Los Bufones de Dios (44 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—¿Y usted, mi querido Pierre, piensa también lo mismo de mí?

Duhamel ignoró la pregunta. Dijo sencillamente:

—Mi mujer le manda dar las gracias. Su mal se ha calmado y se siente mejor ahora de lo que se ha sentido desde hace mucho. Lo curioso del caso es que, aunque cuando usted vino ella estaba en apariencia inconsciente, recuerda perfectamente su visita y describe muy vividamente lo que hizo como amor por la existencia. En cualquier otra circunstancia yo podría haberme sentido muy celoso.

Jean Marie hizo caso omiso del diminuto dardo.

—Compré un pequeño regalo para ustedes dos.

—No era necesario —Duhamel se conmovió—, somos nosotros quienes estamos en deuda.

Jean Marie le alcanzó la caja de cartón y se disculpó.

—No fue posible envolverlo adecuadamente, Puede abrirlo, si lo desea.

Duhamel cortó la amarra del envoltorio, abrió la caja y sacó la copa, que procedió a examinar con el cuidado de un experto.

—Es en verdad muy bella, ¿Dónde la consiguió?

Jean Marie le contó entonces su encuentro con Judith la jorobada, en la Place du Tertre. Le dio asimismo el papel de la curiosa pequeña comunidad de mujeres. Pierre Duhamel le escuchó en silencio y al final hizo un solo y escueto comentario.

—Veo que está esforzándose cuanto puede por convertirme.

—Por el contrario —dijo Jean Marie firmemente—, he sido llamado para ser testigo, para ofrecer los dones de la fe, de la esperanza y del amor. Lo que usted haga con esos dones es un asunto totalmente privado y suyo… —Su tono cambió y se hizo implorante, como quien intenta desesperadamente persuadir a otro de una verdad evidente. —Pierre, amigo mío, usted me ha ayudado. Y yo, a mi vez, quiero ayudarlo. Lo que su esposa llamó amor por la existencia es algo muy real. Lo sentí hoy cuando esta muchacha, que no parece sino una caricatura de la feminidad, puso su mano en la mía y me invitó a penetrar con ella en el mundo especial que ella se ha construido… Este gran coraje suyo me parece, tan desolado, tan desesperadamente triste.

—El negocio que me ocupa es desesperadamente triste —dijo Pierre Duhamel con ácido humor—. Soy el jefe de una empresa funeraria que prepara el entierro de la civilización. Y eso debe ser llevado a cabo en gran forma… lo que a propósito me recuerda… Mañana se me pedirá que firme un documento requiriendo vigilancia grado A sobre un cierto Jean Marie Barette.

—¿Clasificado como qué?

—Como agitador anti-gubernamental.

—¿Y lo firmará?

—Por supuesto. Pero lo detendré en mis manos por algunas horas, de manera de darle tiempo para que haga lo arreglos que estime convenientes.

—Me iré de aquí mañana por la mañana.

—Antes de irse —Duhamel le entregó una hoja de papel— llame a este número. Petrov desea hablar con usted.

—¿Respecto de qué?

—Pan, política, y unas pocas fantasías particulares suyas.

—Cuando lo conocí en Roma, hace un tiempo, el hombre me gustó. ¿Cree que puedo confiar en él?

—No tanto como confía en mí. Pero lo encontrará, sin duda, mucho más agradable que yo.

Por primera vez, durante esta entrevista, Pierre Duhamel se relajó. Tomó en sus manos la copa-cosmos y le dio vueltas y más vueltas, estudiando cada detalle del grabado. Finalmente dijo—: Paulette y yo beberemos en ella y al hacerlo pensaremos en usted y en la pequeña jorobada de la Place du Tertre. ¿Y quién sabe? El teatro es lo suficientemente bueno como para suspender nuestra incredulidad… Pero, compréndalo, estos son tiempos malos que aseguran la primacía de los negros batallones. Si cae en sus manos, yo no podré hacer nada por ayudarlo.

