Los Bufones de Dios (2 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

La angustia implícita en aquel llamado conmovió profundamente a Mendelius y sintió que las letras se borraban delante de sus doloridos ojos. Se reclinó en su silla y se entregó al torrente de sus recuerdos. Se habían conocido en Roma, hacía ya dos décadas, cuando Jean Marie Barette, en su cargo de cardenal era el miembro más joven de la Curia romana y el padre Mendelius, S. J., estaba apenas iniciando en la Universidad Gregoriana su primer curso sobre Elementos para la Interpretación de las Escrituras. El joven cardenal había asistido como invitado a una clase sobre las comunidades judías en los primeros tiempos de la Iglesia. Después habían cenado juntos y se habían quedado conversando hasta muy entrada la noche. Al separarse aquella madrugada, una amistad había nacido.

Más adelante, cuando vinieron los días malos y Mendelius, delatado por sospecha de herejía ante la Congregación para la Doctrina de la Fe, fue sometido durante largos meses a una implacable investigación, Jean Marie Barette nunca dejó de apoyarlo con todo el peso del poder e influencia de que entonces disponía. Y más tarde, cuando él había sentido que su vocación sacerdotal ya no lo satisfacía y había pedido ser devuelto a la vida laica, solicitando al mismo tiempo el permiso para casarse, Barette había sido su abogado ante un renuente e irascible pontífice. Y cuando, finalmente, había presentado su candidatura para la cátedra en Tübingen, la más brillante recomendación llevaba la firma de Gregorio XVII, Pontífice Máximo.

Ahora sus mutuas posiciones se habían invertido. Jean Marie Barette se encontraba desterrado en tanto que él, Carl Mendelius, florecía en la libre zona de un matrimonio dichoso y de una vida profesional plenamente realizada. Cualquiera que fuera el costo él se debía a sí mismo permanecer fiel a los deberes de la amistad. Volvió a inclinarse sobre la interrumpida lectura de la carta.

"…Usted conoce las circunstancias de mi elección. Mi predecesor, que centró su acción en lo social logró completar con éxito la misión que se había fijado. Reforzó a la vez la centralización de la Iglesia y la disciplina y restauró la línea dogmática tradicional. Su enorme encanto personal —magnetismo propio de un gran actor— ocultó por mucho tiempo el hecho de que sus actitudes eran esencialmente rigoristas. Al envejecer se fue tornando cada vez más intolerante, menos y menos abierto a los argumentos que le parecían ajenos. Se veía a sí mismo como el Instrumento de Dios, encargado de destruir a las fuerzas de la impiedad. Era difícil convencerlo de que, a menos que ocurriera un milagro, todos los hombres —creyentes o incrédulos por igual— estaban condenados a desaparecer. Habíamos llegado a la última década del siglo y con ella a sólo unos pasos de la guerra nuclear. Cuando asumí el cargo —elección que fue el resultado de un compromiso después de un Cónclave que duró seis días— me sentí aterrado ante la perspectiva de lo que esperaba a la raza humana.

"No necesito leerle el texto apocalíptico tan claramente impreso en el mundo de hoy, el angustioso clamor del Tercer Mundo oscilando al borde de la total inanición, el permanente riesgo de colapso económico de los países occidentales, el creciente costo de la energía, la loca y salvaje carrera armamentista, la tentación de los militaristas de llevar a cabo su última y más demente jugada, cuando aún les es posible calcular las consecuencias de sus apuestas. Para mí, sin embargo, lo más espantoso dentro de este cuadro era la atmósfera de reprimida desesperación prevaleciente entre los líderes mundiales, la sensación oficial de impotencia, la extraña y atávica regresión hacia una visión mágica del universo.

"Usted y yo hemos discutido muy a menudo la proliferación de los cultos nuevos y su manipulación en provecho del dinero y del poder. Hemos presenciado asimismo la explosión de estos fanatismos en las antiguas religiones. Algunos de nuestros fanáticos particulares deseaban que yo proclamara un Año Mariano y que lanzara un llamado para una vasta movilización de masas en peregrinaciones a todos los santuarios de la Virgen a través del mundo. Les contesté que jamás haría nada semejante. Lo último que necesitamos es el estallido de un pánico de los mojigatos.

"Creo que el mejor servicio que actualmente puede ofrecer la Iglesia es el de la mediación fundada en la razón y en la caridad para con todos. Esa es, por lo demás, la tarea para la cual yo, como pontífice, me sentía más apto y en consecuencia, más llamado a realizar. Por eso hice saber que, en aras de la paz, estaba dispuesto a ir donde fuera y a recibir a quien fuera, pero tratando al mismo tiempo de dejar muy en claro que no poseía ninguna fórmula mágica capaz de resolver problemas ni tampoco ninguna ilusión sobre los alcances de mi propio poder. Conozco demasiado bien la mortal inercia de las instituciones, la locura que matemáticamente lleva a los hombres a pelear a muerte entre sí sobre la más sencilla ecuación de cualquier compromiso. Me dije a mí mismo y traté de convencer de ello a los líderes de las naciones que aun un solo año de respiro antes del advenimiento de Armageddon constituía de por sí una victoria. Pero no obstante el temor de un inminente holocausto me perseguía noche y día, socavando mis reservas de valor y de confianza.

