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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

Los cerebros plateados (11 page)

16

Joe el Guardián se puso a barrer la oficina después de comprobar por dos veces, para tranquilizar a Flaxman, que el seguro de su pistola fétida estaba colocado.

La señorita Rubores empalmaba un cable bajo la dirección de la enfermera Bishop, quien no cesaba de hacer halagadores comentarios acerca de lo útiles que debían ser unas uñas susceptibles de funcionar como potentes alicates.

Flaxman, apartando resueltamente su mirada de la puerta y la cerradura electrónica estropeada, decidió continuar su relato:

—Cuando Zukie murió, el escándalo fue de órdago, desde luego. El pensar en la inmortalidad perdida provocó una terrible tensión en la sociedad. El mundo se encaminaba hacia algo que no había existido hasta entonces ni ha vuelto a existir después, y que los amigos sociopsiquiatras han llamado «el síndrome de atragantamiento universal». Por fortuna, la gente importante relacionada con el caso, juristas, médicos, gobernantes, etcétera, fueron listos, realistas y honrados. Manipularon los hechos a fin de poder anunciar que la operación DPS no era beneficiosa, que todos los cerebros enlatados estaban condenados a la idiotez, después de algún tiempo, porque tenían tan poca vida como los músculos marcianos que los científicos conservaban en tubos de ensayo durante décadas enteras, o el semen y los óvulos humanos en nuestros Bancos Anticatástrofes. En resumen: que se trataba de simple tejido cerebral que no moría, pero que no podía funcionar.

»Para salvarse del furor de la multitud, todos los cerebros apoyaron esta versión, acudiendo incesantemente a abogados, jueces y charlas en televisión. De este modo cesó también el rumor de que los cerebros enlatados, acumulando conocimientos diabólicamente siglo tras siglo, llegarían a erigirse en tiranos del mundo.

»Superada la crisis, quedaba otro problema: qué hacer con los treinta cerebros. Si la mayoría de la gente importante, amargada por su decepción, hubiera impuesto su punto de vista, no cabe duda de que habrían sido aniquilados, aunque no en seguida y de cualquier forma, pues eso habría reavivado las sospechas. Sin duda, habrían comunicado la muerte de un par de ellos de vez en cuando, hasta acabar con todos en un plazo de unos veinte años. Pero incluso aquellas muertes naturales en apariencia habrían suscitado curiosidad, y el gran objetivo era dejar que todo el asunto cayera en el olvido. Además los cerebros, aunque indefensos y desvalidos, habrían luchado por sobrevivir con sus agudas inteligencias, buscando aliados entre sus propios cuidadores y planteando de nuevo el caso públicamente si fuese necesario. Por otra parte, entre los hombres importantes había un numeroso grupo que siempre opinó que la inmortalidad de los cerebros no era sino un loco sueño de Zukie, propalado por la prensa y la credulidad popular, y que los cerebros no tardarían en morir a causa de imprevisibles defectos tecnológicos en el proceso de su conservación, de pequeños descuidos por parte de quienes cuidaban de ellos… o que perderían la razón, en su estado anormal de hombres sin cuerpo.

Flaxman guardó silencio durante algunos instantes, como si tratara de confirmar la tensión ambiental, y luego prosiguió:

—Aquí interviene otra asombrosa figura, no un genio universal, sino un hombre muy notable en muchos sentidos, un editor de ciencia–ficción en la gran tradición de Hugo Gernsback. Me refiero a Hobart Flaxman, antepasado mío y fundador de la Rocket House. Había sido amigo íntimo de Zukertort, le apoyó con dinero y aliento, y Zukie le nombró administrador del Trust de Cerebros. Ante el giro que tomaban las cosas, reclamó sus derechos sobre la custodia de los cerebros. Como muchas personas importantes le consideraban un hombre íntegro y cabal, aquélla pareció la mejor solución. El Trust de Cerebros se convirtió en la Sabiduría de los Siglos, nombre sonoro y escogido con acierto. De forma que pronto dejó de hablarse del asunto.

»No todos sus descendientes hemos rayado a la altura del viejo Hobart, pero al menos hemos conservado el Trust. Los cerebros han recibido cuidadosas atenciones y una dieta adecuada de noticias internacionales o cualquier otra información que hayan reclamado…, lo mismo que se pone continuamente al día el vocabulario de las máquinas redactoras, ahora que lo pienso. En varias ocasiones, durante los primeros años, hubo peligro de que los cerebros salieran otra vez en los titulares de los periódicos, pero todas las crisis fueron superadas con éxito. Hoy, con los descubrimientos que se han realizado para prolongar la vida humana, los cerebros ya no son una amenaza para la seguridad pública, pero nosotros hemos mantenido una política de cautela, por razones tradicionales. Mi querido padre, por ejemplo, no fue lo que ustedes llamarían un hombre emprendedor. Y yo… bueno, eso está al margen del asunto.

