Los Bufones de Dios (50 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Y yo me siento muy feliz de oír lo que acaba de decir, Waldo —terció Hennessy en su jerga más meliflua—, porque yo soy quien represento a los banqueros y juro que ustedes no verán ni un maldito dólar hasta que hayan probado la calidad de su promoción y de sus publicaciones.!

—Ya se lo he dicho. —Pearson estaba resuelto a dejar estampadas todas sus reservas al respecto—. Confiamos en que la distribución será excepcional y eso está perfectamente reflejado en las sumas que hemos adelantado. Las seriales que aparecerán en los diarios también ayudarán y naturalmente el dinero para propaganda que ustedes están proveyendo. Pero ustedes continúan insistiendo en que yo dé esta pelea con una mano atada detrás de la espalda. Nada de televisión, ni de entrevistas de prensa, ni tampoco ninguna revelación de la identidad del autor. Creo que todo esto carece de sentido.

Antes que Hennessy alcanzara a contestar, Jean Marie se había sumado a la discusión con su propio argumento.

—Por favor, se lo ruego. Detrás de esta decisión hay excelentes motivos. La revelación de mi identidad podría colocarme en situación de conflicto con el actual pontífice, lo que por ningún motivo deseo que ocurra. Pero hay más aún. Estoy escribiendo en respuesta a lo que considero una orden divina. Debo contentarme con este acto de fe y dejar que el árbol se reconozca por sus frutos. Y finalmente, el único aspecto de todo esto que yo puedo controlar totalmente es la integridad del texto. No quiero entregarlo a merced de los entrevistadores que pueden muy fácilmente distorsionar el mensaje con reportajes falsos, incompetentes o incompletos.

—En suma, Waldo —Hennessy rió feliz—, no hay nada que hacer.

Waldo Pearson se encogió de hombros.

—Bueno, valía la pena ensayar. ¿Cuándo podemos esperar tener el manuscrito terminado?

—Dentro de dos semanas.

—Espléndido. ¿Está satisfecho el autor con la traducción inglesa?

—Sí, muy satisfecho. Es fluida y exacta… ¿Podemos cambiar de tema ahora por unos minutos? Hay algo más sobre lo que desearía tener la opinión de ustedes.

—Por favor.

—Hay aquí en Inglaterra varias personas a las que tuve ocasión de recibir en el Vaticano. ¿Podría organizar algunas entrevistas con ellas y sería posible que estas reuniones tuvieran lugar aquí en su casa? —Antes que Pearson alcanzara a contestarle, continuó explicando. —Vivo en un hotel muy modesto bajo un nombre que no es el mío. Resulta difícil invitar a algunos personajes a semejante lugar, pero sigo creyendo que, ante la crisis que se aproxima, puedo ser útil. Por ejemplo, Sergei Petrov me pidió que lo ayudara en este problema del embargo de granos contra su país. Sin embargo no tengo manera alguna de saber si mi mediación sería aceptable para las otras partes interesadas. Usted señor Pearson, que fue ministro, ¿cómo reaccionaría ante una intervención mía ahora?

—Difícil decirlo. —Pearson, el político, era un animal mucho más agudo que Pearson el editor. Comenzó a razonar en voz alta. —Consideremos las columnas deudoras y acreedoras. Usted es un líder derrotado, un clérigo católico romano, francés por añadidura, profeta autoproclamado, todo lo cual representa una suma de hechos negativos para un negociador político que intente tener éxito en el mercado de hoy.

Jean Marie rió, pero no hizo ningún comentario. Pearson continuó con su enumeración.

