Los Bufones de Dios (15 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Francone enderezó el auto hacia la entrada circular del Salvator Mundi y se detuvo en un lugar inmediato a la entrada. No se movió de su asiento, sino que dijo simplemente:

—Vaya directamente adentro, profesor. Y muévase rápido.

Por una fracción de segundo, Mendelius vaciló, pero luego obedeció, abrió la puerta más cercana y caminó directamente hacia la recepción. Desde allí se detuvo y miró hacia afuera. Vio a Francone colocar el auto en el área de estacionamiento y luego caminar ágilmente hacia el lugar donde él se encontraba. Mendelius esperó hasta que el otro llegó a su lado y le preguntó:

—¿Qué sucedía?

Francone se alzó de hombros.

—Simplemente precaución. Estamos en un lugar cerrado. No tenemos dónde huir. Vaya arriba y vea al senador. Yo tengo que hacer algunos llamados telefónicos.

Una anciana monja con acento suavo lo acompañó hasta el ascensor. En el quinto piso, un hombre de la seguridad inspeccionó sus credenciales y lo entregó en manos de la hermana guardiana, una dama de modales bruscos que —su actitud lo trasuntaba claramente— pensaba que la salud de los pacientes dependía de su perfecta sujeción a las firmes manos de la autoridad. Le informó que sólo podía estar quince minutos, y ni uno más, con el enfermo, que en ningún caso debía ser excitado. Mendelius inclinó la cabeza con mansedumbre. El también había sufrido a manos de estas doncellas del Señor y sabía muy bien que de nada servía discutir o rebelarse contra su combativa virtud.

Encontró a Malagordo apoyado sobre almohadones, con una banda de tela adhesiva sujetando en su brazo izquierdo la aguja del suero que lentamente alimentaba su cuerpo. Su delgado y bello rostro se iluminó de placer al ver a su visitante.

—Mi querido profesor. Gracias por venir. Tenía tantos deseos de verlo.

-Parece estar recuperándose muy bien —Mendelius acercó una silla y se sentó cerca de la cama—. ¿Cómo se siente?

—Cada día mejor, gracias a Dios. Le debo la vida. Y entiendo que usted se encuentra en peligro por culpa mía. ¿Qué puedo decirle? Los diarios suelen ser tan irresponsables. ¿Puedo ofrecerle un poco de café?

—No gracias. Almorcé tarde.

—¿Qué piensa de mi triste país, profesor?

—Por muchos años fue también el mío, senador. Por lo menos, creo que lo comprendo mejor de lo que pueden hacerlo muchos extranjeros.

—Hemos retrocedido cuatrocientos años hacia el tiempo de los bandidos, de los condottieri. Y no veo esperanzas de que esto mejore. Como todos los habitantes del Mediterráneo, somos ahora sólo un montón de tribus perdidas, riñendo unas contra otras en las riberas de este lago pútrido.

Aquel fúnebre lamento resonó en Mendelius como el de un eco familiar. Los latinos gustaban de llorar un pasado que jamás había existido. Se esforzó por aliviar el tono de la conversación que estaba manteniendo con el senador.

—Puede que tenga razón, senador; pero también debo decirle que los vinos de Castelli siguen siendo espléndidos, y que los spaghetti carbonara del restaurante de Zia Rosa son tan magníficos como siempre. El domingo mi esposa y yo almorzamos allí. Y fue muy simpático, porque aún me recordaba, y yo no había regresado desde los días en que era clérigo. Zia Rosa pareció contenta con mi cambio de estado.

El ánimo del senador cambió y dijo, con el rostro alegrado por placenteras evocaciones.

—Me han contado que fue una gran belleza.

—Pero ya no lo es. Sin embargo continúa siendo una gran cocinera y maneja el lugar con puño de hierro.

—¿Ha estado en el Pappagallo?

—No.

—Ese es otro lugar espléndido.

Hubo un momento de silencio y luego Malagordo dijo con humor:

—Estamos hablando de banalidades. Me pregunto por qué malgastamos tanto nuestra vida con ellas.

—Es una precaución —dijo Mendelius sonriendo—. El vino y las mujeres son temas carentes de peligro. El dinero y la política, en cambio, solo producen quebraderos de cabeza.

—Me retiraré de la política —dijo Malagordo— y tan pronto como salga de aquí emigraré con mi mujer a Australia. Nuestros dos hijos ya están allá y les va muy bien en los negocios. Además, es el último refugio antes de los pingüinos. No quiero estar en Europa para cuando se produzca el gran colapso.

—¿Cree usted que habrá un colapso? —dijo Mendelius.

—Sí, estoy seguro. Los armamentos están prácticamente listos. Solo un año más y los últimos prototipos serán operacionales. No hay bastante petróleo para que el mundo siga funcionando, Y vemos que un número creciente de países está cayendo en manos de jugadores o de fanáticos. Es siempre la misma y vieja historia: si tiene problemas internos, lance una cruzada hacia el exterior. El hombre es un animal loco y la locura es incurable. ¿Sabe dónde me dirigía esa mañana cuando fui baleado? Iba a solicitar la liberación de una mujer terrorista que está muriendo de cáncer en una cárcel de Palermo.