—¿Qué piensa su presidente acerca de todo esto?

—¿Nuestro presidente? ¡Por el amor de Dios! Él es igual a cualquier otro presidente, primer ministro, jefe de partido, duce o caudillo. Lleva la bandera tatuada en su espalda y el manifiesto del partido inscrito en su pecho. Si uno le pregunta por qué hemos de ir a la guerra, él contestara que la guerra es un fenómeno cíclico, o que es imposible hacer una tortilla sin quebrar huevos, o —¡Dios lo maldiga!— que la guerra no es otra cosa sino el orgasmo arquetípico: agonía, éxtasis y luego un largo, largo después… Muy a menudo me he preguntado si acaso, antes de matarme a mí mismo, no tendría primero, que matarlo a él…

—¿Y entonces, por qué permanece donde está?

—Porque, si yo no estuviera allí, ¿quién habría obtenido el pasaporte que le he dado y quién podría contarme cómo van las cosas en este manicomio? Ahora debo irme. Arréglese para dejar Francia antes de mañana al mediodía.

Jean Marie Barette se adelantó y colocó dos firmes manos en las amplias espaldas de Duhamel.

—Al menos, amigo mío, déme tiempo para agradecerle.

—No me agradezca nada —dijo Pierre Duhamel—, solo ruegue por mí. Creo que he llegado al límite de mi capacidad de resistencia.

En cuanto Duhamel hubo partido, Jean Marie marcó el número de Sergei Petrov. Contestó, en francés, una voz de mujer y segundos después Petrov estaba en el teléfono.

—¿Quién es?

—Duhamel me dijo que lo llamara.

—¡Oh sí! Gracias por llamar tan rápido. Querría que nos encontráramos y conversáramos. Tenemos intereses en común.

—Sí, creo que los tenemos. ¿Dónde sugiere que nos encontremos? Creo que estoy bajo vigilancia. ¿Le molesta eso?

—No demasiado —la noticia no pareció sorprenderle—. A ver, déjeme pensar. Mañana a las once ¿le parece bien?

—Sí.

—Entonces encontrémonos en el hotel Meurice, cuarto 580, Llegue directamente. Estaré esperándolo.

—Muy bien. Así lo haré. Hasta mañana, entonces.

Pero después de aquella hora de mañana y por el resto de los días que seguirían, el interrogante quedaba planteado. Antes que comenzara la vigilancia debía encontrar un rincón donde refugiarse, un lugar en el cual le fuera posible dormir en seguridad, y además comunicarse y moverse libremente. Alain podría haberlo ayudado pero la relación con su hermano no había sido fácil y Odette no era precisamente un modelo de discreción. Se encontraba así, rumiando su problema, cuando sonó el teléfono. Madame Saracini estaba al otro lado de la línea, llena de entusiasmo y brusca en sus modales.

—Le dije que quería hablar otra vez con usted. ¿Dónde y cuándo podremos encontrarnos?

Jean Marie vaciló unos minutos y luego se decidió. Le dijo:

—He sido informado, de fuente segura, de que a partir de mañana, estaré sometido a vigilancia grado A en mi calidad de agitador anti-gubernamental.

—Pero eso es una demencia.

—De todos modos, es un hecho. De manera que necesito algún lugar seguro donde poder residir por un tiempo. ¿Puede ayudarme?

—Por supuesto, ¿En cuánto tiempo puede estar listo?

—En diez minutos.

—Bien. A mí me tomará cuarenta y cinco minutos llegar adonde está usted. Haga su maleta. Pague su cuenta. Y espéreme a la entrada de su hotel.