—Si consideramos ahora el aspecto positivo, ¿qué tenemos? Usted es un diplomático con mucha práctica, carece de ambiciones personales; su buena conducta después de la abdicación es un excelente punto a su favor. Es un agente completamente libre. La historia que Rainer y Mendelius escribieron sobre usted ha contribuido a despejar un poco el aura de misticismo que lo envolvía. —Rió de su propia broma de escolar—. Resumamos lo dicho: si yo fuera ministro de Relaciones Exteriores, con toda seguridad lo recibiría. Si me dijera que los rusos le han pedido que haga de mediador con mi gobierno, me mostraría bastante escéptico. Y mi razonamiento sería el siguiente: a primera vista, usted aparece como un intermediario honesto. En consecuencia y precisamente por ese motivo, o tal vez por el motivo opuesto, me preguntaría qué ha movido a los rusos a usarlo como su emisario y por que motivos no han buscado a alguien con más músculos para negociar. El resultado de mis consideraciones sería, naturalmente, que la situación de ellos tiene que ser muy desesperada puesto que han salido de su campo corriente de transacciones para buscar a una persona ajena a todo ello. Y en ese caso sería posible negociar con ventajas para Inglaterra. De manera que, en conjunto, creo que lo recibiría con mucho interés y que luego, lo dejaría de lado tan pronto como pudiera.

—Su razonamiento me parece muy sensato —dijo Jean Marie—. Ahora volvamos a mi primera pregunta. ¿Estaría dispuesto a arreglar algunas entrevistas aquí, para mí?

—Por supuesto. Dígame solamente a quién quiere ver y lo invitaré inmediatamente. Y recuerde también que usted es siempre bienvenido aquí.

—Hay algo más que no debemos olvidar —Hennessy parecía inquieto— Si no desea revelar su existencia como autor de las "Ultimas cartas", ¿cómo se las arreglará para explicar su presencia en la casa de un prominente editor inglés?

—No explicaremos nada —cortó vivamente Pearson—. Dejaré simplemente caer la información de que estamos discutiendo algún posible libro… Y ciertamente que aprovecharía la oportunidad para plantear el tema de la autobiografía.

—Me temo —dijo Jean Marie— qué ese es un proyecto para el que no me siento ni con la disposición ni con el tiempo suficiente.

—Pero hay otros proyectos que tal vez puedan interesarle. Hace ya años que estoy tratando de encontrar a alguien que sea capaz de escribir un libro claro y nada retórico sobre la naturaleza de la experiencia religiosa. Aquí en Inglaterra estamos actualmente presenciando un fenómeno que merece más atención de la que se le está prestando. Mientras las iglesias tradicionales pierden clérigos y fieles a un ritmo impresionante, los cultos más diversos están en pleno florecimiento… Permítame enseñarle algo. —Los condujo por la esquina de la casa hacia un lugar donde los bosques se abrían para dar paso a una vista de verdes colinas, al final de las cuales, sobre un pequeño montículo, se levantaba una mansión construida en estilo neoclásico. El comentario de Pearson fue inspirado pero su voz estaba llena de melancolía.

—…Por ejemplo, ese lugar. Perteneció a un buen amigo mío. Ahora se ha transformado en el cuartel general de un grupo que se denomina a sí mismo la "Familia de los Únicos Santos". Mantienen un culto, al estilo de los Moonies, de los Soka Gakkai, del Hare Krishna. Realizan un activo proselitismo. Se someten a un régimen extremadamente duro, basado en un exceso de trabajo y en una constante vigilancia del neófito. Atraen a mucha gente joven. Son muy ricos… Y ahora, a semejanza de muchos otros grupos, están dedicados a almacenar grandes cantidades de comida, medicina y armas en espera del día del Armageddon. Si llegan a sobrevivir, ellos y otros como ellos pueden fácilmente transformarse en los barones de los tiempos post nucleares… Y ése es el motivo por el cual la jerarquía católica se asustó cuando usted quiso publicar su encíclica. Matt Hewlett trajo una copia de Roma y vino especialmente a verme para mostrármela y conversar sobre ella. Se detuvo ahí mismo donde ahora está y dijo: "Y allá es —lo entienda él plenamente o no— adonde Gregorio XVII intenta llevarnos. Cristianismo de los tiempos de Cromwell, con calzadas reales, mosquetes y todo".

—¿Y le creyó usted? —preguntó suavemente Jean Marie.

—En ese momento, sí.