—¡Dios Todopoderoso! —Mendelius juró por lo bajo.

—Creo que Él se sentirá dichoso de ver a esta raza de imbéciles eliminarse a sí misma… —Malagordo torció la boca mientras un súbito dolor se apoderaba de él—. Lo sé. Dicho por un judío, esto es una blasfemia. Pero ya no creo en el Mesías. Se ha demorado demasiado. Y por lo demás ¿a quién le interesa este mundo de sangrienta confusión?

—Tranquilícese —dijo Mendelius—. Si usted se excita, me echarán de aquí. Esa hermana guardiana es un verdadero dragón.

—Una vocación errada —Malagordo había recuperado su buen humor— debajo de esa montaña de cortinajes tiene un cuerpo bastante apetecible. Pero antes que usted se vaya… —hurgó debajo de sus almohadas y extrajo un pequeño paquete envuelto en brillante papel de colores y amarrado con una cinta dorada— tengo un regalo para usted.

—Pero no era necesario —dijo Mendelius confundido—. Sin embargo, gracias. ¿Puedo abrirlo?

—Se lo ruego.

El regalo consistía en una cajita dorada uno de cuyos costados era de vidrio. Adentro había un trozo de cerámica con inscripciones hebreas. Mendelius la tomó y la examinó cuidadosamente.

—¿Sabe lo que es, profesor?

—Parece que fuera una
ostraca
.

—Así es. ¿Puede leer las palabras inscriptas? Mendelius recorrió lentamente con las yemas de los dedos los caracteres grabados y dijo:

—Me parece que dice Aharon ben Ezra.

—¡Justo! Viene de Masada. Me han dicho que se trata probablemente de uno de los trozos de cerámica que fueron usados para echar suertes cuando la guarnición judía prefirió darse muerte antes que caer en manos de los romanos.

Mendelius, profundamente conmovido, sacudió la cabeza, rechazando el regalo.

—No puedo aceptarlo. Verdaderamente no puedo.

—Debe hacerlo —dijo Malagordo—. Es lo más cercano que he podido encontrar para significar mi agradecimiento; todo lo que resta de un héroe judío, por la vida de un miserable senador, que incluso ha dejado ya de ser un hombre… Váyase ahora, profesor, antes que comience a portarme como un tonto…

Cuando llegó nuevamente de regreso a la sala de recepción, encontró a Francone esperándolo. Caminaron hacia la puerta hasta que Francone colocó su mano en el brazo de Mendelius para advertirlo y retenerlo.

—Esperemos aquí unos minutos, profesor.

—¿Por qué?

Francone señaló con el índice a través de las puertas de cristal. Dos automóviles de la policía se encontraban estacionados en el camino de entrada en tanto que afuera cuatro autos más montaban guardia. Dos ordenanzas colocaban una camilla dentro de una ambulancia bajo los ojos de una multitud de curiosos. Mendelius se quedó sin habla, reteniendo la respiración. Francone le explicó concisamente.

—Fuimos seguidos hasta aquí, profesor. Por un auto. Luego llegó un segundo coche y estacionó justo afuera de las rejas de entrada. De esta manera tenían cubiertas las dos vías de escape. Felizmente en cuanto dejamos la ciudad me di cuenta de que éramos seguidos. De manera que, en cuanto llegamos aquí, llamé a la Squadra Mobile, y ellos procedieron a bloquear las dos entradas de la calle y cogieron a cuatro de esos bastardos. Uno ha muerto,

—¡Por el amor de Dios, Domenico! ¿Por qué no me lo dijo?

—Porque hubiera echado a perder su visita. Y además ¿qué podría haber hecho usted? Tal como se lo he explicado profesor, yo sé como trabajan estos
mascalzoni

—Gracias —Mendelius extendió hacia el otro su insegura y húmeda mano— espero que no le contará esto a mi esposa.

—Cuando se trabaja para un cardenal —dijo Francone con grave condescendencia— una de las primeras cosas que se aprende es a callarse la boca.

—Queridos colegas —Carl Mendelius, al tiempo que se ajustaba los lentes, observó a su público con sonriente benignidad—. Comienzo hoy con una suave censura para una persona o personas desconocidas… Sé que los viajes son caros. Y no ignoro que los ministros del Evangelio ganan muy poco. Y sé también que es costumbre aumentar las entradas o el dinero concedido para gastos de viaje proporcionando a la prensa informes de las conferencias. Esta práctica, siempre que sea hecha en forma abierta y declarada, no merece objeciones, pero creo que dar a la prensa, en secreto y sin que los colegas se enteren, noticias sobre lo que ocurre y se discute en conferencias privadas constituye una falta de cortesía académica. Uno de nuestros miembros ha contado a un prestigioso periodista que yo pensaba que el fin del mundo era inminente, lo que ha sido para mí causa de mucho embarazo y bastantes molestias. Verdad es que afirmé eso en esta sala, pero también es cierto que, fuera del contexto de nuestra asamblea y de los propósitos especiales que persigue esta reunión, esa declaración se prestaba fácilmente para ser interpretada como frívola o tendenciosa. No urgí al periodista para que identificara su fuente, no le exigí nombres. En consecuencia pido que hoy se me conceda la seguridad de que lo que se diga aquí sólo será repetido afuera con el pleno conocimiento de todos nosotros… Todos los que estén de acuerdo con esta sugerencia ¿querrían levantar la mano, por favor…? Gracias. ¿Alguien está en desacuerdo? Nadie. Aparentemente nos hemos comprendido. De manera que podemos comenzar… Hemos hablado de la doctrina de los últimos días: consumación o continuidad. Hemos expresado, sobre el tema, diferentes puntos de vista. Ahora aceptemos la hipótesis de que la consumación es posible y además inminente, que el mundo terminará muy pronto. ¿Cuál será, según ustedes la respuesta de los cristianos ante semejante eventualidad…? Usted señor, en la tercera fila.