Antes que hubiera tenido tiempo de agradecerle, ella había colgado. El empacó sus escasas pertenencias, explicó a la patrona que un súbito cambio de su situación personal lo obligó a dejar el hotel antes de lo previsto, pagó su cuenta, y se sentó a leer su breviario hasta la llegada de madame Saracini. Se sentía lleno de paz y de confianza. Paso a paso estaba siendo llevado hacia el lugar de su prueba. Por una curiosa cadena de asociaciones —Saracini, Malavolti, Benincasa, nosotros los de Siena— se le estaba haciendo presente la frase que aquella muchacha de veinticinco años, Catalina, había escrito a Gregorio XI, en Avignon: "Ha pasado el tiempo de dormir, porque el tiempo nunca duerme, sino que pasa, como el viento… Para poder reconstruirlo todo, es necesario primero, destruir lo viejo, destruirlo hasta sus fundamentos mismos…"

La mujer que pasó a recogerlo a la entrada de la
Hostellerie
parecía diez años menor que madame Saracini, presidenta del Banco Ambrogiano All'Estero. Llevaba pantalones, una blusa de seda, un pañuelo en la cabeza y conducía un convertible hecho a mano por el más famoso de los diseñadores italianos. Antes que ningún huésped del hotel, o algún ocasional curioso alcanzara siquiera a darse cuenta de la existencia del auto o de su dueña, ella había colocado la maleta de él dentro del baúl y había partido con un chirrido de ruedas. Pero una vez que se encontraron en camino, condujo con gran cuidado y un agudo sentido de las posibles trampas de la policía, mientras procedía a contarle los planes que había hecho para él.

—…El lugar más seguro de París, en estos momentos, es mi casa, precisamente porque es una casa. No hay otros arrendatarios, ni conserje y puedo garantizarle la absoluta lealtad de mi servidumbre. Yo recibo mucho, por lo que siempre hay muchas idas y venidas de tal manera que nadie notará si alguien viene a verlo. Usted tendrá su propio apartamento: dormitorio, estudio y sala de baño. Tendrá también un teléfono directo y una escalera privada para bajar al jardín. Mis servidores no tienen nada que hacer. De tal forma que les será muy fácil cuidar de usted.

—Madame, su proposición es muy generosa, pero…

—Nada de "peros". Si el arreglo no le agrada, se va. Tan sencillo como eso. Y le ruego que me llame por mi nombre, Roberta.

Jean Marie sonrió en la oscuridad y dijo.

—Entonces, Roberta, déjeme explicarle que, al recibirme corre unos cuantos riesgos.

—Me siento feliz de correrlos. Ve usted, yo sé que tiene una tarea por delante. Y quiero ser parte de esa tarea. Créame que puedo ayudarlo mucho más de lo que ahora se da cuenta o siquiera sospecha.

—¿Por qué quiere ayudarme?

—Ésa es una pregunta que no estoy preparada para contestar mientras estoy manejando, pero se la responderé en cuanto lleguemos a casa.

—Ensayemos entonces esta otra pregunta. ¿Cree que es conveniente para su reputación albergar a un hombre en su casa?

—He tenido otros huéspedes, mucho más escandalosos —le contestó ella crudamente—. Hace ya veinte años que murió mi marido. Y créame que durante todo este tiempo no he vivido como una monja… Pero han sucedido cosas que me han hecho cambiar. Mi padre fue a la cárcel. Y pasé un muy mal momento con alguien a quien quería mucho y que una noche se volvió loco en mis brazos y prácticamente trató de matarme. Luego estuvo usted. Cuando era papa yo sentí hacia usted lo mismo que había sentido mi padre hacia el buen Papa Juan. Usted tenía estilo, tenía compasión. No se paseaba por allí hablando de disciplina y de condenación. Aun en aquel tiempo, cuando yo estaba viviendo de manera loca y desordenada, siempre sentí —como me ocurría con mi padre cuando era niña— que había un camino de regreso al bien, una posibilidad de enmienda. Luego usted abdicó y yo, a través de su hermano Alain, me enteré de algunos detalles de la historia real y me puse furiosa. Pensé que lo habían destrozado, hasta que su amigo ¿cómo se llama? escribió ese artículo maravilloso.