»Ahora me preguntará usted… —Gaspard alzó la mirada, sobresaltado, y vio que Flaxman le apuntaba inquisitorialmente con un dedo— me preguntará usted por qué el viejo Hobart, un editor imaginativo, no vio las posibilidades de los cerebros como autores de obras de ficción, y por qué no les estimuló a escribir para luego publicar sus libros, bajo nombres supuestos y con todas las precauciones lógicas, claro. Pues bien, la respuesta es que las máquinas redactoras eran entonces la última novedad. Se habían puesto de moda y los lectores estaban casi tan hartos de los autores con personalidad como los editores. A la gente le gustaba el opio puro fabricado por la máquina redactora, y el editor no tenía tiempo de pensar en otra cosa, ni le habría resultado rentable hacerlo.

Las cejas de Flaxman se alzaron alegremente.

—Pero, ahora… no hay máquinas redactoras, ni hay escritores, y los treinta cerebros tienen el terreno despejado. ¡Piensen en ello! —entrelazó los dedos, extasiado—. ¡Treinta escritores que han dispuesto de casi doscientos años para acumular ideas y madurar sus puntos de vista, que están en condiciones de trabajar día y noche sin ninguna distracción, sin problemas familiares ni sexuales, sin dolores de estómago, sin nada!

»Treinta escritores del siglo pasado; eso ya es una garantía de venta. A la gente siguen gustándole los clásicos. No tengo aquí una lista de ellos y, en confianza, debo admitir que hubo una época en que la Sabiduría de los Siglos me inspiraba una leve aversión. Pensar en esos cerebros enlatados me repelió desde la primera vez que mi padre me habló de ellos, cuando yo era muy joven. Pero ¿se dan cuenta de que entre esos cerebros pueden encontrarse Theodore Sturgeon, o Xavier Hammerberg, o incluso Jean Cocteau o Bertrand Russell? Los dos últimos creo que vivieron lo suficiente para pillar el DPS.

»Comprenderán que los primeros escritores que se sometieron al DPS hubieron de hacerlo en secreto. Se dijo que habían muerto, y sus cuerpos sin cerebros fueron enterrados o incinerados para engañar al mundo… Lo mismo que el propio Zukie engañó al mundo durante años haciendo creer que sus experimentos con cerebros eran una simple distracción. La operación era muy complicada y apenas sabemos nada de ella…, enfermera Bishop, ¿estamos listos ya?

—Lo estaremos en seguida.

Gaspard y Zane Gort miraron hacia la muchacha. Un gran huevo plateado reposaba sobre el inmenso escritorio de Cullingham, con sus ojos–cámara, micrófonos y altavoces preparados, aunque ninguno conectado todavía. Por un instante, Gaspard pensó en el hombre cuyos nervios habían sido seccionados hacía un siglo, cuyo cuerpo era ceniza esparcida al viento o humus amasado con cien generaciones vegetales, y se estremeció.

Flaxman se frotó las manos.

—Un momento —dijo, mientras la enfermera Bishop se disponía a coger el cable de un ojo–cámara—. Quiero presentarle como es debido. ¿Cuál es su nombre?

—No lo sé.

—¿No lo sabe? —inquirió Flaxman, desconcertado.

—No. Usted dijo que trajera cualquier cerebro. Y eso hice.

Cullingham intervino, conciliador:

—Me parece que el señor Flaxman no ha dicho que haya faltado usted a su obligación, enfermera Bishop. Dijo cualquier cerebro porque todos ellos, que nosotros sepamos, son consumados artistas. Conque haga el favor de decirnos cómo debemos dirigirnos a éste.

—¡Ah! —exclamó la enfermera Bishop—. Llámenle Siete. Número Siete.

—Pero yo necesito el nombre —insistió Flaxman—. No el número que usted utiliza en la guardería…, lo cual me parece una desconsideración, dicho sea de paso. Espero que el personal de la guardería no haya adquirido la mala costumbre de tratar a los cerebros como si fueran máquinas; ello podría perjudicar su creatividad, hacer que se consideren a si mismos como máquinas.

La enfermera Bishop meditó un rato.

—A veces le llamo Robín —dijo—, porque tiene una mancha pardusca debajo de su argolla, como si estuviera oxidado, y es él único que la tiene. Quise traer a Media Pinta, porque es más fácil de transportar, pero él empezó a poner pegas, y cuando Usted envió al señor De la Nuit me decidí por Robín.

—Me refiero al nombre verdadero —Flaxman hacía un gran esfuerzo para que su voz no traicionara su exasperación—. Un gran genio literario no puede presentarse a sus futuros editores como Robín.

—Ya… —La enfermera Bishop vaciló, y luego dijo en tono decidido—: Temo que no puedo ayudarle. Y no hay manera de saberlo, aunque revuelva la guardería de arriba abajo y busque en los archivos que pueda tener en cualquier parte.

—¿Qué?

—Hace cosa de un año —explicó la enfermera Bishop—, los cerebros decidieron, por motivos que sólo ellos saben, que deseaban permanecer en el anonimato para siempre. Me ordenaron que revisara los ficheros de la guardería y destruyera todas las fichas donde aparecieran sus nombres, y también que limara los grabados en el exterior de las cápsulas metálicas. Puede que tenga usted documentos con los nombres aquí o en alguna caja de un banco, pero seguirá sin saber cuál corresponde a cada cápsula.

