Los Bufones de Dios (20 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Fui duro e injusto, Eminencia. Y no tenía derecho a serlo…

—Por favor. Nada de disculpas. —Drexel lo detuvo con un gesto—. Por lo menos hemos conseguido ser francos el uno con el otro. Y permítame explicarle algo más. Antiguamente, cuando el mundo estaba lleno de misterios, era mucho más fácil creer tanto en los espíritus que visitan los bosques como en el Dios que manda a los truenos. Hoy, en cambio, estamos condicionados por la ilusión visual. Para nosotros existe sólo lo que podemos ver. Suprima usted los símbolos visibles de una organización establecida —las catedrales, los templos parroquiales, los obispos y su mitra— e inmediatamente, para muchos, la Asamblea Cristiana dejará de existir. Usted puede hablar hasta quedar afónico sobre el Espíritu que nos habita o sobre el Cuerpo Místico; pero aun dentro del clero, usted le estará hablando a sordos incapaces de entenderlo. Subconscientemente muchos asocian estas cosas con los cultistas y los carismáticos. La palabra, segura y tranquilizadora es la de disciplina; disciplina, autoridad doctrinal y la Misa Cantada del cardenal cada domingo. En este mundo no hay lugar para santos errantes… Mucha gente prefiere una religión más sencilla. Una religión que permita ir al templo, presentar su ofrenda y luego salir llevándose la salvación en un paquete bien amarrado. ¿Cree usted que un clérigo en sus cabales está dispuesto a ser el anunciador de una iglesia carismática, o una diáspora cristiana?

—Probablemente no —Mendelius sonrió a pesar de sí mismo—, pero de todos modos están obligados a aceptar por lo menos un hecho evidente.

—¿Y ese hecho es…?

—Que todos pertenecemos a la misma y amenazada especie: el hombre del milenio.

Drexel meditó sobre la frase por algunos momentos y luego asintió.

—Es una idea muy sensata, Mendelius. Merece que se reflexione sobre ella.

—Me alegro de que usted piense así, Eminencia. Me propongo incluirla en mi próximo ensayo sobre Gregorio XVII.

Drexel no demostró ninguna sorpresa. Se limitó a preguntar, como si solo se tratara de algo de interés académico:

—¿Cree que en estos momentos, un ensayo así sería oportuno?

—Aun si no lo fuera, Eminencia, creo que se trata de un problema de justicia elemental. Se honra la memoria del más modesto funcionario, aunque solo sea con cinco líneas en el Diario Oficial del gobierno… Espero que Vuestra Eminencia me concederá la libertad de consultarlo sobre algunos hechos y tal vez incluso yo lo engatuse para que me ofrezca su opinión sobre ciertos aspectos de los recientes acontecimientos.

—En lo que se refiera a hechos —dijo Drexel calmadamente— estaré encantado de ayudarlo indicándole las fuentes adecuadas. En cuanto a mis opiniones, me temo que no son aptas para ser publicadas. Por lo demás ello sin duda merecería la desaprobación de mi actual jefe. De todos modos, gracias por la invitación. Y buena suerte con su ensayo.

—Me alegro de que le agrade la idea… —Mendelius estaba suave como la miel.

—En ningún momento dije que me gustara —una fugaz sonrisa iluminó el áspero rostro de Drexel—. Simplemente lo reconozco como un acto de piedad que, moralmente, me siento obligado a recomendar…

—Gracias Eminencia —dijo Carl Mendelius—. Y gracias también por la protección que usted nos ha brindado a mi esposa y a mí en este lugar.

—Desearía poder hacerla extensiva a otros lugares también —dijo Drexel gravemente— pero mi jurisdicción no se extiende hasta donde ustedes van ahora. Vaya con Dios, profesor.

Eran las cinco de la tarde cuando Francone finalmente lo dejó en el apartamento. Lotte y Hilde habían ido a la peluquería. Frank no había regresado de la Academia; de manera que disponía de tiempo para bañarse, descansar y ordenar sus pensamientos antes de contar a los demás sus experiencias en Monte Cassino. Un detalle lo colmaba de satisfacción: ya no estaba obligado a guardar el secreto. Podía discutir libre y abiertamente los problemas involucrados, probar la verdad o fuerza de sus opciones y opiniones enfrentándolas por igual a las de cínicos devotos, y expresar sus perplejidades en el lenguaje corriente de todos los días y no en la pesada jerga de los teólogos.

Estaba muy lejos de sentirse satisfecho con las explicaciones que le había ofrecido Jean Marie. La descripción de sus estados místicos hecha por su amigo —que obviamente otros habían presenciado— parecía demasiado suave, demasiado familiar, demasiado —se esforzó por encontrar la palabra adecuada— claramente derivada del vasto cuerpo de escritos piadosos. En relación a las posibilidades de un conflicto de consecuencias catastróficas, Jean Marie era muy preciso; pero aun en términos visionarios, era muy vago respecto de la naturaleza de la Parusía misma. La mayoría de los escritos apocalípticos eran, al contrario, muy vívidos y detallados. La revelación de Jean Marie Barette era demasiado abierta y demasiado general para prestarse a una total credibilidad.

