hubieran querido conservarlo como papa, hubiera bastado darle la oportunidad de un descanso decente y reducir su carga de trabajo.
"… Quedé sorprendido por el punto de vista del cardenal Drexel. Recuerde que yo estuve, bajo el escrutinio implacable de la inquisición y lo conocía muy bien como un dialéctico tan formidable cuanto incansable. No obstante, aun en nuestros peores momentos, jamás dude de su honradez intelectual. Me encantaría verlos, a usted y a él, trenzados en un debate público. Sería sin duda una representación fuera de serie. El rechaza, en forma absoluta, toda idea de insania o de fraude por parte de Jean Marie. Incluso va más allá porque lo eleva a la categoría de los místicos como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz y Catalina de Siena. Por inferencia, entonces, aunque no explícita ni categóricamente, Drexel aparece prestando fe a la autenticidad de la experiencia visionaria de Jean Marie. De manera que ahora, el escéptico, o más bien el agnóstico, soy yo…
"…El próximo miércoles, o jueves, espero ver a Jean Marie. Tenga por seguro que enviaré a mi asesor una detallada y fiel cuenta de la entrevista. Estoy anticipando, con agrado se lo confieso, mi primera conferencia en la Academia, que tendrá lugar mañana. Los Evangélicos constituyen una secta muy interesante cuya forma de vida me parece admirable. Y sé de lo que hablo, ya que Tübingen ha sido siempre uno de los centros de la tradición Pietista, que tanta influencia ha tenido en Inglaterra como en los Estados Unidos… Pero olvido que usted carece de oídos para esta clase de música… No importa. Confío en usted y estoy muy contento de que sea mi Beisitzer. Desde esta maravillosa, pero actualmente un tanto siniestra ciudad, le envío mi más afectuoso recuerdo. Auf Widersehen".