—¿Y se atreve usted a decirme que realizó ese acto de imperdonable irreflexión… sin consultarme?

—Hace un año, a usted no le importaba un comino la Sabiduría de los Siglos —replicó la enfermera Bishop sin amilanarse—. Hace exactamente un año, señor Flaxman, le llamé y empecé a contarle todo esto, y usted dijo que no le molestara con semejantes necedades, que los cerebros podían hacer lo que les viniera en gana. Dijo usted, y cito sus palabras, señor Flaxman: «Si esos
egos
de hojalata, esas pesadillas enlatadas, quieren alistarse en la Legión Extranjera francesa como calculadoras combatientes, o atarse un motor al rabo para ir a pasear por el Universo, por mi no hay inconveniente».

17

Los ojos de Flaxman parecían vidriosos, tal vez ante la idea de haber sido burlado por treinta escritores descarnados en una época en que los escritores no pintaban nada, o tal vez ante el enigma de su propia personalidad, que le permitía considerar a treinta cerebros enlatados como horribles monstruos en un momento determinado, y como genios creadores comercialmente muy valiosos poco después.

Cullingham intervino de nuevo.

—Creo que este asunto del anonimato podremos discutirlo luego —dijo la mitad más silenciosa y tranquila de la sociedad Rocket House—. Puede que los propios cerebros reconsideren Su actitud cuando sepan que están en el umbral de una nueva fama literaria. Y si pese a todo prefieren mantener un estricto anonimato, el problema tiene fácil solución citando como autores a «Cerebro Uno y G. K. Cullingham, Cerebro Siete y G. K. Cullingham», etcétera.

—¡Cespita! —exclamó Gaspard en voz alta, con cierto espanto en la voz.

—Resultaría bastante monótono, en mi modesta opinión —observó simultáneamente Zane,
sotto voce
.

El editor alto y rubio se limitó a exhibir su sonrisa de mártir pero Flaxman, enrojeciendo de lealtad, rugió:

—¡Oigan! Mi querido amigo Cully ha programado las máquinas redactoras de la Rocket durante los últimos diez años, y va siendo hora de que se le reconozcan sus méritos literarios. Los escritores han robado la fama a los programadores de las máquinas redactoras por espacio de un siglo… como antes usurpaban el mérito de los editores. Debería ser obvio, incluso para un autorcillo de tres al cuarto o un robot con un bloque Johansson por seso, que estos cerebros necesitarán mucha programación, o adiestramiento, llámenlo como quieran. Y Cully es el único que puede hacerlo… ¡No quiero oír una palabra más!

Hubo un largo silencio, y luego intervino la enfermera Bishop:

—Discúlpenme, pero ya es hora de que Robín vea y oiga, conque voy a conectarlo, tanto si están preparados como si no.

—Estamos preparados —dijo Cullingham, conciliador.

Flaxman, frotándose la mejilla, añadió sin mucha convicción:

—Sí, supongo que estamos preparados.

La enfermera Bishop hizo un gesto indicándoles que rodearan todos a Flaxman, y luego apuntó el ojo–cámara en aquella dirección. Se oyó un leve
¡tune!
cuando lo conectó en el enchufe superior del huevo plateado, y Gaspard se echó a temblar. Le pareció que había asomado al ojo–cámara, como un leve resplandor rojo. La enfermera Bishop conectó un micrófono al otro enchufe superior, y Gaspard contuvo el aliento, exhalando un ruidoso suspiro segundos más tarde. —¡Adelante! —dijo Flaxman, no menos nervioso—. Conecte el altavoz del señor Robín. Se me pone la carne de gallina…

Se interrumpió y agitó una mano hacia el ojo–cámara.

—No ha sido mi intención ofenderle, amigo.

—También podría ser la señorita o la señora Robín —le recordó la muchacha—. Había varias mujeres entre ellos. Me parece que debe usted formular su propuesta, y luego conectaré el altavoz. Todo será más fácil así, créame.

—¿Sabía él adonde le llevaban?

—Desde luego, se lo dije.

Flaxman se acomodó frente al ojo–cámara, tragó saliva, y luego miró a Cullingham con aire indeciso.

—Hola, Robín —empezó sin vacilar éste, pronunciando las palabras muy despacio al principio, como si hablase como una máquina o quisiera hacerse entender por una máquina—. Soy G. K. Cullingham, socio en la Rocket House de Quintus Horacius Flaxman, que está a mi lado, y albacea oficial de la Sabiduría de los Siglos.

Siguió hablando, claro y persuasivo, de los problemas en que se veía el mundo editorial, y propuso que los cerebros se dedicaran a escribir en seguida. Soslayó la cuestión
del
anonimato, aludió muy de paso al problema de la programación («la colaboración editorial de costumbre»), expuso interesantes planes para la administración de los derechos de autor, y acabó con algunos comentarios muy sentidos sobre la gran tradición literaria y la defensa de la cultura a través de los siglos.

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