En términos puramente psicológicos había también una contradicción entre la imagen que Jean Marie tenía de sí mismo como un hombre de carrera eclesiástica y el trágico fracaso de su capacidad para ejercer el poder en tiempos de crisis. La buena voluntad, para no decir la verdadera ansiedad para aceptar una defensa parcial de su acción en la prensa, resultaba casi penosa, si no levemente siniestra por parte de un hombre que aseguraba haber dialogado privadamente con la Omnipotencia.

Y sin embargo… sin embargo… cuando Mendelius salió a la terraza bajo el sol del atardecer se vio forzado a admitir que era mucho más fácil condenar a Jean Marie ausente que hacerlo estando frente a él. Había que reconocer que no se había retractado en nada de su pretensión de haber sido objeto de una experiencia reveladora, ni tampoco había abandonado su tranquila convicción de que, en algún momento, recibiría el apoyo de un signo legitimador. A su lado Carl Mendelius era sólo el pequeño hombrecito, el correo que lleva secretos de estado en el cinturón de su traje, pero que carece de otras convicciones que no sean las del conocimiento del estado de los hechos y del costo del vino en las posadas del camino…

Estos pensamientos y varios más fueron el tema de la vehemente conversación que Mendelius sostuvo con Lotte y los Franks a la hora de los aperitivos. Se sorprendió al descubrir que era sometido a la más rígida de las inquisiciones y que el más ansioso inquisidor era Herman Frank.

—Usted nos está diciendo, Carl, que cree por lo menos la mitad de la historia. No tome en cuenta la visión, olvídese de la Segunda Venida, que de todos modos pertenece al orden de los mitos primitivos; pero la catástrofe de la guerra total es algo muy próximo.

—Bueno, sí, la cosa es más o menos así, Herman.

—No, no creo que sea así —la sonrisa de Hilde tenía un dejo más que regular de ironía—. Usted sigue siendo un creyente, Carl. De manera que continúa obsesionado por la presencia de Dios en cada sentencia que anuncia. Y desde que lo conocemos, usted siempre ha sido así, medio racionalista, medio poeta. Eso es verdad, ¿no es así?

—Supongo que sí —Mendelius extendió la mano para tomar su bebida— pero el racionalista dice que aún no tiene en su poder toda la evidencia requerida y el poeta dice que no hay tiempo para hacer versos cuando los asesinos están llamando a la puerta.

—Y hay algo más —Lotte se inclinó hacia él y palmeó su muñeca—. Tú quieres a Jean Marie como un hermano. Y antes que rechazarlo totalmente, a él y a su visión, estás dispuesto a partirte tú mismo en dos… Le dijiste que escribirías estas memorias sobre él. ¿Estás seguro, con tu mente dividida como la tienes, de poder hacerlo bien?

—No, no estoy seguro,
schatz
. Creo que Rainer hará un buen trabajo de la parte que le corresponda. Para él se trata de una primicia que cualquier periodista agradecería, una noticia exclusiva que dará la vuelta al mundo. En cuanto a lo que me corresponderá, el retrato personal, la interpretación de los pensamientos de Jean, no, no estoy en absoluto seguro de poder hacerlo adecuadamente.

—¿Dónde piensa trabajar en eso? —preguntó Hilde—. Ustedes son bienvenidos aquí y pueden quedarse cuanto tiempo deseen.

—Debemos regresar a Tübingen —Lotte se mostró una pizca demasiado ansiosa—. Los niños estarán de vuelta la próxima semana. Pero naturalmente Carl puede quedarse un tiempo más aquí, el que necesite…

—No es preciso —dijo Mendelius firmemente—. Gracias de todos modos por el ofrecimiento, Hilde, pero creo que trabajaré mejor en casa. Hablaré el viernes con Georg Rainer, y el domingo saldremos para Tübingen. Este lugar es demasiado seductor. Necesito ahora de una buena dosis de sólido sentido común protestante.

—Y expresado con acento suavo —dijo Herman con una sonrisa—. Tan pronto como pase el verano, Hilde y yo partiremos a preparar nuestra futura habitación en Toscana.

—Tómalo con calma, Herman —Hilde parecía irritada—. No creo que nada grave pueda ocurrir tan pronto. ¿No es así, Carl?

Mendelius sonrió pero rehusó ser arrastrado a la discusión entre los esposos.

—Yo también estoy casado, muchacha. Y nosotros los varones tenemos que apoyarnos mutuamente. Sin embargo yo más bien me inclinaría a tener el lugar preparado tan pronto como les sea posible. Si hubiera anuncios de crisis, los recursos materiales y la mano de obra doblarán de precio en cuestión de días. Además, si quieren tener una cosecha el próximo verano, es preciso que planten este invierno.

—¿Y usted qué hará, Carl? —preguntó agudamente Hilde—. Su amigo Jean Marie está a salvo en su monasterio. Si algo sucede, Alemania será el primer campo de batalla. ¿Qué piensa hacer con respecto a Lotte y a los niños?

