—¿Ha informado de eso a la gente que lo declaró loco?
—He pasado un informe al cardenal Drexel. En cuanto al resto… —sofocó, divertido, una pequeña risita— ellos parecen ser hombres muy atareados y yo no deseo ser motivo de perturbación en los importantes asuntos que los ocupan. ¿Alguna otra pregunta?
—Sólo una —dijo Mendelius gravemente—. Usted cree que Jean Marie es un místico, un iluminado de Dios. ¿Cree también que Dios le dispensó una revelación de la Parusía?
El abad frunció las cejas y sacudió la cabeza.
—Después, amigo mío. Hablemos de esto después que usted haya conversado con él. Entonces le diré lo que yo creo… Venga. Lo está esperando en el jardín. Lo llevaré hasta donde él está.
Se encontraba de pie en el medio del jardín del claustro, una alta y delgada figura vestida con el hábito negro de San Benito, dando de comer a las palomas que revoloteaban a sus pies. Al oír el ruido de los pasos de Mendelius, se volvió y por el espacio de unos segundos, se quedó mirándolo antes de avanzar vivamente hacia él, con los brazos extendidos, mientras las palomas, asustadas, se dispersaban sobre su cabeza. Mendelius avanzó a su vez y se estrecharon en un largo abrazo. Mendelius impresionado sintió, aun a través de los gruesos hábitos, cuan frágil y delgado se había vuelto su amigo. Sus primeras palabras no fueron por eso, sino un ahogado grito:
—¡Jean…! ¡Jean! Amigo mío.
Jean Marie Barette se aferró a él, dando repetidos golpecitos en su espalda y diciendo una y otra vez:
—
Grâce à Dieu! Grâce à Dieu!
Luego se separaron manteniendo el abrazo, pero a una distancia suficiente para poder mirar los ojos del otro.
—¡Jean! ¡Jean! ¿Qué le han hecho? Está delgado como una serpiente.
—¿Ellos? Nada —extrajo un pañuelo de la manga de su hábito y limpió una salpicadura del rostro de su amigo—. Todos han sido más que bondadosos. ¿Cómo está su familia?
—Muy bien, gracias a Dios. Lotte está aquí en Roma y me encargó transmitirle todo su cariño.
—Estoy muy agradecido de que ella haya consentido en prestármelo a usted… He orado rogando que viniera pronto, Carl.
—Hubiera deseado venir antes, pero no me fue posible dejar Tübingen antes del fin del período académico.
—¡Lo sé…! ¡Lo sé! Y ahora me he enterado de que se ha visto envuelto en problemas con los terroristas en Roma. Eso me preocupa…
—¡Por favor, Jean! Olvidémonos de ello. Cuénteme más bien acerca de usted.
—¿Qué le parece que caminemos un poco? Este lugar es muy agradable, se siente la brisa que viene de las montañas, fresca y pura, aun en los días de mayor calor.
Cogió el brazo de Mendelius y ambos amigos comenzaron a caminar lentamente a través de los claustros, conversando sobre temas triviales para dar tiempo a que la primera emoción del encuentro se calmara y que la paz de su vieja amistad descendiera una vez más sobre ellos.
—Me siento muy bien aquí —dijo Jean Marie—. El abad Andrew es muy considerado conmigo. Y me gusta el ritmo de los días: las Horas del Oficio cantadas en coro, el trabajo tranquilo… uno de los padres es un excelente escultor en madera. Me siento a su lado en su taller y lo observo mientras trabaja. Me encanta el olor de las astillas de madera. Hoy es día de fiesta. Y fui yo quien preparó el postre que usted comerá a la hora de la cena y que está hecho con una vieja receta de mi madre. La fruta proviene del huerto del monasterio. En la cocina dicen que soy mucho mejor como cocinero que como papa… ¿Y cómo va su vida, Carl?