—¿Y qué ha sucedido desde entonces para que cambiara de idea?

—Varias cosas. Habiendo vivido por tanto tiempo en la arena política y constatado lo difícil que resulta hacer funcionar a una democracia, me he sentido a menudo tentado por alguna forma de dictadura. Como editor he visto asimismo cuan fácil es condicionar al pueblo a adoptar ciertos hábitos y ciertos puntos de vista. Muy a mi pesar fui, en varias ocasiones, seducido por la posibilidad de la manipulación y participé en ejercicios de esa naturaleza tanto en la política como en el comercio… Y luego, un día Hennessy me trajo sus primeras cartas. Hay, en la cuarta, un trozo completo que he aprendido de memoria… "Cuando un hombre se transforma en payaso hace al auditorio el don de sí mismo. Con el fin de poder regalar a los demás la salvadora gracia de la risa, acepta ser objeto de burlas, ser empapado, clavado, traicionado en el amor. Tu Hijo, cuando aceptó ser coronado como un rey de escarnio, aceptó que las tropas le escupieran y le lanzaran vino al rostro, llevó a cabo el mismo tipo de total sumisión… Alimento la esperanza de que, cuando Él regrese, conservará la humanidad suficiente para enjugar las dulces lágrimas derramadas por los payasos sobre los juguetes destrozados que fueron un día mujeres y niños…"

Pearson se detuvo, como avergonzado y permaneció por un largo rato mirando a través de las colinas y los verdes prados hacia la mansión de los "Únicos Santos". Finalmente, con una curiosa emoción, admitió: —Supongo que eso podría llamarse el momento de mi conversión. Siempre he sido un cristiano participante, pero tal vez he podido serlo porque, en forma sistemática, he mantenido mi mente cerrada ante algunas de las aterradoras consecuencias de la fe: amar a un universo donde los animales, para sobrevivir, se devoran unos a otros, los torturadores forman parte de la administración pública y lo mejor que se puede ofrecer a una agonizante humanidad es la invitación: "Toma tu Cruz…" Pero en alguna forma, sus palabras consiguieron liberarme de esa desesperación y cambiaron mi visión de este trastornado mundo al que he aprendido a interrogar con ojos diferentes.

Adrian Hennessy no dijo nada. Alcanzó su pañuelo y comenzó a limpiar vigorosamente sus anteojos. Jean Marie Barette dijo entonces, con grave gentileza.

—Sé lo que siente, pero es una alegría muy frágil. No se apoye demasiado en ella, porque si lo hace, puede ceder bajo su peso.

Pearson lo miró agudamente, con una escudriñadora mirada.

—Me sorprende usted. Más bien hubiera pensado que usted estaría pronto a compartir cualquier gozo, por frágil que éste fuera.

Jean Marie alzó una mano en un gesto de humildad.

—Le ruego que no me interprete mal. Cuando alguien recibe esa iluminación interior que le da un nuevo sentido a su vida y a su fe, me siento colmado de dicha. Simplemente me permití advertirle, basado en mi propia experiencia, que el consuelo y la fuerza que ha recibido pueden no durar. La fe no depende de la lógica y el momento de la intuición puede no repetirse. Es preciso esperar y estar preparado para largos períodos de oscuridad y a menudo, para una destructora confusión.

Waldo Pearson permaneció en silencio por un momento, y de pronto, con sorprendente rudeza, dijo a Hennessy.

—Adrian, querría hablar privadamente con nuestro amigo. ¿Podría dejarnos solos por un rato?

—Ningún problema —dijo Hennessy sin perturbarse—. Tomaré el coche y manejaré hasta Nag's Head para tomar un trago con la gente del lugar. Hablen de lo que quieran, excepto de contratos. Este punto me pertenece exclusivamente.

Waldo Pearson caminó con Jean Marie hasta el borde del lago, donde un par de cisnes blancos flotaba serenamente, deslizándose entre los cañaverales. Luego, con cierta torpeza, se confesó.