—Wilhelm Adler, de Rosenheim. La respuesta es que el cristiano, o para el caso cualquier otro ser humano, no puede responder ante una hipótesis, sino solamente ante un hecho. Creo que éste es precisamente el error de los casuistas y de los académicos. Tratan de prescribir fórmulas morales para cada situación. Y eso es imposible. El hombre vive en el "aquí" y el "ahora" y no en el "tal vez".

—Bien… ¿Pero, no suele la prudencia humana dictar al hombre la forma como debe prepararse para enfrentar al "tal vez"?

—¿Puede dar un ejemplo, Herr Professor?

—Ciertamente. Los primeros discípulos del Señor eran judíos. Continuaron llevando una vida de judíos. Practicaban la circuncisión. Observaban las leyes y dietas judías. Frecuentaban las sinagogas y leían las Escrituras… Ahora bien, Pablo —o más bien Saulo, como se llamaba— se embarca para predicar el Evangelio entre los gentiles, los no-judíos, para quienes la circuncisión era inaceptable y las leyes de dieta inexplicables. Los gentiles no veían motivo alguno para mutilar su cuerpo y sí muchas razones para comer lo que podían cuando lo tenían. Los cristianos se encontraron así bruscamente fuera de la teoría y en plena práctica… Y el problema se simplificó solo. Porque es indudable que la salvación no depende de un trozo de piel humana, ni tampoco puede depender del hecho de tener que dejarse morir de hambre…

Hubo risas y aplausos ante el rabínico humor del conferenciante. Mendelius continuó.

—Pablo estaba preparado para esta eventualidad. Pedro no lo estaba. Y como carecía de apoyo en la Escritura, se vio obligado a encontrar para este nuevo enfoque el justificativo de una visión "Toma y come", ¿recuerdan?

Ellos recordaban y se oyó un murmullo de aprobación.

—De manera que ahora, continuemos con nuestro "tal vez". Los últimos días están próximos. ¿Nos encontramos preparados para ellos? Y ¿de qué manera?

Pero ellos retrocedieron ante una respuesta, de tal forma que Mendelius les ofreció otro ejemplo.

—Algunos de ustedes tienen edad suficiente para recordar los últimos días del Tercer Reich; en un país en ruinas, con la revelación de la monstruosidad de los crímenes cometidos por el difunto régimen, con una generación destruida, y el ethos de una nación corrompido, sólo quedaba una meta posible: sobrevivir. Para aquéllos de nosotros que aún recuerdan; no es acaso eso lo que más puede asemejarse a una catástrofe como la que estoy presentando como hipótesis…? Pero ustedes están aquí hoy porque, en alguna parte, de alguna manera, la fe y la caridad han sobrevivido y han una vez más, fructificado… ¿Me he explicado bien?

—Sí —la respuesta llegó en un suave coro.

—¿Cómo entonces…? —el desafío que les estaba lanzando se hizo más fuerte— ¿cómo podremos asegurarnos de que, cuando lleguen estos últimos días, la fe y la caridad sobrevivan entre nosotros? Si quieren, olviden los últimos días. Supongamos que tal como muchos lo vaticinan, dentro de los próximos doce meses, tengamos una guerra nuclear ¿qué harían ustedes entonces?

—Morir —dijo una voz sepulcral desde el fondo de la sala lo que provocó instantáneamente un alegre coro de carcajadas.

—Señoras y caballeros —dijo Mendelius intentando inútilmente sofocar su propia risa—. Ha hablado un verdadero profeta. ¿Querría él subir a esta tarima y hablar en mi lugar?

Nadie se movió. Y después de unos minutos la risa fue muriendo en el silencio. Mendelius continuó, más suavemente esta vez.

—Querría leerles un extracto de un documento preparado por un querido amigo mío. No puedo nombrarlo, pero les ruego que acepten mi palabra de que se trata de un hombre de gran santidad y singular inteligencia; además, de alguien que entiende muy bien los usos y alcances del poder en este mundo moderno. Después de la lectura, espero que me brindarán sus comentarios.

Hizo una pausa para limpiar sus anteojos y comenzó a leer algunos trozos de la encíclica de Jean Marie.

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