—Es una buena vida, Jean. Los niños han comenzado a llevar sus propios rumbos independientes. Katrin está enamorada de pies a cabeza de su pintor. Johann ha resultado muy brillante como economista y ha declarado que ha dejado de ser creyente. Uno siempre continúa esperando que de alguna manera regresará a la fe, pero de todos modos sigue siendo un espléndido muchacho. En cuanto a Lotte y a mí, bueno, estamos comenzando a gozar juntos de este mediodía de la vida… El nuevo libro va caminando. Por lo menos, iba caminando, hasta que usted llegó y lo sacó por completo de mi cabeza y de mis preocupaciones… No creo que haya pasado una hora desde entonces en que usted haya estado ausente de mis pensamientos.
—Y usted nunca estuvo muy lejos de los míos, Carl. Es como si fuera la última tabla a la cual yo podía aún asirme después de mi naufragio. No me atrevía a perderlo. Cuando miro hacia atrás esos últimos días en el Vaticano; me estremezco de horror.
—¿Y ahora, Jean…?
—Ahora me siento más calmado, aunque no plenamente en paz todavía, porque aún no ha terminado mi lucha por liberarme de los últimos vestigios de lo que se opone a mi plena conformidad con la voluntad de Dios… Parece increíble pensar en cuan duro puede ser, cuando en realidad debiera ser tan sencillo, abandonarse a la Voluntad Divina y decir, sintiéndolo con todo el corazón: "Aquí estoy, soy sólo un instrumento en Tus Manos. Haz de mí lo que Te plazca". La entrega y la confianza han de ser absolutas; pero siempre uno trata, aun sin saberlo ni darse cuenta, de proteger la propia apuesta.
—¿Y yo era una parte de la apuesta? —Mendelius habló con una sonrisa y un leve toque de la mano destinados a suavizar la pregunta.
—Sí, usted era una parte, Carl. Supongo que aún lo es; pero creo que usted forma también parte del designio divino sobre mí. Si no hubiera escrito, si hubiera rehusado venir, me habría visto forzado a pensar en otras alternativas y por eso rogué desesperadamente para que me fueran dadas las fuerzas para enfrentar la posibilidad de un rechazo suyo.
—Continúa siendo una posibilidad, Jean —dijo Mendelius con grave gentileza—. Usted me pidió que lo juzgara.
—Y usted, ¿se ha formado ya una opinión sobre cuál será su veredicto?
—No. Necesitaba hablar primero con usted.
—Sentémonos, Carl. Aquí, en este banco de piedra. Aquí estaba yo sentado cuando ocurrió aquello… Pero antes de hablarle de eso he de contarle otras cosas…
Se sentaron sobre el banco. Jean Marie cogió un puñado de piedrecillas y comenzó a lanzarlas hacia un blanco imaginario. Habló en un tono casual, cargado de lejanas reminiscencias.
—…Con toda sinceridad debo decirle Carl, que a pesar de las abundantes y rituales negativas, de los públicos actos de humildad, la verdad era que yo deseaba ser papa. Toda mi vida no había sido sino una larga carrera dentro de la Iglesia. Uso la palabra carrera en el sentido en que la emplean los franceses. Había sido formado para lo que había hecho. Cuando joven, durante la guerra luché en la Resistencia y así llegué al seminario como un hombre seguro de su vocación y de sus motivos. Más aún, desde el primer momento, comprendí la forma de trabajar del sistema. Es muy similar a la de Saint Cyr, o de Oxford o de Harvard… Si usted conoce las reglas del juego, todas las condiciones se dan en favor suyo. No estoy intentando desacreditar nada… lo que digo no tiene nada que ver con eso. Simplemente estoy reconociendo la existencia de ciertas realidades, del hecho de que, en este campo, como en otros, hay, debe haber, elementos de cálculo, de ambición… Yo tenía esa ambición. Poseía también una buena, objetiva y precisamente francesa… De manera que fui un buen sacerdote, un buen obispo diocesano. Quería serlo. Y trabajé duro para serlo. Repartí mucho amor, logré reunir e interesar a la gente, aun a la gente joven. Hice algunos experimentos sociales. Atraía vocaciones cuando en otras diócesis las vocaciones al contrario, se perdían. Mis feligreses me decían que ellos, a mi lado, experimentaban un sentido de unidad, de dirección, de propósito religioso. En resumen, era natural que fuera, tarde o temprano, candidato al capelo rojo del cardenalato. Al final me fue ofrecido, pero con la condición de que viviera en Roma y trabajara en la Curia. Naturalmente, acepté. Me nombraron prefecto del Secretariado para la Unidad de los Cristianos y sub-prefecto del Secretariado de los no-creyentes… Como sabe, son cargos de segundo orden. El verdadero poder reside en las Congregaciones Importantes: Doctrina de la Fe, Asuntos Episcopales y Clericales.