—¿Mendelius?

—Eso mismo… Y luego alguien le envió esa carta-bomba. Fue entonces cuando me di cuenta de cómo las cosas encajaban unas con otras, cómo en alguna forma, se encadenaban. Comencé a ir nuevamente a la Iglesia a leer la Biblia, volví a ver a los amigos que había dejado de lado durante mis días locos, porque me parecían entonces formales o sofocantes en su manera de ser… Pero nos hemos salido del tema. Primero permítame instalarlo en su apartamento, luego le daré de comer. Después de eso podremos hablar del futuro y de lo que necesita hacer.

El estuvo tentado de embromarla, de decirle, que, si bien era cierto que necesitaba ayuda, no quería ser manejado. Pero lo pensó mejor y cambió de tema.

—Me han provisto de un nuevo pasaporte y de un carnet de identidad con el nombre de Jean Marie Grégoire. Tal vez sea preferible, que use ese nombre para su servidumbre.

—Me parece bien. Mi servicio se compone de tres personas: un hombre y su esposa y una chica para el diario. Hace ya muchos años que están conmigo… Bueno, casi hemos llegado. Mi casa está justo detrás del Quai d'Orsay.

Tres minutos después se detuvo frente a un gran portón provisto de una puerta de acero, que se abrió a una señal de radio. El garaje se encontraba a la izquierda de la entrada y una escalera interior conducía a los pisos superiores. Su apartamento consistía en un par de habitaciones con un baño entre medio. Los cuartos daban a un balcón desde el cual se disfrutaba de la vista del patio central, que había sido convertido en un jardín rocoso con una fuente en el medio.

—Esto no es como el Vaticano —dijo Roberta Saracini—, pero confío en que se sentirá cómodo. La comida será servida en treinta minutos más. Enviaré a alguien a buscarlo.

Vino ella en persona, vestida con una elegante bata de casa, hecha de algún riquísimo brocato tieso como capa de bendición. Lo condujo hasta el comedor que resultó ser una habitación pequeña pero de hermosas proporciones con un cielorraso artesonado y muebles de caoba española. La comida era sencilla pero exquisitamente elaborada, un paté de campagne, filetes de lenguado y flan de frambuesas. Él le comentó que el vino era excesivamente bueno para derrocharlo en monsieur Grégoire, pastor retirado,
pasteur en retraite
, a lo cual ella replicó que el pastor había abandonado su retiro y que había llegado el momento de hablar de lo que él deseaba hacer.

—…Sé lo que tengo que hacer: difundir la palabra y el conocimiento de que los Últimos Días están próximos y que todos los hombres de buena voluntad deben prepararse para este acontecimiento. Sé también lo que no debo hacer: crear confusión o provocar disensiones entre los creyentes honestos o minar el principio de legítima autoridad en la comunidad cristiana… De manera que he aquí mi primera pregunta: ¿Cómo resuelvo este problema?

—Me parece que ya ha encontrado una solución y una nueva identidad. Después de todo lo importante en esto es el mensaje mismo y no el hombre que lo proclama.

—Bueno, no completamente. Porque, ¿cómo puede el mensajero autentificar, establecer su autoridad?

—No debe tratar de hacerlo —dijo Roberta Saracini—. Debe simplemente dar a conocer la palabra, tal como lo hicieron los primeros discípulos y confiar en que Dios hará germinar la semilla.

Las palabras de ella revelaban algo más que un simple sentido religioso. Revelaban una confianza total, como si ella misma fuera una viviente prueba de esa proposición. El le dijo:

—Estoy de acuerdo con el principio, pero, ¿de qué manera podría yo, rechazado en mi propio país, privado de toda misión canónica, predicar la palabra sin que ello implicara una ruptura de la obediencia que debo a mi iglesia?

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