—Se está iniciando ahora entre nosotros una… ¡bien…! una relación cuya naturaleza se define por la intimidad que crea. Un autor y su editor no pueden vivir satisfactoriamente si se encuentran distanciados, por lo menos no un autor como usted y un editor como yo. Y ahora mismo siento —no sé si con razón o sin ella— que algo muy importante no ha sido aún dicho entre nosotros… Me parece, por ejemplo, muy raro que usted haya sentido la necesidad de lanzarme una advertencia sobre mi… mi salud espiritual.

—Estoy igualmente preocupado por mi propia salud espiritual —dijo Jean Marie—. En estos momentos no costaría nada convencerme de que me encuentro sufriendo los efectos de una monstruosa ilusión.

—Me parece difícil creer eso. Sus convicciones parecen tan inconmovibles. Ha dado tanto y escribe con una emoción tan profunda.

—Y sin embargo es cierto. —Jean Marie cogió una caña de las que crecían en el borde del lago y comenzó nerviosamente a desmenuzarla a medida que hablaba—. Llevo ya tres semanas en Inglaterra. He vivido en un hotel muy cómodo situado enfrente de una antigua plaza con un jardín al medio, donde los niños juegan y las jóvenes madres traen a sus bebés. Dedico las mañanas a trabajar, y por las tardes salgo a caminar. En las noches leo y rezo y me acuesto temprano. Me siento libre, relajado. Me he hecho, incluso, de algunos amigos. Así ha sucedido por ejemplo con un anciano caballero judío que trae su nieto a jugar a la pelota en el jardín. De acuerdo a la tradición rabínica, es un excelente académico. Cuando descubrió que conocía el hebreo, estuvo a punto de bailar de alegría. El viernes pasado asistí a la cena sabática en su casa. Luego está el conserje, que es italiano y muy hablador, siempre listo para cualquier chisme… De manera que usted puede ver que mi vida es muy agradable y que casi he llegado a ser convertido por esta extraordinaria ecuanimidad de los británicos… algunos de los cuales realmente están convencidos de que Dios es un caballero inglés de gusto impecable que jamás permitiría que las cosas fueran más allá de un punto conveniente… Y bruscamente me he dado cuenta de que ésa es, precisamente, la más insidiosa de las tentaciones. Puedo ser silenciado, no por mis enemigos, no por la autoridad, sino por mi propia y cómoda indiferencia. Puedo pensar que, precisamente porque acabo de escribir unas pocas páginas que serán ampliamente difundidas, he dado mi testimonio público y me he ganado el derecho a soñar tranquilo en mi rincón hasta el día del Juicio Final. Ese es un lado de la medalla. El otro, aunque diferente, es igualmente siniestro. Al escribir las "Últimas cartas desde un pequeño planeta" he expresado mis sentimientos más personales, mis relaciones con Dios y con la familia humana. No he intentado enseñar ninguna doctrina ni he planteado argumentos teológicos. No soy un pastor interesado en el bienestar espiritual de su rebaño. Carezco de todo cargo, soy en verdad un semilaico. He llegado a celebrar la Eucaristía para mí solo, lo que realmente tiende a restarle sentido a este acto sacramental… Y ahora, sin aviso previo, un abismo parece abrirse bajo mis pies. Porque en el momento mismo en que me encontraba escribiendo las líneas que tanto lo han conmovido, pensaba, "¿Es esto verdad? ¿Es esto lo que yo realmente creo…? Puedo ver el fin de la civilización como algo muy próximo y posible. Pero ¿qué sucede con la Parusía, con la Segunda Venida que renovará todas las cosas? No sé de qué manera arreglármelas con este concepto del Dios-hombre, levantado y glorificado, presidiendo desde una eterna calma la agónica disolución de nuestra habitación terrestre. Y me ocurre que ahora, cualquiera que sea la forma en que trato de razonar sobre ello, lo único que huelo es la sangre y lo único que veo son los rostros del demonio, tal como los muestran los antiguos templos. A veces, créame, desearía olvidarme de todo y poder conversar tranquilo con mi rabino mientras miramos jugar a los niños…

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