"Pero no obstante, me sentía dichoso. Tenía acceso al pontífice. Tenía muchas posibilidades, la oportunidad de viajar, de hacer contactos de todo orden con gente muy alejada de la enclave romana… Y así fue como nos conocimos, Carl. Usted recuerda los entusiasmos que compartimos. Como si hubiéramos tenido un palco en la Opera… Y había tantas cosas buenas e importantes que parecía posible llegar a realizar.
"Y fue entonces también cuando comencé a ver cuan poco había yo hecho en realidad, o cuan poco podía llegar a hacer. Cuando era obispo, si fundaba una escuela o un hospital, los resultados eran tangibles, tenían sus propias y naturales consecuencias, estaban ahí. Yo podía, con mis propios ojos ver a las hermanas confortando a los moribundos… podía ver a los niños recibiendo enseñanza religiosa… ¿Pero un cardenal en Roma? ¿Qué hacía? Planes y proyectos y discusiones y una nueva prensa para sacar más rápidamente los documentos, pero entre el pueblo y yo, entre la gente y yo, una infranqueable muralla parecía haberse levantado. Había dejado de ser un apóstol. Me había transformado en un diplomático, un político, un intermediario y la verdad es que el hombre que caminaba sobre mis zapatos había dejado de gustarme… Y el sistema me gustaba aún menos: engorroso, arcaico, costoso y lleno de tibios y cómodos rincones acogedores para la pereza de los hombres que deseaban dormir sus vidas y donde los intrigantes podían florecer como plantas exóticas en un invernadero.
—Y sin embargo, si yo deseaba cambiar todo aquello, y lo cambié, no le quepa duda, debía permanecer dentro de la Curia, debía trabajar en los límites y en el marco de mi propio carácter. Soy por naturaleza un hombre que gusta de persuadir, no de mandar. Odio toda forma de rudeza. En toda mi vida no he golpeado jamás una mesa…
—De manera que cuando mi predecesor murió y el cónclave se encontró en un callejón sin salida, me escogieron a mí, Jean Marie Barette, como sucesor del Príncipe de los Apóstoles… —Lanzó las últimas piedrecillas sobre el camino y se levantó penosamente de su asiento en el banco—. ¿Le importaría, Carl, que fuéramos al taller del padre Edmund? La temperatura es más suave allá, y siempre estaremos tranquilos y solos. Al llegar la tarde, siento el frío…
En el taller, entre el alegre desorden de los diversos trozos de madera, de las herramientas del padre Edmund y de un hirsuto Juan Bautista que surgía a medio terminar de un bloque de roble, los amigos se instalaron sobre un banco, como dos escolares, mientras Jean Marie continuaba su relato.