"Finalmente decidí que, para conservar algún sentido de perspectiva y rehacer mis reservas espirituales era imprescindible que descansara. En consecuencia resolví hacer dos semanas de retiro en el monasterio de Monte Cassino. Usted conoce bien el lugar que fue fundado por San Benito en el siglo sexto. Pablo el diácono escribió allí sus historias y mi tocayo Gregorio IX hizo la paz con Federico de Hohenstaufen. Pero sobre todo es un lugar aislado y sereno y su abad, el padre Andrew es un hombre de singular piedad y gran discernimiento. Me colocaría pues bajo su dirección espiritual y me dedicaría a meditar en silencio para renovar mi ser interior.

"Así lo había planeado yo, mi querido Carl, y así había comenzado a realizar mi plan. Pero llevaba allí solamente tres días cuando ocurrió aquel acontecimiento".

La frase terminaba al final de la página y Mendelius vaciló antes de continuar, sintiendo un débil estremecimiento de disgusto, como si le estuvieran pidiendo que presenciara la realización de un acto de intimidad corporal de otra persona. Solo merced a un gran esfuerzo logró proseguir la lectura.

"…Doy el nombre de acontecimiento a aquello que ocurrió pues no deseo prejuiciar en ninguna forma su apreciación del hecho y también porque aquello tuvo para mí una dimensión física. Sucedió. No es algo que yo imaginara. La experiencia fue tan real como el desayuno que acababa de tomar en el refectorio del convento.

"Eran las nueve de la mañana de un día claro y soleado, y me hallaba sentado en un banco de piedra en el jardín del claustro. Un poco más allá un monje preparaba tierra en unos tiestos destinados a recibir flores. Me sentía bien, relajado y plácido. Comencé a leer el capítulo catorce del Evangelio de San Juan que el abad había propuesto como tema para la meditación de aquel día. Usted recuerda la forma en que comienza este capítulo, con el discurso del Señor en la Ultima Cena: "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en Mí…" El texto mismo, reconfortante, consolador, pleno de seguridades, calmaba con mi estado de ánimo. Cuando llegué al versículo:

"y el que me ame será amado de mi Padre…"

cerré el libro y levanté la vista.

"A mi alrededor, todo había cambiado. El monasterio, el jardín, el monje que trabajaba habían desaparecido y yo me encontraba solo en una alta y estéril cumbre cercada por negras montañas cuyo perfil se destacaba, desigual y nítido, sobre la lobreguez del cielo. Todo el lugar se hallaba sumido en un silencio de tumba. No sentí temor sino un terrible vacío como si me hubieran abandonado a la intemperie, como si algo hubiera socavado el meollo de mi ser dejando tan solo la cáscara. Y supe entonces, sin lugar a dudas, que estaba presenciando las consecuencias de la última locura del hombre: un planeta muerto. No encuentro palabras adecuadas para describirle lo que ocurrió en -seguida. Fue como si súbitamente un enorme incendio hubiera estallado dentro de mí, como si hubiera sido cogido en un furioso torbellino y proyectado, fuera de toda dimensión humana, hacia el centro de una luz insostenible. La luz era una voz y la voz era una luz y todo mi ser pareció impregnarse del mensaje de esa voz y de esa luz. Era el final de todo, el comienzo mismo de todo: punto omega del tiempo, punto alfa de la eternidad. Habían dejado de existir los símbolos para dar paso a la existencia de la pura, simple y única Realidad. Se habían cumplido todas las profecías. El orden había surgido del caos y la última verdad se había hecho patente. En un momento de exquisita agonía comprendí que debía anunciar este acontecimiento, que debía preparar al mundo para su advenimiento. Había sido llamado para proclamar que los últimos días estaban próximos y que la humanidad debía aprontarse para la Parusía: es decir para la Segunda Venida del Señor Jesús.

"Y justo en el momento en que sentí que aquella agonía estaba a punto de explotar en mí, destruyéndome, todo terminó. Y me encontré de regreso en el jardín del claustro. El monje seguía trabajando en la tierra destinada a sus rosas, el Nuevo Testamento reposaba sobre mis rodillas, abierto en el Capítulo veinticuatro de San Mateo "porque como el relámpago sale por oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre,.." ¿Accidente o destino? No lo sé y creo que ya no tiene importancia.