—La verdad es que no he planeado nada al respecto.

—Tübingen está sólo a ciento ochenta kilómetros de la frontera suiza —dijo Herman—. Sería tal vez conveniente que usted depositara allí algunos de los derechos que recibe por sus libros.

—Rehúso seguir hablando de esto —Lotte, bruscamente, parecía al borde de una crisis de rabia—. Estos son nuestros últimos días en Roma. Y deseo pasarlo bien.

—Tiene toda la razón —dijo Herman instantáneamente arrepentido-. Esta noche comemos aquí. Después iremos a oír música folklórica en el Arciliuto. Es un lugar curioso y dicen que Rafael tuvo allí una querida. ¿Quién sabe? En todo caso es una prueba de la capacidad de los romanos para sobrevivir.

Hubo más detalles que finiquitar antes que Lotte y él pudieran finalmente hacer sus maletas y abandonar Roma. Mendelius pasó toda la mañana del viernes dictando a la grabadora su informe para Anneliese Meissner: un relato de su visita a Monte Cassino, una franca y abierta admisión de sus propias perplejidades y un último y directo mensaje:

''…Usted tiene ahora en sus manos todas las informaciones que obran en mi poder dictadas aquí tan honestamente como me ha sido posible. Deseo que las someta a un cuidadoso estudio antes que yo llegue a Tübingen… Hay mucho más que decir, pero lo hablaremos después. La veré pronto… Esta ciudad febril y sin clase me tiene enfermo. Carl.”

Envolvió cuidadosamente las cintas grabadas y le dio instrucciones de Francone para que las entregara a un servicio de correo que conectaba diariamente a Roma con varias ciudades alemanas. Luego Francone lo llevó al almuerzo que había convenido con Georg Rainer. A la una de la tarde, instalado en un compartimiento privado de "Ernesto's" comenzó la esgrima verbal ritual en estos casos. Georg Rainer demostró ser un maestro en el arte.

—Parece haber estado muy ocupado, Mendelius. Ha sido imposible seguirle los pasos. Ese asunto en el Salvator Mundi cuando la policía mató a un hombre y arrestó a otros tres… ¿Estaba usted en el hospital?

—Sí. Estaba visitando al senador Malagordo.

-Así lo supuse. Pero no publiqué nada al respecto porque me pareció que no era prudente continuar exponiéndolo a usted.

—Muy generoso de su parte. Créame que se lo agradezco.

—Bueno, tampoco quería echar a perder mi prometida historia de hoy… ¿Porque tiene una historia para mí, no es así?

—Tengo una, en efecto, Georg. Pero antes de entregársela quiero ver si nos ponemos de acuerdo en algunas reglas básicas.

Rainer sacudió la cabeza.

—Las reglas ya están operando, amigo mío. Lo que usted me dé ahora será verificado primero y luego entregado al télex. Le garantizo una relación cabal y precisa de los hechos y de las citas que me entregue y me reservo el derecho de hacer los comentarios que estime adecuados para ilustrar y guiar a mis editores… No le puedo garantizar inmunidad respecto del énfasis editorial que otros quieran colocar a su historia o respecto de títulos dramáticos o tergiversados, o de versiones distorsionadas por otras manos. Una vez que esta entrevista haya comenzado, usted será solamente un testigo en el banquillo y todo lo que diga queda grabado en los registros de la corte…

—En ese caso —dijo Mendelius deliberadamente— me gustaría saber si podemos ponernos de acuerdo sobre la forma en que esta historia será presentada.

—No —dijo llanamente Georg Rainer-, porque no puedo hacer promesas ni realizar acuerdos sobre lo que ocurrirá a mi copia una vez que salga de mi escritorio. Tendré mucho gusto en mostrarle lo que yo escriba y cambiar lo que a usted le parezca que no refleja la realidad… Pero si está pensando que existe alguna forma de controlar las consecuencias de una noticia, olvídelo. Este negocio se parece a la caja de Pandora: una vez que uno la ha abierto, no hay modo de detener el vuelo de todos los diablillos que contiene… Y a propósito, ¿por qué motivo me está dando esta historia a mí?

—En primer lugar, porque usted cumplió su palabra conmigo. Por eso estoy tratando a mi vez de cumplir con usted. En segundo lugar porque deseo dejar claramente establecida la verdad sobre un amigo antes que los fabricantes de mitos pongan manos a la obra. Y en tercer lugar, porque deseo acompañar su historia con otra publicación que tomaría la forma de unas memorias personales. Y no puedo hacer esto último si la historia que usted cuente se sale de ciertos límites y descarrila. De manera que permítame volver a plantear mi pregunta de otra manera. ¿Cómo podemos arreglarnos para encontrar una fórmula que satisfaga a la vez sus necesidades y las mías?

—Dígame primero el nombre de la historia.

—La abdicación de Gregorio XVII.

Georg Rainer abrió la boca con indisimulado asombro.

—¿La verdadera historia?

—Sí.

—¿Posee documentos que apoyen sus palabras?

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