—…Y ahí estaba yo, mi querido Carl, elevado repentinamente al más alto sitial que un hombre puede alcanzar en la ciudad de Dios. Mis títulos daban fe de mi eminencia y de mi autoridad "Supremo Pontífice de la Iglesia Universal", "Patriarca de Occidente", "Primado de Italia"… y patatín y patatán. —Rió, auténticamente divertido—. Se lo digo yo, Carl, cuando se asoma por primera vez a aquel balcón y mira hacia la plaza de San Pedro y oye el aplauso de la muchedumbre, en ese momento realmente se cree que es alguien. Es muy fácil olvidarse de que Cristo fue un profeta errante que dormía en cuevas cavadas en la roca, que Pedro fue pescador de una aldea galilea y que Juan el Precursor fue asesinado en el fondo de una cárcel…
—…Y claro, después de aquellos primeros ensayos, usted aprende muy rápido. El sistema está especialmente diseñado para rodearlo con el aura de la autoridad absoluta y al mismo tiempo para obstruir en forma resuelta y definitiva su posibilidad de usarla. Las largas ceremonias litúrgicas y las apariciones públicas son piezas de teatro en las cuales uno es presentado y lucido como el actor principal. Las audiencias privadas son acontecimientos diplomáticos. Se hablan banalidades. Se bendicen medallas. Se fotografía uno con los visitantes para la posteridad de ellos… Entre tanto el molino de la burocracia sigue moliendo su grano, filtrando todo lo que llega a su mesa de trabajo, editando y desglosando lo que uno escribe. Usted se ve constantemente asediado por consejeros cuyo único propósito parece ser el de dilatar toda decisión. Usted no puede actuar sino a través de intermediarios. Las horas del día no alcanzan para que usted pueda digerir toda la información que le presentan, y el lenguaje de la Curia está cuidadosamente estudiado para ser oscuro, tanto como el lenguaje oficial de los americanos o las declaraciones de doble sentido de los marxistas…
—Recuerdo haber hablado de esto con el presidente de los Estados Unidos y, más tarde, con el presidente de la República Popular China. Y cada uno de ellos me contestó, con expresiones distintas, pero en substancia, lo mismo. El presidente americano, famoso por sus sabrosas salidas, dijo: "Primero nos castran y luego esperan que ganemos el Derby de Kentucky". El presidente chino fue más discreto: "Usted tiene —dijo— quinientos millones de fieles. Los hombres sobre los que yo gobierno doblan ese número. Es por eso que usted necesita los fuegos del infierno y yo los campos de concentración, y la muerte nos lleva antes que alcancemos a realizar siquiera la mitad de la tarea…” Y ese es el otro problema, Carl, la desesperación que nuestra propia mortalidad provoca en nosotros, y los líderes desesperados son muy vulnerables. Porque tendemos a rodearnos de aduladores o a agotar nuestras energías en una lucha sin cuartel contra hombres tan resueltos como nosotros mismos…
—O tal vez comenzamos a esperar por los milagros —dijo suavemente Carl Mendelius.
—O nos sentimos tentados de crear esos milagros —Jean Marie lanzó a su amigo una rápida y sagaz mirada—. Los políticos tienen su andamiaje de propaganda y el papa sus artesanos de maravillas. Eso es lo que sus palabras han implicado ¿no es así, Carl?
—Es un punto importante, Jean. Y tiene mucho que ver con el tema que nos preocupa. Por eso debía decírselo.
—La respuesta es muy sencilla, no obstante. Sí. Es verdad que uno desea que ocurran milagros. Uno ruega, a Dios para que se deje ver alguna vez, de alguna forma, en este planeta tan cruel. Pero de ahí a crear uno mismo esos milagros o buscarse un mago hecho a medida, o adoptar un
soi-disant
santo de la cosecha anual que nunca deja de producirse, eso no, Carl. Jamás. Lo qué me sucedió fue real, no fue deseado, ni pedido. Fue un tormento y no un regalo.
—Pero usted trató de explotarlo.
—¿Cree usted eso, mi viejo amigo?
—Hago la pregunta porque otros lo creen, y porque otros más pueden afirmar eso en el futuro.