"Y esto es Carl, lo que ha ocurrido, dicho en las palabras más claras y cercanas a mi visión que he podido encontrar, para el amigo más próximo a mi corazón. Cuando a mi regreso a Roma intenté explicar a mis colegas lo que había sucedido, vi en sus rostros el impacto que mis palabras producían: ¿Un papa con revelaciones privadas? ¿Un precursor de la Segunda Venida del Señor? ¡Locura! La última y más explosiva sinrazón. Yo me había transformado en una bomba de tiempo que había que desconectar tan pronto como fuera posible. Y sin embargo así como no me era posible cambiar el color de mis ojos, tampoco me era posible cambiar lo que había ocurrido, que había quedado para siempre impreso en cada fibra de mi ser del mismo modo y con tanta fuerza como la huella genética dejada en mí por mis padres. Me sentía impelido a hablar de ello, condenado a anunciar lo que había visto a un mundo que se precipitaba, sin rumbo, hacia su extinción.

"Comencé entonces a trabajar en la preparación de una Encíclica, una Carta a la Iglesia Universal. El texto se iniciaba con estas palabras: "In his ultimis annis fatalibus…". En estos últimos y fatales días del milenio… Mi secretario encontró sobre mi escritorio el borrador, lo fotografió secretamente y distribuyó copias de su descubrimiento entre los miembros de la Curia. Todos quedaron horrorizados. Se dedicaron entonces —separadamente y en conjunto— a urgirme para que suprimiera el documento. Cuando rehusé hacerlo pusieron sitio a mis habitaciones y bloquearon todas mis comunicaciones con el mundo exterior. Luego citaron a una reunión de emergencia del Sacro Colegio y convocaron al Vaticano a un grupo de médicos y psiquiatras para que examinaran mi estado mental y de esta manera iniciaron el curso de los acontecimientos que culminaron en mi abdicación.

"Y así, ahora, en esta extrema penuria a la que me he visto reducido, recurro a usted no sólo porque es amigo mío, sino también porque usted, que ha sufrido los rigores de la inquisición comprende y sabe cómo la persistente presión de los interrogatorios es capaz de hacer tambalear la razón. Si juzga que estoy loco, lo absuelvo anticipadamente de toda culpa que pueda sentir por la censura que me haga, y le agradezco la amistad que he tenido el privilegio de compartir con usted. Si se encuentra capaz de creer por lo menos que no he hecho otra cosa sino contarle una simple y terrible verdad, le ruego que estudie los dos documentos que acompañan esta carta: una copia de mi Encíclica a la Iglesia Universal y una lista de personas de diversos países con las cuales mantuve excelentes relaciones durante mi pontificado y que tal vez estén preparadas para confiar en mí o para actuar de mensajeros en mi nombre. En ese caso trate de ponerse en contacto con ellas, de hacerles comprender todo lo que aún pueden hacer en estos últimos y fatales años. No creo que sea posible impedir la inevitable catástrofe, pero sí creo que tengo la obligación de continuar hasta el fin proclamando la buena nueva del amor y la salvación.

"Si acepta esta tarea que deseo encomendarle, correrá un gran riesgo; tal vez, incluso, el riesgo de su propia vida. Recuerde el Evangelio de Mateo "…Entonces os entregarán a la tortura y os matarán… Muchos se escandalizarán entonces y se traicionarán y odiarán mutuamente".

"Muy pronto abandonaré este lugar para dirigirme a la soledad de Monte Cassino. Espero que llegaré ahí sin problemas. Si no fuera así, me encomiendo, así como a su familia y a usted mismo al amoroso cuidado de Dios.

"Se ha hecho tarde. Hace ya mucho tiempo que la merced del sueño me ha sido negada, pero ahora que esta carta ha sido escrita tal vez me sea concedida.

"Soy, como siempre, suyo en Cristo

Jean Marie Barette".

Bajo la firma había garabateado un irónico agregado:

"Feu le pape"
… el ex-pontífice.

Carl Mendelius, aturdido y casi privado de sensibilidad por el doble efecto del impacto de los acontecimientos del día y el cansancio, no se encontró capaz de leer el apretado texto de la encíclica, y en cuanto a la larga lista de nombres, por lo que a él se refería, bien podía haber estado escrita en sánscrito. Dobló cuidadosamente la carta y los documentos y los colocó en la antigua y negra caja fuerte donde guardaba los papeles sellados de su casa, su póliza de seguros y las porciones más importantes de su material de investigación.

Lotte estaría esperándolo abajo, tejiendo tranquilamente junto al hogar, pero él no se atrevía a enfrentarla hasta no haberse compuesto una actitud y haber encontrado alguna forma de respuesta a las inevitables preguntas: "Carl, ¿qué decía la carta? ¿Qué es lo que realmente le ha sucedido a nuestro querido Jean Marie?"

¿Qué, en realidad? Fuera lo que fuera Carl Mendelius —sacerdote fracasado, marido amante, padre perplejo, creyente escéptico— era por sobre todo un investigador de la historia, rígido y exigente en su aplicación de las reglas de la evidencia interna y externa. En un texto, le era posible oler a la distancia cualquier interpolación y seguir su pista con meticulosidad y exactitud hasta su fuente misma, ya fuera ésta gnóstica, maniquea o essenita.

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